DOS

Babilonia[34] era un estándar. Cualquiera que viajara lo suficiente entre los mundos de Akasa-puspa, pronto se daría cuenta que aquella configuración urbana se repetía insistentemente en cada uno de los planetas habitados. Tierra adentro el planeta podía ser todo lo exótico que uno quisiera, pero alrededor de la base de la babel siempre florecería el mismo tipo de ciudad, superpoblada, agobiante, donde las chabolas crecían como hongos a la sombra de lujosos rascacielos.

En todas, un militar, o un marino que buscara algo de diversión, encontraría los mismos tugurios y burdeles.

Aquel sarai[35] había sido ambas cosas, y algunas otras más. Fue construido como un hotel de lujo, para viajantes adinerados en los lejanos tiempos de un dominio imperial, pero en aquellos momentos era apenas un pálido fantasma de lo que fue en su día. La mayor parte de sus habitaciones estaban vacías, con resecas arañas colgando de sus telas sobre las ventanas y las camas. Contaba con una exigua dotación de apenas media docena de viejas prostitutas, que gozaban de cierta fama por ofrecer precios especiales a los soldados con permiso.

La cantina del sarai apenas podía llamarse así. Una barra de algún metal oxidado y mugriento, y varias mesas y sillas dispuestas aleatoriamente sobre un irregular suelo de cemento.

El servicio de camareras había sido encomendado a unas cuantas mujeres que vivían en chabolas cerca de la base de la babel.

Phores Sdebar empujó el vaso semilleno de licor a lo largo de la mojada barra del bar.

—… Después de esto, con una flota reforzada con las naves de los Sargazzi, unas ochenta y seis naves en total, los Vaisyas se dispusieron a hacernos frente situándose en una órbita alta, no muy lejos de uno de los puntos Lagrange.

—Sin duda esperaban recibir más ayuda de las mandalas[36] —aventuró Mohamed, uno de los marinos recién incorporados a la Vajra.

—Es posible. Lo cierto es que nosotros dudábamos si atacar primero a estas mandalas, en prevención de un ataque por sorpresa de ellas.

—Pero no lo hicisteis…

Un grupo de infantes de marina estalló en carcajadas desde una mesa del fondo.

Phores frunció el ceño y continuó.

—No, porque dos naves de Vaikunthaloka cayeron sobre nosotros y nos forzaron a iniciar la batalla —dispuso pulcramente varios vasos vacíos en fila—. Navegábamos en formación lineal, anclados a la gravedad del planeta, con las velas semirrecogidas. En la aproximación final invertimos cinco días…

—¿Cinco días en Zafarrancho…?

—Exacto. En nuestros puestos de combate, y con la armadura de vacío calada. Allí comíamos, dormíamos y… bueno, tras tantas horas de utilizar los sistemas de «evacuación» del traje, llegué a pensar que después de eso no seria capaz de cagar sin un tubo metido en el culo.

—Sí, me lo figuro. Yo también he pasado por eso… Continua…

—Podría haber sido peor, pero las naves de Vaikunthaloka nos salieron al paso, ahorrándonos así varios días de aproximación. Desplegamos nuestras formaciones, nuestros setenta y seis veleros solares, contra su flota de ochenta y seis naves, dispuestos los Vaikunthanos a babor y a los Sargazzi al otro lado, con los mejores veleros de maniobra.

»Los Vaisyas entraron en acción los primeros; desbordando nuestra ala de estribor con la suya de babor.

Uno de los infantes de marina se levantó y se dirigió hacia la barra.

—Te he estado escuchando todo el rato, marinerito, y si quieres hacerte el hombrecito delante de tus camaradas, por lo menos hazlo en voz baja, para que el resto de la clientela de esta taberna no se sienta ofendida con tus embustes.

El marino enrojeció.

—¿He dicho algo que no sea absolutamente cierto?

—Demasiadas cosas. Para empezar, siempre os pasa lo mismo. Esperáis que todo sea llegar y besar el santo. Transportarnos a nosotros de un lugar a otro, y que os hagamos el trabajo sucio sin que tengáis que mancharos las manos. Cuando encontráis algo de oposición os derretís como si fuerais de gelatina. Vuestro precioso almirante Niustand nos la jugó bien jugada. En cuanto empezó un poco el jaleo se le aflojó el vientre, y mandó una orden de rendición al resto de la flota. Orden que nuestros oficiales se negaron a obedecer, y continuamos la lucha, cuerpo a cuerpo, con las naves perforadas como quesos, contra las tropas de asalto Vaisyas que intentaban abordarnos.

—¡Ja! Lo que sucedió realmente es que estabais tan acojonados, tan absolutamente desquiciados por el pánico, que corríais por los pasillos disparando, y matándoos entre vosotros mismos.

El resto de los infantes se levantaron, y rodearon amenazantes al grupo de marinos.

—Tienes suerte de que lleve este uniforme, marinerito. Porque de otro modo éstas podrían haber sido tus últimas palabras.

—¡No deshonre su uniforme escondiéndose tras de él, soldado!

Todos se volvieron hacia el lugar del que provenía la voz.

En uno de los ángulos más oscuros de la cantina, una mesa redonda sobre la que caía un foco cenital. Dentro del cono luminoso sólo era posible ver un brazo con las insignias plateadas de un oficial de la infantería de marina.

Los infantes se cuadraron ante aquellas insignias.

El oficial avanzó, y el resto de su cuerpo se hizo visible a los ojos de todos los presentes. La parte inferior de su uniforme estaba formada por un kilt de sesgo dentado, lo que le delataba como un ksatrya[37].

Sin embargo lo sorprendente era su rostro. Nada tenía de especial visto desde su perfil derecho: mandíbula pesada, mentón prominente, pómulo alto y anguloso… casi el rostro de militar estandarizado que se usaba normalmente en los carteles de reclutamiento.

Su lado izquierdo era otra historia. Una historia que hablaba de una vida dedicada a la guerra. La historia de una reentrada, en una diminuta cápsula de desembarco que había ardido, dejando aquella parte del rostro del ksatrya convertido en una masa de brillante tejido cicatrizal en el que apenas se apuntaba la protuberancia de la nariz sobre unos labios carcomidos y tersos, en una demoníaca media sonrisa permanente, que mostraba sus rojas encías.

Sin embargo sus ojos, quizás por contraste, eran vivos, y no del todo fríos. Era el rostro del capitán Chait Rai, la leyenda viviente, el mercenario que había participado en más de cien reentradas, y cuyo valor era un ejemplo común entre los instructores de los centros de reclutamiento de la Utsarpini.

—Si tiene que pelear, o verse envuelto en un altercado —dijo, mientras se dirigía a la puerta— recuerde que luego tendrá que responder por ello. Y llevando un uniforme siempre llevará las de perder… Pero algo así jamás detendría a un hombre al que se le ha faltado al honor…

No dijo nada más. Se abotonó su capote, y salió a la sucia calle. Antes de que tuviera tiempo de cruzar a la otra acera, llegaron a sus oídos violentos sonidos de pelea provenientes de la taberna que había abandonado. Puñetazos, cristales rotos, y sillas volando y haciéndose añicos contra las paredes.

Sonrió con una mueca deforme que mostró aún más sus encías, y siguió caminando.