Jonás Chandragupta contempló el desolado paisaje del campus universitario a través de la ventana del despacho del rector.
A lo lejos la Babilonia aún humeaba. Carros de combate y zancudos phantes eran el único tráfico de la carretera (ahora destrozada por las orugas de acero) que llevaba hasta la Universidad.
En el cielo, largas estelas señalaban el descenso de los transbordadores de tropas.
Alrededor de los edificios universitarios, en lugar de los habituales grupos de estudiantes, circulaban tropas armadas. Uniformes gris-púrpura para los conquistadores de Kharole. Hábitos de cuero negro para los monjes guerreros de la orden Sikh[31]. Todos ellos con el despliegue de armamento reglamentario: ametralladoras eléctricas, lanzallamas, morteros manuales… Un carro de combate Sikh se había dispuesto junto a la fuente del pequeño jardín central, su torreta trazaba círculos con su cañón apuntando en todas direcciones. Una solitaria cabeza, semioculta por una capucha de cuero negro, se asomaba por una escotilla; el monje estaba examinando la maleza a lo largo del camino con ayuda de unos gemelos. Desde varias troneras en el blindaje del vehículo, unos periscopios hacían lo mismo. Una ametralladora aparejada sobresalía de la proa, desviándose ocasionalmente cuando el invisible artillero le daba ligeros toques. Nadie en el campus estaría seguro si empezaba a disparar.
El joven pasó una mano temblorosa por los desordenados cabellos negros que cubrían su cabeza. Jamás se había preocupado de su aspecto ni de mantener su cuerpo en forma, o mínimamente cuidado. En su mejilla un tatuaje de dos serpientes enrollándose una sobre otra, simbolizando la doble espiral del ADN, le delataban como alguien perteneciente a la varna de los biólogos.
Se apartó de la ventana. Caminaba con torpeza; sus piernas, casi atrofiadas por la polio desde los cuatro años, estaban reforzadas por armazones de metal articulados en la rodilla. Había usado muletas hasta los veinte años. Se libró de ellas sólo gracias a un gran esfuerzo de voluntad, del que pocos le habrían creído capaz.
Una mezcla de dolor y rabia casi le hizo saltar lágrimas de los ojos. Pero aparte de la depresión acarreada por su estado de ánimo y la morbosa convicción de que su destino estaba sellado, una parte de su naturaleza se alzaba y se revolvía indignada. ¿Quién se creían que eran esos militares? ¿Por qué irrumpían en un planeta perfectamente sereno y destrozaban su vida?
Budnagora Sazzi, rector de la Universidad, un cuarentón de rostro redondo e inocente, rodeó su escritorio, y avanzó a través del despacho hasta un pequeño armario que colgaba de la pared, entre fotografías de promociones pasadas, premios deportivos y banderines. Extrajo una botella ámbar.
—Guardaba este licor de Gamaloka para una ocasión especial —dijo, sirviendo dos vasos—. No era ésta precisamente en la que había pensado… pero creo que servirá. Toma, bebe. Te sentará bien, te lo aseguro.
Jonás dio un largo trago. Tosió cuando el espeso líquido le quemó la garganta.
—Y así acaban setenta años de libertad religiosa para Vaikunthaloka —dijo con amargura—. Algo único en el Akasa-puspa. Algo que no podía ser permitido. Deberíamos hacer dos montones de libros, unos para quemar, otros para guardar. Así evitaremos que metan sus patazas en la biblioteca.
—No seas tan pesimista —dijo Budnagora mirando hacia la ventana pensativo—. Tengo entendido que los oficiales de Kharole confiscan todos los libros que no les gustan a la Hermandad. Oficialmente para «que no ataquen a la Santa Religión, y al mismo tiempo preservar los conocimientos lejos de las malignas mentes de los carvaka[32]».
Contempló su copa como si allí se hallara la clave del futuro.
—Setenta años… Tan sólo una gota en el océano, Jonás; tenemos una larga historia de resurgimientos y caídas a nuestra espalda. Esta no ha sido la primera, y tampoco será la última.
—Sí, pero, ¿qué va a suceder ahora…? —Jonás intentó que su voz no temblara. Había sido muy fácil hacerse el héroe hasta ese momento. Desafiar a la Hermandad, mientras permanecía fuera del alcance de su brazo.
Recordó el momento en que había emigrado a Vaikunthaloka, cinco años atrás. La biblioteca de la Universidad había sido un paraíso no alcanzado por la mano de la Hermandad. Había encontrado libros prohibidos que sólo conocía por vagas referencias. Conoció a gentes de mentalidad libre; gente que investigaba temas que, en otros planetas, les hubiera conducido a la cárcel o al destierro. Y se había sentido emocionado al comprender que le consideraban uno de ellos. Pero ahora…
Jonás apuró su licor, y dejó que su vista se perdiera entre los lejanos fuegos de Babilonia. En su centro se elevaba la babel, extrañamente ajena al desastre que la rodeaba. La base estaba lejos, pero la babel subía, subía, subía, hasta perderse entre las nubes, alzándose cuarenta mil kilómetros hasta un punto en órbita geosincrónica. Dado que su extremo estaba situado en el cenit, en los días claros esto daba la impresión de que la babel se curvaba como un gancho hasta acabar sobre la cabeza del observador. La parte inferior era invisible, por el polvo y la neblina atmosférica, pero la parte superior era visible en casi todo el hemisferio.
Había una en cada planeta habitable. Nadie sabía quién o qué las había construido, pero gracias a ellas la humanidad había podido escapar a la tenaza de la gravedad y colonizar Akasa-puspa. La cultura podía saltar de un planeta a otro, de una civilización a la vecina. Pero también había transportado las ansias de conquista de los tiranos, la ambición de los saqueadores de planetas, a los angriff[33]…
Sin duda que los beneficios andaban parejos con los riesgos, pero esto era algo que uno no se detenía a considerar hasta que se veía enfrentado a ejércitos llegados de las estrellas pateando el césped de tu jardín.