La nave imperial ocupaba todas las pantallas del puente de la Vajra. En cierta forma su configuración era convencional. Los motores situados en la parte posterior, y la necesidad de lanzar los grandes depósitos de propulsor, con el fin de conseguir mejores prestaciones, determinaba su disposición periférica, formando un anillo de tanques esféricos de hidrógeno en torno a su cintura. En el espacio existente entre los depósitos se encontraban las instalaciones de servicio del vehículo, incluidos parte de los reactores auxiliares y del propulsor correspondiente. La zona habitable estaba situada tras un escudo protector de berilio. Al final de la fase de aceleración, la erosión en vuelo debida a la colisión con partículas de polvo, es suficiente para asar a los tripulantes, o hacer estallar el espejo del motor.
Estaba unida a la boca de un gigantesco monstruo verde. Parecía que el juggernaut estaba en proceso de devorar a la nave de fusión. Pero todos sabían que el gigante estaba muerto, y que lo que veían era sólo su cascarón vacío.
Dispuesta paralelamente al juggernaut, podían ver la colmena. Un pequeño asteroide, ligeramente esférico, unido a un impulsor de masas no muy distinto al usado por las naves de la Marina.
Sin embargo, la atención de todos los hombres estaba concentrada en un objeto mucho más pequeño que se aproximaba rápidamente a la Vajra.
—Un transbordador orbital —explicó Gwalior observando la pantalla—. El Imperio los diseñó para transportar obreros y carga entre órbitas bajas y geoestacionarias. Lo emplean para el mantenimiento de satélites, y en los proyectos de construcción en el espacio.
Su estructura no podía ser más simple: tres tanques cilíndricos de combustible, unidos en torno a un pequeño motor químico. Sobre esto, una pequeña plataforma sobre la que viajaba un hombre en traje espacial, manejando los controles.
—Ahí tenemos a nuestro embajador —comentó Isvaradeva—. Será mejor que nos preparemos para recibirlo.
El embajador alcanzó la Vajra, que para entonces había detenido su giro, y traspasó las abiertas compuertas de su hangar.
Lentamente, la gravedad regresó a la nave.
Isvaradeva, Gwalior y Hari esperaban en el comedor de tropa, en el que habían sido amontonadas en un extremo todas las sillas, mesas y demás aditamentos. Con treinta metros cúbicos, era la zona de la nave con más espacio libre. Por lo que sabían, las naves imperiales no padecían sus problemas de espacio, por lo que cualquier otra sala de la Vajra quizás le hubiera resultado incómoda a su invitado.
El imperial avanzó resueltamente por la sala, hasta situarse frente a ellos.
Lucía un complejo maquillaje facial. Estrías rojas y verdes se cruzaban sobre su rostro formando complicados diseños.
Era un hombre de complexión más robusta que la de cualquiera de ellos. Sus músculos destacaban nítidamente bajo lo que tenía todo el aspecto de ser una capa de espuma solidificada que cubría todo su cuerpo.
Isvaradeva conocía el sistema. En vez de las costosas, complicadas e incómodas escafandras de la Utsarpini, los imperiales rociaban su cuerpo con un spray que formaba aquella espuma adherida íntimamente al cuerpo, como una segunda piel capaz de soportar el vacío. Y bajo su brazo derecho, una burbuja transparente: el casco de su extraordinario atuendo.
—Saludos de parte del Comandante Josué Prhuna, de la nave del Imperio Vijaya —dijo—. Mi nombre es Ban Cha. Soy ingeniero analista a bordo de la Vijaya.
Isvaradeva presentó a sus acompañantes. Pasaron unos minutos mientras los cuatro hombres intercambiaban apretones de manos.
Finalmente, Isvaradeva se dirigió a Ban Cha.
—Bien, una vez cumplido con la formalidad de las presentaciones, podemos pasar a cosas más concretas. ¿Qué tienen previsto que hagamos…? ¿Nos acoplamos a la Vijaya directamente o…?
Ban Cha sonrió tristemente.
—Me temo que eso no va a ser posible, Comandante. Lamento ser emisario de malas noticias.
—¿A qué se refiere exactamente?
—Tenemos órdenes de no permitir que ningún ciudadano de la Utsarpini suba a bordo de nuestra nave…
Isvaradeva y Gwalior se dirigieron miradas significativas.
—Órdenes…, ¿de quién? —preguntó Gwalior.
—Del hombre que está al mando de la expedición —dijo sin entrar en detalles.
—¿El comandante Prhuna?
—No. Se trata de un civil…
—¿Tienen a un civil al mando de una nave de guerra? —exclamó Isvaradeva con sincera sorpresa.
Ban Cha enrojeció ligeramente. No había duda de que no se sentía nada a gusto con la misión que le habían encomendado.
—Lo siento. No estoy autorizado para darles más información.
—Al menos podrá aclararnos si todas estas medidas son una consecuencia directa de la coronación de Kharole.
—Comandante, sólo soy un emisario, ¡y ni siquiera un buen emisario! Mi verdadero trabajo es el de teniente analista. No me gusta esta situación más de lo que pueda gustarles a ustedes, pero he recibido órdenes muy claras de mis superiores… Ya no puedo contarles más sobre el asunto.
—¿Qué se supone que debemos hacer nosotros ahora? Si no podemos acoplamos, todos los planes previstos son inútiles.
—Hemos dispuesto un hábitat en el interior del cascarón del juggernaut muerto. Es nuestra base de operaciones. Allí encontrarán a científicos dispuestos a proporcionarles cuantos datos deseen.
—Bien, ¿es posible acoplarse a la instalación?
Ban Cha volvió a torcer el gesto.
—Lo vuelvo a lamentar, Comandante…, pero sólo podemos recibir a tres de ustedes en la instalación. Pueden enviar a quien deseen. Pero sería conveniente que mandaran a alguien con capacidad de decisión. No puedo garantizarles que la comunicación de estos tres hombres con su nave no se vea interrumpida… por asuntos de seguridad.
Gwalior estalló.
—¡Usted nos está pidiendo que le mandemos tres rehenes!
—Ya basta, Gwalior —dijo Isvaradeva—. Este hombre sólo cumple órdenes.
—Gracias, Comandante.
—¿Ni siquiera podemos comunicar con ese civil que está al mando? ¿Intentar aclarar la situación?
—El sólo hablará, en persona, con los tres hombres delegados por ustedes. Pueden mandar a quien deseen… pero deberán ir desarmados.
—Entiendo —Isvaradeva miró a sus hombres—. Bien, creo que comprenderá que, dado lo anómalo de la situación, debemos discutir este asunto en privado…
—Lo entiendo perfectamente, Comandante.
—Mientras tanto, considérese nuestro invitado. Tenemos un camarote a su disposición.
—Gracias, Comandante.
El hombre salió acompañado por un infante de marina.
—¿Qué piensa hacer, Comandante? —preguntó Pramantha en cuanto se hubieron quedado solos.
—No tengo demasiadas opciones.
—Las condiciones que nos ha impuesto el Imperio son en todo humillantes —dijo Gwalior—. Y ni siquiera se han molestado en disimularlo.
Isvaradeva asintió.
—Debemos de seguir hacia delante. No tenemos otro camino.
—¿Va a transigir con todo, Comandante?
—Dígame qué puedo hacer sino, Gwalior —exclamó Isvaradeva irritado—. ¿Puedo dar media vuelta, regresar por donde he venido y decirle a Kharole que la misión ha fracasado porque los romakas se mostraron muy poco corteses? ¿Puedo imponerles alguna línea de acción distinta a la que ellos nos han marcado? Dígame cómo.
Gwalior pareció buscar una respuesta durante un minuto. Finalmente dijo:
—Tiene razón, Comandante. El problema es quién va a ir. El romaka no nos ha dado ninguna garantía sobre la integridad de los hombres que mandemos.
—Yo iré —dijo Pramantha.
—No, Hari. Es necesario que vaya alguien con capacidad de decisión. Lo ideal sería que fuera yo en persona, y que intentara convencer a ese civil que parece estar al mando sobre nuestras buenas intenciones.
—Usted no puede ir, Comandante.
—Lo sé. Por lo tanto la cosa está entre mi Ayudante Mayor y mi Segundo.
—En ese caso, iré yo —afirmó Gwalior—. Todas las acciones de la nave seguirán funcionando aunque no las supervise en persona, confío plenamente en los suboficiales encargados. Pero usted necesita a Gorani en el puente. Es allí donde él está en estos momentos…
Isvaradeva recapacitó. Su Ayudante Mayor tenía razón, él no podía prescindir de su Segundo. Sobre todo teniendo en cuenta lo tensa que estaba la situación. En caso de zafarrancho no podría permanecer continuamente cumpliendo guardias de puente. Tarde o temprano se derrumbaría por el agotamiento. Y ésa era una posibilidad que un Comandante de navío jamás debía enfrentar. Por más que lo lamentara, Gwalior era el más prescindible de los tres. Pero, ¿le estaría ahora enviando a una muerte cierta?
—Muy bien —dijo al fin—, usted irá. Le pediremos al Chait Rai que nos mande al mejor de sus hombres.
—¿Los romakas aceptarán recibir a un infante de marina?
Isvaradeva se encogió de hombros.
—No se lo diremos. Pero lo cierto es que poco podrá hacer. Irá desarmado…
Gwalior sonrió tristemente.
—Cuando ingresé en la Academia no esperaba que todo fueran desfiles con el traje de gala… ¿Quién será el tercero?
—Ese tipo…, Jonás. Después de todo, ésta es una misión científica. A él lo hemos traído para eso, ¿no? Ah, Gwalior, no es necesario que le informe de todos los detalles de nuestra situación. Ya los irá descubriendo por sí mismo. Y para la moral de la tropa no sería bueno que empezaran a considerar a la nave de fusión como una amenaza.