Con esfuerzo, Hari Pramantha introdujo sus bolsas de equipaje y su propia persona en el cubículo que le acababa de asignar el adelantado de reposteros de la Vajra. Tienes espacio para bostezar— se había dicho —y desperezarte, si lo haces levantando los brazos.
No, el camarote no era siquiera un cubículo. Un cubículo es un cubo pequeño, y un cubo tiene seis caras. Era más bien una cuña, pues una de sus caras formaba parte de la curvatura del casco; el piso y el mamparo de popa eran una sola cosa. El techo estaba recorrido por gruesos cables aislados, y tuberías pintadas de gris con anillos de color: verde, amarillo, gris o marrón, lo que garantizaba que a nadie se le ocurriría perforarlo, cortarlo o trasladarlo. O eso esperaba.
De una patada, metió el saco de ropa bajo la litera. El otro lo dejó sobre ésta y lo abrió con cuidado: los libros (las Sagradas Sastras, los textos de Matemáticas, de Astrofísica, de Informática). Sus objetos de culto: varillas de incienso, recipientes de bronce para agua, aceite o soma; la túnica azafrán, el cuenco simbólico de mendicante con sus adornos de oro, y el parasol bajo el cual debía sentarse a meditar.
Finalmente, los objetos que apreciaba tanto como los anteriores, los diferentes artilugios que había diseñado y construido, con el fin de que los miembros de la Hermandad aprendieran a desarrollar el razonamiento: la regla de cálculo lógica, las tarjetas silogísticas, el «órgano lógico» capaz de operar con la lógica difusa que había inventado. Palpó sus teclas suavemente.
Pero no sentía ganas de practicar. Con una mezcla de irritación y aburrimiento lo empujó hacia atrás. ¡No había derecho a…! Se contuvo. Como Hermano debía obedecer, pero ¡por Cristo, que nadie podía ser obligado a tal misión! Él no era un espía. Sin embargo, pensó, toda mi vida adulta la he pasado recibiendo órdenes. Primero como soldado, luego como hermano. ¿Hay algo en mí que rehúsa tomar decisiones?
No debía ser. Como había hecho muchas veces, por consejo de sus maestros del Vedante, cerró los ojos y se sentó en la posición del loto. Respiró lentamente, según el pranayama[99], sumiéndose en la meditación. Brahmavit Brahmaiva Bhavati: «Quien conoce el Alma del Mundo se vuelve Alma del Mundo»
Yo soy Indiviso, pensó Pramantha. Yo soy Infinito. Yo soy ekam evadwitiyam[100]. Yo estoy vacío de los tres cuerpos y los tres avasthas[101].
Pero, una vez más, se encontró pensando en sí mismo. Eso no era meditar. Aunque lo había intentado muchas veces, sabía que nunca alcanzaría el Samadhi[102]. En el Samadhi, uno no se siente a sí mismo, sino que desaparece el yo.
Estupor no es Samadhi, le había dicho su guía. Un trance emocional como agotamiento no es Samadhi. Sentarse, adormecido, en una asana durante varias horas en cualquier tiempo no es Samadhi. Habitual pasividad no es Samadhi.
Sin embargo, eso es lo que Pramantha hacía cada vez que meditaba. Recordaba su pasado, y se preguntaba cómo había llegado a ser lo que era. Ekagra Chittas: la concentración de la mente en un solo objeto.
No había nada en su infancia y adolescencia que destacase como algo especial. Había nacido en Krishnaloka, la vieja capital. Familia acomodada, no rica. Esto le permitió recibir una formación mejor que la común. Tuvo aventuras, viajes, fiestas, y algo de estudio. Su condición de hijo segundo lo destinaba a las armas. Entraría en una academia, ingresaría en un cuerpo técnico, donde se necesitaba el cerebro; todo estaba predestinado. Quizás el propio Khan, siempre necesitado de gente con formación, lo añadiría a su Estado Mayor. Quizás viajaría a los planetas yavanas recién conquistados como mir bakshi[103]…
¿Por qué todo fue tan distinto?
Se había enamorado de una mujer. Era casada, tenía dos hijos. Era hermosa, aunque no tanto como otras. Era instruida, pero no demasiado. Recibía sus insinuaciones con una sonrisa, pero su negativa fue tajante desde el primer día.
Tales asuntos no eran desconocidos en su ambiente, y nada en esta historia lo diferenciaba de miles de otras. Salvo, pensó Pramantha, su obsesión. Cortó con sus otras amistades. La siguió a todas partes. Finalmente la historia llegó a oídos de sus superiores que, para evitar el escándalo, le enviaron lo más lejos que pudieron.
Recibió un destino nada brillante al frente de un depósito de sementales phantes en la zona montañosa del planeta. El ejército ejercía allí una labor de selección natural, que durante siglos había sido llevada a cabo por soldados de todas las creencias y banderas. El Ejército es algo que permanece, y cuando se quiere alterar genéticamente una especie con el fin de mejorarla, no existe otra institución capaz de mantener las reglas y normas de apareamiento, sin cambio alguno durante milenios tal y como había hecho el ejército con los phantes.
Pramantha había visto algunos de los antecesores de los phantes en zoológicos de la capital. Eran animales grandes, toscos y pesados que contrastaban violentamente con sus descendientes creados por el hombre. Los phantes eran del tamaño y complexión aproximada de un caballo, con pequeñas orejas triangulares, y una trompa tan hábil como un brazo humano, al extremo de su hermosa cabeza ahusada, que encerraba un poderoso cerebro con una capacidad de raciocinio sorprendente para un animal.
Cualquier campesino podía poseer un phante que le ayudaría en las labores del campo como si de un sudra se tratara. Pero para reproducirlos tenía la obligación de acudir a los depósitos de sementales del ejército, donde obtendría el semen más valioso para la mejora de la raza.
Pramantha había vegetado allí durante incontables meses, emborrachándose día tras día, intentando olvidar lo que le era del todo imposible olvidar.
Pasaron dos años más de una vida tan inútil que incluso ahora le avergonzaba recordarla. Al igual que el camello, él también había chupado su misma sangre mientras masticaba ramas espinosas. Al igual que él, las espinas que comía le cortaban la lengua, haciendo que la sangre empezara a manar dentro de su boca. Las espinas mezcladas con su propia sangre fresca le habían producido un falso placer semejante al del estúpido animal de la fábula.
Pero, con el tiempo, se había dado cuenta de que, simplemente, trataba de evadirse de su situación. Él no era un hombre tamásico: ignorante, necio, indiferente.
Un repentino burbujeo en uno de los tubos sobre su cabeza casi le sacó del trance. Pero estaba lo bastante absorto como para ignorarlo.
Fue la muerte de la mujer lo que provocó lo que llamaba «el Bhavana Padharta»[104].
Su obsesión por ella había remitido; pero regresó. Un permiso en la capital le permitió enterarse de su enfermedad, un sarcoma degenerativo que la fue devorando poco a poco. Sólo la amputación de algunos de sus miembros permitió prolongar su vida inútilmente.
En este punto, cualquiera de sus amigos hubiera dicho que «sin ella mi vida no tiene sentido». Pramantha estaba convencido de que lo tenía. Pero ¿cuál?
Jagad Mithya: el mundo entero es una total mentira, había pensado. Los placeres sensuales son como crear un hijo con una mujer estéril. El juego del Samsara[105] era una mentira.
Solicitó la baja. Regresó a casa de sus padres, rehusando explicar lo sucedido. El joven turbulento y simpático se había convertido en un hombre silencioso y reservado. Hablaba poco, estudiaba mucho. Y un día sorprendió a todos decidiendo ingresar en la Hermandad.
Esperaba encontrar allí un objetivo en la vida. No creía poder reunirse con la mujer amada más allá de la muerte. No esperaba que volviese milagrosamente a la vida. Sólo quería hallarle el sentido a todo: a su vida, a la de todos, a Akasa-puspa y sus estrellas, al Virat-rupa[106] entero.
Pero, ¿era la muerte de la persona amada lo que provocó el cambio? No estaba seguro. Aquello, pensaba a veces, fue sólo el gatillo disparador. De pensar en la necesidad cósmica (si la había) de la muerte de la mujer, pensó en la necesidad de la muerte en general. De allí a la necesidad de la vida. Y así sucesivamente.
La Hermandad le tuvo ocupado. Aprendió el ritual. Pero se interesó más en la base intelectual de la religión:
«La Realidad siempre existe. Lo irreal nunca existe. No es razonable atribuir realidad a lo que no existe o inexistencia a lo que es real.»
«Todo lo que es inexistente es siempre inexistente, y cualquier cosa que existe es siempre existente.»
Al principio se había sentido atraído por la Vedanta[107]. Pero nunca llegó a aceptar por entero la inexistencia del mundo. Tampoco le atrajo el materialismo. Un carvaka es un idiota, pensaba. Pero tampoco podía admitir que los maestros que predicaban la inexistencia del mundo cobrasen un dinero muy real por sus enseñanzas.
Poco a poco se apartó, adoptando el enfoque de la darsana[108] Samkhaya[109]. Pero la mística nunca fue su interés principal. No podía evitar ser, en el fondo, un racionalista. Om, Tat, Sat.[110]
Poco a poco, fue hallando un campo de interés muy especial. Decidió demostrar racionalmente la existencia de Dios a través de la lógica. Aquí empezó su aventura intelectual.
Al mirar hacia atrás, no podía decidir si alguna vez tuvo esperanzas de éxito, o si, más bien, su mente había hallado un hueso que mantendría sus dientes royendo mucho tiempo. Estudió todas las materias que sus sabios mentores enseñaban. Si había alguna que no enseñaban, iba en busca de otro maestro. Si no lo había, buscaba libros y se enseñaba a sí mismo. Y si no había ni maestros ni libros, inventaba esa ciencia.
Se dedicó sobre todo a la lógica. Primero diseñó artilugios lógicos sencillos, de madera, bronce o incluso cartón. Sus «discos de razonamientos», diseñados por él con cartón y chapa de madera aún se usaban en muchas escuelas para niños de la Hermandad para iniciar a los jóvenes en la lógica simbólica como instrumento de análisis teológico. Su «piano de lógica» con un ingenioso mecanismo interno consistente en una compleja disposición de varillas y palancas conectadas por cuerdas de tripa, pequeños pasadores, espigas y muelles espirales, permitía dieciséis posibles combinaciones de términos verdaderos y falsos, y era una máquina insustituible (gracias a su reducido tamaño) en el equipaje de cualquier matemático o filósofo.
El monasterio era demasiado pobre para tener un ordenador, así que construyó una máquina lógica eléctrica con piezas de desguace. Aquello le sirvió de mucho para ascender, o más bien para ser ascendido. Los ordenadores le fascinaron al principio y le irritaron después, cuando la programación le obligaba a arrastrarse por corredores sobrecalentados encendiendo y apagando interruptores. Debía haber una manera más sencilla de hacerlo…
Sus superiores pensaron en él cuando Khan Kharole solicitó a la Hermandad la ayuda de sus miembros. En los planetas exteriores poca gente sabia leer; incluso los hermanos recién ingresados necesitaban algún tiempo de aula. Y Khan quería aumentar la preparación técnica de sus hombres.
En la Marina tuvo mucho trabajo convirtiendo a jóvenes analfabetos en marinos. Viajó a fascinantes y extraños lugares, conoció fascinantes y extrañas costumbres y fascinantes y extrañas gentes. No tuvo mucho tiempo para la especulación teológica; quizás los gurús querían matar dos pájaros de un tiro.
Se había adaptado a su nueva vida. Enseñaba y trabajaba. Su experiencia como soldado y su condición de Hermano le permitía comprender a unos y a otros, y ser el lubricante que suavizaba los roces.
Pero, ahora, la Hermandad le había pedido que traicionara a sus camaradas. Su condición de Hermano le obligaba a una obediencia ciega. No podía cuestionarse ninguna otra cosa.