Los recuerdos bonitos mezclados con tristezas saben mucho mejor.
Así que, en realidad, no estoy triste, sino que soy un sibarita.
FRANZ KAFKA
¡Y una mierda «no estoy triste»!
HUMPHREY
Me paré a tomar un batido de cacao caliente en un bar vecino. Un grupo de peones de la construcción tomaba una «barrecha» para combatir el frío que les esperaba en la obra. Me miraron con envidia. Supongo que mi aspecto invitaba a pensar en una noche de disipación y lujuria. Yo les devolví la mirada con cansancio, aunque luego, al pensar en Ángela, que me estaría esperando en la cama, el cansancio se convirtió en agradecimiento.
Ángela me esperaba despierta. Despierta, vestida y con una enorme maleta de color verde que yo no había visto nunca.
Nos quedamos mirando sin decir palabra. Ella, sentada con las manos cruzadas sobre el regazo, me recordó una lámina que colgaba en el salón de una vecina, allí en mi lejana niñez, en la que una mujer con toca negra miraba fijamente una fotografía de alguien supuestamente ausente, mientras sus manos cruzadas sobre el regazo reflejaban con su quietud toda la tristeza de la irremediable ausencia. Yo, apoyado en la puerta aún entreabierta, decidiendo hacia dónde debía mirar para no ver lo que los ojos de Ángela no podían evitar decirme.
Cerré la puerta y me dirigí al estéreo. No recuerdo la razón precisa por la que en aquel momento se me ocurrió ponerle música a la escena. Aunque recuerdo perfectamente que puse un blues de Ray Charles que se llama I won’t let you gone.
—¿Qué sucede, Ángela?
—Humphrey, esta tarde viajo a Orense.
—¿A Orense? Verás a tus padres.
—Sí…, claro.
—¿Regresarás pronto?, ¿la semana que viene, tal vez?
—No, Humphrey, me temo que pasará mucho tiempo hasta que regrese.
—¿Cuánto es mucho tiempo?
—Mucho… No sé si regresaré alguna vez.
—No te entiendo, Ángela.
Quien pronunció esas palabras fue Humphrey el Optimista, porque Basilio Céspedes hacía ya rato que se esforzaba en no huir hacia algún lugar lejano donde las palabras de Ángela quedasen tan amortiguadas por la irrealidad que resultasen inaudibles. Un lugar donde lo inevitable no fuera más que una mala anécdota.
—Ayer, cuando te fuiste, telefoneé a casa, hablé con el niño y con mi marido. Les encontré muy preocupados por mi ausencia. En teoría, este era un viaje de ida y vuelta. Mira, este es el billete de avión que nunca usé, para poder quedarme contigo.
—No sabía nada de ellos.
—No te dije nada y créeme que lo lamento. Supongo que mientras estaba a tu lado no podía, no quería acordarme de ellos, pero cuando he oído al peque algo se ha puesto en marcha dentro de mí. Y mi marido es un buen hombre.
—Y yo, Ángela, ¿qué soy yo?
—Tú serás siempre mi más bello recuerdo.
Aquel mismo día, en un atardecer sombrío como mi estado de ánimo, la acompañé a la estación.
Esperamos la llegada del tren cogidos de la mano, aunque apenas nos miramos. Quizás recordábamos la triste escena del último polvo que Ángela me había ofrecido y que yo no pude aprovechar.
Tuvimos el buen gusto de no decir gilipolleces del estilo «Siempre nos quedará París». Yo no soy Bogart por mucho que me llamen Humphrey en su recuerdo, Ángela no es Ingrid Bergman, el Poble Sec no es París por mucho que tenga un cabaré que se llame El Molino, y nuestra historia nunca será llevada al cine. A pesar de eso, yo me quedé más jodido que Bogart. Supongo que pensamos, o al menos yo lo pensé, que en estos casos el silencio es lo más honesto.
Cuando subió al tren, me largué como si temiese que cuando se pusiera en marcha pudiera pasarme por encima. Que agitase un pañuelo quien tuviese alguna esperanza. Yo no tenía ninguna de las dos cosas, ni pañuelo ni esperanza. En estas ocasiones, las lágrimas resultan útiles, y de esas sí que tenía, pero no me atreví a usarlas. Soy un tipo duro, ¿recuerdan?
Antes de salir del andén, oí cómo el tren se despedía de la estación. Su Huuuua huuuuua me recordó la cascada voz de Johnny Cash imitando el característico saludo Hobo, el pito de un venerable tren de vapor, saludando a un destartalado pueblo perdido en la inmensidad del desierto de Arizona. No hay nada como un pensamiento estúpido para amenizar una situación triste. Y no hay nada como una situación triste para generar pensamientos inútiles.
Bajé andando hasta la playa de la Mar Bella. La noche había caído sobre un mar en calma que aprovechaba su opacidad para reflejar una luna creciente, que se fragmentaba y se recomponía siguiendo el ritmo lento que marcaban las olas, unas olas que, debilitadas por la larga travesía, morían lamiendo la no demasiado limpia arena de la playa barcelonesa.
Caminé por la arena aterido de frío, las manos en los bolsillos, los pies en ocasiones invadiendo el espacio que el mar reclamaba como suyo, pensando en lo jodido que puede llegar a resultar convertirse en el más bello recuerdo de alguien que esperas permanezca a tu lado. Es cierto que a mí nadie me había dado permiso para esperar tanto, pero no lo es menos que los deseos tienen vida propia y toman sus propias decisiones.
La débil claridad de la luz lunar, empalidecida por la contaminación, me permitía observar cómo las olas iban borrando mis pasos al bordear el agua. La consecuente asociación de ideas no contribuyó en absoluto a mejorar mi humor.
Un homosexual solitario me vigilaba con disimulo, apoyado en el pretil. Estuvo esperando pacientemente hasta que puse fin a mi paseo. Pasó por mi lado mientras me sacudía la arena de los zapatos.
—Buenas noches —saludó esperanzado.
—Al carajo, colega —le respondí sin mayor esperanza que sacármelo de encima.
Se esfumó sin añadir más comentarios.
Normalmente, la gente que comparte soledad no necesita grandes discursos para entenderse.
Todo tiene su lado positivo. Dios aprieta pero no ahoga, como dicen por ahí.
Jódete y baila, dicen también por ahí.
Se me ocurrió plantearme qué debía de estar haciendo el Sargento García en aquellos precisos momentos.
Posiblemente, acostarse al lado de su gorda esposa.
¿Y si la esposa del Sargento García fuese un bombón?
Mejor no pensar en ello.
Sería la hostia, ¿eh?
Mucho mejor no pensar en ello.
Capaz el Sargento, ¿eh?
Absolutamente necesario no pensar en ello.
El suicidio no entra en mis planes inmediatos, o sea que la señora García es un cardo gordo y envejecido.
¿De acuerdo?
De acuerdo.
A hacer puñetas, la señora García.
Amén.
Los bares de alterne de mi vecindario están comenzando la jornada. Las chicas se acomodan los pechos con gestos que la costumbre ha hecho precisos.
En las tabernas, las partidas de dominó y de cartas van terminando y los jugadores se levantan; los ganadores, alegres; los perdedores, renegando, se encaminan a la barra a pagar las consumiciones, mientras los ganadores se resarcen con sus fanfarronadas de la humillación del día anterior.
En los hogares, las mujeres ponen la mesa, preparan la cena y rumian las reprimendas que les van a soltar a sus maridos en cuanto entren por la puerta.
En la casa de putas de la esquina, en la única habitación ocupada en ese momento, el cliente, un tipo gordo con una incipiente calvicie sebosa, suelta un prolongado suspiro y se estremece brevemente tratando de descifrar cómo coño se las apaña la puta para fingir con sus gemidos, de una forma tan creíble, una pasión que está tan lejos de sentir y que ha provocado el fin de la fiesta. Aunque claro, por cuarenta euros tampoco se puede pedir gran cosa más. La puta piensa con desprecio que los tíos tienen el cerebro concentrado en la punta de la polla y contiene las ganas de escupirle al gordo en la calva; se consuela luego pensando en su amor. Con él sí que pone ella lo que hay que poner. Su hombre es todo un hombre. Ojalá hoy no haya bebido. Últimamente cuando va pasado de cubatas se le calienta la mano de mala manera.
En la cervecería de la esquina, un poeta melenudo acaba de parir una rima que anota apresuradamente en una servilleta de papel. La rima en cuestión es genial, y puede ser el inicio de un poema que le lleve a cumplir su sueño más atrevido: llegar a verse publicado. Ahí es nada. Su nombre en letras de molde. Mira de reojo al barman, que a su vez también le mira de reojo. La palabra «anótalo» le quema en los labios. Además, no rima con nada que pueda escribir en la servilleta de papel para un hipotético paso a la posteridad.
En el tercer piso de la casa de la esquina, un hombrecillo menudo se esfuerza por dormir a pesar de lo temprano que es. El despertador sonará a las cinco de la madrugada. Debe estar en Madrid a las ocho. Una mierda eso del puente aéreo.
Basilio Céspedes, al que todos en el barrio llaman Humphrey, camino de su casa, pasa cerca del edificio donde tiene su oficina —su cuchitril, como él la llama— y se gira cuando oye su nombre pronunciado por una voz de mujer.
—Humphrey.
Maruchi la Desdentá, desde la puerta del topless, me hacía gestos con la mano para que me acercase. Estuve tentado de devolverle un gesto que la mandase al quinto carajo. Pero eso no hubiese sido justo, así que decidí acercarme.
—Hola, mi amor. Todavía virgen, ¿eh?
Nuestra vieja broma. Yo debía responderle: «Claro, cielo, ya sabes que me reservo para el día que tú decidas perder también la virginidad». O algo parecido. Pero no estaba el horno para sutilezas barriobajeras. Ni de ningún tipo.
—Sí, Maruchi, de nuevo virgen.
—Te ha dado fuerte la galleguiña.
—Duro y en la boca del estómago, mi amor.
—Olvídalo, hombre, no merece la pena sufrir por una mujer, mira quién te lo dice.
—Lo tendré en cuenta, nena.
—Estuviste genial en El Universo de Noche. Aunque por poco no lo cuentas, ¿eh?
—¿Y tú cómo lo sabes?
Maruchi se encogió de hombros y sonrió desdeñosamente.
—Ya lo sabe todo el barrio.
—¿Y quién lo ha contado?
Yo estaba asombrado. Y encantado.
—Yo, claro.
No pude evitar sonreír.
—Eres la hostia, Maruchi. En fin, tengo que dejarte, chica mala.
—¿Dónde vas, Humphrey?
—A casa. A olvidarme de que soy abstemio. Voy a mamarme bien mamao, como canta el tango aquel. Y pienso ponerme ciego escuchando los blues más arrastrados de mi colección. El bolero ha muerto, Maruchi.
—¿Tienes bebida suficiente para dos, Humphrey?
—Supongo.
—Pues espera, que recojo un par de compactos de Julio Iglesias y vuelvo. Hoy nos emborrachamos juntos.
—¿Eso es por pena, amor?
—¿Tú has visto a alguna puta que se meta en la cama con un tío porque le da pena? No me jodas, muchacho. Además, cuando te regalen algo bueno no preguntes, simplemente tómalo.
Fíjense que curioso. Yo no había contemplado nunca la opción Julio Iglesias.
Además de los compactos de Julio Iglesias, Maruchi trajo provisiones suficientes para reforzar mi escasa dotación de alcohol. Trajo también una provisión de ternura de ley que francamente no sé de dónde demonios pudo sacar.
Cuando estuvimos bien mamaos los dos, Maruchi dejó la dentadura en un vaso con agua y me hizo una demostración de la especialidad que le ha dado fama en todo Barcelona y sus alrededores. Aunque mientras me la mamaba yo no pude evitar que en mi cabeza resonasen los versos de la canción de Ray Charles.
I wonder who’s kissing her now,
I wonder who’s teaching her how,
I wonder who’s looking into her eyes,
Breathing sighs, telling lies.
I wonder who’s buying the wine
For lips that I used to call mine…[3]