DOS

Estaban en la cámara de vacío de la improvisada base. Jonás miró en torno buscando su traje.

Lilith sonrió, leyéndole el pensamiento.

—Nos ataviaremos para el vacío a la manera imperial. No tenemos tiempo para esperar a que te pongas encima toda esa chatarra.

—Pero… —Jonás iba a protestar, pero Lilith dio un paso, y la bata de laboratorio que llevaba puesta cayó silenciosamente a sus pies. Jonás supuso que utilizaba algún tipo de cierre electrostático. El cuerpo de la científico era maravillosamente delgado y musculoso, como el de un galgo azul…

La sorpresa lo dejó mudo durante un instante. Luego se encogió de hombros. Los romakas eran así.

Jonás contempló disgustado el spray de trajes, pero no había duda de que era un artefacto útil. Comenzó a extender sobre su piel una capa de espuma que, rápidamente, se polimerizaría hasta convertirse en una escafandra temporal, íntimamente adherida a su epidermis, como una segunda piel, pero resistente al vacío. Las macromoléculas del pegajoso material se unirían unas con otras, dando una sola gigantesca molécula, muy resistente, como un capullo de seda de pocos milímetros de espesor. La capa exterior se volvería reflectante. La capa intermedia evaporaría el sudor y a su través (era muy porosa) circularían gases reguladores de temperatura. Una vez puesto, el traje sólo podía eliminarse con un disolvente especial. Escafandras de usar y tirar, sin duda uno de los grandes logros del Imperio.

Jonás cambió el spray de mano, y se recubrió la derecha. Luego los pies. Tal y como le habían instruido se roció los pies y las manos con una capa triple. Sólo faltaba la cabeza. Jonás se puso el casco (respirador-radio-visor espejo de 360 grados…) semejante a una pompa de jabón, pero de material durísimo, y lo roció también. Puso especial cuidado en el cuello.

En esos momentos apareció Lilith, ya enfundada en su traje. Inspeccionó su equipo, como pasando revista.

—¿Me ves alguna zona sin cubrir? —preguntó Jonás tímidamente.

—No. Toma, ponte esto. —Le alargó un artefacto de aspecto aparatoso que se acoplaba a la mochila mediante un complejo sistema de cierres.

—¿Qué es esto?

—Un pequeño propulsor a base de gas comprimido —explicó.

Sus mochilas estaban equipadas de herramientas, focos, equipo de urgencia y reservas de aire extra. Nunca exponerse al azar, era la consigna de los trabajadores espaciales. Ni siquiera en aquella salida rutinaria.

Jonás se ajustó la nueva pieza, ayudado por la científico. Los mandos del reactor sobresalían, con un brazo metálico, a la altura de su mano izquierda.

Se dispusieron para salir.

—Échame una mano con esta escotilla, ¿quieres?

Avanzaron por la curvada superficie interna de la piel del juggernaut. Las luces y la instalación pronto quedaron atrás; parecían caminar por una infinita superficie ligeramente rugosa. Jonás se sintió como una mosca paseando por un plato.

El sector al que se dirigían se encontraba en el extremo del animal opuesto a la boca. En él los científicos imperiales habían preservado las condiciones internas del animal cuando lo encontraron los colmeneros.

Habían instalado una de sus curiosas puertas-esfínter en el septo que separaba la parte vacía de los segmentos aún presurizados. El tabique estaba tenso por la presión al otro lado.

Atravesaron el esfínter.

El interior era una confusa pesadilla. Lilith consultó su medidor atmosférico: amarillo. El aire era una mezcla del oxígeno usado en la muerte del juggernaut, metano, indol y aminas diversas, vapor de agua e hidrógeno. Grandes cantidades de hidrógeno derramadas de las bolsas que almacenaban el gas de propulsión.

El fantástico decorado se completaba con los grandes órganos muertos, como el escaparate de una carnicería de cíclopes. Enormes bultos húmedos, viscosos, relucientes. Rosados, verdosos, blancos, marrones… La luz de sus lámparas les revelaba el nauseabundo cuadro en pequeñas porciones.

Caminaban chapoteando unos humores sanguinolentos que inundaban el suelo. De vez en cuando, sus pies se enredaban en masas de filamentos pegajosos, similares a espaguetis rosados.

Jonás empezó a sentirse muy mal.

Lilith le hizo una señal para que la siguiera. Se adentraron cada vez más en aquel sanguinolento universo, guiándose por las marcas dejadas por la científico en anteriores visitas.

—¿Qué esperas encontrar…?

—Espera, y tú mismo lo comprenderás.

Jonás se volvió a mirarla. La muchacha, con su traje y casco, parecía un fantasma plateado que vagase por un lóbrego caserón. Un castillo de carne, sangre, y vísceras.

Siguieron avanzando en silencio. Caminaban por una especie de corredor entre grandes masas de tejidos colapsados. Finalmente, el pasillo desembocaba en una cavidad mucho más amplia.

—Utiliza los impulsores de mochila —dijo Lilith, y saltó al interior de la cavidad, poniendo en marcha el suyo. Jonás la imitó.

Sobre las paredes de la cámara se retorcía una horda de repugnantes masas informes. Eran criaturas no mayores que los dos puños de un hombre unidos, de forma vagamente globular. Eran de un color blanco sucio, y continuamente se movían: gritaban, se arrastraban, algunas saltaban en el aire. Su forma era repulsivamente variable; temblaban como flanes, se estiraban, encogían, alargaban, aplanaban…

Jonás tuvo que hacer un violento esfuerzo para no vomitar y ahogarse en su traje.

Las criaturas formaban un tapiz viviente que recubría los tejidos de las paredes. Era imposible contarlas, pero debían haber varios cientos de miles a la vista. Era como un aquelarre de amibas gigantes.

Sus cuerpos rezumaban una burbujeante espuma amarillenta. Todo el piso estaba inundado de ella.

—Sobre todo, no pises esa espuma —advirtió Lilith—. Es ácido fluorhídrico.

Jonás asintió, mientras manejaba cuidadosamente los controles de su mochila. Con la baja gravedad no era demasiado difícil.

—¿Qué te parece? ¿Te gusta?

Jonás tuvo que refrenar su instinto de salir corriendo de allí.

—Me encanta. Cintamanis en estado activo. —Tragó saliva—. ¿Qué les impide disolverse a sí mismos?

—Mucopolisacáridos. Básicamente el mismo sistema que impide que nuestros estómagos sean digeridos por los propios jugos que segregan.

»Los cintamanis funcionan con una especie de relación comensal-simbionte. Todos colaboran generando ácido, y todos se benefician absorbiendo la papilla que se forma. Sígueme.

Se dirigieron hacia una de las paredes. Jonás descubrió que su mochila era más fácil de manejar si, en vez de mantener un chorro continuo a baja potencia, daba pequeños tirones de gas a máxima.

—Mira… allí, en aquel sitio. ¿Lo ves?

—No… espera, sí. ¿No son eso cintamanis encapsulados?

El brazo de Lilith apuntaba una mancha cercana a la base, frente a ellos. Un grupo de unas cien o doscientas cápsulas, idénticas a las que Lilith guardaba en nitrógeno líquido. Su superficie brillaba céreamente, reflejando la luz de sus lámparas en sus facetas geométricas.

Se acercaron aún más. Jonás comprobó que muchos de aquellos cintamanis se encontraban en distintos estadios de transformación. En algunos la cápsula multifacetada era apenas una película cristalina de aspecto frágil. En otros se encontraba más endurecida, y cada vez más opaca, hasta llegar al individuo perfectamente encapsulado.

—¡Cuidado…!

Jonás estaba tan ensimismado con el espectáculo que reaccionó tarde al grito de Lilith. Uno de los cintamanis en estado activo saltó súbitamente hacia él. Jonás no pudo hacer otra cosa que protegerse el rostro con su brazo derecho. El cintamani se estrelló contra su antebrazo, cerca del codo.

—¡Ah… Kamsa…! —Jonás miró atónito la mancha de corrosión gris-negruzca que avanzaba por su traje. Se volvió hacía Lilith con los ojos desorbitados por el pánico. Y ahora, ¿… qué hago?, pareció decirle con una mirada suplicante.

Pero Lilith ya había extraído un frasco plateado de su mochila. Proyectó un chorro del aerosol sobre la mancha que humeaba en el antebrazo de Jonás.

—¿Q-qué… es… eso? —tartamudeó Jonás. Su respiración se había vuelto jadeante.

—Un aerosol alcalino. No te preocupes, iba preparada para este caso.

Lilith siguió lanzando una nube de solución concentrada de sosa cáustica, hasta que la mancha dejó de crecer.

—¿Te ha alcanzado el ácido la mano? ¿Quieres que regresemos?

—No, no. —Jonás luchó por tranquilizarse—. Estoy bien, de veras. Creo que sólo ha atacado la superficie…

—Vámonos a un sitio más tranquilo —dijo Lilith—. Quiero mirar esa manga más despacio.

Salieron de la cámara utilizando sus impulsores. Jonás estaba tan nervioso que Lilith tuvo prácticamente que arrastrarlo tras de sí. Finalmente volvieron a pisar suelo firme. Desconectaron sus reactores de mochila.

Lilith aplicó un parche al brazo de Jonás utilizando el aerosol de trajes.

—Gracias… —dijo Jonás mientras observaba el trabajo de Lilith—. Un poco más, y me agujerean… Has pensado rápido.

—Se nos adiestra para ello. —De pronto pareció recordar algo, y su semblante volvió a recobrar su acidez característica—. Diez años de estudio y trabajo… Realmente no sé para qué.

—¿A qué te refieres?

Lilith se incorporó.

—Aquí me tienes… —dijo señalándose los pies invisibles bajo el liquido rojizo—, chapoteando en la mierda. ¿Qué te parece?

Jonás se encogió de hombros.

—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Hay algo más que ver?

—No mucho. Creo que te has ganado que te acompañe a la colmena. Vamos.

Se dirigieron hacia la salida-esfínter. Y de allí caminaron hacia el extremo posterior del juggernaut. El suelo se curvaba suavemente mientras ascendían por el cono. A cada paso la gravedad descendía, conforme se acercaban al eje central del juggernaut.

—¿Qué has querido decir antes? —preguntó Jonás mientras caminaban—. ¿No estas aquí por tu voluntad?

—¿Por mi voluntad? ¿Estás loco? Yo tenía un futuro tremendamente halagüeño en la Universidad de Cakravartinloka. En estos momentos sería decana de la cátedra de biología. La más joven de la historia… Un año más, y lo habría conseguido…

—¿Por qué aceptaste venir aquí, entonces? ¿No pudiste negarte?

—¿Negarme? ¿Sabes cómo funcionan las cosas en el Imperio…?

Jonás se encogió de hombros.

—Si un científico quiere trabajar… Si prefiere no morirse de hambre con su doctorado en el bolsillo… Debe aceptar la protección de algún subandhu, de algún Clan importante, que esté dispuesto a ejercer un mecenazgo sobre tus investigaciones… De una forma u otra, pasas a ser propiedad de esa Familia. Pueden venderte, o cambiarte por algún otro lote de científicos, si así lo desean.

—Pero, eso es terrible.

—¿Terrible? Es mucho peor que eso. Fíjate, el Imperio, el Tesoro público, está arruinado. En estos momentos vivimos de las rentas de un pasado glorioso… Estamos devorándonos a nosotros mismos. Consumiendo rápidamente las grasas y calorías engordadas a lo largo de milenios.

—Pero, de algún sitio tendrá que salir el dinero. ¿Cómo paga esta investigación, por ejemplo?

—El Trono subasta competencias para la investigación entre los principales Clanes. El mío se quedó con este apestoso asunto de la destrucción de rickshaws. No pude elegir. Simplemente me dijeron: «Lilith, prepara tu equipaje. Vas a estar fuera un par de años…» ¡Estupendo! ¡Y mi carrera, que se la lleve Putana…!

—Entiendo. No me parece un sistema muy efectivo. ¿Cómo se pagan las guerras?

—El Imperio reparte tierras entre los Clanes que le apoyan. ¿Con qué otra cosa podría pagarles?

Jonás no lo sabía. Y había dejado de interesarle el tema. La carcoma de la feudalización que había obligado al Imperio a abandonar el Límite trescientos años atrás, seguía realizando su labor destructora. Algún día el Imperio se derrumbaría sobre sí mismo como una gigantesca viga de madera completamente podrida. De todas formas ése no era ahora su principal problema, y allí se sentía muy incómodo para seguir hablando de política.

Llegaron al extremo del cono. Como Jonás había esperado, éste se cerraba con una compuerta instalada por los imperiales. Lilith la abrió, y los dos científicos pasaron al otro lado.

Se encontraban ahora en el exterior; el Universo entero giraba en torno a ellos. La Galaxia, Akasa-puspa, la nave de fusión, la Vajra, el Imperio, la Hermandad, la Utsarpini, Khan Kharole, su Divina Gracia, los angriff…, y la colmena. Todo danzaba a su alrededor.

Mirando a lo largo del cascarón ahusado del juggernaut, en cuyo extremo se encontraba, uno se sentía como Dios contemplando su creación desde lo alto de Meru[116], la Montaña Sagrada. O quizás como un microbio subido a la punta de una aguja. Depende de la escala que uno adoptara.

—Ahí tenemos la colmena —dijo Lilith señalando la masa de roca asteroidal—. ¡Vamos! —Y una vez más saltó al vacío sin haberle avisado previamente.