Los cinco soldados imperiales entraron en la sala privada de los hombres de la Utsarpini tras derribar la puerta.
Un sorprendido Jonás Chandragupta saltó de su asiento para verse enfrentado a la boca del cañón de un fusil de partículas.
—¿Dónde creen que…?
—Al suelo —dijo el soldado que lo encañonaba en un tono que no admitía discusión.
—Pero… —protestó Jonás.
Hari Pramantha ya se había tumbado, y separaba las piernas para facilitar el cacheo.
—¡Al suelo! —repitió el militar.
Jonás permaneció de pie, confuso y furioso.
—Te sugiero que obedezcas, Jonás —le dijo tranquilamente Hari desde donde se encontraba—. Ese hombre parece muy nervioso.
—¡Esto es ridículo! —gruñó Jonás mientras se tumbaba.
El soldado empezó a cachearlo.
—¿Qué espera encontrar? Yo no soy un militar. ¡Soy un científico! No he tenido nada que ver con todo esto.
—¡Silencio, yavana!
—Van a estropearlo todo… —gimió Jonás—. ¡El más importante descubrimiento de nuestra historia, y pierden el tiempo matándose entre ellos…!
Otro soldado que lucía las insignias de cabo en el antebrazo apareció en el quicio de la puerta, y le hizo una señal al resto para que salieran.
—Permaneced donde estáis —les dijo a los dos hombres de la Utsarpini—. Si alguno de vosotros intenta abandonar este lugar —levantó significativamente su arma—… estaremos afuera esperándole.