TRECE

Durante el día me había rodeado la sordidez, la violencia, la picaresca y la más descarnada delincuencia. Al llegar la noche fueron los brazos de Ángela los que me transportaron a un mundo de bolero. El desespero incita a escuchar blues; el amor, boleros.

¿A qué música debe de conducir el amor desesperado? Se me ocurre que el lamento de la trompeta de Chet Baker podría ser una buena alternativa.

Sea como fuere, yo estaba aquellos días pasando por la etapa de los boleros más arrastrados y no entraba en mis planes inmediatos escuchar otro tipo de música. Con una sola excepción.

Fuimos unos amantes precoces, solo necesitamos unas pocas horas para amarnos sin apenas conocernos. Hasta sin tiempo para tenerla, tuvimos «nuestra canción». Hello Stranger, la canción que Emmylou Harris cantaba la primera vez que vi a Ángela y me hizo sentir que sin ella mi vida no valía gran cosa. También fue la primera vez que, aunque de forma leve, su piel acarició la mía. La canción parecía compuesta única y exclusivamente para nosotros, hablaba de nosotros dos y se lo agradecíamos escuchándola incesantemente. Los enamorados tenemos una insólita facilidad para vernos reflejados en canciones compuestas por otros y que hablan de cualquiera excepto de nosotros mismos.

Si todos nos enamoramos igual, ¿cuál será la razón de que todos consideremos único nuestro amor?

A través de los relatos que de mi vida le hacía a Ángela, descubrí que existía un Humphrey que yo desconocía o al que raramente había prestado atención.

Gracias a las expresiones que el rostro de Ángela iba componiendo —ora diversión, ora pena, tal vez incomprensión, incluso franco rechazo en unas pocas ocasiones—, yo fui descubriendo los caminos por los que me había conducido la vida y el punto exacto al que había llegado hasta aquel momento. Creía ver los caminos que me quedaban por recorrer, y en todas las encrucijadas estaba Ángela esperándome con una sonrisa, dispuesta a escucharme.

Yo hablaba más que Ángela, y ella entendía más que yo.

Ella me escuchaba más, yo la construía tal como la deseaba.

Ella se sorprendía de que yo tuviese la casa tan desordenada y se burlaba cariñosamente de mí. A mí me causaba sorpresa que ahora la casa tuviese una luminosidad desconocida. Llegué a la conclusión evidente de que el sol salía más pronto que antes, se situaba más alto en el cielo de forma que la estrechez de la calle no pudiese impedirle llegar hasta nosotros, y no se ponía hasta que al anochecer nos fundíamos el uno en el otro. Era difícil no creer en una explicación tan sencilla. Yo al menos no era capaz de encontrarle fallo.

En ningún momento hicimos planes para algún futuro próximo o remoto. No tenía sentido apartar nuestra atención de un presente como el que gozábamos, de aquel estado de exaltación del alma a que nos conducían nuestros cuerpos.

Yo nunca había estado enamorado de una manera tan absoluta, y cada instante me sorprendía con un destello nuevo de magia. Me maravillaban dones escondidos entre las sonrisas de Ángela, las gotas de sudor que surgían entre los pliegues de su piel cuando nos amábamos, las sombras que creaba su cuerpo evolucionando próximo al mío, movimientos ajenos a mis hábitos y sensaciones.

Estaba tan atento a esas sensaciones recién descubiertas que no creía necesario preguntarle a Ángela acerca de las suyas. Tampoco parecía precisarlo, ya que su risa, sus suspiros y sus largas miradas azules mientras acariciaba mis manos me contaban todo lo que yo necesitaba saber acerca de su felicidad.

Y así de feliz estaba yo cuando, después de cenar y de hacer el amor, le conté a Ángela que tenía que salir con el Sargento García para efectuar una comprobación rutinaria. Olvidé contarle que la máxima dificultad con que podía topar eran un par de balas del cuarenta y cuatro, cogidas de la mano como dos enamorados, paseándose por mi estómago.

Pero ¿qué son un par de balazos, cuando acababa de tener a Ángela entre mis brazos?