CINCO

La sala de conferencias de la Vijaya era un calco de la que Jonás había conocido en la estación del juggernaut. Probablemente esta configuración era un estándar en las naves militares del Imperio.

Había una diferencia. Detrás de la butaca desde la que el Comandante presidía la mesa había una amplia pantalla de vídeo que cubría todo el mamparo. Esta pantalla estaba dividida en seis partes, cada una de las cuales mostraba un mundo azul, curiosamente similar a sus vecinos.

—Está claro que son artificiales —estaba diciendo un científico imperial de aspecto juvenil con el que Jonás apenas había intercambiado un par de frases de todo el viaje, y que Lilith le había presentado como Ivraim Zhastra, físico teórico.

—¿Por qué está tan seguro, doctor? —preguntó Jai Shing desde un extremo de la mesa.

—Bueno, ¿no es evidente? Esa disposición en hexágono representa muchas ventajas para los habitantes de esos seis mundos: estabilidad orbital, sencillez de las comunicaciones…, ¿cómo, si no, se podría gobernar la Esfera y cómo se comunicarían los habitantes de un lado del sol con el otro? Como siempre permanecerían en la misma posición relativa, y como ninguna señal de radio o de televisión puede viajar directamente a través de una estrella, ni de la corona solar que la rodea, la comunicación interna entre los Esferitas se vería seriamente entorpecida. Gracias a esa disposición las señales pueden saltar de un planeta a otro sin ningún problema, pero, sin duda que los planetas no pueden reordenarse espontáneamente en órbitas tan interesantes, las probabilidades en contra serían monstruosas…

—Podrían haber sido reordenadas sus órbitas, al igual que fueron reordenadas las órbitas de todas esas rocas que forman el caparazón.

—Cierto, pero por otro lado los seis poseen casi exactamente la misma masa, el mismo radio, la misma aceleración entre mar y tierra seca. El espectrómetro da proporciones en los elementos constitutivos muy similares. Esos mundos, por decirlo de algún modo, han sido manufacturados en serie…

—¿Planetas fabricados en serie? —Hari protestó—. ¿Nos está tomando el pelo, doctor?

—La construcción de esos planetas no representaría demasiados problemas para aquellos que han sido capaces de crear la Esfera —replicó Ivraim—. Bastaría con reunir la suficiente masa en un punto prefijado en una órbita adecuada. Se forzaría a grandes montones de materia a caer uno sobre otro. Para ello bastaría con frenar sus trayectorias. La leyes gravitatorias predicen que cuando esto ocurre, el objeto final creado por las colisiones tendrá que ser esférico, en cuanto alcance la masa suficiente. Incluso el Imperio podría llevar a cabo tareas así con sus naves…

—El resultado del proceso del que usted me está hablando, —dijo Hari— sería un mundo muerto. Una roca agrietada y reseca. En absoluto lo que en estos momentos nos muestran nuestros aparatos.

—Más tarde podrían ser terraformados.

—¿Terraformados? —preguntó Hari—. Sé de lo que me está hablando. Y también sé que el Imperio emprendió múltiples proyectos con ese objetivo sin ningún éxito. No me hable de fantasías; hábleme de realidades. ¿Han detectado ya las babeles?

—Si, aquí parece funcionar el mismo principio que en Akasa-puspa: un planeta habitable, una babel…

—Por supuesto, —añadió Hari satisfecho—, no podía ser de otra forma, puesto que todos son obra de un mismo Creador. Ya tienen sus respuestas, caballeros. La curiosa disposición de los mundos sólo puede obedecer a algún desconocido Plan de Dyaus Pitar…

—No me ha dejado terminar, reverendo. Les estaba diciendo que aquí se sigue el mismo principio en cinco de los seis planetas. El sexto es una notable excepción.

Hari se volvió sorprendido hacía la pantalla mural en el que una de las seis secciones que la formaban creció hasta superponerse a todas las demás. En sus labios se formó una exclamación de asombro, pero se contuvo.

Aquel mundo poseía decenas de babeles que surgían de él como los radios de la rueda de una bicicleta, y un delgado anillo unía sus extremos. Parecía insignificante a un millón de kilómetros, apenas un hilo brillante rodeando un mundo. Pero Hari recordó la escala. Su radio era unas seis veces el del planeta, de modo que podía parecer algo etéreo y sutil, pero no lo era en absoluto. Mirando con atención, era posible ver las sombras de las babeles que formaban sus radios, y sólo aquello era capaz de marear a un hombre de Akasa-puspa. Una babel por planeta; siempre era un fenómeno único, sagrado e irrepetible. ¡Y allí había un planeta con un centenar!

Claro que, tras las maravillas que habían encontrado, casi parecía algo insignificante. Un planeta con cien babeles era mucho, pero un anillo que rodeaba un mundo era maravilloso… Y un Sol rodeado de una cáscara, inimaginable.

Sus compañeros no parecían muy afectados. El choque de las novedades era tal, que ya les había privado de la capacidad de asombro. Incluso Jonás tenía que hacer un esfuerzo en adaptar su mente a la escala de cada descubrimiento.

—Si hay un Centro de la Civilización de los esferitas, lo hemos encontrado.

—¿Por qué dice eso, doctor Ivraim? —preguntó Hari.

—¿No es evidente? Imagine una civilización asentada sobre un planeta, y en pleno crecimiento. Primero construiría una babel para acceder más fácilmente a las colonias en el espacio. Acto seguido, y cuando la primera se viera sobrecargada, algunas más. Más tarde tendería puentes entre ellas formando ese anillo, y mandaría a él sus excedentes de población. Cuando incluso el anillo estuviera superpoblado, se verían forzados a emprender la construcción de la Esfera.

—En Akasa-puspa jamás nos hemos visto con esos problemas demográficos.

—Cierto. Hemos tenido demasiadas guerras.

—Comandante, ¿qué piensa hacer?

—¿A qué se refiere exactamente, doctor Yusuf?

—¿Piensa dirigir su nave hacía ese planeta anillado, o hacia el enjambre de juggernauts que hemos detectado?

—¿Qué sugiere?

—Conduzca a la Vijaya hasta los juggernauts. Puede que en esos animales encontremos las respuestas a muchos interrogantes.

Shing negó con un gesto espasmódico.

—Lo siento, doctor, pero no podemos arriesgarnos acercándonos tanto a la cáscara. Si tienen armas, sin duda que ésas están dispuestas en los asteroides que las forman. A la distancia a que se encuentran esas «nubes», la Vijaya sería un blanco perfecto.

—¿Preferiría acercarse al planeta anillado, gramani? —preguntó irónicamente Lilith.

—Preferiría que todos pensáramos las cosas con más calma. Hay mucho en juego.

—No tenemos tiempo —dijo Gwalior—. Les recuerdo que mí nave sigue esperándonos a medio camino entre Vaikunthaloka y Martyaloka…, y la Vajra no dispone de una autonomía similar a la Vijaya. No podemos alargar indefinidamente esta expedición.

—En ese caso —añadió Jonás—, lo mejor sería que nos dirigiéramos directamente hacía el planeta anillado. Si en algún sitio podemos encontrar rápidamente las respuestas a todos nuestros interrogantes, sin duda es allí.

A Yusuf parecieron amontonársele las palabras en la boca.

—P-pero… Nadie ha visto nunca tantos juggernauts juntos… Podemos aprender mucho a cambio.

Shing se revolvió en su asiento; por otro lado, el Comandante Prhuna no parecía nada convencido.

—Comandante —intervino Lilith—, no olvide los motivos originales que nos han llevado hasta aquí. Todavía tenemos pendiente la solución al problema de los cintamanis… Ahora por fin tenemos al alcance de nuestros aparatos a suficientes individuos como para llevar a cabo una investigación seria.

—Por supuesto, no me estoy negando a que investiguen ese rebaño de juggernauts —aclaró Prhuna—. Simplemente les digo que no llevaré la Vijaya hasta ahí. Aparte del hipotético peligro de un ataque al que hacía referencia el gramani Jai Shing, les recuerdo que nuestro deber principal sigue siendo el de establecer contacto con la civilización constructora de la Esfera.

—Me temo que ninguno de los presentes ha comprendido la situación —dijo Hari muy lentamente. Todos se volvieron hacia él. Durante los últimos minutos había permanecido en una silenciosa introspección, pero ahora volvía a ser el centro de atención de la sala. Había algo en su tono de voz que provocó un estremecimiento incluso en Jonás.

Hari se acercó a la pantalla mural que ofrecía la imagen del planeta anillado.

—Esta imagen —dijo, señalando la pantalla—, no es desconocida para mí, y tal vez tampoco lo sea para aquellos que hayan leído las Sastras. Fijaos bien, porque tenéis ante vosotros a Meru, la Montaña del Mundo, centro del continente circular de la Rosa, llamado Jambudvida por nosotros los bhaktas. A éste lo rodea un mar circular (el vacío esférico encerrado por el cascarrón), rodeado a su vez por otro continente anular (el cascarón de rocas en sí). Y así hasta siete. ¿Puede estar más claro? Dios en persona reside en Meru, sobre esta montaña reside la región divina de las formas; sobre ellas, la región suprema del vacío. Así lo afirman las Sastras… Tal vez aún estemos a tiempo de dar media vuelta y alejarnos. Si no lo hacemos así… hay algo más que nuestras envolturas carnales en juego, tal vez incluso nuestras atmans[127] estén en peligro…

»¡Las Sastras también nos hablan de siete infiernos…!

Una voz que Jonás no pudo identificar, dijo:

—¡Mierda…! Es lo único que nos faltaba.

Durante años recordó luego la voz anónima en aquel silencio sepulcral expresando en una sola frase lo que él pensaba de la Hermandad, el Imperio y la Utsarpini juntos.