DOCE

Me lo regaló cuando era niño una vecina bienintencionada. Ella pensó que así el pequeño Basilio podría, recogiendo un poquito hoy y un poquito mañana, llegar a comprarse la pistola espacial lanzamisiles de ventosa que sus padres no podían comprarle.

Tenía forma de cerdito, se apoyaba en el suelo con sus cuatro patas de regordetes jamones, y por el lomo ranurado se podían introducir monedas e incluso billetes. Pasado un tiempo más o menos largo, si el poseedor del cerdito de barro había tenido la suficiente constancia, podía convertirlo en una brillante pistola con forma de nave espacial que lanzaba por sus dobles toberas raudos misiles coloreados que se fijaban a la pared con el ruido suave de sus ventosas. Ni el propio Flash Gordon podría haberlo mejorado.

Yo aprendí demasiado pronto a introducir un cuchillo de punta roma por la abertura del lomo del complaciente bicho. Así pude comprarme una pequeña miríada de tonterías, aunque nunca la brillante nave de mis sueños. El día que el cerdito me dio la sorpresa de soltar suficiente dinero como para comprar la nave, a mí ya me interesaban las motos, y posiblemente nadie en el mundo comercializaba ya algo tan ramplón como aquella nave que no sabía hacer otra cosa que disparar misiles intergalácticos con punta de ventosa. Para acabar de completar el cuadro, Flash Gordon había caído en el inmisericorde olvido que acecha a todos los héroes que solo matan en el coloreado papel de un cómic.

Un buen día sustituí el cuchillo de punta roma por un martillo y prometí que nunca más tendría un cerdito de regordetes jamones de barro con el lomo ranurado.

He cumplido mi promesa. Ahora mi hucha secreta tiene forma de caja de caudales, es de lata y está diseñada de forma que resulte inviolable por un cuchillo de punta roma. Pretendo llegar a tener en ella suficiente dinero para algún día cambiar mi clásico por un automóvil decente. Desafortunadamente, conozco la combinación de la caja fuerte y los vicios adquiridos en mi infancia son difíciles de olvidar, por lo que sufre de los mismos males que en su tiempo sufrió el cerdito de barro con el lomo ranurado.

Antes de visitar al Antonio, el novio de Carmenchu Tetas de Palo, saqué de su cobijo mi caja de caudales y mantuve con ella una sentida conversación. El tipo iba a exigir una compensación económica y no podía salir de ningún otro sitio.

Abrí la puerta de la caja con la emoción de averiguar qué cantidad de coche había conseguido reunir.

El Antonio se tendría que conformar con las cuatro ruedas, y si no era demasiado exigente con la calidad, hasta podría añadir la de recambio. En los últimos tiempos había sido capaz de ahorrar quinientos noventa euros. Guardé cien de ellos en el bolsillo trasero del pantalón, cuatrocientos en el billetero y dejé los noventa restantes en la hucha como una especie de homenaje a mi difunto cerdito de barro. A estas alturas aún me duele el martillazo con que acabé la historia del cerdito.

El Antonio vivía en la zona más residencial del Barrio Chino barcelonés, un barrio en el que cuando lucía este nombre no veías a un solo chino y que ahora que se llama El Raval tiene problemas para dar albergue a tantos chinos. Son las cosas curiosas de la ordenación urbanística y la aldea global, un invento que debe de empezar en China y acabar en El Raval. Su casa estaba en una de esas calles estrechas que huelen a meados de toda clase de organismos, incluidos los seres humanos, que somos los que más profusamente meamos. La anchura de la calle permitía que las comadres se tirasen de los pelos de un balcón a otro situado en la acera opuesta. El suelo era un meritorio y artístico empedrado medieval, o al menos lo parecía por la cantidad de mugre acumulada en su superficie.

Según cuentan los archivos históricos de la ciudad, el sol un buen día decidió no aparecer más por allí y le cedió su reinado a la humedad, por lo que en caso de tener que correr por allí lo recomendable es calzar zapatillas con suela de goma, aunque la otra alternativa es no correr en absoluto. En este último caso, es recomendable ir armado.

Yo no iba armado y ni siquiera calzaba zapatillas con suela de goma. Como diría Mediahostia, el filósofo, «usufructo una más que importante cantidad de optimismo que en ocasiones me hace rozar la inconsciencia». Dicho de otra manera: soy un perfecto capullo y además no aprendo.

La mansión del Antonio estaba situada en una escalera tan estrecha y maloliente como la misma calle que la albergaba. En el tercer piso, primera puerta.

Comencé la ascensión por los resbaladizos escalones gastados por el tiempo sin atreverme a apoyar la mano en el pasamano de la escalera por miedo a contagiarme con algún virus exótico de improbable curación.

Antes de alcanzar el primer rellano, oí como se abría una puerta y me llegó claramente el diálogo de una pareja de florida oratoria que defendía sus respectivos puntos de vista.

—Te voy a dejar ciega a hostias, mala puta —argumentaba la parte masculina del foro.

—Chulo, animal, esos cuartos los he ganado yo a golpe de coño y yo me los voy a gastar como me dé la puta gana. ¿Te enteras, mamón? —replicaba la parte femenina de la comitiva, que por el ruido, iba bajando más o menos ordenadamente por la escalera.

—¡Ay! —La voz del hombre subió el tono una octava al quejarse, luego recobró la mesura—. No voy ni a ponerte las manos encima, pendón.

Escuché un ruido sordo y ella apareció trastabillando, medio agarrada al pasamano, medio rodando por la escalera. Mi primera intención fue recogerla al segundo o tercer rebote, pero luego pensé que es mejor no interferir en las peleas de enamorados, especialmente cuando el enamorado tiene la cara de mala persona que lucía el fulano que bajaba detrás de la tipa. Por el aspecto de su cara parecía haberse peleado con un gato montés, sangraba por los tres arañazos paralelos que destacaban en su mejilla derecha y sonreía con una mueca nada tranquilizadora.

Ella consiguió enderezarse e intentó correr, pero una nueva patada la alcanzó entre el culo y la espalda y continuó bajando a trompicones.

Llegaron a la calle y sus voces se fueron perdiendo. Lo último que oí fue:

—Tengo amigos. ¿Qué te crees? Para cuando acaben contigo, vas a caber todo tú en una caja de zapatos, hijo de puta.

—Tú nada más tienes amigos cuando te abres de patas, zorra. Ven aquí, mujer, que te voy a contar los dientes a patadas.

—Mamón, chulo, impotente. Cuando te pille dormido te voy a sacar los ojos con unas tijeras, hijo puta. —La voz de la mujer se iba perdiendo mientras corría por el resbaladizo empedrado.

En la escalera nadie se había molestado en intervenir, ni siquiera se habían abierto las puertas. Pensé que tal vez el Antonio no estaba en casa y había hecho el viaje en balde.

En el segundo piso un rústico cartel escrito a mano colgaba de un cordel en el pomo de la puerta. Su mensaje no dejaba lugar a dudas respecto a las intenciones del dueño del piso: «PENSION. SE HALQUILAN ABITAZIONES», aunque abría un amplio paréntesis respecto a la categoría del establecimiento.

Un niño extremadamente delgado de unos once años, grandes ojos negros y nariz moqueante me miraba con expresión hambrienta. Una mirada que hizo que anotase mentalmente no aceptar bajo ningún concepto una invitación a comer en aquella pensión. Al pasar le guiñé un ojo y le sonreí voluntariosamente. Me respondió levantando todo lo tieso que pudo el dedo medio de su mano derecha mientras cerraba el resto de dedos en forma de puño. Luego, aprovechando que le quedaba una mano libre, se agarró con ella el proyecto de testículos y se los apretó sin dejar de mirarme fijamente. Mi perplejidad y yo nos quedamos solos en la escalera cuando el niño, sin darse la menor prisa, giró en redondo y nos cerró la puerta en las narices.

Mi estado de ánimo cuando llegué al tercero primera no estaba para ser presentado a ningún concurso. El sonido de campanas del timbre de la puerta casi me devolvió a la normalidad. Era lo más civilizado con que me había topado hasta el momento en el edificio.

Me abrió la puerta una bata acolchada de color verde adornada con unas palmeras rojizas que tenían todo el aspecto de no haber sido regadas en los últimos catorce años. Por el interior de la bata circulaba una mujer tres tallas más delgada que me miró con desconfianza. Unos rulos decimonónicos esparcidos por su cráneo pretendían instaurar algo de orden en una cabellera mugrienta que tendía a colgar en lacios mechones pringosos. Le calculé una edad comprendida entre los treinta y los sesenta y siete años.

—Buenas tardes, señora —saludé, dudando del efecto que el tratamiento iba a causar en ella.

Se tomó su buen rato en repasarme de arriba abajo, como si no hubiese visto a un hombre vestido a aquellas horas de la mañana en los últimos meses. Finalmente, en un arranque de locuacidad, me dijo:

—¿Qué?

—Verá, busco a Antonio.

—El Antonio, ¿eh? No está.

—¿Sabe si tardará mucho en venir?

Paseó la mirada por el techo de la escalera y luego me estudió con curiosidad científica la bragueta. Se rascó con fruición entre dos rulos, se arrebujó dentro de la bata, con lo cual casi desapareció, y finalmente tomó la decisión de que, aunque sin entusiasmarse, valía la pena contestarme.

—Igual hoy no viene.

—Si viene dígale, por favor, que Humphrey ha venido a verle, que me llame. —Le tendí una tarjeta y me dispuse a emprender la aventura que podía representar el descenso de la escalera. Aún no había alcanzado el segundo escalón de bajada cuando una voz masculina se dejó oír a mi espalda.

—¡Eh, Humphrey! Venga, sube.

El fulano que se apoyaba en la jamba de la puerta vestía unos pantalones de pana, modelo lumpenproletariat, y una camiseta afelpada, que, si se le concedía el beneficio de una desbocada imaginación, podía considerarse blanca. La barba de varios días, de moda en aquel tiempo, estaba salpicada por clapas en las que no crecía el pelo. En conjunto tenía un aspecto de facineroso guardando turno en la puerta de los retretes de la comisaría del barrio. Se apartó para dejarme entrar y pude constatar que su olor estaba en perfecta consonancia con su aspecto.

Realmente, la de Carmenchu Tetas de Palo era una vida dura.

Con el pulgar me señaló a la parienta, que se había sentado junto a la mesa camilla que presidía el salón.

—Esta, que es una desconfiá.

La desconfiada murmuró unas cuantas imprecaciones por lo bajo y cruzó las piernas lo suficiente como para mostrar que iban enfundadas en unas medias negras salpicadas de artísticos agujeros.

El piso era funcional, si se acepta como concepto de funcionalidad que no circulasen manadas de hienas persiguiendo a una gacela moribunda por el estrecho salón. Toda la casa parecía estar decorada con un papel mural repleto de medallones de terciopelo de color malva en relieve, alguno de los cuales había desaparecido por efecto de las indescifrables sustancias que se le habían ido adhiriendo a lo largo del tiempo. A mi derecha se abría la puerta a una diminuta cocina, en la que, con detenimiento, se podían seguir los rastros de los menús de los últimos años a través de los chorretones repartidos con toda equidad por su superficie. A la izquierda, dos puertas contiguas debían de permitir el acceso a la habitación y al aseo respectivamente.

—Siéntate, Humphrey. —El Antonio me señalaba un herrumbroso sofá en el que se marcaban los muelles. Me senté intentando evitar que alguno de ellos acabase con mi virginidad.

—Cuando subía me he encontrado con un buen festival en la escalera. ¿No habéis oído nada?

—Sí, claro. La Vanesa y el Pascual, pero eso lo vemos una vez a la semana, más o menos. Dentro de un par de horas estarán follando aquí enfrente, en su casa. Entonces sí que hacen ruido de verdad. En el fondo, esos dos se quieren con locura.

—Yo no sé qué harán esos guarros para chillar como chillan —puntualizó la desconfiada.

—Pues ya se lo podías preguntar tú a la Vanesa, a ver si te enseña alguna cosa para hacerme y no las soserías de siempre.

—Y menos que te voy a hacer de ahora en adelante —murmuró ofendida la desconfiada, refugiándose en el interior de la bata verde.

—¡Bah! Venga, Humphrey, nosotros a lo nuestro.

—A lo nuestro, Antonio. El plan que me contó Maruchi me parece bien, solo dime cuándo crees que es el mejor momento.

—Supongo que ya sabes que eso no es gratis, Humphrey. Yo me la juego por ti y eso vale algo, ¿eh? Yo había pensado en mil euros más o menos. —Me observaba atentamente mientras lo decía.

—Mira, colega, me pillas en un momento de debilidad financiera. Si tuviera esa cantidad de pasta, a estas horas estaría volando a Río de Janeiro y no jugándome la jeta por estos andurriales.

—Pues si no hay pasta no hay plan, colega.

Recalcó la palabra colega con acento burlón.

Decidí seguir el método de provocación visual directa. Metí sin prisas la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué el billetero. Con premeditación permití que el Antonio viese que sacaba todos los billetes y que por tanto el billetero quedaba vacío. A continuación, con la pasta en una mano, giré el billetero hacia el suelo, en señal evidente de que no había nada que se pudiese caer.

—Por un euro más me cuelgan, Antonio. Tú decides. Son cuatrocientos euros que tampoco se pueden despreciar así como así, tal como están los tiempos. —La mirada de la desconfiada se había quedado prendida en los billetes y se relamió brevemente los labios.

—Quinientos euros, Humphrey; es lo mínimo.

—Si los tuviese, te los daría.

El Antonio dudó unos instantes, luego alargó la zarpa y cogió el fajo de billetes recién salidos de mi caja de seguridad.

—Vale, tío. Porque vienes recomendado, que si no, una mierda me vendo yo por esta miseria.

—Oye, nene, cuánta pasta. Pásame algo, que tengo muchos gastos con la casa este mes. —La desconfiada intentaba una sonrisa zalamera que consiguió hacerla resultar tan atractiva como una aspiradora industrial.

—Calla, joder. Estos cuartos son para una inversión. —El Antonio casi había adoptado una postura digna.

—Pero ¿qué inversión tienes que hacer tú?

—¿Desde cuándo entiendes tú de negocios para discutir las inversiones conmigo? Te digo que son para una buena inversión y basta, joder. A ver si hoy vamos a tener lío en esta casa.

—Ya me imagino yo adónde van a ir a parar esos cuartos, desgraciado, vicioso, que eres un vicioso.

El Antonio dio un paso hacia la desconfiada, con la mano levantada en un gesto que ofrecía pocas dudas.

Ella agarró un cenicero de cristal con el doble fondo cubierto de sellos de correos de escaso valor y lo levantó con gesto amenazador, esparciendo al mismo tiempo todas las colillas por el suelo. La ceniza menos pesada flotó hasta posarse suavemente sobre su cuerpo, lo que contribuyó a matizar de suave nevada las palmeras de la bata acolchada.

—Ven si te atreves, hijo de puta, que no te van a quedar ganas de hacer esos negocios que te gustan tanto. En casa podrías hacer tú los negocios, vicioso, que ya sé yo lo que me hablo.

—Los negocios los hago yo donde me pasa por los cojones, ¿te enteras, fardo? Que cada día estás más fardo.

Como ya había visto el mismo espectáculo en la escalera y no me apetecían repeticiones, decidí intervenir.

—¡Ey, ey, ey! Acabamos el negocio y yo me largo; luego vosotros continuáis con lo vuestro.

—¿No te da vergüenza dar ese espectáculo con un invitado delante? —La dignidad del Antonio crecía por momentos.

—Vete a la mierda, inútil. —La desconfiada se encerró en un hosco silencio. Y volvió a remeterse en las profundidades de su bata acolchada.

—Mañana a las cinco de la madrugada donde ya sabes, ¿ok? —dijo el Antonio.

—De acuerdo, allí nos vemos, pero si no te importa, cuéntame algo de lo que ves por allí.

—Yo no veo nada, Humphrey, solo recojo los cubos de la basura.

—Supongo que algún vistazo les darás a los cubos, por si hay alguna cosa que valga la pena.

—Pssssch. Siempre es bueno echar una mirada, pero lo normal es no encontrar más que porquería.

—¿Nunca has encontrado nada que te llamase la atención?

—Nada.

—¿Qué es lo que hay habitualmente en esos cubos?

—Joder, tío, tú estás enfermo. Ahora va a resultar que te gusta revolver en la mierda de los demás.

—Solo cuando es necesario, hermano. Y si a ti no te importa, en este momento me parece necesario.

El Antonio bufó por una comisura de la boca, mientras la desconfiada se lo pasaba en grande olfateando una buena disputa. Se había repantigado y se entretenía rascándose concienzudamente el sobaco izquierdo. Más allá de las medias negras se divisaban unas bragas del color del río Llobregat una vez superados los desagües de cierta industria papelera de buen tamaño.

—Restos de comida, compresas, envases vacíos de Coca-Cola, condones usados, revistas del corazón, cómics, ropa vieja, algunos envases de botellas de cava o de licor vacíos, cantidades industriales de kleenex, el polvo mezclado con residuos que queda en los sacos de las aspiradoras. Cosas así. ¿Qué coño esperas sacar de toda esa mierda?

—No lo sé. ¿No recuerdas algo que encuentres habitualmente y que te llame la atención?

—No.

Aunque el hombre estaba tan comunicativo como una viga de hormigón armado, decidí hacer un último intento.

—¿Qué clase de comida es la que encuentras en los cubos?

—Siempre la misma: pizzas, mucha pasta, yogures, pollo, patatas fritas de esas de churrería. Si quieres, te preparo una bolsa con algún muslo de pollo rebozado con yogur, polvo de colores y trozos de compresa. Te lo puedo envolver en una hoja de cómic para que te entretengas mientras comes.

La desconfiada empezaba a sentirse orgullosa de la elocuencia de su hombre. Incluso había dejado de rascarse el sobaco y ahora miraba extasiada la enésima victoria de la cerrilidad sobre un intento de proceso mental lógico.

Yo creía tener ya una idea del lamentable cuadro al que me iba a enfrentar al día siguiente. De hecho, sin necesidad de la descripción que el bruto del Antonio me había dado de los desechos que recogía en El Universo de Noche, debería haber supuesto algo así. Una idea embrionaria que se me había ocurrido hacía pocas horas coincidía con lo que el Antonio me estaba contando, aunque en realidad siempre tendemos a creer que esas cosas no suceden; al menos, no a nuestro alrededor, solo en la pantalla de un televisor.

El Antonio decidió dar por concluida la conversación después de observar de reojo la fascinada admiración de la desconfiada.

—Bien. Y ahora lárgate que esta y yo tenemos que discutir un par de cosillas.

—De acuerdo. Nos vemos mañana a las cinco.

El Antonio soltó un gruñido de asentimiento. Imaginé que después de estar sometido durante tanto rato a los misterios del lenguaje hablado, aquel sonido primario era todo lo que su intelecto le permitía.

Dirigí una última mirada a aquella mujer, que con más voluntad que acierto intentaba recomponer su escaso bagaje de seducción. Se preparaba para la negociación que se avecinaba para lograr una parte del botín que el Antonio pretendía administrar en solitario.

Cuando se cerró la puerta y mientras bajaba las escaleras, acerté a oír:

—Toma cien y calla la boca.

—Doscientos como mínimo, cariño.

—Si es que soy demasiado bueno —iba diciendo el Antonio.

En la puerta de la pensión, el crío subalimentado parecía estar esperándome. Me miró, retándome sin decir palabra.

Di un paso rápido hacia él haciendo un gesto de estamparle el puño en las narices. Entró con rapidez en la pensión y cerró la puerta.

Yo apresuré el paso. No tenía el convencimiento de que no fuese a aparecer con un subfusil de repetición, o con el cuchillo multiusos de Rambo entre los dientes de leche.

Una vez en la calle, dudé entre felicitarme por el éxito obtenido o echarme a temblar por el lío en el que al día siguiente a las cinco de la mañana iba a verme metido por no hacer caso de mi madre, cuya máxima ilusión era tener un contable en la familia. Según decía, el futuro era de los contables, y ponía como ejemplo a un primo lejano de Salamanca que había hecho una pequeña fortuna con esa profesión.

De los detectives privados jamás emitió su opinión.

Llamé al Sargento García.

—Sargento, tu voz desprende sensualidad a través del teléfono; cuando te retires deberías probar en el teléfono erótico.

—Humphrey, ¿verdad? Vuelve a llamar y prueba a ser más educado.

Y colgó.

Llamé de nuevo. La señal sonó cinco veces antes de que el Sargento se dignase a cogerlo.

—Sí, diga.

—Sargento, es que no estoy acostumbrado a que seamos amigos.

—No lo somos, no te acostumbres, no lo podría soportar.

—¿Sigue en pie su ofrecimiento?

—Desde luego. ¿Qué tienes?

—He encontrado la manera de saltarme todos los dispositivos de seguridad que tienen en aquel antro. Me franquearán el paso por la parte trasera, por el callejón; será mañana de madrugada. Si tengo suerte, podré echarle un vistazo a las tripas de El Universo de Noche, en vivo y en directo.

—Suena bien.

—¿Cuento con tu compañía?

—Yo nunca ofrezco nada que no esté dispuesto a hacer. Además, no me lo perdería por nada del mundo.

—Pues la fiesta es mañana a las cinco de la madrugada.

—Buena hora. Te pasaré a recoger por la puerta de tu casa a las cuatro y media y acabamos de revisar el plan.

—Más que revisar el plan podríamos rezar, tráete un rosario.

—De acuerdo, el mío es un calibre cuarenta y cinco, y para ti podría conseguir un treinta y ocho.

—No creo que sepa manejarlo.

—Lo traeré de cualquier modo. Nos vemos mañana.

Y colgó.

Práctico y conciso, el Sargento García. Uno de esos tipos que están convencidos de que las estrellas son un defecto del cielo. Teniendo en cuenta el tipo de actividad que nos esperaba, le prefería a él que al último premio Nobel de literatura.