UNO

—Faltan cinco minutos —anunció el sargento de la infantería de marina Bana Jalandhar.

El grupo de hombres que se hacinaban, hombro con hombro, en la sala de descompresión, se vio recorrido por una ola de ansiedad que se tradujo en golpeteo y chasquidos de las armaduras entre sí.

Tenían un aspecto temible, como un insecto veteado en rojo y gris. Los trajes de vacío de los infantes habían sido desarrollados a partir de las primitivas armaduras utilizadas por los subandhus yavanas en el combate. Muchos de sus rasgos habían sido diseñados originalmente para provocar el terror en los enemigos; abundaban los ángulos agudos y las protuberancias semejantes a púas. Un grueso anillo de hierro protegía la zona más vulnerable de cualquier traje espacial: el cuello. Por encima de este collarín sólo sobresalía la parte superior del casco, como una cúpula con una rendija para los ojos. Esto restringía de tal forma la visión, que se hacía necesario un par de espejos retrovisores rectangulares que sobresalían como dos cuernos a ambos lados de la cabeza.

El conjunto se completaba con el pesado fusil ametrallador de calibre veintiuno y la aparatosa mochila que contenía el soporte vital capaz de mantener al infante con vida en el vacío.

La sala no contaba con espacio suficiente para que los veinte infantes que la ocupaban pudieran sentarse, y a pesar de la escasa gravedad, tras seis horas de permanecer de pie, cargados con todo aquel equipo, los hombres empezaban a protestar y a gruñir, al compás de los «clang» «clang» producidos por el incesante golpeteo de las hombreras de las armaduras.

—¡Cabo, abra las compuertas! —ordenó secamente Bana.

Las batallas siempre son una rareza en la vida de un soldado. La mayor parte del tiempo lo pasa viajando de un lugar a otro. Pero por mucho que un infante tenga que esperar, siempre llega el momento en que la puerta se abre, y todo es igual a partir de entonces.

Meses de aburrimiento seguidos de segundos de terror —pensó el sargento Bana mientras saltaba al vacío.