SEIS

Jonás Chandragupta era un hombre feliz. Se encontraba en su dormitorio, dispuesto a pasar durmiendo las siguientes doce horas. Desde que había llegado a la base del juggernaut, se encontró envuelto en un torbellino tal de acontecimientos que apenas dispuso de tiempo para dedicarlo al descanso.

Finalmente todo se había resuelto. Pronto localizarían un juggernaut, y tras los análisis necesarios, tendrían la solución final para contener la plaga de cintamanis. Por lo que a él concernía, ya había cumplido. El trabajo restante lo podría finalizar un estudiante de bioquímica de primero.

Sí, se sentía feliz. Exultantemente feliz. Casi deseaba echarse a reír y a saltar por toda la cámara. Después de esto no podrían negarle la licencia. Regresaría a Martyaloka, y allí volvería a ser un civil. Ocho meses más de viaje de regreso…, y se acabó la estúpida vida militar.

Esta era una oportunidad de oro para iniciar una nueva vida. Su pasado estaba muerto, ya había perdido demasiado el tiempo recordando lo que ya no podía cambiar. El hombre que desembarcaría en Límite sería alguien muy distinto de aquel joven biólogo que abandonó su planeta seis años antes…

Se dejó caer en la cama de agua de diseño imperial y se estiró sobre ella satisfecho. Para un hombre agotado, una cama de agua en baja gravedad era algo muy semejante al Nirvana[123]. Se durmió casi al instante.

Fue cruelmente despertado por un obstinado zumbido. Se frotó los ojos intentando alejar de ellos el sueño. Miró el reloj.

¡Apenas había dormido un par de horas!

Buscó con la vista el origen del sonido.

La luz indicadora del videófono parpadeaba insistentemente.

Se levantó maldiciendo todos los nombres de Dios.

—¿Qué sucede? —preguntó lo más bruscamente que pudo tras pulsar el contestador.

El rostro del reverendo Hari sonreía desde la pantalla. Aquello era lo último que Jonás hubiera necesitado ver para tranquilizares.

—¿Te he despertado?

—Sí. ¿Qué sucede?

—Pensé que te gustaría estar al tanto de lo que fuéramos descubriendo. ¿Acaso he cometido un error despertándote?

—No… es igual. ¿Habéis descubierto algo?

—Sí, yo estaba en lo cierto. Existía una relación entre todos los juggernauts avistados: una parte de ellos viajaba en una determinada dirección, y el resto en la contraria.

Jonás lo pensó un momento. Desistió, su cerebro aún parecía aletargado.

—¿Y eso qué significa?

—Se mueven en una sola órbita. Yo diría que se trata de una elipse muy excéntrica. Estamos calculándola… Deberías de venir aquí, estos ordenadores romakas son… No sé cómo me voy a acostumbrar de nuevo a nuestros viejos procesadores de válvulas… Aquí aún no has formulado la pregunta, cuando ya tienes la respuesta… ¡Y programando en lenguaje corriente… !

—¿Habéis localizado ya algún juggernaut?

—Todavía estamos en proceso de calcular la elipse. Una vez tengamos los focos, la cosa estará clara. Si aún queda algún juggernaut por ahí fuera, seguro que lo encontraremos viajando por esa órbita.

—Estupendo. Despiértame entonces —y se volvió a dormir.

Fue como si el videófono hubiera empezado a sonar de nuevo, apenas puso su cabeza en la almohada.

Miró su reloj. Había pasado media hora.

El rostro del reverendo estaba demacrado y sudoroso. Sus ojos parecían acabar de enfrentarse con los de su Creador. Le hubiera sorprendido saber lo cerca que había estado de acertar en esa primera impresión.

El sueño abandonó a Jonás al instante. Jamás había visto a Hari de esa forma. Se sintió realmente impresionado. ¿Qué estaba pasando?

Le hizo esta pregunta al religioso.

—Es mejor que vengas —respondió—. Estamos en la sala de ordenadores.

Jonás se dirigió hacia allí mientras era invadido, a cada paso, por negros pensamientos. La posibilidad de acabar con todo y regresar a Límite inmediatamente le parecía ahora más lejana que unos momentos antes.

Recordó con un estremecimiento el rostro del religioso. No podía imaginar muchas cosas capaces de transformar así el semblante de un hombre, y algunas eran demasiado horribles para ser ciertas.

En la sala de ordenadores le esperaba Hari, junto a Ban Cha, Lilith, y Jai Shing. Todos estaban mortalmente serios.

Jai Shing era el que tenía un aspecto más impresionado. Se retorcía frenéticamente las manos y paseaba nervioso de un lado a otro.

Miró alrededor; algunas pantallas estaban encendidas, mostrando imágenes multicolores sin sentido para Jonás.

El ya había visitado aquella sala, y había quedado impresionado por las diferencias con su visita a la cámara del C.I.C. de la Vajra. Unas pocas terminales, silenciosas impresoras láser, grandes monitores policromos, y un ambiente limpio y relajado. Todo seguía igual, excepto lo último. El ambiente allí, en aquellos momentos, no tenía nada de relajado.

—¿Alguien puede decirme qué está pasando? —se atrevió a preguntar.

Nadie parecía ansioso por explicárselo. Finalmente Ban Cha empezó a hablar.

—Recibió una llamada del reverendo… Estábamos intentando encontrar los focos de la órbita elíptica de los juggernauts…

—Sí… ¿Los han encontrado?

Ban Cha estaba sentado en una silla giratoria. Sin decir palabra se volvió hacia la terminal que tenía a su espalda.

Tomó el ratón conectado al ordenador, y lo deslizó sobre la superficie de trabajo.

Las imágenes empezaron a tomar forma en la pantalla principal. Primero un punto de luz. Después varios puntos menores, aparentemente dispuestos al azar.

—El punto grande representa nuestra posición actual. —Una flecha apareció en la pantalla; Ban Cha la movió sirviéndose del ratón—. Los puntos menores son avistamientos de juggernauts efectuados en el pasado. —Tecleó algo, y una línea azul empezó a unir los puntos. Era una amplia curva. Una elipse delgada y aplastada como un fino huso—. Uno de los focos no fue difícil de calcular: se trataba de alguna estrella en el núcleo de Akasa-puspa.

—Sí, eso ya se suponía —dijo Jonás.

—Bien, el otro foco nos dio más trabajo. Como ve, es una elipse bastante excéntrica, por lo tanto debía de estar muy alejado del primero…

—Teníamos muchos puntos de la elipse —dijo Hari—; el problema es que las estrellas próximas la perturban. Tuvimos que incluir en el programa del ordenador las influencias de las estrellas próximas, una a una; luego introducir las más alejadas. Afortunadamente, cuanto más alejadas, más débil es su influencia, y hay tantas que aproximadamente se cancelan. Finalmente logramos calcular la situación del segundo foco con un margen de error de unos cientos de kilómetros.

—¿Entonces? ¿Cuál era el problema?

—Pues que cuando dirigimos hacia esa zona los telescopios de la Vijaya no encontrásemos nada.

—¿Nada?

—Nada. Ninguna estrella, ningún objeto visible.

—Eso no es posible.

—Por supuesto. Allí debía de existir alguna masa, utilizada por los juggernauts para variar su órbita… Fue al teniente Ban Cha a quien se le ocurrió la idea de utilizar el telescopio de infrarrojos. Y encontramos… será mejor que te lo muestre…

Ban Cha volvió a teclear algo.

—Fíjese —dijo—, éste es el sector del espacio visto por el telescopio óptico.

La pantalla mostraba una imagen parcialmente negra. Ninguna estrella cercana a la vista. Aquello era el final del cúmulo, el limite más exterior de Akasa-puspa. Más allá sólo miles de años luz de vacío intergaláctico, y en un extremo de la imagen, la borrosa imagen de uno de los nubosos brazos espirales de la Galaxia.

—Y esto —continuó Ban Cha—, es la imagen que nos dio el infrarrojo.

La pantalla cambió de color. Ahora era toda ella de un frío tono azul pálido. En su centro destacaba un punto rojo. Eran colores falsos; lo que la imagen reflejaba era calor, no luz.

—¿Qué es eso? —preguntó Jonás—. ¿Un gigante gaseoso?

—Eso fue lo primero que pensamos. Un gigante gaseoso. Helio e hidrógeno calientes, con pequeñas reacciones termonucleares en su interior, pero demasiado pequeño para brillar.

—¿Quiere decir que no se trata de eso? ¿Qué otra cosa podría ser…?

—Ni en un millón de años lo adivinaría. —Ban Cha volvió a utilizar el ratón. La flechita se dirigió hacia el pequeño punto, y dibujó un cuadrado en torno a él.

Ban Cha estiró, y el cuadrado aumentó de tamaño hasta llenar la pantalla.

Jonás contuvo el aliento. Lo que estaba viendo era cualquier cosa menos un gigante gaseoso. Cualquier cosa menos un objeto natural.

La imagen lo mostraba asombrosamente nítido con sus colores ficticios. Un núcleo rabiosamente grana, luego un espacio vacío, frío, y una cáscara anaranjada. Sí, una cáscara. De eso no había duda, la imagen la mostraba como un espectro de cambiantes colores anaranjados girando en torno al núcleo super-caliente.

Jonás comprendió de pronto.

—¡Es un artefacto!, una especie de mandala. Pero esférica, en vez de toroidal o cilíndrica. El Imperio las ha construido durante siglos. ¿Qué tiene eso de extraordinario? ¿La central de energía atómica central? Tal vez sea una nave espacial…

Jonás se detuvo súbitamente. ¡Una nave espacial!

—Sí —dijo Lilith—, tal vez sea una nave espacial como las que muchos postulan que se utilizaron para cruzar el vacío intergaláctico. Esto podría resultar sorprendente, tal vez extraordinario, pero lo realmente terrorífico es su tamaño.

—¿Su tamaño?

—Es un objeto artificial, de eso no hay duda; nada en la naturaleza podría crear ese cascaron perfectamente esférico. Por lo tanto, hemos descubierto una obra de algún tipo de inteligencia. ¡Y los juggernauts vienen de allí!

—¿Cuánto mide ese artefacto? —preguntó nerviosamente Jonás, recordando las limitaciones de las naves generacionales: demasiado pequeñas para mantener una ecología estable.

—No puede haber error alguno —dijo Ban Cha mortalmente serio—. Al principio pensamos eso, que se trataba de un error en nuestros cálculos, repasamos una y mil veces las mediciones… Finalmente tuvimos que aceptar que estábamos ante un objeto artificial de… ¡225 millones de kilómetros de radio!

La primera reacción de Jonás fue la de incredulidad. ¿Se estaban burlando de él? Aquello era… No, no bromeaban. No había más que ver sus rostros. Estaban tan aterrorizados como él.

Inmediatamente llegó el pánico, un miedo supersticioso que empezó a helarle los huesos, un terror semejante al de un salvaje enfrentándose a las fuerzas de Dios. Su bien cimentado ateísmo se tambaleó durante un segundo.

¡Una máquina de 225 millones de kilómetros de radio! ¡Casi media hora-luz de diámetro! ¿Qué tecnología poseería la civilización capaz de construir algo así? Todo lo realizado por el Imperio en su época de gloria eran ridículas obras en un hormiguero.

¿Seguirían allí los constructores? En ese caso poco importaba si eran dioses o no. Ni siquiera la Hermandad podría diferenciarlos de éstos.

Buscó un asiento donde dejarse caer y meditar…

Necesitaba pensar en todo aquello.