El grupo de infantes comandado por Chait Rai se deslizaba cautelosamente por el corredor. Chait abrió de un puntapié una puerta metálica, y avanzó con la ametralladora dispuesta.
Un rápido movimiento frente a él, y lanzó una ráfaga casi sin pensar. Vio cómo un soldado imperial levantaba sus brazos, y caía de espaldas.
Aprovecharon el momento de indecisión para parapetarse buscando posiciones. Unos tardíos haces de protones restallaron contra una de las paredes tras ellos, haciendo saltar trozos de aluminio, escayola y astillas de cristal. Aplastándose contra el vientre de sus armaduras los infantes respondieron de inmediato, vaciando sus cargadores sobre la fuente de los rayos rojos, hasta que todos se apagaron.
Esperaron tensamente durante varios segundos. No hubo nada más. Chait Rai se puso en pie, y cruzó la habitación. Tras dudar unos segundos, le siguieron prudencialmente sus hombres. Junto a varias cajas amontonadas yacía un cuerpo con el uniforme imperial. Debía de encontrarse de guardia en aquella especie de almacén, cuando fue sorprendido por la incursión.
Las balas de grueso calibre de la Utsarpini habían cosido una amplia línea de postas a través del pecho del soldado. De hombro a hombro. La pechera de su uniforme estaba empapada de sangre. Chait imaginó que si alguien intentaba arrastrar el cadáver por los brazos se partiría en dos por aquel sitio.
Otro cadáver, el que había caído en primer lugar, yacía unos metros más allá.
Dejándolos allí, el grupo de infantes atravesó la sala. Encontraron una salida que daba a un callejón de servicio.
Chait escudriñó el camino estrecho y repleto de cajas de embalaje, antes de cruzarlo. Al otro extremo del callejón, los infantes subieron unos escalones metálicos, encontrando la puerta de salida del almacén.
Chait se sentía como un ratón jugueteando con una ratonera, esperando que de un momento a otro se disparara el cepo.
Abrieron la puerta lo suficiente para permitirles pasar. Se deslizaron por ella, agachándose en la semioscuridad, todo lo que les permitía sus armaduras.
A su izquierda, una inmóvil escalera automática daba acceso al segundo piso. Ante ellos, unas puertas conducían a un amplio y despejado corredor. Pudieron ver algunos diminutos coches eléctricos, como los de las ferias, pulcramente aparcados.
Con su aguzado sentido del peligro guiándole, Chait se volvió; condujo a su hombres por la escalera mecánica. Al llegar al segundo piso, se dirigió hacia una de las barandillas metálicas. Atisbó el corredor con cautela.
A ambos lados del mismo, aplastados contra las paredes, agachados en los cruces, detrás de los coches, esperaban en silencio una buena docena de soldados imperiales.
Uno de los imperiales alzó su rifle de partículas.
Como una centella, Chait se aplastó contra el suelo. La barandilla de metal cromado se retorció como una serpiente herida, por el impacto de los ardientes protones.
Desde su posición Chait no podía ver a los soldados que estaban justo debajo de él, pero vio a un par de ellos corriendo por el pasillo lateral para unirse a la refriega.
Echándose hacia atrás, para evitar que la bocacha de su ametralladora denunciara su posición, les lanzó una amplia andanada. Los soldados se detuvieron de repente, mientras las balas danzaban a su alrededor, rociándoles con esquirlas de mampostería. El de la izquierda quedó en el suelo, gritando y pateando en un estertor. El otro logró atravesar ileso el muro de fuego, y se unió a sus compañeros.
Una nueva ráfaga de haces de partículas se abatió sobre la pasarela ocupada por los infantes en respuesta a los disparos de Chait. El capitán se volvió, e indicó a sus hombres que tomaran posiciones con órdenes tan cortas y secas como las ráfagas de su repetidora.
Con movimientos precisos, Chait quitó el cargador vacío de su arma y lo sustituyó por uno nuevo.
Una confusa figura apareció al borde de la escalera, precedida por su fusil que sujetaba firmemente frente a él.
Tras él apareció otro soldado imperial. Y otro más.
El soldado del Imperio que iba en cabeza giró violentamente sobre sí mismo cuando le alcanzó la nube de proyectiles. Cayó primero de bruces, rebotó y se deslizó flojamente sobre el piso, prácticamente desmembrado.
El espacio ante ellos cobró repentinamente vida. Los imperiales surgían en oleadas del hueco de la escalera, saltando y rodando sobre el piso, en busca de un lugar donde parapetarse. Mientras tanto, disparaban sus armas con mortal efectividad.
Chait comprendió rápidamente que en aquel intercambio de disparos ellos llevaban las de perder. Se lanzó desesperadamente al cuerpo a cuerpo, sin esperar siquiera a comprobar si sus hombres le seguían o no.
A corta distancia, nada mejor que el arma blanca. Oprimió el botón que liberaba la bayoneta de su 21-A. La clavó en el primer imperial que se le puso delante.
El rostro del enemigo se crispó de dolor a unos centímetros del suyo. Retorció su repetidora, tratando inútilmente de extraer la bayoneta. Abrió fuego, y la ráfaga a quemarropa destrozó carne, huesos e intestinos, liberando el arma.
A través de su visor nublado por las gotas de sangre, Chait vio a los infantes aplastar en pocos minutos a los sorprendidos guardias romakas. Las espadas cortas de los imperiales no eran adaptables a las bocachas de sus sofisticados pero, por ahora, inútiles superfusiles. En cambio, las bayonetas incorporadas a los 21-A daban un metro más de alcance a los infantes.
Chait intentó ordenar sus pensamientos. ¿Por qué los imperiales habían concentrado allí el grueso de sus tropas?
Abajo, los guardias retrocedían hacia estrechos pasillos donde esperaban que los infantes no pudieran seguirles.
—¡Bairam! —gritó a uno de sus hombres—: Prepara el lanzallamas.
Bairam colgó su ametralladora al hombro, y descargó de su espalda el arma indicada, unida mediante un grueso tubo a la mochila.
Chait se lanzó sobre la escalera mecánica, en persecución de los guardias. Bairam y los once infantes supervivientes le siguieron, levantando ecos metálicos al golpear con sus botas contra el suelo.
—¡Abre fuego! —dijo, señalando los pasillos donde aguardaban emboscados los imperiales.
Un chorro de líquido ardiente atravesó el espacio, fustigando ciegamente las paredes del pasillo como un látigo.
Los imperiales fueron sacados precipitadamente de sus escondites por las llamas. La ola de energía se meció entre ellos, carbonizando cuanto tocaba, arrancando gritos de sus torturadas gargantas, mientras sus cuerpos envueltos en llamas chocaban ciegamente contra las paredes.
Esto continuó hasta que todo lo que se encontraba dentro de aquel corredor quedó ennegrecido. Los soldados imperiales eran ahora confusos montones que ardían silenciosamente. Chait avanzó entre ellos, mientras los filtros de su traje luchaban inútilmente contra el nauseabundo olor del aceite del lanzallamas, la pintura de las paredes humeantes, y la carne quemada.
Finalmente alcanzó una puerta cerrada al final del pasillo. La derribó, y se enfrentó con un compacto grupo de unos diez o doce civiles ocultos en su interior. Tal y como había esperado, los guardias imperiales habían sido sorprendidos por su grupo cuando intentaban evacuar a aquellos hombres.
Una joven de baja estatura y ojos muy claros le plantó cara.
—Mi nombre es Lilith Firistha. Soy ciudadana del Imperio. Si hace algún daño a alguno de los aquí presentes…
La joven se detuvo súbitamente. Chait había bajado su ametralladora en un intento de tranquilizar a los civiles. La sangre cubría ésta, y su brazo hasta la altura del codo. Al bajar el arma la sangre resbaló goteando por la punta de la bayoneta, formando un espeso charco a sus píes.
—Auténtica sangre de «Ciudadanos del Imperio» —dijo cínicamente.