CATORCE

A las cuatro y media en punto de la madrugada, el Sargento García me esperaba fumando en el interior de su coche.

Yo no había visto nunca al Sargento enfundado en un jersey negro de cuello alto, cazadora deportiva de pana gruesa y unos bluejeans que realzaban la belleza de sus patas torcidas.

Me senté junto al Sargento y le saludé como si fuésemos a una cena de exalumnos. Alguien debía despertarme de mis bellos sueños y el Sargento se mostró como un consumado especialista en esos menesteres.

Cagondiós, Humphrey. Vienes sonriendo como un imbécil y hueles a coño de veinteañera. Al menos te podías haber duchado, hostia. Claro que bien pensado es un buen camuflaje; al menos por el olor te podrás confundir fácilmente con el resto del personal de El Universo de Noche. ¿Pero adónde te crees que vamos, capullo? Mira que es jodido trabajar con aficionados, y yo voy y me lío con el más capullo de todos los impresentables de esta ciudad llena de impresentables.

—Vale, de acuerdo, tienes razón. Pero no creo que sea para tanto. —Me reventaba tener que darle la razón a aquel fulano, pero no me quedaba más remedio que aceptar que mi comportamiento hubiese provocado sonrisas de conmiseración en una clase de aprendices a detective casposo.

El Sargento, mientras arrancaba el coche, murmuró algo que tenía que ver con «mezclarse con los jodidos principiantes y salir con la mierda hasta el cuello».

Dejé que la atención en la conducción le fuese calmando y permanecí callado hasta que llegamos a las inmediaciones del callejón donde estaba ubicada la puerta trasera de El Universo de Noche.

El entorno de El Universo de Noche hubiese podido estar en el Bronx neoyorquino. Los vagabundos que se resguardaban del frío en los portales, envueltos en sus escasas pertenencias, solo se diferenciaban de sus colegas de ultramar por la compañía: un tetrabrik de vino barato en lugar de un envoltorio de papel marrón con una botella de whisky barato en su interior. Los cubos de basura, alineados como pestilentes centinelas a lo largo de las paredes del callejón, contenían los mismos desechos aquí que allí.

La gente que dormía en sus casas esperando la llegada de una nueva jornada laboral lo hacía con la misma desesperanzada inquietud y resignación aquí que allí. Y los que vivían la noche sin pensar en lo que podía pasar al día siguiente, lo hacían por las mismas razones que sus homónimos americanos: o bien no tenían ningún problema que les pudiese complicar la vida, o bien los problemas eran tantos y de tal magnitud, que lo más conveniente era gozar de la vida mientras fuera posible.

Una vez mezclados en el interior de los locales, bañados por la luz brumosa de humo que se pegaba a ellos como una segunda piel, era difícil diferenciarlos, todos esperaban encontrar alivio, olvido o la puerta de entrada a algún insólito paraíso.

Ventajas de la aldea global. ¡Qué coño!

El Sargento García aparcó su coche en la esquina del callejón, paró el motor, miró su reloj y murmuró:

—Las cinco menos seis minutos, Humphrey. Tú dirás.

Le conté al Sargento la forma en que estaba previsto que entrase en El Universo de Noche. Asintió con la cabeza. Cuando le conté que él se quedaría fuera cubriéndome las espaldas, dijo:

—No.

—¿No? ¿Por qué no?

—Porque tropezarás con tus pies, te agarrarás a una cortina y la romperás. Al intentar no darte de narices contra el suelo buscarás apoyo en la armadura de un antepasado del Cid y os caeréis los dos al suelo. Tratarás de huir pasando por la cocina, romperás un par o tres de vajillas, te encerrarás en el primer cuarto oscuro que encuentres para que no te pillen, resultará que es el cuarto frigorífico y al día siguiente, cuando te saquen de allí, estarás más tieso que la mojama.

—¡Joooder! Tú me tomas por el Inspector Cloiseau.

—No, él al menos resulta gracioso.

—Hostia, Sargento. Lees novelas policíacas malas, pero lees al fin y al cabo. Voy de asombro en asombro.

—Humphrey, esto es un trabajo de profesionales. Y tú, con todos los respetos, no eres más que un remedo de tipo duro. Y de los malos. Si hay alguna esperanza de que algún día llegues a ser un buen profesional, pasa porque hoy no entres solo ahí dentro.

—¿Y eso por qué, Sargento?

—Porque para aprender hay que estar vivo.

—García, en cuanto el Antonio te viese con esa pinta de madero insensible al concepto «fuera de servicio» que tienes, saldría corriendo y no pararía hasta haber ganado el París-Dakar con el camión de la basura. El trato que hice con él es que entro yo. Ni siquiera espera ver a nadie acompañándome.

El Sargento gruñó algunas imaginativas imprecaciones durante unos cuantos segundos. A continuación abrió la guantera, sacó un revólver y me lo tendió con la misma expresión que tendría enseñándole una revista pornográfica a una monja novicia.

—Cógelo, Humphrey. Está limpio, engrasado y listo para disparar. Procura no quemarte tú mismo los huevos.

—Eso es precisamente lo que sucedería si lo llevase. Siempre me he manejado sin esa clase de herramientas, y voy a continuar así.

—Vale, Humphrey, muy bien. Tú mandas, aunque si lo llego a saber me hubiese traído el rosario de la abuela.

—Lo manejo con la misma pericia que el revólver. Mientras me esperas, pasa tú mismo los misterios dándole vueltas al tambor.

Salí del coche de García, no sin antes comprobar la ausencia de cualquier tipo de impedimentos por los alrededores.

—Humphrey.

—¿Sí?

—Suerte. —La voz del Sargento resultó casi cariñosa.

En cuanto entré en el callejón vi al Antonio. Trataba de apaciguarse golpeando nerviosamente las manos contra las perneras del pantalón. Se dirigió hacia mí con un trotecillo corto, soltaba bocanadas de vapor convertidas por el frío en lechosos remolinos que al alejarse perdían identidad iluminadas por el único fanal en uso del callejón. Alguien con aspiraciones a francotirador había reducido a escombros el farol gemelo de la acera contraria con una escopeta de perdigones.

Cagon la puta, Humphrey. Ya me piraba.

—Solo pasan dos minutos, Antonio.

—Dos leches. Ven.

Con un movimiento rápido, el Antonio abrió una puerta baja y estrecha y me hizo señas para que me apresurara.

—Ni te conozco, ni me conoces, Humphrey. Adiós.

Escuché la puerta cerrarse detrás de mí y contemplé la antesala de la parte posterior de El Universo de Noche. Tres contenedores cónicos, ahora vacíos, se apoyaban contra la pared de un patio interior de dos por dos metros aproximadamente. Encendí la linterna y di un rápido repaso a mi alrededor para comprobar que la única entrada posible era efectivamente el balcón que Maruchi había mencionado. La luz de la linterna ahuyentó a una rata de buen tamaño que merodeaba alrededor de los contenedores vacíos en busca de algún festín compuesto de una exótica selección de excrementos variados. El bicho me miró con rencor y de un salto desapareció en el interior de un agujero para mí invisible.

El viejo balcón estaba situado a una altura perfectamente accesible. Subí a uno de los contenedores y sin dificultad pude agarrarme a la baranda metálica. La mierda de todas las palomas y gorriones del Paralelo no tuvo ninguna dificultad para pasar de la baranda a mi mano. Lamentando no tener a mano el manual de Jóvenes Castores, convertí mi único pañuelo de algodón egipcio en una guarrería indescriptible de mierda de ave autóctona.

Una observación cuidadosa me convenció de que el balcón no tenía más protección que los cristales de sus ventanas. Con un codazo rompí el cristal más cercano a la manija interior, pasé la mano por el hueco y abrí sin excesiva dificultad el portón. Alguien debía de abrir de cuando en cuando el balcón, ya que en el silencio de la noche no retumbó ningún chirrido exagerado.

Una vez traspasado el umbral, lo primero que hice fue comprobar que no estuviese por allí la armadura del antepasado del Cid Campeador. Me hubiese molestado sobremanera tener que darle la razón a García.

Estaba indudablemente en los dominios de la encargada de la limpieza, una habitación escasamente amueblada con un par de estanterías metálicas. En ellas se alineaban todos los elementos necesarios para el mantenimiento y limpieza de un local. Al fondo, una puerta me franqueó el paso a un pasillo anormalmente largo que finalizaba en una nueva puerta cerrada.

A uno y otro lado del pasillo tenuemente iluminado por los pilotos de noche, se ubicaban puertas acolchadas, tres por lado, con tiradores dorados que imitaban alguna caduca moda de principio de siglo. La falta de luz me impedía comprobar los detalles, pero tenía la impresión de estar en un ambiente recargado y lujoso. Me quedé estúpidamente parado en mitad del pasillo, decidiendo si debía abrir primero la puerta de la derecha o la de la izquierda. En realidad, lo que yo quería era largarme a mi casa y dormir abrazado a Ángela.

Me decidí por la primera puerta de la izquierda. No estaba cerrada con llave ni tenía pestillo de seguridad. Abrí tratando de no hacer ruido y entré: era una habitación elegante, de decoración decadente, la luz tenue de una lámpara sobre una mesa en el rincón más alejado de la estancia me permitió distinguir la forma pequeña que dormía en una cama de tamaño desproporcionado.

Ninguna sorpresa hasta el momento. Deseos de dormirme abrazado a Ángela aumentando.

Me acerqué hasta la cama. Su ocupante era una niña de alrededor de diez años. Su cabello, de un color rubio pajizo que debía de hacer juego con los ojos de un color azul tan frío como el país del que provenía, formaba una diadema asimétrica sobre la almohada. Dormía intranquila y murmuró entre sueños algo en un idioma que tomé por eslavo y que tal vez lo fuese. Salí de la habitación sin que la niña se despertara y me dirigí a la puerta de enfrente, que como la anterior no ofreció ninguna resistencia cuando la abrí.

Aquella habitación estaba a oscuras. Encendí la linterna con el haz de luz enfocado al suelo y lo fui levantando lentamente, encendiendo y apagando, cubriendo con haces de corta duración las distintas partes de la estancia. En una cama redonda dormía profundamente un chiquillo de aspecto árabe del que no pude determinar la edad. Abrazado al niño dormía pesadamente un adulto. Por fortuna, su cara estaba orientada en sentido opuesto al rayo de luz que emitía mi linterna, por lo que tuve tiempo de apagarla sin que se despertara. Antes de hacerse de nuevo la oscuridad pude atisbar, colgada de una silla, una costosa chaqueta de piel. Dadas las circunstancias no nos saludamos, aunque ya nos conocíamos.

Cuando salí al pasillo decidí no abrir el resto de puertas, no hacía falta demasiada imaginación para imaginar su contenido. Y era peligroso. Hay gente que madruga mucho.

La puerta del fondo del pasillo me llamó la atención. Mientras la abría sin dificultad y la franqueaba, decidí con firmeza que aquello ya no era asunto mío. Con la misma firmeza anterior pensé que debía dar la vuelta y regresar, contarle al Sargento García lo que había visto y luego largarme a casa. Mientras lo pensaba iba avanzando por un pasillo tan oscuro como los sobacos de Nelson Mandela.

Era solo cuestión de escuchar por allí. No pensaba encender ninguna luz.

No fue necesario. La luz se encendió sola y me encontré cara a cara con un tipo que me miraba con una mezcla de asombro e indecisión.

Era un tipo bajito y rechoncho, casi calvo. Tenía un bigotillo ratonil y la expresión de estar dispuesto a negociar cualquier cosa que yo le propusiese con tal de no tener que enfrentarse a una situación desagradable. Vestía un elegante traje de chaqueta cruzada, camisa blanca y una pajarita de cuadros escoceses de tonos verdes y rojos. Si aquello era el pijama, verle salir a la calle debía de ser todo un espectáculo.

Me sonrió educada, casi servilmente, tal como haría un contable ante un inspector de Hacienda.

Hizo un gesto, alzando la mano izquierda, que parecía querer decir: ¿y ahora qué hacemos?

Luego levantó la mano derecha, que había mantenido pegada al cuerpo. En ella sostenía firmemente un Colt Magnum modelo Anaconda que casi abultaba más que él.

—Haces mucho ruido, hombre de Dios. —Su voz sonaba afable, educada, casi suplicante, dadas las circunstancias.

—Lo siento, no quería despertarte.

Sé que suena estúpido, pero fue lo único que se me ocurrió decir en aquel momento.

—Bueno, no te preocupes. Acostumbro a dormir muy poco, pero ya estoy acostumbrado. ¿Cómo te llamas?

—Todos me llaman Humphrey.

—¡Ah! ¿Y por qué te llaman así?

Sé que debería haber dicho que se debía a que tenía un tío en Estados Unidos que se dedicaba a la exportación de pósters de ases de la NBA. Pero lo que dije fue:

—Soy detective privado.

—Detective privado, ¿eh? Pues casi somos colegas. Tú jodes a la gente por encargo, y yo la mato, también por encargo.

Si les digo que empezó a resultarme francamente antipático…

—Hoy no ha sido tu noche de suerte, Humphrey.

—¿Por qué lo dices?

—Porque si tú quieres hacer una cosa que yo no quiero que hagas, tenemos un problema.

—Sí, tenemos un problema.

—Bueno, eso no es del todo exacto; tú tienes un problema, yo tengo una pistola.

—Sí, creo que tienes razón, tengo un problema.

—Podías haberlo dicho antes y me evitabas filosofar; a estas horas es muy pesado.

—Lo lamento.

—Bueno, no te preocupes, levanta las manos.

—Claro, amigo, entre gente de buena voluntad…

—Eso es, bien arriba, y date la vuelta.

—Podemos negociar, te haré descuento cuando necesites de mis servicios.

—Eres muy gracioso, Humphrey. Ahora tú y yo iremos a dar un paseo, aquí no podríamos charlar de nuestras cosas sin despertar a los niños.

—Hace frío, tío. Yo preferiría irme a casa.

—No me llames tío, Humphrey. Para ti soy Dios. Yo te juzgo y te ejecuto si hace falta, soy el dueño de tu destino.

Al decirlo, su cuello dibujó un movimiento espástico, sus ojos brillaron airados y una traza de baba asomó en las comisuras de su boca. El fulano era sin duda un demente. Y lamentablemente tenía razón, estaba en sus manos, en las manos de un dios demente. Se acercó a mí en dos zancadas, me dio expertamente la vuelta y, apoyándome en la pared, me separó los pies y me cacheó a conciencia, mientras, en todo momento, me hacía sentir la presión de su revólver en los riñones. Introdujo la mano en mi bolsillo y se quedó mirando atentamente el cilindro de plomo que uso para amortiguar el ridículo cuando en alguna ocasión no puedo evitar pelearme.

—No sé para qué guardas esto, pero de cualquier forma me lo quedaré, no creo que lo necesites.

Conforme transcurría el tiempo menos me gustaba aquel fulano.

Una vez quedó convencido de que yo iba desarmado, con el Colt me hizo señas de que abriese una puerta que se ubicaba a mi izquierda. Bajamos por una escalera húmeda, que desembocaba en una puerta herrumbrosa, vecina a la que daba acceso al patio interior por el que yo había entrado. Pensé en la cochambrosa rata con la que me había topado y que en aquellos momentos debía de estar carcajeándose de mi estupidez.

—¿Dónde está tu coche, Humphrey?

—He venido a pie. Malos tiempos para el oficio, estos de ahora.

—Lo siento de verdad, Humphrey. Iremos en el mío.

Salimos del callejón y di gracias a Dios —al de verdad, quiero decir— cuando el tipo del Colt Magnum me indicó el camino que pasaba frente al lugar donde el Sargento García había estacionado su coche.

Efectivamente, pasamos por el lugar y allí estaba el coche del Sargento. Quien no estaba era el Sargento.

Son estos pequeños detalles los que pueden estropear una velada.

Dios con minúsculas me hizo parar frente a un BMW de la serie seis. Abrió la puerta con un mando a distancia y me hizo entrar en el asiento del conductor.

—Tú conduces, Humphrey. Te aseguro que es un verdadero placer conducir este coche.

—Me parece que me voy a negar a hacerlo, dios.

—No puedes negarle nada a Dios, Humphrey. Porque si le haces enfadar te llenará de plomo aquí mismo. Y lo hará de forma que sufras mucho.

Puse el coche en marcha. Nunca he sabido negarme a una petición correctamente estructurada, basada en la lógica y apoyada por argumentos tan contundentes como los que esgrimía aquel hijo de puta.

—Sube hacia Montjuic. Y conduce con cuidado. Si nos cruzamos con algún policía, ni se te ocurra hacer nada que pueda llamar su atención para que nos pare. Lo único que conseguirías es que primero le matase a él y luego te mataría a ti, y lo haría de tal manera que no creo que desees ni pensar en ello. Y encima llegarías al otro mundo con la muerte del policía en tu conciencia. Y eso, allí, yo no te lo podría perdonar, por mucho que quisiese mostrarme magnánimo.

A pesar de estar loco, el tipo se explicaba con total corrección y tenía un considerable poder de convicción —al menos a mí me convencía—, así que conduje con cuidado, muy lentamente. No tenía ninguna prisa por reunirme con los chicos del Séptimo de Caballería y discutir con ellos quién era más capullo, si el General Custer o yo.

—Oye, dios, supongo que a estas alturas no te importará contarme por qué te cargaste a aquellos dos.

—¿Les conocías?

—Eduardo era amigo mío.

—No me digas que eres homosexual, Humphrey. —De nuevo, un movimiento crispado torció su cuello y sus ojos se dilataron en un gesto desatinado.

—No, yo no. Pero éramos amigos.

—Me alegra saber que no eres homosexual, Humphrey.

—Claro, así podemos ser amigos, ¿es eso?

—No, no es eso, pero me alegro igualmente.

—¿Me contarás por qué tuviste que matar a Eduardo y a la mujer?

—Verás, la tipa gorda era la encargada de la limpieza de la guardería. La llaman así, la guardería, allí donde nos hemos conocido tú y yo. En principio, la gorda era un elemento de confianza, cobraba un buen sobresueldo para serlo. Quien circula por allí arriba debe ser gente de confianza; los niños no se pueden ocultar todo el tiempo y para llegar a la conclusión de lo que pasa allí arriba no hace falta ser un genio.

—¿De dónde vienen los niños?

—En el mismo lote que las zorras, hombre, países con problemas, guerras, huidas masivas, huérfanos, gente que se pierde en el desconcierto, fosas comunes que se van a llenar de cualquier forma aunque te lleves a unos cuantos, que, si tienes los contactos adecuados, pueden resultar mercancía valiosa en un país industrializado. Si lo piensas bien, no es tan mal trato.

—Me temo que he olvidado preguntárselo a alguno de los niños.

—Humphrey, hombre. No se puede ser tan delicado. Yo soy Dios y lo acepto sin demasiadas dificultades. Además, los niños no sufren maltrato.

—No, solo se los follan los tarados que pagan por ello.

—Probablemente, si hubieran podido escoger cuando estaban en su país, huyendo o muriéndose de hambre, ellos mismos hubiesen escogido este destino.

—Tampoco les he preguntado eso.

—Es una pena que no lo hayas hecho.

—De acuerdo, dios. Cuéntame el resto, por favor.

—La gorda se lo contó a su amigo la loca, ¿Eduardo has dicho?, y este creyó que había encontrado un filón de oro, el muy estúpido. Así que decidieron hacerle chantaje al dueño del tinglado.

—¿Quién es el dueño?

—Ni lo sé ni me importa, Humphrey. Yo no puedo atender a esas pequeñeces. Si sus argumentos me convencen, actúo; en caso contrario, ni me digno a contestarle. Mi atención no está al alcance de cualquiera. En último término, el dueño es el que paga, siempre es así.

Cuando decía cosas como aquellas, a aquel tipo los ojos casi se le salían de las órbitas. Me recordaba los círculos concéntricos de colores que pintan en los ojos de los locos en los dibujos animados.

—La cuestión es que, en lugar de enviarles un cheque, me contrataron a mí para que pagase a los dos listos que querían hacerles chantaje. Fue bastante aburrido, especialmente con la moña de tu amigo el camarero. El muy estúpido casi ni se enteró de que iba a morir, tuve que avisarle; de no haberlo hecho, se hubiese ido al otro barrio sin tiempo de despedirse de este. Al menos con la gorda tuvo algo de emoción; la tía se lo vio venir y a su manera luchó por su vida. Sí, con ella me lo pasé bastante mejor. Por cierto, Humphrey, en la próxima bocacalle deberías girar y aparcar.

Durante el trayecto yo había ido vigilando el retrovisor, rezando para que los faros del coche del Sargento García iluminasen las pocas perspectivas de vida que me quedaban. En un par de ocasiones me pareció que, a una cierta distancia, un coche iba pisando nuestras huellas. Pero al poco desaparecía el coche y la esperanza, lo cual me obligaba a pensar en alguna acción desesperada que me permitiese librarme del loco que me apuntaba con un Colt Anaconda. En algún momento, y de forma milagrosa, al Colt le había crecido un silenciador del tamaño de una tubería del alcantarillado público.

Habíamos llegado a una de las zonas más despobladas de la montaña de Montjuic. La hora, demasiado avanzada, hacía que las parejas de enamorados ya se hubiesen retirado. La hora, demasiado temprana, hacía casi imposible que alguien circulara por aquellos andurriales, así que las posibilidades de que alguien pudiese acudir en mi ayuda resultaban poco menos que inexistentes.

Y el manual de los Jóvenes Castores, en casa.

Aparqué el BMW en el lado exterior de la calle, de modo que fuera visible a cualquier coche que circulase por la carretera. Al dueño de mis escasas perspectivas de vida no pareció importarle gran cosa.

Sin dejar de apuntarme con su revólver, quitó las llaves del contacto y se deslizó fuera, no sin advertirme antes:

—Quédate quieto, muchacho, no hagas enfadar a Dios.

Tan pronto estuvo fuera, cerré las puertas del coche con un movimiento reflejo sin saber demasiado bien qué pretendía con ello. Bueno, en realidad sabía perfectamente lo que pretendía: salvar mi vida.

Lo que ya no tenía tan claro era el procedimiento para conseguirlo.

El loco puso cara de desencanto mientras pulsaba el mando a distancia y con un movimiento rápido abría de par en par la portezuela del acompañante.

—Eso ha sido un tanto pueril, Humphrey, pero no pasa nada. Ya ves, ni siquiera me has hecho enfadar.

Casi me alegré de no haberle hecho enfadar.

—Ahora deberías salir, Humphrey.

A aquella hora, Montjuic olía a jardín y solo se oía el rumor del aire, que imprimía un ligero temblor a los arbustos. El mismo aire que había disuelto los restos de contaminación que a lo largo del día habían estado subiendo desde la ciudad. El cielo tenía una transparencia líquida tachonada de estrellas, y se mostraba como lo haría un espejo que reflejase un mar ahíto de cielo.

De forma estúpida recordé a una antigua novia que se negaba a hacer el amor conmigo en la cama, en cualquier cama, pero se desnudaba apasionadamente en cuanto aparcaba el coche en cualquier rincón oscuro. Con ella visité tantos rincones de la montaña, que intenté recordar si aquel lugar en el que a todas luces iba a morir también había sido en alguna ocasión el escenario de mis juegos amorosos.

Hubiese estado bien, siempre he apreciado los toques poéticos.

—Bueno, Humphrey, creo que ha llegado el momento de despedirnos. Lamento que nuestra relación haya sido tan breve, pero así es la vida.

El mamón aquel parecía realmente compungido. Estaba tan loco que era capaz de patearme después de muerto por haberle obligado a cargarse a un amigo.

—Espera un momento, dios, quiero enseñarte algo. Tómalo como mi última voluntad si quieres. Mira, voy a meter la mano en el bolsillo para sacar la cartera. Ya sabes que voy desarmado.

Dios con minúscula ladeó la cabeza con curiosidad, tal como lo haría un perro que intentase adivinar lo que hace su dueño, observando mis movimientos.

Con todo el cuidado del mundo concentrado en mis dedos, introduje la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, aferré la cartera de mano y la saqué con lentitud teatral.

En cuanto mi mano emergió del interior de la chaqueta, impulsé el brazo con toda la fuerza de que era capaz, lanzándole la cartera a la cara mientras yo me zambullía hacia un lado. Fue un movimiento espectacular, de ejecución brillante.

Pero el resultado no pasó de lamentable.

Dios con minúscula simplemente ladeó la cabeza de forma que mi cartera pasó rozándole la oreja izquierda. Yo aterricé, con las narices por delante, en la rueda delantera del BMW.

—Eso ha sido un intento muy loable, Humphrey. ¿Se te ocurre algún intento más para salvar tu vida?

Juro que no se cachondeaba. Movía la cabeza con aprecio y parecía impresionado por mi penosa maniobra.

—Anda, levántate, que los hombres mueren de pie.

Antes de levantarme tanteé el suelo intentando encontrar una buena piedra que me permitiese levantarle la tapa de los sesos de un buen cantazo al demente que había decidido convertirse en mi Némesis.

No la encontré.

Me levanté. No podía dejar de mirar obsesivamente el cañón del silenciador por el que iba a salir la bala que acabaría con mi vida.

Me sorprendió el fuerte estampido. Pensé que el silenciador no había funcionado. Pensé que estar muerto no era tan distinto de vivir. Pensé que la bala me había alcanzado en el pecho, ya que era allí donde sentía una fuerte opresión. Pensé que Ángela se preocuparía por mi tardanza. Pensé que era extraño que dios pusiese aquella cara de estupor estando como estaba acostumbrado a matar. Pensé que para estar muerto pensaba demasiado.

Luego vi cómo el hombro derecho de dios se teñía de rojo y el Sargento García entraba en mi campo de visión.

—¿Estás bien, Humphrey?

Luego vi cómo dios se cambiaba la pistola de mano y la levantaba apuntando a García.

El segundo estampido abrió una amapola en el pecho de dios, que cayó lentamente al suelo. Quedó sentado gracias al apoyo de unos gruesos matorrales, miraba con mucha atención la mancha de sangre que se iba extendiendo por su pecho. Las cortas piernas extendidas delante de él, la corbata de lazo y el ridículo bigotillo le daban aspecto de pelele de trapo en un guiñol.

Escuché al Sargento García, que comenzaba a recitar:

—Puede usted permanecer callado ya que cualquier cosa que manifieste podrá ser usada en su contra. Puede usted llamar a su abogado. En caso de no tenerlo…

Una expresión enloquecida cruzó por la cara del tipo que estaba en el suelo, que levantó con sumo esfuerzo la mano que sostenía la pistola.

El tercer y el cuarto estampidos lanzaron a dios hacia atrás con tal fuerza que casi pasó por encima del matorral donde estaba apoyado.

El Sargento García continuó recitando:

—Y puedes morirte con todas las de la ley, hijo de puta. En caso de resistirte, te llenaré el cuerpo de plomo de tal manera que no te dejarán entrar en el infierno por exceso de peso.

Luego me desmayé. Lo hice muy bien, con toda dignidad, hasta con cierta clase, según me contó después el Sargento.

Me desperté en los amorosos brazos del Sargento García, quien mientras me sostenía la cabeza intentaba que tragase una parte del contenido de una pequeña petaca de bolsillo. Cuando alguien te acaba de salvar la vida, lo justo es aceptar cualquier cosa que te ofrezca. Aunque sea matarratas. El Sargento debía de opinar lo mismo, ya que lo que me estaba obligando a tragar tenía un espantoso sabor a molibdeno liofilizado, si es que el molibdeno liofilizado sabe a coñac de garrafa suburbial.

Después de varios accesos de tos encadenados y de repetidos esfuerzos para liberarme que resultaron del todo estériles, decidí estarme quieto y tragarme aquel aterrador brebaje. Que García decidiese cuándo consideraba que ya estaba suficientemente intoxicado.

—Bienvenido al mundo de los vivos, Humphrey.

El Sargento me observaba con una mezcla de burla y preocupación. En un tipo como él, resultaba casi enternecedor.

—¿Dónde cojones te habías metido? El loco ese casi me mata.

—No me he apartado ni un momento de vosotros, nunca has estado en peligro.

—Yo vigilaba por el retrovisor y en ningún momento te he visto.

—Claro, pichón, claro. Ahora por fin sabrás apreciar la diferencia entre un verdadero profesional y un destapacuernos como tú.

—¡Y una leche, profesional! Si este tipo hubiese decidido abreviar, a estas alturas yo estaría más muerto que tu abuela.

—No, pichón, ese tipo disfrutaba con su trabajo. Y nadie se compra un BMW de la serie seis para mancharlo de sangre, si puede evitarlo, aparte de que haberte matado en su interior hubiera supuesto una prueba en su contra. Por tanto, quedaba descartado que te matase dentro del coche. Y por otro lado, te quería dar la oportunidad de que intentases algún truco, jugar un poco al gato y al ratón. Por cierto, Humphrey, impresionante lo del billetero. ¿En qué episodio del Inspector Gadget lo has visto? —García pronunció las últimas palabras tendiéndome la cartera sucia de tierra. Se cachondeaba impúdicamente, su fea cara de paleto expresaba una seriedad que no sentía. Si no me puse a llorar, fue con el único objeto de evitar que me intoxicase de nuevo con el apestoso contenido de su licorera portátil.

—¿Está muerto, García?

—Por el rato que hace que no respira, quedan pocas dudas de ello. Ha sido defensa propia. Ninguna duda, ¿cierto?

—Cierto. ¿Y ahora qué hacemos?

—Telefoneamos al comisario Jareño y le contamos toda la película. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Esa misma verdad que ahora mismo vamos a repasar tú y yo para que no se produzcan discrepancias.

—¿Nos lo agradecerá?

—Claro, después de empaquetarnos. Pero eso ya lo sabíamos.

Efectivamente, eso ya lo sabíamos. Desde el inicio sabíamos que nuestro deber era echarle una mano al comisario. El problema era que el suyo consistiría en, tal como lo expresaba el Sargento, empaquetarnos. Especialmente a García. Por mi parte, esperaba que el comisario Jareño recordase que, en cierto momento, él mismo me había pedido que interviniese en el caso.

El comisario Jareño nos recibió en el salón de su domicilio. Iba envuelto en una bata de lana escocesa en la que sin demasiadas dificultades se hubiesen podido empaquetar todas las ovejas de un rebaño junto a dos perros collies.

Durante el relato de nuestras correrías nocturnas, Jareño intentó contener la mezcla de satisfacción e indignación que, a modo de relámpagos en una tormenta, iban apareciendo en el cielo de su rostro encapotado. Cuando acabamos nuestra exposición de los hechos, se dirigió hacia el teléfono y comenzó a ladrar órdenes.

Cuando acabó de hablar, El Universo de Noche podía considerarse historia.

Se dirigió hacia nosotros intentando contener el orgullo que sentía.

Le esperábamos a pie derecho, como los héroes, especialmente porque nadie nos había invitado a sentarnos.

—¡Me cago en la quinta pata de la cagadera de san Pedro, García! ¿Me oye, García? Es usted la bestia más indisciplinada, más temeraria y más peligrosa para la salud pública que haya pisado jamás un departamento de policía.

Era curioso ver al temible García aguantando el chaparrón, en posición de firmes sobre sus patas torcidas, impávido y con expresión de hallarse a un par de universos de distancia.

—Es usted el ser más irresponsable que he conocido en mi vida. Está usted a punto de jubilarse después de toda una vida de servicio, tantos años que dudo que su cerebro de primate sea capaz de contarlos. Y con esta acción inconsciente pone usted en peligro su tranquilidad y la de su familia. Me cago en cada una de las cuentas del rosario de santa Teresa y en las barbas de san Juan Bautista.

Indudablemente, habíamos pillado a Jareño preso de una incontenible vena poética.

—Quédese aquí hasta que yo vuelva —siguió el comisario—. Tú, Humphrey, lárgate, hazlo antes de que decida incinerar tu apestosa licencia.

Me cogió del brazo y me acompañó hacia la puerta de salida.

—Te podían haber matado, cretino. Cuando te dije que podías intervenir con mayor libertad que yo, no pretendía que hicieses eso.

—Se me presentó la oportunidad, Jareño. Valía la pena intentarlo. Sí que es verdad que podían haberme matado, pero la verdad es que es difícil si García te cubre las espaldas.

El comisario Jareño me dedicó una mueca, que sin lugar a dudas fue lo más cercano a una sonrisa en aquellas circunstancias.

—Ese orangután con placa es el policía más eficiente que he conocido y que posiblemente conoceré nunca, pero hay que atarle en corto para que no se desmande. Voy a sobarle un poco más y luego ya veremos cómo me las arreglo para felicitarle. Y para librarle de cualquier posible sanción. Si te necesito para maquillar la declaración, ya te avisaré.

—De acuerdo, comisario.

—¡Ah! Por cierto, Humphrey, te debo una.

—Hace tantos años que nos debemos una el uno al otro que ya no llevo la cuenta, Jareño.

Desde la escalera, apoyé la oreja en la puerta y, amortiguada por la madera, oí la voz del comisario:

—Siéntese, García, vamos a ver cómo arreglamos este lío.

—Usted sabrá, comisario. —La voz de García oscilaba entre el aburrimiento y la diversión.

—No será fácil, pero lo arreglaremos, muchacho, lo arreglaremos. Por cierto…

Aparté la oreja de la puerta. No me gusta escuchar a escondidas las conversaciones entre mis amigos. Además, en el piso de arriba se abrió una puerta y alguien empezó a bajar por la escalera.

Salí a la calle. Las primeras luces del alba empezaban a descubrir detalles que hasta aquel momento la oscuridad había mantenido a resguardo de las miradas. Tuve que saltar para evitar una vomitona que apestaba a alcohol barato y casi caigo en los poco acogedores brazos del vagabundo que había encontrado resguardo en el amplio vestíbulo de un cine cerrado hacía ya unos años.

Tomé un taxi. Las piernas aún me temblaban.