SEIS

La inmensa sala de banquetes apenas era calentada por una tosca chimenea que ardía en su centro. Las paredes de piedra estaban desnudas de toda decoración exceptuando unas cuantas armaduras espaciales de combate pegadas a ellas. Desde el techo abovedado, situado a quince metros sobre sus cabezas, colgaban los largos y delgados estandartes con los colores de los subandhus fieles a Kharole.

Cerca de la chimenea se extendía una amplia mesa de roble, servida por un pequeño ejército de camareros, y repleta de incontables platos y fuentes en los que se amontonaban los más variados manjares. El ruidoso grupo de comensales estaba encabezado por la espectacular figura de Khan Kharole. Un par de mastines de aspecto despreocupado deambulaban en torno a él, recogiendo los huesos que arrojaba al suelo.

Khan se había ataviado para la recepción oficial con el incómodo uniforme de gala de los coraceros. Sus auxiliares le ayudaron a ajustarse el peto dorado, con el Tótem de su Clan (el León) grabado sobre su pecho. Se calzó las suaves botas de piel de perro, cubriendo las perneras de sus holgados pantalones grana. Las cinchas, y los complicados emblemas de los cuatro cuerpos del ejército de la Utsarpini.

Antes de salir, Khan se había mirado al espejo, palmeándose satisfecho el abdomen. A los cincuenta años estándar era un hombre corpulento, de un metro ochenta y cinco de estatura, de cuello grueso. Siempre había tenido una salud de hierro, y a pesar de que practicaba con pasión deportes tales como la equitación, la caza, y la lucha en baja gravedad, su constante buen apetito le había dotado de una voluminosa barriga que empezaba a causar problemas a los técnicos que diseñaban sus trajes espaciales.

Sin embargo, ¿cómo iba a adelgazar, si la etiqueta le obligaba a mantener continuamente comilonas como aquélla?

Quizás era necesario que celebraran su reciente victoria en Vaikunthaloka, pero Kharole se preguntaba si realmente había algo que celebrar.

Esta noche no estoy de humor, se dijo. Quizás eran las órdenes de destierro que había firmado. Y, sin embargo, para los cabezas de clan deportados era una buena suerte increíble. Cuando les comunicó su decisión, muchas caras sonrieron. Sin duda ya pensaban en labrarse una buena posición en algún otro planeta con los capitales que pensaban llevarse. Bueno, que piensen que se les dejará hacerlo.

Anteriores senapatis habían tratado de desalentar las rebeliones en las provincias conquistadas mediante un plan de descarnado terror, con abundantes matanzas y mutilaciones. Khan Kharole apelaba a un método más sutil: Deportaciones en masa. Trasladaba gran parte de la aristocracia de una provincia, y la establecía en territorios extraños, a la par que llevaba a los extranjeros a ocupar el lugar que había sido vaciado. Como resultado de esto, se debilitaría su conciencia nacional, y se engendraría una segura hostilidad hacia los recién llegados. Esta hostilidad consumiría las energías que de otro modo habrían sido dirigidas contra la Utsarpini.

Quizás había debido cortar algunas cabezas. Pero Kharole estaba harto de sangre. Demasiadas veces había tenido que mostrarse como un verdugo. Suspiró y volvió a concentrarse en la sala.

Los comensales pertenecían a tres categorías. Primero, los generales. Algunos de ellos comentaban (usando los saleros y los cubiertos como piezas) las batallas recientemente libradas. Otros, con la mirada perdida, parecían recordar el pasado con nostalgia; el paso del tiempo tendía a hacer olvidar la sangre y la muerte de los compañeros, y a ver las batallas como un deporte arriesgado. Los sargentos odiados eran recordados ahora como maestros severos, pero firmes y rectos. Los oficiales, como padres.

También había mahamatras[63]. Estos comían y charlaban apaciblemente, como si estuvieran acostumbrados. ¿Hablarían de expedientes perdidos o hallados, presupuestos y balances? Seguro que no. Tal vez especularían con sus posibilidades de seguir manteniendo sus cargos bajo el gobierno Kharole. Sabía que contaba con el apoyo de la clase burocrática de los mahamatra de la antigua corte, que habían mantenido el peso de la administración de un reyezuelo a otro, y que harían todo lo posible para fomentar un gobierno centralizado. Estos le recibirían con entusiasmo. Y sus servicios de propaganda se encargarían de que ni una gota de ese entusiasmo se desperdiciara.

Luego estaban los subandhus locales, lo bastante astutos como para cambiar de chaqueta antes del desembarco de la Utsarpini. O bien, seducidos por la esperanza de una nueva alba de la civilización. Comprendió que, tarde o temprano, crearían problemas. Lucharían porque la política del Trono favoreciese sus intereses, e intentarían recuperar parte de los privilegios perdidos. Algunos habían accedido a colaborar tras ser apresados y se habían librado por poco del destierro. Se les reconocía fácilmente, pensó Kharole con cinismo, por su buen apetito. «Los ricos siempre ganan la guerra», decía Kautalya, «incluso cuando la pierden».

Se dio cuenta de que alguien le preguntaba algo. Era Khatia Prubada, la elegante esposa de Sri Prubada, uno de los damara[64] de clase media que fue de los primeros vaikhuntanos en aproximarse a él.

—Chattrapati, ¿creéis que acabarán pronto los combates?

—Es difícil de decir, mi dama. Lo peor ha pasado; sólo quedan las operaciones de limpieza. —Que costarán casi tantas vidas, pero se notará menos, pensó Kharole—. Con la babilonia en nuestras manos, podemos traer refuerzos, y los rebeldes quedarán aislados. —Ahora sólo nos queda tomar sus puntos fuertes uno por uno. Y eso tardará diez veces más tiempo. Prosiguió en tono erudito—: Es lo malo de las sociedades feudales, sin gobierno centralizado. Con un gobierno central, el Imperio resistió durante un siglo las continuas oleadas bárbaras contra Krishnaloka. Pero una vez la Histórica Capital se rindió… —hizo un gesto descendente con palma de la mano hacia abajo, como un globo desinflándose— …tuvo que largarse apresuradamente del Límite. Pero si le preocupan sus negocios, tranquilícese. Las cosas volverán pronto a la normalidad.

Kharole sonrió con confianza. Jizyas altos, devaluación de la moneda, economía de guerra. Tomáoslo con calma, pensó.

De momento parecía que los principales Clanes del hemisferio sur del planeta se habían constituido en una alianza. Bien, sin apoyo económico, los rebeldes no durarían. Y eso era lo que más le preocupaba.

La esposa del general Baquin, nuevo nayak[65] de Vaikunthaloka, se sentaba a su derecha. Era una mujer de aspecto frágil, que parecía a punto de hundirse bajo el peso de las abundantes joyas que salpicaban su atuendo. Durante toda la comida había cumplido excelentemente con su papel de anfitriona con su extraordinario invitado, procurando que Khan tuviera siempre temas de conversación a su alcance. Lo cual no era muy difícil. A Khan le encantaba hablar, y a su alrededor siempre se formaba una burbuja de atención.

—¿Y vuestro primogénito, el joven Kharole? He oído decir que realiza grandes progresos en la Universidad de Cakravartinloka[66].

Khan asintió con satisfacción.

—Eso me han dicho. Algún día, él tendrá que gobernar toda la Utsarpini, y no permitiré que a él le suceda lo que a mí. Con las espadas se puede hacer un trono, pero no sentarse en él. —Sonaron halagadoras risitas entre los comensales. Kharole prosiguió—: Sí, el gobernar es sentarse pacíficamente en algo: los reyes se sientan en tronos, los ministros en sillones. Gobernar no es asunto de músculos, sino de cerebro… y posaderas.

Los invitados le recompensaron con una nueva risa amable, mientras algunas damas se escandalizaban levemente.

—¿Por qué habéis dicho que no queríais que a vuestro hijo le sucediera lo que a vos? —preguntó Khatia.

Kharole carraspeó gravemente.

—De joven, sólo tuve tiempo para la guerra, acompañando siempre a mi padre, de un campo de batalla a otro. Apenas aprendí a leer y a escribir, y sólo conocía las matemáticas más elementales para entenderme con los oficiales astronáuticos. Ahora, aun cuando no tengo mucho tiempo, hago lo que puedo por educarme: matemáticas, física, química, teoría económica, administración. Soy yo el que hace trabajar a mis profesores.

Este era un relato que nunca faltaba en sus conversaciones y discursos. Khan se sentía orgulloso de su esfuerzo de autosuperación, y no hacía nada por ocultarlo. Los invitados mostraron la adecuada expresión de admiración.

Tras la comida todos fueron conducidos a un salón contiguo donde los mayordomos sirvieron el té aromatizado con especias al estilo vaikunthano. Pronto se formaron multitud de pequeños grupos de conversadores.

Khan se reunió con Kautalya, un anciano de labios finos, con un increíble manojo de pelo canoso; era su consejero personal, y lo había sido también de su padre. Su fidelidad a los Kharole estaba por encima de cualquier duda.

—Kalyanam, chattapatri —dijo Kautalya en voz baja—. El joven comandante Isvaradeva os espera en la sala de recepción.

—¡Kali! —exclamó—. Con todo este estúpido ajetreo casi lo olvido. ¿Qué haría sin ti? Lo recibiré inmediatamente. Aquí mismo. No se debe de hacer esperar a un joven tan valioso para la Utsarpini como el comandante Job.