CERO

Nado entre las estrellas, salpicado por sus partículas de luz como si de espuma de mar se tratara. Cabeceo, giro y me agito presa de un frenesí que parece a punto de hacerme estallar el corazón, emborrachado por el inmenso poder que me arrastra, mientras pongo el motor al límite de sus posibilidades en una loca y estúpida carrera que no me conduce hacia ningún sitio. ¿Seguiré así por toda la Eternidad…? Deslizándome solo, como Ulises intentando regresar a Itaca, como un nuevo Holandés Errante, en una búsqueda desesperanzada, hasta que las estrellas se apaguen o exploten, y su polvo pase a ser devorado por mis colectores, y luego sea utilizado por el motor para empujarme algunos puntos decimales más hacia la inalcanzable velocidad de la luz…

Miro hacia adelante donde, al combinarse la aberración y el efecto Doppler, todas las estrellas visibles se aglutinan en un estrecho «arco estelar» un anillo multicolor, azul en el borde anterior, que pasa gradualmente al rojo en el posterior, a través del verde, el amarillo y el naranja. El arco estelar tiene ahora una abertura de doce grados, con su borde delantero a veintitrés grados de la línea de vuelo, y, a medida que continúa la aceleración, el arco se estrecha y se mueve hacia adelante, penetrando en el cono de negrura de proa. Con un poco de imaginación me siento viajando por un túnel en algún lejano y olvidado mar de la Tierra. Un túnel sin principio ni fin, donde los ejes del tiempo y el espacio se retuercen como serpientes heridas de muerte.

El mar… ¿Volveré a verlo algún día? ¿Volveré a contemplar la Vieja Tierra, girando a mis pies, como un zafiro tallado por el mejor de los artesanos…? Y si la encuentro, ¿a qué se parecerá?

Extraído del Cuaderno de Bitácora de la Konrad Lorenz