ONCE

Al no pasar por Alaska me olvidé de comprar algo para la cena. Por suerte, mi rubia, con muy buen criterio, había decidido no fiarse de la palabra de un detective privado y se había ocupado de llenar la nevera y de cocinar un plato al cual yo hacía tiempo que no tenía el placer de dirigirme. Se llama comida decente.

Sobre la mesa había un jarro con flores naturales en el centro de un mantel de hilo blanco, y dos velas rojas ocupaban su lugar junto a los respectivos cubiertos. Lo que estaba consiguiendo aquella chica con mi apartamento era tan meritorio como creer que un gobernador del Banco de España, convicto por aprovecharse de información confidencial, solo había ingresado en su cuenta nueve mil euros.

Un tipo, perplejo, me devolvió la mirada desde el espejo del recibidor; tendría unos cuarenta años y una cara que podría ser confundida con la de miles de ciudadanos; era de estatura media, peso medio y complexión media. Resumiendo, un perfecto mediocre. Respiré tranquilo: me acababa de reconocer. Y Ángela, por muy misterioso que resultase, me estaba esperando a mí, se había esmerado durante toda la tarde con el exclusivo propósito de hacerme sentir a gusto a su lado.

Nos sentamos a la mesa mirándonos con una mezcla de timidez e ilusionada expectativa. Ocupábamos los lados opuestos de la mesa, tal como mandan los cánones. Antes de finalizar el primer plato ya habíamos derribado un vaso de vino por intentar cenar sin dejar de acariciarnos la mano, al levantarnos para darnos un beso. En la segunda ocasión, Ángela y la silla que ocupaba fueron al suelo con mi compañía. Nos quedamos en el suelo, acariciándonos, durante diez minutos, y luego nos trasladamos a la habitación sin dejar de acariciarnos. Finalmente, al cabo de un buen rato, comimos una cena fría.

Dicen los escépticos que el amor atonta, que el enamorado se convierte en un ser incapaz de percibir la realidad por muy claramente que esta se manifieste.

Tal vez, pero yo no creo que sea así. Lo que en realidad atonta es la felicidad, y lo que ciega es el miedo a perderla.

Una vez terminamos de cenar, salimos a pasear por el Puerto Olímpico. Allí, el bullicio, las luces, la música y la excitación de la gente que buscaba pareja en la oscuridad matizada de luces indirectas y ritmos chillones, pronto nos aburrieron.

Bajamos a la playa vecina, solitaria a aquella hora. El viento frío trataba de intimidarnos con su carga de tristeza mientras paseábamos cogidos de la mano y jugábamos a crear, con nuestros pasos, senderos en la arena mojada de la orilla, que duraban hasta que el oleaje los alcanzaba y borraba sus contornos. Nos abrazábamos y besábamos hasta que una ola más atrevida que las anteriores nos mojaba los pies. Eso nos hacía reír y reanudábamos nuestro paseo hasta el próximo beso. Intentábamos contar las estrellas, determinar cuál era la más brillante, adivinar cuál de ellas guiaba nuestros pasos.

Nos refugiamos bajo el arco de uno de los pasos subterráneos para expresar el deseo que sin apenas darnos cuenta nos iba invadiendo. La presencia de un vagabundo envuelto en sus escasas pertenencias nos hizo huir riendo insensiblemente, ajenos a todo lo que no fuese nuestra felicidad.

Cogidos de la mano, corrimos hasta el coche, conduje hasta la amplia explanada vecina a la playa, donde aparcamos junto a un número respetable de vehículos que habían prescindido del paseo por la playa. Hicimos el amor acompañados del rumor del oleaje, telón de fondo para los amantes furtivos y la cohorte de mirones enfermizos que, con mayor o menor disimulo, rondaban por los bordes de la explanada, intentando entrever escenas que completaban con su insana imaginación.

Llegamos a mi apartamento bien avanzada la noche, ateridos de frío, ahítos de pasión, sintiéndonos protagonistas de una historia de amor única, creada para nosotros por un guionista benévolo que no deseaba ir más allá de nuestra felicidad y prescindía de cualquier otra realidad.

Nos dormimos apaciblemente como los dos niños crédulos que éramos.