NUEVE

Ozman volvió a mirar nerviosamente el reloj. Era la hora, pero no había recibido la esperada señal. ¿Debía entonces proceder de acuerdo con el plan, y descubrirse?

Tal vez la débil señal de radio no podía atravesar la espesa piel del animal —se dijo mientras tomaba el arma y apuntaba cuidadosamente sirviéndose del láser.

Hizo fuego, y el haz de protones saltó detonando la carga explosiva.

Bien, —se dijo—, si los romakas no estaban ya sobre aviso, ahora sin duda lo están.

Unos minutos después, a través del agujero abierto por la explosión, empezaron a entrar infantes de marina de la Utsarpini.

Incluso con la armadura de combate puesta, Ozman reconoció la pesada figura del sargento Bana. Se acerco a él.

—Le felicito, Ozman. Una sincronización perfecta. Me alegro de no haber tenido que utilizar nuestros explosivos. No se estaba nada seguro colgando ahí fuera.

—Gracias, sargento. Es mejor que nos pongamos en marcha; seguro que los romakas han oído la explosión, y no tardarán mucho en llegar…

Ozman no se equivocaba. Unos minutos después, los veinte hombres desandaban el camino recorrido horas atrás por Ozman.

En el pecho de uno de ellos pareció encenderse una diminuta luz roja. Casi al instante caía hacia atrás con una perforación perfectamente circular en su armadura.

Antes que el cuerpo del infante tocara el suelo, otros tres más fueron alcanzados, siempre por certeros disparos en el pecho.

Las armaduras de poco servían contra las armas de partículas.

Ozman reaccionó, mientras por el rabillo del ojo veía caer a otro de sus compañeros.

Había visto un relampagueó rojizo a lo lejos. Quizás demasiado lejos para una puntería tan certera. Pero recordó las características de las armas del Imperio, una de las cuales tenía ahora entre sus manos.

Abrió al máximo el haz láser de su arma, y la utilizó como una linterna de largo alcance.

A unos trescientos metros avanzaba uno de los vagones del monorraíl repleto de soldados imperiales. La luz roja los deslumbró durante un instante mientras intentaban, desesperadamente, ajustar los visores de sus cascos.

Todos los hombres de la Utsarpini empezaron a disparar a la vez.

Ozman se vio rodeado por un espectacular —pero silencioso por la falta de aire— fuego a discreción.

Los casquillos vacíos saltaban en todas direcciones, rebotando contra las armaduras.

Mantuvo su haz lo suficiente para ver cómo el vagón, alcanzado por innumerables impactos de la pesada munición de los infantes, se salía del raíl, y dando varias vueltas de campana, que arrancaron violentos chispazos de las partes metálicas, acababa por detenerse a pocos metros de ellos, completamente destrozado.

Los infantes se acercaron para contemplar el daño producido. Discernibles a través del humo, enredados en grotescas posiciones entre los fragmentos metálicos del vagón, se veían cinco cuerpos horriblemente mutilados.

Bana se volvió y contempló tristemente los siete infantes que habían quedado en el camino.

Una amarga victoria —pensó. Siete contra cinco. Había perdido un tercio de sus tropas en el primer encuentro. ¡Y aún no habían entrado en la Estación!