El sargento instructor había observado atentamente sus piernas durante unos segundos. Después había elevado su mirada hacia el cielo, como si fuera objeto de alguna conjura cósmica.
Jonás fue separado del resto de los reclutas, para recibir una instrucción especial. Sin embargo, se equivocó al pensar que, dada su condición de minusválido, iban a ser más considerados. Durante treinta días fue empujado, arrastrado y revolcado de un lugar a otro por sus increíblemente sádicos instructores. Después de tan sólo una semana de estar allí le parecía que toda su vida anterior había sido un corto y descansado preludio que apenas recordaba nebulosamente.
Finalmente Jonás firmó el compromiso definitivo que le ligaba por dos años al ejército de la Utsarpini.
En una ceremonia aparte le dieron sus insignias de alférez y un permiso de ocho días para que arreglara sus cosas antes de presentarse en la base de la babel a las siete de la mañana del octavo día e iniciar el viaje hacia su destino: el velero solar Vajra.
No tuvo mucho que arreglar. Tan sólo podía llevar treinta kilos de equipaje, y esto excluía cualquier posibilidad de llevar sus libros con él. Preparó una maleta con algunos objetos personales y pasó el resto del tiempo despidiéndose de sus amigos, y preguntándose si había hecho lo adecuado. El cambio del campamento, al regresar a su vida habitual, había sido tan brusco que no podía evitar el ver las cosas desde un nuevo ángulo…
¿Dónde se había metido? En fin, lo hecho, hecho estaba. Sin duda, lo que le esperaba por delante no sería peor que su vida en Vaikuntha ahora que la Hermandad había regresado.
La mañana del día que finalizaba su permiso volvió a vestir su uniforme blanco y rojo de la Marina de la Utsarpini, y se puso en marcha cargado con su pequeña maleta. El uniforme era demasiado vistoso y poco práctico, pero sin duda cumplía la principal función para la que había sido diseñado. ¿Cuántos pobres diablos que no habían tenido en toda su vida más que un par de zapatos ingresarían en el Cuerpo sólo por aquel bonito uniforme? Muchos, sin duda. En la Utsarpini abundaban los planetas atrasados, llenos de poblaciones miserables.
Afuera seguía el largo invierno de Vaikunthaloka, pero la noche estaba sobradamente iluminada por el fulgor de Akasa-puspa. El núcleo del Cúmulo se arqueaba en lo alto como una explosión congelada en un millón de chispas deslumbrantes, iluminando unos mundos que no habían conocido jamás la oscuridad.
El viento invernal de Vaikunthaloka se filtraba entre la corta hierba de los parques, entre las plantas exóticas y entre los recortados setos; el viento arrancaba las hojas de los majestuosos robles a lo largo de la calle y las enviaba revoloteando en confusa desbandada. A lo lejos se elevaba hacia el cielo un delgado hilo plateado que parecía surgir de las nubes y remontarse casi hasta el cenit. La parte inferior de la babel estaba inmersa en la sombra del planeta, pero la parte superior seguiría iluminada por la roja luz de Rahu durante dos meses y medio más.
Tomó un taxi que le llevara hasta la Base de la babel. El coche emprendió su marcha introduciéndose en la ciudad recién conquistada. El césped de los jardines estaba verde y bien recortado; los arbustos mostraban señales de un delicado cuidado. Coches situados aquí y allá a lo largo de la calle, parados en los bordillos o aparcados frente a los edificios. La ciudad no parecía haber sufrido demasiado el asedio. Algunos edificios habían sido reducidos a cascotes, y otros mostraban la huella de ya extintos incendios. Estos edificios se alternaban en altura entre uno y tres pisos, de acuerdo con la moda local todavía no contaminada por la superpoblación, y la especulación del suelo. Eran de diseño macizo, pintados en tonos pastel y poseían patios escalonados decorados con invernaderos en miniatura. Parecía mentira que aquella ciudad hubiera pasado por un infierno hacía apenas dos meses. Por todas partes la actividad había retornado a la normalidad: los pequeños quioscos recibían la prensa a aquellas horas y cientos de comercios abrían a lo largo de su recorrido.
Tal vez sería la costumbre —pensó Jonás— las guerras no eran precisamente algo extraordinario en la Utsarpini.
De todas formas, la Universidad seguía cerrada.
El automóvil se detuvo junto a la base, y Jonás se dirigió hacia el ascensor para el que la Utsarpini le había dado un billete.
La babel se elevaba sobre su cabeza como una montaña prismática, convergiendo hacia un punto situado en el infinito, como sí pudiera taladrar la cúpula llameante que era el Akasa-puspa y terminar su camino a los mismísimos pies de Dios.
Había una frenética y ruidosa actividad alrededor de la base. Camiones almacén cargados salían de las bocas abiertas de la Fortaleza y otros vacíos entraban; las cabrías subían y bajaban. Los suelos blindados rechinaban en las bodegas de los pesados autogiros que, una vez cargados, se elevaban velozmente para dejar sitio a otros. A lo lejos, en una improvisada pista de aterrizaje, un brillante tractor amarillo cromo se dedicaba a enganchar las largas y delgadas naves transportadoras de tropas conforme regresaban de sus lanzamientos, y remolcarlas hasta la base de la babel. Un continuo río de material estaba siendo descargado rápidamente.
La Utsarpini y todas las culturas yavanas que surgieron tras la retirada del Imperio de aquella zona habían perdido la tecnología necesaria para colocar una nave en órbita, venciendo la atracción del planeta. Las babeles eran su única puerta al espacio.
Una puerta que todos deseaban controlar.
En poco más de doscientos metros montaban guardia una docena de hombres. Varios carros acorazados apuntaban sus armas hacia la inmensa planicie de cemento sobre la que se elevaba la babel. Atacar aquella posición sería poco menos que suicida. Las alambradas instaladas a unos 150 metros del parapeto constituían un jalón invulnerable a la hora de abrir fuego contra cualquier grupo armado.
Para los artilleros de la Utsarpini sería como jugar a los bolos —pensó Jonás.
De hecho, un ataque contra la base de la babel era una eventualidad sumamente remota. El radar permitiría detectar cualquier aproximación del enemigo a babilonia, y su localización exacta. Los morteros harían el resto.
Jonás cruzó la explanada de la base de la babel, mientras el característico viento de aquella época en Vaikunthaloka azotaba las perneras de sus pantalones militares produciendo un débil chasquido y empezaba a morder la carne al descubierto con repentino vigor.
Los trámites en la aduana de la Hermandad no presentaron ningún problema. El joven empleado de la Hermandad echó una ojeada rutinaria a su equipaje y visado militar, y dijo tras observar su pasaporte con nacionalidad de Martyaloka:
—Espero que haya tenido una estancia agradable en Vaikunthaloka.
—Gracias —dijo Jonás, con gratitud casi excesiva—; muchas gracias.
Por el pasillo se dirigió desde el local de Aduana hasta la sala de recepción, al otro lado del edificio-fortaleza que era la Base de la babel. Jonás parecía haberse recuperado de sus inquietudes, caminaba entre grupitos de viajeros que miraban vagamente absortos los quioscos con escaparates de perfumes, cámaras fotográficas y frutas.
El ascensor era semejante a un vagón de tren vertical, y de extremos aerodinámicos. Estaba dividido interiormente en pisos semejantes a rosquillas por cuyo centro ascendía una escalera de caracol que los comunicaba.
Jonás utilizó esta escalerilla saludando a todo superior, y siendo saludado por todo aquel que se encontrara por debajo de él en el escalafón militar, hasta que dio con un piso en el que no había ningún militar a la vista.
—Tomó asiento, las butacas estaban dispuestas formando círculos concéntricos, y rebuscó en un revistero adosado a ellas.
Había camarotes individuales provistos de literas donde uno podía realizar el viaje durmiendo, pero el ejército no parecía dispuesto a derrochar estos lujos con un simple alférez.
Sin embargo, descubrió que podía reclinar su butaca hasta adoptar una posición casi horizontal y mucho más cómoda.
A través de la portilla el suelo de Vaikunthaloka empezaba a alejarse con una velocidad creciente.
Las vigas y estructuras externas de la babel desfilaban ante sus ojos con rapidez. Kilómetros de andamiajes trepaban por sus caras, y las ventanas y aspilleras de la Fortaleza Basal la perforaban. Los primeros quinientos metros de la babel eran una ciudadela vertical casi inexpugnable.
Se produjo un claro en la capa de nubes y Jonás tuvo un confuso cuadro, a través de las troneras, de parches verdes de vegetación, serpenteantes caminos color mostaza y pequeños caseríos solitarios. La babilonia permanecía invisible a sus pies, oculta por la masa del ascensor.
Tras veinticuatro horas de ascensión el aparato alcanzó la mitad de su trayecto, deteniéndose en la estación intermedia.
Jonás pudo contemplar el paisaje del planeta visto desde doce mil kilómetros de altura a través de los miradores semicirculares. Una vez más comprobó que los mundos eran redondos. Bajo él se extendía el planeta como una inmensa curva dotada de todos los tonos entre el azul y el blanco. Pensó en lo lejanos que parecían ahora sus problemas en aquel mundo, contemplados desde esta altura.
Durmió cómodamente en una pequeña habitación de hotel reservada para oficiales, y al día siguiente reemprendió su viaje.
Esta vez se trataba de un ascensor más pequeño, con la forma aproximada de una caja de zapatos. A aquella altura la atmósfera era tan débil que las formas aerodinámicas eran completamente inútiles.
Jonás observó los emblemas de la Utsarpini en el andén; éste era un transporte exclusivamente militar.
Soy un diminuto ratón atrapado por un torrente —se dijo resignado—. Una cierta fuerza cuyo poder soy incapaz de comprender.
El resto de la ascensión la pasó rodeado de uniformes y de insignias de todos los grados y colores.