UNO

El pequeño transbordador del Imperio era una nave originalmente concebida para transporte en órbita alta, capaz incluso de descender en un planeta sin atmósfera. Su forma recordaba a un largo y delgado lagarto con cuatro patas. Cada una de estas «patas» terminaba en un patín de aterrizaje, dispuesto bajo sendos motores iónicos. El «abdomen del lagarto» era un contenedor intercambiable de acuerdo con las necesidades de la emisión. En aquella en particular había sido seleccionado un modelo diseñado para el transporte de personal.

Jonás se sentaba en una de las hamacas de aceleración, rodeado por un heterogéneo grupo, compuesto por científicos imperiales e infantes de marina de la Utsarpini.

Aquella hamaca era increíblemente confortable en la escasa gravedad producida por la aceleración del transbordador. Los imperiales siempre conseguían dotar a sus enseres de una asombrosa comodidad, y a Jonás poco a poco se le fueron cerrando los ojos.

—¿Doctor Chandragupta? —le despertó el técnico de radio del transbordador, inclinándose sobre su hamaca.

Jonás levantó la vista. El técnico le pidió que le siguiera hasta la cabina de control. En el camino, Jonás consiguió enterarse de lo que se trataba: una llamada desde la Vijaya destinada para él.

Penetró en la angosta cabina, iluminada por una tenue luz roja que facilitaba la lectura de los instrumentos, y durante un instante quedó extasiado por el asombroso espectáculo que se podía contemplar a través del «hocico» transparente de la nave.

A menos de un millar de kilómetros, Jambudvida llenaba todo el firmamento. Sólo era posible contemplar una pequeña sección del mismo, una inmensa estructura de metal gris que parecía cernirse sobre el brillante remolino azul y blanco de la superficie del planeta. Nubes blancas y mares azules, los colores siempre presentes en un mundo vivo. Debido a su tamaño, parecía casi recto, excepto cuando se lo seguía con la mirada. Entonces la vista lo perdía entre el resplandor de la «cáscara». El continente circular se curvaba en la distancia como una cinta que envolviera el planeta entero.

Desde donde estaba podía ver algunas de las babeles que formaban los radios de Jambudvida. Pero, al no apreciarse la curvatura, el efecto recordaba el de un enorme dolmen, o quizás los arcos que soportaban un acueducto.

El continente circular tenía sección transversal rectangular, con el lado mayor yaciendo en el plano ecuatorial del planeta, pero era tan delgado, que visto de perfil casi desaparecía. Los lados medían, según el telémetro que manejaba uno de los científicos imperiales, doscientos kilómetros el mayor, por un kilómetro el menor. Jambudvida parecía un delgado disco gramofónico con un agujero de ochenta mil kilómetros de diámetro en su centro. Uno de los científicos del Imperio había dado una rápida explicación a la forma aplastada de la estructura: en las zonas más alejadas de la órbita geosincrónica se tendría gravedad gracias a la fuerza de marea.

Chait Rai se volvió para saludarle desde el asiento del piloto. Su antigua experiencia con naves del Imperio le resultaba ahora muy útil.

—Lilith está en el comunicador —dijo, señalando la diminuta pantalla de vídeo situada en un extremo de la cabina. Jonás se sentó frente a ella, y el rostro de Lilith le saludó desde la pantalla.

—Kalyanam, Jonás. Espero que estés disfrutando del viaje. En estos momentos quisiera estar en tu lugar. Fuiste muy valiente al presentarte voluntario.

Lilith bromeaba, el valor no había tenido nada que ver con aquello. Había un número limitado de plazas en el transbordador, y él iba como representante científico de la Utsarpini, y como biólogo. Aunque Lilith se había presentado como voluntaria, Prhuna había considerado innecesario enviar a dos científicos con especialidades semejantes. ¿Advertía ahora en ella un cierto aire de reproche?

—Es lo mismo, vosotros estaréis aquí en un par de meses —dijo conciliador.

—Sí, pero nos habremos perdido la emoción del primer contacto.

—Si es que hay alguien con quien contactar.

—De eso puedes estar seguro. Yo, en tu lugar, iría haciendo ejercicios para prepararme a la gravedad de ese planeta.

Jonás hizo una mueca de disgusto, y miró sus piernas preocupado. Después de un año de libertad, volvían a estar encerradas en anillos de hierro. Prhuna había estado a punto de rechazarlo para aquella misión sólo por ellas, pero Jonás le había demostrado, en la sala de centrifugado de la Vijaya, que no las había descuidado durante los meses pasados a baja gravedad.

De todas formas, le asustaba la posibilidad de tener que volver a caminar por un planeta con un campo de gravedad normal.

—Por cierto —dijo, intentando cambiar de tema—, ¿qué sabéis de Hari y los demás?

¡Pobre reverendo Hari Pramantha! Todo aquello le había impactado de una forma muy distinta, y mucho más intensa, que a los demás. Se había negado a viajar hasta el planeta anillado en el que, según él, habitaba Dios. El mismo Dios creador del Universo, Akasa-puspa, los planetas y las babeles. Según la descripción de las Sastras, aquélla era su casa, y ellos no habían sido formalmente invitados. Había intentado convencer a los demás de que se retiraran de la Esfera, y sólo había tenido éxito con el gramani Jai Shing al que últimamente nadie hacía mucho caso en aquella nave.

Finalmente, Hari había sido seleccionado para representar a la Utsarpini en la expedición que se dirigía al encuentro de la nube de juggernauts. Esta estaba comandada por el exobiólogo imperial Yusuf, que en un transbordador similar al que Jonás ocupaba, pasaría los próximos meses estudiando a los gigantescos animales.

—Precisamente por eso te había llamado —respondió Lilith—. Hemos recibido las primeras imágenes de la nube de juggernauts contemplada a sólo medio millón de kilómetros.

—¿Puedes pasármelas?

—Por supuesto… Espera un segundo.

La pantalla quedó en blanco para dejar paso a una vista del enjambre de juggernauts captado por los telescopios del segundo transbordador. La inmensa manada parecía llenar el firmamento, moviéndose como un manso río viviente. Jonás pudo advertir claramente los miles de diminutos puntos que saltaban como pulgas de un juggernaut a otro: colmeneros. Como fondo, la inmensa arboleda plateada que formaba la «cáscara» de la Esfera, increíblemente cercana en aquella imagen. Los asteroides parecían pequeñas patatas de las que brotara una inmensa espesura de tallos y follaje.

¿A qué altura puede crecer un árbol en un asteroide? —se preguntó Jonás. La respuesta era clara: en cualquier cuerpo espacial, con un diámetro del orden de los cincuenta kilómetros o menos, la fuerza de la gravedad es tan débil que un árbol puede crecer a una altura infinita.

¡Infinita!

Sin duda allí había un territorio que explorar.

¿Era eso lo que andaba buscando Yusuf? —se preguntó Jonás. Podía comprender las motivaciones de Hari para no querer visitar el planeta anillado, pero Yusuf… Estaban, posiblemente, ante el planeta de los creadores de los árboles asteroides, los colmeneros, y los juggernauts. ¡Y él prefería seguir estudiando a aquellos animales, antes de acudir a lo que podría ser la fuente de todas las respuestas! ¿Cómo podía alguien tener una curiosidad tan selectiva? ¿Era posible que el exobiólogo imperial quisiera encontrar todas las respuestas por sus propios medios? ¿Que estuviera más interesado en el proceso de investigación que en los resultados…?

La escena del enjambre de juggernauts se mantuvo durante unos minutos más en el monitor, y finalmente retornó el sonriente rostro de Lilith.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó.

—Interesante. ¿Te das cuenta de lo que es este lugar?

—¿A qué te refieres?

—Mira a tu alrededor. Estás contemplando la más perfecta doma de la naturaleza efectuada jamás por ningún ser vivo. ¿Has visto esas plantas? Deben atrapar casi hasta el último fotón despedido por esa estrella. No es extraño que antes nadie viera la Esfera…

—No debemos perder de vista los motivos originales que nos han traído aquí.

—No, claro. Espero que Yusuf dé por fin con la solución al problema de los rickshaws.

—Eso espero yo también —asintió Lilith—. Te volveré a llamar en cuanto tenga más datos. —Y cortó la comunicación.

Pero Jonás se estaba preguntando hasta qué punto le seguían interesando las experiencias de Yusuf. Todo aquel problema de los rickshaws destruidos, y las intrigas entre el Imperio, la Hermandad y la Utsarpini, la invasión de Vaikunthaloka, la coronación de Kharole; todo aquello le parecía tremendamente remoto y falto de interés. Estúpidos juegos entre niños malcriados.

Lo realmente interesante estaba ahora frente a él. Quizás en el interior de aquel gigantesco anillo, que se abalanzaba frenéticamente hacia ellos, se encontraban las respuestas a los interrogantes que le habían acosado a lo largo de toda su vida.

Los seres que habían construido todo aquello estaban millones de años por delante de ellos en el plano tecnológico. Tendrían todas las respuestas.

En aquel momento, Jonás fue bruscamente sacado de sus pensamientos por el ululante sonido de alarmas de la cabina.

—¿Qué sucede? —preguntó volviéndose hacia Chait Rai.

—Nada peligroso —respondió éste tranquilamente.

—Pero, ¿qué pasa? ¿Qué es esa alarma?

—Estamos recibiendo un mensaje de Jambudvida.

—¿Qué? ¿Un mensaje?

—Sí. Finalmente los esferitas han decidido interrumpir su silencio.