El trasvase de personal se llevó a cabo sin demasiados problemas. Los infantes de la Utsarpini abordaron los transbordadores imperiales enviados a recogerles. Los infantes imperiales abordaron los transbordadores de la Utsarpini. Los oficiales de uno y otro grupo, buscando sus alojamientos y despistándose inevitablemente en los corredores, entre los refunfuños de los marinos que veían su trabajo interrumpido por aquellos pelmazos. Luego vendría la dificultad de acomodarse a diferente horario de comida y de sueño, a diferentes códigos para nombrar cubiertas y corredores, a diferentes toques de silbato, y hasta diferencias dialectales.
Al menos, la estación en el juggernaut ya había sido desmantelada, y sus aparatos trasladados a la Vijaya. Se decidió que los heridos graves quedaran en su nave, pero que los heridos leves fueran con sus compañeros sanos. De común acuerdo, los muertos quedarían sepultados en el cascarón del juggernaut. Hari Pramantha, en calidad de capellán, celebró un funeral magnífico en honor de los valientes muertos de ambos bandos. En su sermón habló elocuentemente sobre la heroicidad del bhakta que obedece los mandatos del Señor, y leyó en el Bhagavad-gita las exhortaciones a la batalla de Krishna al príncipe Arjuna. Evitó comparar a Arjuna y a sus seguidores con cualquiera de los bandos, Imperio o Utsarpini, de modo que ambos pudieran identificarse con los vencedores.
Unas horas después, Job Isvaradeva contemplaba desde el puente a la Vijaya. La nave se alejaba lentamente bajo el impulso auxiliar; pronto desapareció tras la mole del juggernaut; como precaución suplementaria, Job había ordenado que la Vajra se resguardase tras él. Cuando estuviese a una distancia segura, ardería el brillante fuego de fusión.
La Vijaya se fue reduciendo poco a poco de tamaño.
—Treinta minutos para la ignición —dijo alguien en el puente.
Y, cincuenta minutos más tarde, un nuevo sol artificial añadió su resplandor a los miles de soles de Akasa-puspa.