Muchas veces, solo el humor nos permite sobrevivir al espanto.
MARGUERITE YOURCENAR
Era una noche ideal para morir. El soplo polar cabalgaba sobre la humedad que subía desde el puerto y se colaba por el más mínimo resquicio entre la piel y el hueso del pobre desgraciado al que pillase sin la protección adecuada. El cielo, encapotado de nubes hinchadas de lluvia, impedía ver las cuatro escuálidas estrellas que cada noche se asomaban entre los jirones de contaminación urbana. En las alturas, un baterista de jazz enloquecido repartía sin ton ni son redobles que se alejaban rebotando de nube en nube, mientras el fulgor de un relámpago guiaba, con su luz, la caída de las gruesas gotas de lluvia que se estrellaban contra el asfalto.
Era la noche ideal para abandonar este mundo de perros, pero el tipo del anorak amarillento no había tenido en cuenta estos factores a la hora de darse de baja del padrón municipal. Básicamente porque dos balazos en el estómago y la consiguiente hemorragia se lo habían impedido. La sangre fue manando de la herida, sin que el anorak impermeabilizado y ceñido en la cintura permitiese su salida. Cuando la policía municipal entró en el callejón, con la idea de recoger a un borracho de los muchos que salpicaban los callejones del Raval, observó con sorpresa la falta de aliento en el cuerpo tendido en el suelo y, temiendo hallarse ante una víctima de infarto, desabrocharon el anorak a fin de practicarle una respiración asistida de urgencia. La sangre fluyó así libremente, se abrió camino entre los sucios surcos del empedrado del callejón, se mezcló con los orines de gatos, los vómitos de vino barato y el resto de desechos habituales en aquel vecindario.
Fue un espectáculo realmente desagradable, aunque, en honor a la verdad, al tipo del anorak no le importó gran cosa.