DOCE

Jonás observó sorprendido al teniente Ban Cha flanqueado por los dos guardias imperiales.

—¿Quiere que le acompañe? ¿A dónde…?

—¿Usted confía en mí, Jonás?

—Sí. —Jonás comprendió de repente que aquélla era una afirmación sincera. Confiaba en aquel hombre, al que consideraba más científico que militar—. Pero ahí fuera se están matando a tiros. ¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Qué posibilidades tenemos de avanzar diez metros sin que nos cuezan a balazos?

—Escuche, nuestros respectivos comandantes se encuentran en estos momentos cada uno con un cuchillo apoyado en la garganta del otro. Un movimiento sospechoso de alguna de las partes, y nos veremos inmersos en un baño de sangre…

—Pero yo no…

—Usted me ayudará a convencer a su comandante de las buenas intenciones del mío.

—¿Cómo?

—En su nave no saben nada del gigantesco artefacto que hemos detectado. Cualquier diferencia entre nosotros es ridícula si la comparamos con la importancia que ese descubrimiento puede tener para nuestras dos naciones.

—Yo pienso así. Todo esto es absurdo. En estos momentos deberíamos de estar colaborando en averiguar de qué se trata, y de dónde procede.

—Muy bien. Si yo fuera a su nave con la historia de que hemos hallado un objeto artificial cuyo diámetro ha sido calculado en 450 millones de kilómetros… ¿cree que después de los últimos acontecimientos se mostraría predispuesto a creerme?

Jonás admitió que no. Incluso él mismo no lo creía completamente a pesar de haber repasado los cálculos una y otra vez.

—Muy bien. ¿Qué debemos hacer?

Ban Cha se volvió con alivio hacía los silenciosos guardias imperiales.

—Mis hombres nos servirán de escolta hasta los límites del sector que controlamos. A partir de ahí dependemos de su habilidad diplomática para evitar que los infantes abran fuego contra nosotros.

—¿Han sido puestos sobre aviso…? Quiero decir, ¿los infantes saben que vamos?

—Pienso que sí. Mi comandante me ha asegurado que el bloqueo radiofónico ha sido levantado… pero por supuesto, no podemos estar seguros. Los infantes no revelarían su posición contestando.

—¡Estupendo! —dijo biliosamente Jonás—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Cuanto más tarde esto en solucionarse, más nerviosos estarán esos hombres, y más dispuestos a apretar el gatillo sin comprobar si el que viene es amigo o enemigo.

Empezaron a recorrer los sinuosos corredores. Tal y como Ban Cha había dicho, los guardias les dejaron al aproximarse a la zona controlada por los infantes de la Utsarpini. A partir de ahí avanzaron con más cautela.

Siguieron caminando por espacio de medía hora, mientras Jonás voceaba advirtiendo a los invisibles infantes que quienes se movían por allí eran amigos. Para mayor seguridad, Jonás gritaba de vez en cuando frases que conocía en alguna lengua regional de la Utsarpini.

Una corta ráfaga estalló frente a sus pies, señalando una barrera que no debían atravesar.

—¡Tírense al suelo! ¡Túmbense, y separen las piernas! —dijo una voz en un tono nada tranquilizador.

Jonás murmuró una maldición. Los métodos de los militares eran curiosamente similares a ambos lados de la línea divisoria.

—¡Soy el alférez de la Vajra Jonás Chandragupta! —gritó Jonás alzando las manos.

—Le he reconocido, mi oficial. Pero no así al romaka que le acompaña. Le ruego que se tumbe en el suelo, o me veré obligado a liquidarles a ambos. Le pido disculpas por esto, mi oficial.

Por segunda vez en las últimas horas Jonás tuvo que obedecer a regañadientes aquella estúpida orden. Ban Cha le imitó, tumbándose a su lado, sobre el destrozado piso lleno de esquirlas y cascotes.

Tres infantes surgieron de sus escondites, y avanzaron hacía ellos con las armas trazando nerviosas curvas, en busca de enemigos emboscados sobre los que disparar.

Rápida y efectivamente comprobaron que Ban Cha estaba desarmado.

—Gracias, ya pueden levantarse.

—¿No han recibido la comunicación de la Vajra advirtiéndoles de nuestra llegada? —preguntó Jonás sacudiéndose el polvo.

—Sí que la recibimos, mi oficial, y estábamos esperándoles. Pero cabía dentro de lo posible que los romakas hubieran intentado servirse de esto para atravesar nuestra línea, e intentar rescatar a los rehenes.

Les condujeron hasta la salida, les dotaron de trajes de vacío y de un par de pequeños impulsores personales.

Los dos hombres cruzaron el espacio que separaba el juggernaut de la Vajra para ser inmediatamente recibidos en el camarote del Comandante.