TRES

Jonás tenía que reconocer que se había perdido. Caminaba a lo largo de los estrechos y sinuosos pasillos de la nave, arrastrando un voluminoso petate de lona gris, que si bien no resultaba pesado bajo la escasa gravedad producida por el giro de la nave, sí era, en cambio, incomodísimo de llevar. Y lo peor de todo era que cada vez tenía menos claro dónde estaba.

Uno de los reposteros lo había conducido hasta la sala de oficiales, junto con el resto de sus acompañantes en la última etapa del viaje, y allí le había indicado el camarote que tenían asignado. Después le habían abandonado a su suerte, para que encontrara el camino por sus propios medios.

Intentó hacerse una idea mental de la forma y de la disposición de la Vajra. Interiormente era semejante a una cebolla, con multitud de capas, o cubiertas internas, subdivididas en forma aparentemente anárquica. ¿Cómo iba a orientarse en un lugar así?

Por todas partes se encontraba con marinos afanados en diferentes actividades, aunque la que más se repetía era la de pintura; esto complicaba aún más las cosas, pues las indicaciones en las paredes habían sido eliminadas en parte. Todo el mundo en la nave parecía ser presa de la locura de pintar del «Gris Armada» los mamparos. Por lo que Jonás sabía ésta era la actividad típica en una nave de guerra cuando permanecía atracada. Dada la poca gravedad que el giro sobre su eje proporcionaba a la nave, el utensilio más utilizado era un cilindro de esponja sujeto a un depósito de pintura. Algo semejante a un aplicador de crema para zapatos de gigante.

Casi todo el mundo allí iba vestido con el amplio mono azul marino, que parecía ser el uniforme de diario en la nave. Al principio, Jonás había tenido la impresión de haberse equivocado de lugar y de encontrarse en una fábrica en plena actividad.

Finalmente, cuando ya se había dado por vencido de orientarse por sus propios medios, se dirigió a un grupo de trabajadores.

Estos llevaban el uniforme de la infantería de marina, y estaban ocupados en algo nuevo. Habían cortado, valiéndose de un soplete, una de las cubiertas y, a través del enorme orificio de bordes cortantes, bajaban una voluminosa mesa de rancho, sujeta a una cuerda que colgaba de cuatro poleas. Jonás recordó que tendría que acostumbrarse a la idea de que en una nave de guerra los mamparos y las cubiertas son algo dispuesto eventualmente, y que por tanto puede sufrir drásticas mutaciones de acuerdo con las necesidades del momento.

Se dirigió a uno de los trabajadores, y le preguntó por la cubierta B, que era donde quería ir.

El infante levantó la vista de su trabajo, y le observó confuso.

Un suboficial le salió al paso saludándole militarmente.

—¿Desea algo, mi oficial…? —El hombre clavó una mirada furiosa en Jonás—. Eh…, mis hombres están trabajando…

Jonás enrojeció, y observó la tarjeta de identificación prendida de uno de los botones del bolsillo superior derecho del uniforme del sargento: «Jalandhar». «Sargento de infantería de marina: Bana Jalandhar. »

—Verá, sargento… —Jonás no sabia cómo decirlo, de forma que no pareciese muy ridículo— …Creo que no tengo una idea clara del punto de la nave en el que me encuentro.

—¿Dónde quiere ir exactamente, mí oficial? —preguntó Bana fríamente.

Jonás le mostró el papel donde había apuntado los datos sobre la situación de su camarote. El sargento lo estudió un segundo, e inmediatamente levantó la vista.

—Es muy sencillo —dijo como si se dirigiera a un niño atrasado—. Simplemente siga este corredor hasta el final. Allí encontrará una escalera de caracol. Suba dos tramos, y se encontrará en un corredor, gemelo de éste, en la cubierta B. Sólo tiene que comprobar las numeraciones en las puertas, y encontrará su camarote.

Jonás recuperó el papel y se puso en marcha, tras saludar militarmente a Bana.

Éste le devolvió el saludo, y permaneció donde estaba observando cómo Jonás se alejaba por el corredor, arrastrando torpemente su petate bajo la escasa gravedad.

—¡Nagaraka…![111] —musitó en un tono suficientemente alto como para que le escuchara el infante que trabajaba junto a él.

—¡Vaya par de galones más nuevos, eh…, mi sargento!

Bana le dirigió una de sus miradas asesinas, y el hombre volvió a su trabajo. Se había ganado la fama de duro y ahora podía hacerse respetar, sin tener muchas veces que tomar más medidas disciplinarias que alguna mirada furibunda de vez en cuando. Su aspecto físico también había ayudado. Macizo y bajo como una mesa, de manos velludas y gruesas que casi lastimaban de sólo mirarlas. Un espeso bigote, que reptaba sobre su grueso labio superior hasta casi introducirse en su boca, daba a su rostro una seriedad mortal.

Bana podía sentirse orgulloso. Al ingresar en la Infantería de Marina había escapado a su destino: pobreza y hambre como pescador en Rastrakuta. La experiencia en el mar era muy buscada por los oficiales de alistamiento en aquel tiempo. Un marino estaría más preparado que cualquier otro hombre para viajar a bordo de una nave espacial. Tanto los navíos del espacio como los del mar eran pequeñas cápsulas que aislaban la vida humana de un ambiente que les era hostil. Tanto unos como otros estaban acostumbrados a permanecer largos períodos de tiempo hacinados en espacios mínimos, combatiendo el siempre acechante mareo, alejados durante meses de sus hogares.

Bana no era un desagradecido. Sentía un amor fanático por el Cuerpo, que por otro lado contrastaba con su odio hacia los oficiales de academia. Cuando era más joven había intentado repetidas veces ingresar en la General Básica de Suboficiales, sin ningún éxito. Bana pensaba que existía una especie de pacto secreto entre los oficiales examinadores, y que como consecuencia de ello no iban a consentir que alguien llegado de los estratos más bajos de la sociedad, como él, ocupara un puesto de oficial con mando.

Finalmente había desistido, acostumbrado a la idea de que acabaría sus días como un viejo sargento al que cualquier oficialillo imberbe, recién salido de la Academia, tendría el derecho de fastidiar. Se encogió de hombros. Realmente no le importaba. En secreto siempre pensaría que si naves como la Vajra funcionaban era gracias a hombres como él.