TRES

Jonás Chandragupta salió lentamente de su sueño.

Durante un largo rato yació allí, placenteramente, entre la conciencia y la inconsciencia, sintiéndose en paz con el Universo; luego tuvo un súbito sobresalto al pensar que se le habían pegado las sábanas, y que llegaría tarde a su clase en la Universidad. En un instante, todo volvió a él; recordó dolorosamente lo mucho que habían cambiado las cosas en las últimas semanas. Ya no había prisa, la Universidad permanecía cerrada.

En cierto modo, en aquel tranquilo dormitorio, el cansancio y el miedo parecían lejanos.

Su apartamento de alquiler era pequeño y destartalado, pintado de color pardo y con fotografías nocturnas de Martyaloka[38]. Daba enfrente mismo de las grises paredes traseras de tres almacenes propiedad de la Junta de Vaisyas.

Jonás había puesto poco interés en alegrar las habitaciones. Compró unas pantallas para tapar las desnudas bombillas, y dos pares de sábanas para sustituir las fundas de tela raída proporcionadas por el casero.

Abrió los ojos y contempló fijamente el techo en la oscuridad. ¿Qué estaba haciendo en Vaikunthaloka? ¿Por qué no lo olvidaba todo y regresaba a Martyaloka…?

Algo interrumpió bruscamente los pensamientos de Jonás.

Pasos caminando atrás y adelante en el patio tres pisos más abajo, pasos que se hacían audibles por la alfombra de hojas muertas esparcidas sobre las losas… Las hojas sin recoger desde que llegaron los guerreros de las estrellas.

Ahora estaba completamente despierto, aunque un poco aturdido, y el sonido de los intencionados pasos en la ciudad ocupada sólo podía significar una cosa.

Dharmamahamatras.

Unos golpes, rápidos e insistentes, repercutieron en su puerta como un negro presagio.

Se deslizó fuera del lecho, olvidándose del frío de la habitación, y embutió sus piernas en unos helados aros de metal. Durante un instante sopesó la posibilidad de huir. Pero huir, ¿a dónde? ¿Cómo podría salir del planeta sí sus verdugos controlaban la única salida: la babel? Se imaginó a sí mismo, corriendo torpemente sobre sus piernas atrofiadas, perseguido por una jauría de perros.

Se ajustó las correas de cuero de sus prótesis, y fue a abrir sin más preámbulos.

Dos hombres vestidos como civiles, pero que tanto su porte como su pelo cortado a cepillo los delataban como algo muy distinto, estaban esperando frente a la puerta de su apartamento. Había estado esperando esta visita durante cada minuto de las últimas semanas. Casi era un alivio pensar que ya no podría controlar lo que sucediese a continuación.

Ambos llevaban un impermeable gris con botones de cuero. Sus rostros también tenían una tonalidad dura y gris, con marcados surcos.

Un coche aguardaba en el aparcamiento, un viejo modelo de combustión interna a base de alcohol, conducido por otro hombre que no le prestó la menor atención.

Toda la bóveda celeste vibraba bajo la luz de los diez millones de soles de Akasa-puspa.

Una bolsa de papel, repleta de algún polvo luminoso, dejada caer desde gran altura, estallando y esparciendo su resplandeciente contenido, hubiera conseguido un efecto similar. Martyaloka acudió a su memoria. Recordó las farolas de diseño barroco. En algunas épocas del año Martyaloka gozaba de noches oscuras. Noches sólo iluminadas por la tenue luz de la lejana Galaxia. Pero en Vaikunthaloka, y en casi todos los planetas de aquel cúmulo globular, la noche era un fenómeno desconocido, y cuando el sol se ocultaba, las estrellas seguían iluminando el cielo con casi igual intensidad.

El automóvil siguió su camino bajo aquella cúpula llameante. A Jonás le pareció que viajaban hacia el noroeste, hacia la base de la babel. Exactamente lo que él había esperado.

Pronto dejaron atrás las afueras y se detuvieron frente a una colonia de barracones militares que bordeaban la Fortaleza Basal.

El campamento de la Utsarpini cubría lo que antaño había sido un compacto grupo de altos edificios de oficinas y alcanzaba al otro lado un pequeño y agradable parque. Los edificios de oficinas habían desaparecido; lo único que quedaba de ellos eran varias pilas montañosas de cascotes limpiamente colocadas en la calle que corría por detrás del campamento.

El espacio aclarado había sido dispuesto de una forma ordenada, y fácilmente defendible, lo que demostraba el adiestramiento militar de los nuevos ocupantes. Uno de los extremos había sido allanado y nivelado, y ahora tenía instalado un parque móvil, que contenía varios enormes ingenios para remover tierras, tres carros de combate ligeros, quince camiones para tropas, un par de autogiros de carga y una pequeña avioneta de observación. El número de vehículos presentes nunca era el mismo por mucho tiempo; fluctuaba constantemente conforme pequeños pero fuertemente armados convoyes llegaban y partían con un horario irregular.

El propio automóvil que conducía a Jonás aparcó en una zona, reservada para él, entre el resto de los vehículos militares.

Fue rápidamente conducido a una celda, sin apenas tener tiempo de ver nada más.