Uno de los mayordomos de palacio condujo a Job Isvaradeva hasta el salón donde Kharole y Kautalya esperaban.
Kharole vio al joven comandante, demasiado joven para su elevado rango, que intentaba parecer mayor adornando su afilado rostro con un bigote apenas poblado. La delicadeza de sus huesos y la suave línea de sus labios delataban a Isvaradeva como un subandhu.
—A vuestras órdenes, chattrapati[82] —dijo Isvaradeva saludando militarmente.
Por su parte, Isvaradeva se concentró en aquel hombre. Era una leyenda viviente, el líder que se había propuesto cambiar el curso de la historia, y que estaba en camino de conseguirlo:
Khan Kharole.
En cierta forma, aquel encuentro resultaba decepcionante para Isvaradeva, conocía a Kharole a través de infinidad de carteles y películas que lo mostraban en la plenitud de sus años jóvenes. Ahora tenía ante sí a un hombre de rostro ya maduro, adornado por una impresionante barba canosa, que en sus profundos ojos de halcón empezaba a dejar traslucir el agotamiento de una vida de continua lucha.
—Espero que me disculpes, comandante. Uno sabe la hora a la que empiezan estos malditos actos, pero nunca tengo ni idea del momento en que terminarán. Sin duda te cité, y has estado esperando.
—Apenas unos minutos, chattrapati.
—Bien, lamento que no hayas podido venir antes y acompañarnos. ¿Te apetece tomar algo, comandante? Los cocineros, por exceso de celo, han preparado comida para un regimiento.
—Sí… eh, gracias chattrapati, pero comí hace una hora en la nave.
—¿La Vajra[83]? ¿En qué estado se encuentra?
—Ya casi totalmente repuesta del último combate. Pronto estará dispuesta para volver a la acción.
—Estoy seguro de ello. Bien, bien… Tenemos que hablar, ¿sabes? Acompáñame. Kautalya, búscanos un lugar más tranquilo.
Kautalya les condujo a través de varias salas hasta la biblioteca. Llegaron a ella tras un largo viaje por tortuosos pasillos que resultaban (por contraste con el desabrigado comedor) opulentos. Pesados tapices cubrían las paredes; una gruesa alfombra se extendía sobre las frías baldosas de mármol. Óleos de ciudades y paisajes de los más pintorescos mundos del Imperio colgaban a intervalos regulares sobre los tapices; un tenue y no desagradable olor flotaba en el ambiente procedente de ocultas flores. Finalmente llegaron a la Sala. Entraron, y Kharole cerró las dobles hojas de la puerta tras de sí.
Isvaradeva estudió admirado la inmensa cantidad de libros allí acumulados. Muchos debían de pertenecer originalmente a la sala, pero Isvaradeva sabía que Kharole viajaba siempre con una pequeña biblioteca a cuestas.
—¿Fumas…? —dijo, abriendo una caja de cigarros y ofreciéndosela.
—No, gracias, chattrapati —rehusó Isvaradeva.
—Gosser, mi médico, quiere que lo deje. Pero, maldita sea… si no puedo ni disfrutar de estos pequeños placeres. —Kharole encendió un cigarro. Emitió un anillo de humo con satisfacción—. También me agobia con su cantinela de que como demasiado…
Expulsó el humo y señaló los libros con el cigarro.
—En ocasiones estudio hasta muy tarde, por las noches cuando me desvelo. Sin embargo, sé que ésta es una batalla que me ha tocado perder. Quizás porque empecé muy tarde, nunca llegaré a dominar estas ciencias por completo. Cuando era joven tenía otros problemas. Y por otro lado el estudio no estaba muy bien visto en aquellos oscuros tiempos.
—Todos sabemos cómo su chattrapati ha luchado para cambiar eso.
—Hombres como tú, comandante, son los que están haciendo posible mi sueño.
Uno de los camareros trajo el té. A Kharole no le gustaba beber sin acompañarlo con algo, de modo que sirvió una bandeja con una tetera, pasteles, frutos secos, jarritas de crema y un par de platillos de nata.
—Ah, se me olvidaba. ¿Un coñac?
—Eh… no, gracias, chattrapati. No tengo costumbre.
—Eso está bien. Yo tampoco; comer mucho y beber poco, ésa es mi regla. Pero —hizo un gesto vago con el puro— no pretendo que lo sea para todo el mundo.
La mano de Kharole se alargó hacia un dossier que había en una mesita cercana. Lo hojeó descuidadamente con la mano libre. Isvaradeva miró la portada, sintiendo un vago deseo de alargar la mano para cogerlo y leerlo. En lugar de eso bebió un sorbo de té. Buena bebida, en nada similar al sucedáneo que servían en las naves de guerra.
—Hummm… No está mal. El Almirantazgo parece tener muy buen concepto de ti. Prácticamente te presentan como el principal artífice de la victoria. Me han cursado una docena de peticiones proponiéndote para la máxima condecoración militar. Pero, ¿sabes una cosa…? Yo no necesito héroes. Los héroes son para las derrotas. Para que la muchedumbre se fije en ellos, y olvide las pérdidas. Necesito en cambio valientes con un sentido del deber como el que tú posees…
Las cejas grises de Kharole se alzaron, y su mirada penetrante se dirigió al rostro de Isvaradeva.
—Conocí a tu padre. Ah, ¿no lo sabías? Claro; sabiendo cómo pensaba, una amistad como la mía no era algo por lo que ir presumiendo por ahí, ¿no te parece?
—Bueno…
—Vamos, no disimules. Supongo que me habrá llamado «salvaje maloliente», «yavana[84] depredador», «saqueador de tumbas» y otras cosas por el estilo.
Isvaradeva se sentía embarazado por la desconcertante franqueza de Kharole, aunque ya le habían advertido. De todos modos, la posición de su padre no podía ser más lógica. El poder de su Clan se basaba en la posesión de la mayor y más rica región agrícola de Krishnaloka. Cuando el Imperio se retiró de la zona, acompañado por algunos de los clanes más influyentes, sus antepasados no pudieron enrollar sus tierras, meterlas en el equipaje y hacer otro tanto. Tuvieron que quedarse y gozaron de cierto poder e independencia, hasta la llegada de los Kharole.
Khan siguió hablando, con mirada vaga.
—En el fondo, yo lo apreciaba. Tenía valor, hay que reconocerlo. Y creo que él también a mí, aunque no le gustase admitirlo. ¡Un subandhu del Imperio, de la más alta alcurnia, recibiendo órdenes de un yavana guerrero de familia vaysia! Pero, amigo, la vida es así. Todo el sector estaba en pleno caos: angriffs, rebeldes, bandidos. ¡Qué diablos, si incluso había subandhus que capitaneaban naves piratas! Una pandilla de forajidos que estrujaban el bali[85] a una población que vivía al nivel de las bestias, y que buscaban camorra con sus vecinos para cobrares el chauth[86]. Que es, dicho sea de paso, una forma bastante ineficaz de financiar los gastos del estado. ¡Un auténtico estado de peces[87], puedes creerme!
Dio una larga chupada al cigarro, exhalando una nube de humo con un suspiro de nostalgia.
—¡Qué tiempos aquellos! Ahora tendría dificultades para embutirme en una cápsula de caída —se palmeó el abdomen—. Tu padre, Isvaradeva, era un hombre cabal; pero ya sabes: por aquí y por allá, había jefes y jefecillos y barandas y de todo, que hacían lo que les venía en gana, sin que nadie pudiera toserles. Tu padre fue una especie de almohadilla entre ellos y la Utsarpini. Sin duda, se evitaron muchas vidas gracias a su buen hacer como negociador.
Quedó un rato silencioso, absorto en sus recuerdos. Isvaradeva se aventuró a decir:
—¿Sí?
Los labios de Kharole se curvaron en una media sonrisa cínica.
—Algún día tenemos que hablar de todo esto, muchacho. Me gustaría conocer mis grandes hazañas. Quizás yo sea el menos informado. ¿Y qué tal me trataban los queridos Hermanos?
—Solo leí elogios.
—Ah, sí —sonrió Kharole—. Aunque sospecho que los Hermanos del Sagrado Fuego de Agni habrán destruido algunos, a raíz de los últimos problemas de Su Divina Gracia conmigo. No muchos, supongo. Srila sabe a quién debe arrimarse. Pero no hablemos de eso. Nuestro tema eres tú.
»Isvaradeva, necesito a un buen oficial. Un tipo que sepa usar sus ojos, oídos y cerebro, antes que los músculos. Un soldado leal.
Se puso repentinamente en pie, y se dirigió a un extremo de la habitación. Isvaradeva, cogido por sorpresa, dejó su taza y se levantó. Se acercó al lugar en el que estaba Kharole, en respuesta a un movimiento de su mano.
Había un objeto enorme y extraño. Parecía un gran bloque de vidrio o plástico transparente, de forma aproximadamente cúbica, de un metro y medio de arista. Descansaba sobre una base metálica de unos treinta centímetros de grosor, y tan ancha como el propio cubo.
—¿Tienes idea de lo que es esto, muchacho? —preguntó Kharole.
Isvaradeva lo examinó cuidadosamente. En el fondo del cubo habían unas cosas… Parecían ¿lentes? ¿proyectores? ¿cámaras? Un aparato, pero no se veían mandos de ninguna clase.
—Parece un artefacto… ¿Imperial?
—Es un artefacto Imperial. Un regalo de cumpleaños, de parte de monseñor Sidartani —el tono de Kharole era falsamente amable—. Lo llaman un «holotanque». Es un aparato de visión. Microcomputerizado. Aquí está su tablero de control.
—¿Esto? —Isvaradeva no pudo ocultar el asombro.
El tablero era una placa de reluciente plástico negro, de tamaño doble al de un libro. Lo sostuvo en su mano. Apenas pesaría trescientos gramos.
—Sí, esto —Kharole lo cogió y accionó un interruptor lateral. Al instante, la superficie de la placa se iluminó con hileras de letras y números—. Increíble, ¿no es así? Se comunica con el resto por ultrasonidos, o infrarrojos, o por telepatía, vete a saber. Kautalya, ¿quieres correr las cortinas, por favor?
El peswa[88] obedeció. Mientras, el holotanque parecía dar señales de vida. Un suave zumbido de ventiladores llegaba de su base.
El interior del holotanque parecía lleno de… Parecían puntos luminosos. De repente comprendió. Era una reproducción, increíblemente detallada, del Akasa-puspa.
—Un prodigio de la ciencia Imperial. Me gustaría saber cómo funciona. Mis técnicos en ordenadores querrían abrirlo, pero no se atreven. Y yo tampoco les dejo. Me dicen que uno de nuestros ordenadores que hiciera lo mismo abultaría tanto como este edificio… y eso que, según creen, la mayor parte del volumen de esta cosa es el conjunto de proyectores.
Isvaradeva escuchaba a medias. Una esfera de puntos luminosos que giraba lentamente ocupaba todo el volumen del cubo, espesándose en el centro, donde formaba una bola de luz casi deslumbradora. La luz permitía (como comprobó) leer letra impresa.
Mirando de cerca, se dio cuenta de que cada estrella se movía en una complicada danza, influida por sus vecinas; pero, a grandes rasgos, todas giraban en torno al núcleo de Akasa-puspa en la misma dirección.
—Esto me servirá para mostrarte el problema, como hizo conmigo Sidartani. —Isvaradeva respingó al oír la voz de Kharole—. Si te consuela, mi boca estaba casi tan abierta como la tuya.
Isvaradeva se volvió. El rostro de Kharole estaba iluminado por las luces del tablero, que seguía sosteniendo en su mano.
—A ver si me acuerdo… esto era para disminuir el brillo.
—El brillo del Akasa-puspa se atenuó un tanto. —Ajá. Y ahora… En el interior del holotanque comenzó a extenderse una delgada línea de luz azul, formando un arco casi perfecto. Atravesaba entre las estrellas, en una zona intermedia entre el Núcleo y el Límite.
Pronto la línea hubo cerrado un círculo en torno al Akasa-puspa. Entonces empezó a formarse otra.
Y otra.
Y otra más.
—Estás contemplando el desarrollo del Sistema Cadena —dijo Kharole—. Supongo que sabrás de qué se trata…
Isvaradeva recordó. Lo había estudiado en Historia Antigua. El Viejo Imperio había creado aquella red. Gigantescos vehículos no tripulados de carga, acelerados a un cuarto de la velocidad de la luz, que recorrían en círculos la Zona Habitable del Akasa-puspa. Giraban en torno al Núcleo aprovechando su intenso campo magnético para virar, como electrones en el interior de un ciclotrón.
Había sido la gran obra de los imperiales. Un medio de transporte para facilitar la unión a través de grandes distancias. Una vez acelerados hasta su velocidad de crucero mediante cañones láser, se mantendrían en sus trayectorias sin consumo de energía, excepto para los ordenadores. Y, recordó, ya sabemos las cosas que pueden hacer en el Imperio con ellos; habría que figurarse sus logros pasados…
Una complicada maraña de líneas azules envolvía el Akasa-puspa. Eran círculos máximos que se intersectaban en las proximidades de una estrella. Krishnaloka, pensó. ¿Cuánto tiempo tardaría un rickshaw en recorrer su circuito? Sacó su regla de cálculo de bolsillo.
Veamos, pensó. El Cúmulo tiene ciento cincuenta años luz de diámetro. La Zona Habitable estaba a… un promedio de cincuenta años luz del núcleo. A un cuarto de la velocidad de la luz, eso representaba seiscientos años. Silbó suavemente. ¡Desde el fin del Viejo Imperio, algo menos de medio circuito!
Kharole parecía haberse dado cuenta de lo que calculaba.
—Y sin embargo —dijo—, hay un fallo.
Isvaradeva arqueó las cejas. ¿Fallar el Sistema Cadena? ¿Después de veinte siglos de perfecto funcionamiento?
Kharole accionó algo en el tablero. Un segmento de una de las líneas azules se volvió repentinamente rojo.
—Un rickshaw de ese circuito está destruido. Justamente mientras atravesaba ese segmento de la órbita —dijo.
—¿Pero… destruido? —casi balbuceó Isvaradeva. ¡Imposible!
—Destruido. Destrozado. Hecho trizas.
—¿Cómo?… ¿Quién?
Kharole suspiró.
—Eso es justamente lo que tú me dirás.
Isvaradeva calló. Empezaba a entender.
—Sidartani me lo ha comunicado. Se tomó muchas molestias para hacerlo, interceptando mí flotilla en el espacio, cuando nos dirigíamos hacia aquí. El rickshaw fue descubierto por una sonda robot del Imperio, una sonda de investigación, según dicen. —De nuevo la sonrisa irónica—. Puedes figurarte el mal rato que pasó monseñor al contarme que tenían vehículos de investigación en nuestro espacio. Por supuesto, fui diplomático y no pregunté qué cosas investigaban. Ahora sé que el Imperio me espía, y saben que lo sé, y sé que saben que lo sé… pero el aspecto diplomático es lo de menos. O no conozco a ese zorro, o Sidartani estaba preocupado, Isvaradeva; podría jurarlo sobre un montón de Sastras.
Súbitamente se volvió hacia Kautalya, que había permanecido escuchando silencioso en un rincón de la biblioteca.
—¿Qué sabes sobre la reunión entre Srila y Sidartani?
—No mucho, chattrapati —respondió el anciano—. Como nos había anunciado el adhyaksa imperial, en su inesperado encuentro en el espacio, se ha reunido con Srila apenas aterrizó en el planeta. La reunión tuvo lugar en su cápsula personal, por lo que nos fue del todo imposible registrar la conversación.
—Es de suponer que le informó de las mismas circunstancias que a nosotros.
—Es de suponer, chattrapati. Pero hay algo muy extraño en comportamiento de Sidartani.
—¿En Sidartani? Lo extraño en él sería que no hubiera nada extraño. Pero, recapitulemos, primero Sidartani se entrevista con nosotros en el espacio y nos informa de la destrucción de uno de sus rickshaws en este sector. Acto seguido viaja hasta Vaikunthaloka y mantiene una reunión privada con Srila, aparentemente para tratar el mismo asunto… Pero, claro, no podemos estar seguros… ¿Qué pretende Sidartani con todo este complejo juego?
—¿No es evidente, chattrapati? Sidartani os informa a vos y a Srila por separado. Ninguno de los dos sabe exactamente lo que el adyakasa le ha contado al otro. Y lo que es peor, ninguno puede confiar en el contrario para conocer toda la verdad. Con esto Sidartani, a pesar de que quizás os ha descubierto sus cartas, sigue manteniendo la exclusiva de la información. Sigue siendo la única fuente válida de datos… A la vez, incita vuestra rivalidad…
—Sí, muy sutil, muy astuto, muy propio de Sidartani… Sin embargo, algo me dice que en este caso hay algo de verdad. De todos modos tendremos que averiguarlo. Nosotros tampoco deseamos que el Sistema Cadena quede destruido.
»Por eso no puedo rechazar la oferta de Sidartani de enviar una nave investigadora. Una nave de fusión de alcance ilimitado.
—Pero… —protestó Kautalya.
—No lo harían sin un buen motivo. ¿Puedes imaginar lo que pasaría si cayera en malas manos? Lo que daría un capitán pirata por ella. O bien lo que daría la… —se calló de repente—. Aunque fuera desarmada. Cosa que, como es natural, es lo primero que exigí. Y aceptaron.
»Y no puedo negarme. Ningún velero de luz podrá alcanzar a ese monstruo de rickshaw, a un cuarto de C. Tiene que ser la nave de fusión del Imperio, o nada.
»De modo, comandante, que ésta es tu misión… Si estás dispuesto a concederme un año más de tu vida…
—Entiendo, chattrapati. Ser vuestro observador en la nave Imperial.
—Exacto. Tener ojos y oídos bien abiertos y mente alerta. Averiguar qué diablos pasa con ese rickshaw. Averiguar si de verdad se dedican a investigar el naufragio… A propósito, te acompañará un científico. He avisado a la Armada para que nos envíen uno.
Kharole accionó algo en la consola. El holotanque se apagó. Isvaradeva parpadeó al encenderse las luces.
—Aquí tienes todo lo que sabemos —Kharole le tendió una carpeta—. Examínalo. Y ahora… a menos que tengas alguna pregunta, joven guerrero, déjame solo. Una montaña de papeles me aguarda anhelante.
Cuando Isvaradeva salió de la biblioteca, se le ocurrió repentinamente lo que Khan Kharole no le había dicho: que la Hermandad no debía poner sus manos sobre la nave de fusión Imperial.