DIEZ

En el preciso instante de girar la llave en la puerta de mi apartamento, supe que alguien me esperaba dentro y, como tantas veces a lo largo de mi vida, me maldije por no ir armado.

Una ligera corriente de aire, mientras pensaba el modo de arreglármelas para que si alguien salía herido no fuese yo, me acercó un suave perfume de lilas. Quien fuera que había forzado la puerta no quería causar mala impresión; hasta se había perfumado.

Ángela Cunqueiro permanecía sentada en el sofá con la mirada fija en la puerta, mantenía las rodillas juntas y dejaba descansar sus manos en ellas. Componía una imagen de recato que me hizo pensar en virginales niñas preparándose para recibir la eucaristía. Al verme entrar, se levantó con un movimiento ondulante que hubiese sido causa de expulsión inmediata de cualquier templo, por muy virginal que fuese la niña que lo cometiese.

La rubia había venido a verme y se había pertrechado con todas y cada una de sus curvas, protuberancias y hoyuelos.

—Hola, Humphrey. Espero no haberte asustado.

—¿Tengo cara de susto, pequeña? —Si la frase les recuerda algo, es señal de que hemos visto la misma película. Su sonrisa me hizo pensar que sí, que efectivamente tenía cara de susto.

—No, Humphrey. Me imagino que para asustarte hace falta algo más fuerte que una mujer.

«¡Ay Dios, si tú supieses!». Esto, mentalmente y procurando componer una expresión de «vigila chica que aún no he cenado».

—No sé a qué debo el placer, pero me alegro de que hayas venido, no siempre puedo gozar de una compañía tan agradable como la tuya. —Mi discurso iba mejorando a ojos vista. Con un par de días más de ensayo, me veía capaz de no comportarme como un crío que babea ante una niña dos años mayor que él que le estuviera enseñando las bragas.

—Billy Ray es un despistado, se olvidó de devolverte las llaves y yo me he ofrecido a traerlas. También quería darte de nuevo las gracias por lo que estás haciendo por él, no solo le has salvado la vida sino que le das la oportunidad de trabajar contigo. Billy Ray es buena persona pero le cuesta crecer, necesita a alguien que cuide de él, que le dirija. Ahora está entusiasmado preparando la campaña de lanzamiento de la nueva actividad de tu empresa. Te aseguro que nunca le había visto tan entregado a nada, como no fuese a alguna de sus juergas. Y es gracias a ti, Humphrey. Dios quiera que todo os salga bien.

Se acercó con las llaves, con la mano extendida hacia mí, y, por un lamentable error de cálculo, tomé llaves y mano a un tiempo. Por un error de coordinación, no solté la mano por temor a que se cayesen las llaves al suelo. Por puro vicio, me perdí un rato en la profundidad azul de sus ojos, momento que ella aprovechó, supongo que por decir algo, para susurrarme:

—No sé cómo agradecerte todas tus bondades, Humphrey.

Y justo en ese momento a mí se me ocurrió en qué forma podría hacerlo.

El primer beso fue un roce leve. Ángela dio un paso atrás y me miró sonriendo, aislándome en un universo azul del que yo no sabía, ni quería, salir. El segundo beso fue una sucesión de roces morosos, lentos, mientras nuestras lenguas se encontraban fugazmente, se retiraban y volvían a buscar nuevos caminos que provocasen su encuentro. Ella le puso fin mordiéndome el labio inferior, apretando su cuerpo contra el mío. El tercer beso, el cuarto y los sucesivos no sé cómo fueron; estaba muy ocupado admirando el cuerpo desnudo de Ángela. Tampoco sé cómo fue que estaba desnuda, pero lo estaba. Y no solo no parecía importarle sino que se mostraba francamente interesada en que yo estuviese tan desnudo como ella.

Nos amamos dulcemente, meciendo nuestros cuerpos al compás lento de nuestro deseo. Nos amamos salvajemente, nos mostramos la necesidad que teníamos tal como la habíamos generado. Nos amamos ciegos y sordos a todo lo que no fuesen nuestras miradas y nuestras palabras sin sentido. Tal vez con más sentido del que nos hubiésemos creído capaces de expresar. Nos amamos exaltados, nos amamos agotados, nos amamos bebiendo cava frío que nos robábamos de nuestras bocas. Nos amamos escuchando música y cuando ya amanecía nos dormimos abrazados porque ya no sabíamos en qué nueva forma debíamos amarnos.

Me desperté y Ángela dormía a mi lado. Apoyado en un codo contemplé sus cabellos rubios esparcidos por la almohada, dando color a mi vida. En algún momento despertó y susurró:

—Ven y abrázame, detective. —Me dormí de nuevo. Desperté al cabo de un rato que no sabría precisar y Ángela me miraba apoyada en un codo.

Me hizo callar con un «sshhhhhh» y apoyando un dedo en sus labios. Cubrió mi cuerpo con el suyo y estuvo quieta besando lentamente mis ojos cerrados, hasta que comprobó que yo reaccionaba; entonces me introdujo lentamente en su interior y murmuró:

—Ahora a dormir. —Durante un rato, quizás dos o tres siglos, estuvimos así moviéndonos lentamente; en ocasiones parábamos, nos mirábamos y antes de reanudar tratábamos con palabras torpes de expresar lo que nuestros cuerpos ya sabían. Seguimos hasta que su respiración se hizo ronca, apresurada. Tuvimos un orgasmo simultáneo, salvaje, que terminó con un grito en el que se mezclaron dolor y placer, ya que mientras ella clavaba sus uñas en mi espalda yo le apreté los pechos como si mi permanencia en este mundo dependiese única y exclusivamente del soporte de su suavidad.

Transcurrieron dos días durante los cuales mi apartamento nos pareció el lugar más acogedor de la ciudad. Hablábamos mucho, aunque la verdad, no sé qué era lo que nos decíamos. Supongo que cada uno pretendía mostrarle al otro un mundo ideal que estaba más allá de cualquier realidad. Posiblemente, cada uno de esos mundos estuviese situado en las antípodas del lugar donde se posaban nuestros pies. Ahora pienso que es probable que nos limitásemos a repetir una y otra vez unas pocas frases que nuestro deseo embellecía.

Cualquiera que haya estado enamorado sabe dónde está ese lugar del que nosotros hablábamos. También sabe lo corto que es el viaje y lo doloroso que resulta el regreso, cuando este se produce. Pero para nosotros el viaje de regreso era una entelequia. Y ¿quién demonios quiere pensar en entelequias?

Maruchi la Desdentá, desde luego, no.

El teléfono sonó justo en mitad de un beso.

—Humphrey, ¿dónde leches te has metido? Pásate por el negocio, creo que tengo algo para ti que te va a interesar.

Maruchi siempre le llama «el negocio» a su puticlub, como cualquier pequeño burgués. Para una puta, el dinero es algo tan serio como para un banquero; para conseguirlo ha de mover más las caderas, pero se ahorra la asistencia a consejos de administración.

Maruchi no acostumbra a exagerar, así que si decía que tenía algo interesante que contarme, valía la pena atenderla enseguida. Me despedí de Ángela como si fuese a Alaska para una cacería de osos polares afectados de hidrofobia. Aunque le prometí que en el viaje de vuelta aprovecharía para comprar provisiones para la cena.

Maruchi, efectivamente, tenía algo bueno para mí. La expresión de su rostro mostraba el orgullo del trabajo realizado a conciencia.

—Vamos a tu oficina, Humphrey; no quiero molestar a las niñas mientras preparan el local, y mi despacho está hoy un poco desordenado.

Teniendo en cuenta lo poco que a Maruchi le importa molestar, o no, a sus niñas, y comparando lo poco que se puede desordenar su despacho con lo muy desordenada que está mi oficina, era fácil adivinar lo explosivo que era el material que tenía para mí. Debía ser tratado con precauciones para que no nos estallara en las manos.

Una vez en mi oficina, Maruchi se apresuró a sentarse en mi maltratado sillón de ejecutivo, por lo que me vi obligado a escoger entre sentarme en la silla reservada a los clientes o bien ocupar una esquina de la mesa, como haría Mike Hammer para intimidar al dueño de la mesa.

Maruchi no se mostró en absoluto intimidada cuando me senté a dos palmos de sus tetas.

Desde aquel ángulo, la relativamente limpia ventana me ofrecía el espectáculo de las tres horribles chimeneas —símbolo del Paralelo— entre la bruma cargada de partículas de contaminación, un espectáculo que casi embellecía mi hábitat profesional.

Maruchi, al tiempo que se arrellanaba en mi sillón, cruzaba las piernas con la intención de que una parte notable de su anatomía se paseara lúbricamente por mis poco interesados ojos.

Reflejos condicionados de puta sin mayor sentido. Yo seguía saciado por el recuerdo de Ángela.

—Humphrey, tenías razón. En esa pocilga de maricones y niñatas hay algo que se pudre.

—¿Por qué?

—Porque no he conseguido averiguar nada. Nadie sabe nada. Y cuando parece que alguien pueda saber algo, no habla, se cierra en banda. Hay miedo, muchacho.

—Maruchi, estás perdiendo facultades.

—Y una leche pierdo facultades, lo que sucede es que el asunto va más allá de lo que estamos acostumbrados en este barrio. Y ya sabes que no somos precisamente discretos, ni nos asustamos por ir un paso o un kilómetro más allá de lo que marca la ley.

—Pero me has dicho que tenías cosas que contarme.

—Y las tengo, pero déjame que disfrute, hombre. En esta vida todas las cosas tienen su arte, y si no me permites añadirle el toque artístico a lo que he averiguado, pierde gracia y se convierte en puro chismorreo.

Eso era cierto: quitarle a aquella mujer la posibilidad de moverse por el escenario de rumores, murmuraciones, comadreos e infundios más o menos justificados, contados con la certidumbre de que si no son ciertos podrían serlo, era injusto. Ella disfrutaba con esto tanto como un ingeniero podía disfrutar con la contemplación de un puente colgante con el que acabase de obtener un premio internacional. En realidad, de qué iban a servir los puentes si no hubiese chismosas dispuestas a cruzarlos.

—Mira, para empezar he averiguado el nombre del dueño del tinglado. Y resulta que le conozco desde hace años.

—Esa es mi chica. Anda, cuéntame.

—Asómbrate, el dueño es Arcadio Peña.

—Me asombro profundamente, Maruchi, pero no tengo ni idea de quién es el fulano en cuestión.

—Un don nadie, Humphrey. Uno de esos tipos que aprenden a vestirse solos a partir de los treinta años y aún entonces hay que enseñarles a abrocharse los zapatos para que no tropiecen con los cordones. Nunca ha tenido un duro. Se ha ido ganando la vida trapicheando con cualquier cosa que le saliese al paso, porque si la tenía que encontrar él, se hubiera muerto de hambre.

—Capto la idea, me estás dibujando a un hombre de paja incapaz de crear problemas aun queriendo.

—Eso es, chico listo.

—O sea que tenemos el secreto mejor guardado del Barrio Chino de Barcelona en manos de un tipo especialmente cualificado para ser un inepto.

—Y ahí no se acaba la historia. Resulta que el tal Arcadio prácticamente no se deja ver por el local. De vez en cuando aparece, se lleva a una de las chicas a la cama, se mama moderadamente y se larga a casa para acabar de mamarse.

—Tendré que ir a visitar al tal Arcadio y ver si es capaz de contarme algo que merezca la pena.

—Ni se te ocurra, mi amor. Verás. En primer lugar, no creo que ese subnormal sea capaz de contar dedos si le pones más de dos manos juntas. Y en segundo lugar, siempre hay alguno de los gorilas que viste por El Universo de Noche dando vueltas a su alrededor. No está claro si le protegen o le vigilan para que no meta la pata.

—Pues no veo qué otro remedio me queda; con gorilas o sin ellos, es la única pista que tengo.

—Humphrey, muchacho, que estás hablando con Maruchi la Desdentá. Tienes otra posibilidad, yo te la he conseguido.

—Dime, cielo, ¿cómo es que nunca te he pedido que te cases conmigo?

—En primer lugar, porque nadie se casa con una puta, sabiendo que lo es. Y en segundo lugar, porque las putas si nos casamos lo hacemos con alguien a quien le podamos sacar los cuartos. Y tú eres un muerto de hambre, encanto.

—Cuanto más me castigas, más te quiero, Maruchi.

—Venga, bobo, deja de decir paridas y escucha, que lo que tengo para ti te va a interesar. Hemos tenido suerte, Humphrey. Resulta que un novio de la Carmenchu, de alguna manera, trabaja para El Universo de Noche.

Carmenchu, más conocida como Tetas de Palo, es una de las niñas más antiguas de Maruchi, una veterana condecorada en múltiples batallas, y que según dicen posee habilidades notables en el campo de las relaciones personales, cuando se trata de distancias cortas. Debido a cuestiones de edad, decidió siliconarse determinadas partes del cuerpo y acudió a un cirujano tan barato como chapucero que se pasó de frenada en la siliconación, hasta tal punto que las tetas de Carmenchu no solo recuperaron la turgencia de su juventud, sino que dan la permanente sensación de estar saludando, al más puro estilo fascista, al público presente. El tamaño, nada modesto, de las tetas de Carmenchu ha hecho el resto para recibir su apodo. Ella se toma la cosa con filosofía y dice que mejor es que la llamen Tetas de Palo que Tetas de Trapo. Además, es una de las niñas de Maruchi que más factura. O sea que allí paz y aquí gloria.

—¿Y en qué nos va a beneficiar esa casualidad?

—Pues que el Antonio trabaja para una empresa que recoge los desperdicios de El Universo de Noche. Va de madrugada y saca los contenedores. Y no están en la calle, Humphrey, sino que debe entrar en el local por la parte trasera. Allí hay un patio vacío cuyo único propósito parece ser ese, dejar los desechos para que los recojan. La puerta de acceso al local propiamente dicho está siempre cerrada, pero dice el Antonio que, como en tantas casas viejas de este barrio, hay un balcón a poca altura que da al patio, por lo que subiéndose a uno de los contenedores se puede acceder fácilmente a él y una vez lo has franqueado estás ya dentro de la casa. El Antonio le ha contado a Carmenchu que en más de una ocasión ha pensado en entrar; cree que aquella parte tiene pinta de dar acceso al almacén, y a él el whisky de calidad le puede, lo que no puede es comprárselo.

—Pero yo tendría que forzar la puerta del callejón y quizás esté protegida por algún sistema de seguridad.

—Lo está, chico listo, lo está. Es una de esas cerraduras de seguridad que necesitan tiempo y ruido para violentarlas. Como el Antonio tiene que entrar cada día, tiene la llave en la empresa.

—Mierda.

—Tranquilo, hombre. El Antonio está dispuesto a dejarte colar hasta el patio; a partir de allí, el problema será tuyo. El Antonio recogerá los cubos llenos de porquería, los vaciará y los volverá a dejar en el patio, y en ese momento tú te cuelas con él. Cuando tengas que salir no habrá problema ya que desde el interior la apertura no ofrece mayores dificultades y, si no encuentras la forma de desconectar la alarma, siempre tendrás la opción de salir corriendo, subir al coche, acelerar a fondo y para cuando quieran salir a buscarte ya estarás en tu casa.

—Recuérdame que te presente un día de estos a un amigo mío que es coronel del MOSAD; seguro que te ficha, Maruchi, y por lo que sé pagan bien y acostumbran a tener buenas relaciones con los árabes. Vete a saber si a través de él conoces a un jeque del petróleo que te retira… ¿qué tal te sienta el burka?

—Como a ti un par de hostias.

—Un detalle, nena. El tal Antonio debe de pertenecer a la Cofradía de las Buenas Intenciones, ¿no es eso?

—No, en realidad es un fulano bastante lamentable. Colaborará por tres razones. La primera de ellas es que en mi negocio, y por cara de la Carmenchu, tiene crédito. Ya sabes que allí todo el mundo paga al riguroso contado a no ser que yo diga lo contrario, pero a unos pocos, por la razón que sea, se les permite que vayan acumulando deuda hasta final de mes. El Antonio es buen pagador, pero tira mucho del crédito y ya le he hecho saber que si no colabora eso se ha terminado. La segunda razón es que apreté a la Carmenchu; al principio no quería saber nada del asunto porque le tiene cariño al Antonio y no quiere que se meta en problemas, pero como ya lleva mucho tiempo conmigo y hay confianza, la pude convencer. Le dijo al Antonio que si le negaba el favor podía ir buscándose a otra que se la chupase con el arte con que se lo hace ella. Aparte de que encontrar putas tan cariñosas como la Carmenchu no creas tú que es sencillo, y el chaval lo sabe. La tercera razón es que irás a verle a su casa y le soltarás algo de pasta. Supongo que no se pasará, tú calcula unos trescientos o cuatrocientos euros. Teniendo en cuenta que se la juega, es barato.

Maruchi acompañó las últimas frases con un forcejeo por el interior de su sujetador. Hubo un momento en que temí seriamente que saliese antes una teta que lo que fuera que anduviese rebuscando por las profundidades de su escote. Finalmente, y con un suspiro de alivio, la Desdentá me tendió un papel doblado tres veces sobre sí mismo.

—Esta es su dirección, ve a verle, te está esperando. Si cuando llegas allí está su mujer, sé discreto.

—Maruchi, no sé cómo agradecértelo.

—Ha sido un placer, Humphrey. Además, ya está anotado. Tú sabes que yo me llevo bien con todo el mundo, pero nunca se sabe. Vete a saber si algún día no tendrás que ir a visitar al gitano o a cualquiera del mismo pelaje y contarle que Maruchi la Desdentá es aún muy joven para palmarla.

—Tranquila, mi amor, si no se puede hacer nada por evitarlo, ese día la palmamos tú y yo juntos.

—Me largo a vigilar el negocio, que ya sabes que la caja y las putas no se ponen nunca de acuerdo si alguien no las vigila.

—Oye, nena, una cosa antes de irte. ¿En estos últimos tiempos ha aparecido algún tipo nuevo por el barrio?

—Cada día unos cuantos. Intenta ser más explícito.

—Me refiero a alguien peligroso.

—¿Como cuánto de peligroso?

—Tan peligroso como para ir llenando de plomo las barrigas de la gente, probablemente por encargo.

—No lo sé, Humphrey, de verdad que no sé quién es el tipo. Si son profesionales, no se dejan ver demasiado. Vete a saber si no estará alojado en el Princesa Sofía. Lo que te puedo asegurar es que en los últimos tiempos nadie ha ido por ahí marcándose el pegote de que se ha cargado a alguien; eso lo hacen los chulos, los gitanos entre ellos, los malhechores desesperados, los drogadictos. Pero tú me preguntas por un profesional, amigo mío. Esos matan, cobran y se largan, y si se quedan durante un tiempo, es para volver a matar.

—Estamos de acuerdo, Maruchi. Olvídalo.

—De cualquier forma, he oído hablar de un tipo que ha aparecido hace poco, no se deja ver excesivamente y es parco en palabras, pero… Es un fulano alto y muy delgado, viste bien y según dicen tiene la mirada más fría que un témpano.

—Me acabas de describir a un inspector de Hacienda.

—Vete a la mierda, Humphrey.

—Siempre serás mi chica, Maruchi.

—Claro, y tú mi único amor. Por cierto, ¿ya has perdido la virginidad?

—Esa experiencia la pasaremos juntos, cielo.

La risa ronca y sensual de Maruchi fue bajando por la escalera y yo me quedé solo, pensando por qué demonios me había tenido que sentar todo el rato en el borde de la mesa mientras ella ocupaba mi sillón.