SIETE

Jai Shing rodeó la mesa de juntas y se colocó directamente enfrente de los tres hombres de la Utsarpini.

Gwalior miró hacia atrás con preocupación. Los guardias personales del eunuco no se habían quedado afuera en esta ocasión. Permanecían en cambio a sus espaldas, expectantes, con sus armas de partículas alzadas en posición de combate. Y para empeorar las cosas estaban las omnipresentes cámaras, registrando toda la escena desde los cuatro vértices superiores de la sala.

Gwalior se encogió de hombros. No sabía cómo iban a solucionar aquella situación los dos infantes de marina, pero su papel a partir de entonces iba a ser de actor de reparto, y no de protagonista.

—Muy bien —empezó el eunuco—, ¿qué asura quiere ahora, comandante? Debo decirle que yo no estoy aquí a su servicio. Y que no espere convocar una reunión como ésta cada vez que se le antoje.

—Sin duda tiene asuntos más importantes que tratar. —dijo Gwalior.

—Sin duda —replicó Jai Shing sin darse por aludido por la ironía.

—Bien, de todas formas, creo que los últimos acontecimientos nos obligan a esclarecer nuestra situación aquí.

—¿A qué se refiere exactamente, comandante?

—En estos momentos, nuestro estatus es poco menos que de prisioneros. Sin embargo, nuestros hombres han colaborado tanto como los suyos en los últimos hallazgos.

—¿Se refiere a ese artefacto gigantesco?

—Exactamente. Queremos que se nos permita comunicar esta información a nuestra nave. También queremos participar, en plano de igualdad, en la expedición que sin duda realizarán hacia ese lugar.

El eunuco sonrió displicentemente.

—Por supuesto, por supuesto… Sin embargo, debo decirles que estamos esperando la respuesta del Trono a nuestro último mensaje. Entonces, y sólo entonces, trataremos todos estos temas.

—¿Qué trataremos entonces? ¿La forma más rápida de eliminarlos?

Gwalior se volvió sorprendido. El que había hablado era Konarak. Su voz parecía tranquila, pero el comandante comprendió que lo que fuera a suceder iba a suceder muy pronto.

Tal vez dentro de unos minutos, o segundos, los tres estarían muertos o…

A su derecha Chanakesar se movió imperceptiblemente.

—No comprendo a qué se refiere exactamente —dijo Shing con cautela.

—Está bastante claro que somos un estorbo para ustedes. ¿Quieren convencernos de que marcharán a investigar ese artefacto dejándonos a nosotros a sus espaldas…?

—Aún no sabemos si el Trono aprobará esa expedición… —se apresuró a decir Shing.

—Qué más da. De una forma u otra somos un estorbo para ustedes. Sí no se deciden a investigar ahora, seguro que querrán mantener el secreto hasta que estén dispuestos a hacerlo. ¿Qué harán para asegurarse que no abramos la boca?

—Esto es absurdo…

—Quizás… —Konarak, con toda naturalidad, había sacado su improvisada bomba de mano, y jugueteaba con ella sobre la mesa de juntas— …O quizás no. No podemos correr el riesgo.

Shing recayó entonces en aquel objeto.

—¿Qué…?

—Esto es una bomba de mano, con medio kilo de trinitrotolueno. Terriblemente efectiva a esta distancia… ¡Ordene a su perro guardián que retire su arma!

Uno de los guardias mantenía el cañón de su fusil de partículas apoyado contra la sien de Konarak.

—¡Suelte esa bomba o morirá, vid-varaha[124]! —chilló histéricamente el eunuco.

Konarak alzó su brazo derecho con la bomba firmemente apretada en su mano. El dedo pulgar presionando ligeramente el disparador piezoeléctrico.

—Déjeme que le explique algo sobre este artefacto —dijo el infante con una tranquilidad de pesadilla—. Su fulminante es piezoeléctrico. Una presión de una décima de milímetro de mi dedo y… ¡BUM! Si su esbirro dispara, bastará la convulsión subsiguiente a mí muerte para detonarlo, y en una habitación tan pequeña como ésta, una bola de mierda tan gorda como usted no podría esconderse en ningún rincón.

El eunuco miró alrededor sudoroso, buscando inútilmente una salida como una rata acosada.

—¡Está loco! ¡Va a matarnos a todos!

—Ordene a sus hombres que depongan las armas —dijo fríamente Gwalior.

—¡Ya lo han oído! ¡Obedezcan! ¿Qué pasa…, se han vuelto todos locos?

El guardia permanecía inmóvil como una estatua, con el cañón apoyado en la sien de Konarak.

El otro guardia seguía invisible a sus espaldas. Gwalior notó un cosquilleo en su nuca, pero no se giró para ver lo que el soldado del Imperio estaba haciendo.

Durante unos segundos fue como si la escena se hubiera congelado. Los seis hombres permanecieron allí, sudorosos, en una guerra de nervios, donde cada grupo intentaba averiguar hasta dónde estaría dispuesto a llegar el adversario, y cuánto era un farol.

Sin embargo, el reloj corría en contra de los hombres de la Utsarpini. Gwalior observó con preocupación las cámaras, preguntándose cuánto tardarían en llegar los refuerzos de los imperiales.

Súbitamente, Chanakesar entró en acción. Una aguja de disección convertida en flecha atravesó limpiamente la muñeca del guardia que apuntaba a Konarak.

El hombre gimió, soltó su arma, y retrocedió sujetándose el antebrazo con el rostro convertido en una máscara de dolor.

Gwalior se inclinó y tomó el fusil de partículas casi antes de que tocara el suelo.

¡Al fin podía ver al otro guardián! Estaba con la espalda pegada a la puerta, el rifle activado y trazando amplias curvas semicirculares con el cañón. El láser guía saltaba de uno a otro de los hombres de la Utsarpini, demostrándoles que estaban perfectamente cubiertos por el arma.

El rayo láser no sólo era útil para apuntar el arma, serviría además para ionizar el aire, haciéndolo conductor para el chorro de partículas cargadas.

Gwalior activó a su vez el rifle que había capturado y un círculo de luz roja apareció en el pecho del guardia. Este tragó saliva. Además de conducir el rayo de partículas, el láser era un eficaz medio de disuasión.

—Esto es ridículo —le dijo razonablemente Gwalior al guardia—. Está usted en clara inferioridad. ¿Espera que le maten para obtener una medalla póstuma? No tiene ninguna posibilidad. Rinda su arma.

El hombre no se movió. Permaneció en la misma posición, pero sus ojos se desviaron imperceptiblemente hacia las cámaras.

Gwalior comprendió de pronto. Giró rápidamente, y disparó a las cámaras. Una tras otra, provocando una lluvia de partículas metálicas, trozos de vidrio y componentes ópticos por toda la sala.

Se volvió hacia el guardia.

—Ya nadie le ve. Viva o muera, lo hará de incógnito.

El hombre lo pensó un instante, se inclinó, y dejó cuidadosamente su arma en el suelo.

—Bien —dijo Gwalior con alivio—, eso es empezar a actuar con inteligencia.

Konarak recogió el arma dejada por el guardia, y rodeó la mesa de juntas hasta alcanzar a Jai Shing.

—Muy bien, gordito, es tu turno —dijo mientras jugueteaba con el cañón de su arma revolviendo los escasos cabellos del eunuco—. Ponte a trabajar o esparciré tus sesos por toda la habitación.

—¿Q-qué quiere que haga…? —lloriqueó.

—Llama a la Central, y ordena que todos entreguen sus armas.

—S-sí… —Shing intentó torpemente marcar un número en el interfono con sus gordos dedos empapados de sudor y temblorosos.

—Será inútil —dijo uno de los guardias.

—¿Por que será inútil? —le preguntó Gwalior.

—Nadie le hará caso. En estado de guerra, el Gramani pierde sus prerrogativas. El mando pasa al militar presente de más alta graduación.

—Eso tiene sentido —comentó Chanakesar.

—¿Es cierto? —inquirió Konarak, sacudiendo al eunuco.

—S-sssí… sí.

—Se han metido ustedes mismos en una ratonera —continuó el militar del imperio—. La guardia pronto estará aquí. Si para capturarlos tienen que matarnos a todos, no duden que lo harán.