Me desperté pensando que mi lista de actividades para aquel día resultaba tan impresionante como la agenda de un ejecutivo. Aunque dudo que un ejecutivo, cuando visita a la clase de personajes que yo iba a visitar, lo anote en su agenda.
Pasé por el loft de Billy Ray, quien por cierto había recobrado su acento americano, y le pedí que bajase conmigo a mi cuchitril. No deseaba que Ángela me viese apretándole las tuercas a su hermano. Y temía que eso iba a resultar inevitable, a no ser que el susto hubiese obrado milagros en el carácter de mi amigo.
Si acaso lo obró, el milagro había sido de escasa entidad. Billy Ray me contó, nada más entrar en mi oficina, la fiesta que pensaba montar la semana siguiente en el loft, contando con los dieciocho mil euros que Ángela, una vez vaciada la cuenta corriente de sus ahorros, le había traído desde Orense con la esperanza de ayudar a arreglar el desaguisado en que su hermano se hallaba inmerso.
Decidí explicarle la situación de la manera más formal y educada que pudiese encontrar. Al fin y al cabo, el género humano se distingue por su capacidad de raciocinio y su sensibilidad, por nuestra innata tendencia a valorar la delicadeza con que somos tratados.
—Y una mierda, Billy Ray, vas a montar una fiesta con ese dinero. Como se te ocurra tocar un solo puto euro de tu hermana, te corto los huevos y te los hago tragar. Vas a trabajar como un cabrón, aquí conmigo, hasta que hayas ganado dinero suficiente para cancelar la deuda que contrajiste.
No hay como un léxico distinguido y una prosa sobria para que la gente te preste atención. Mi amigo se sentó tan rígido como la estatua de Colón y murmuró, mirándome de reojo:
—Joder, Junfin, a ver si vas a ser peor que el gitano.
—Mira, Billy Ray, no me toques los cojones. O te asocias conmigo y trabajas para cancelar tu deuda o te presento formalmente a los dos gitanos que te atracaron para que ellos mismos te cuenten el recado que me dieron para ti.
—Somos socios, Junfin, no te enfades. Pero yo no tengo capital para aportar.
Casi se le escapa una sonrisa al pensar que ahí se acababa de iniciar el fracaso de nuestra sociedad.
—Ni lo vas a tener durante bastante tiempo, amigo. Todo lo que ganes trabajando para nuestra sociedad, excepto una pequeña parte que te quedarás para sobrevivir, lo destinaremos a devolverle la pasta al fulano que me prestó el dinero. Que, por cierto, puede llegar a ser bastante más peligroso que el Tío Matías.
Se me olvidó comentarle a mi recién adquirido socio que los previsibles beneficios de mi negocio y la pequeña parte que se pudiese quedar para sobrevivir serían tan miserables como para sumir en la desesperación a un galeote numidio al servicio de alguno de los cruceros de placer que organizaba Escipión el Africano. Basé mi omisión en la máxima que dice que en las cuestiones empresariales no es aconsejable ser totalmente transparente.
—Pero ¿tú crees que yo sirvo para detective?
—No, socio, no lo creo. Para eso hace falta ser un poco más tonto de lo que tú eres. Vamos a lanzar un nuevo departamento en la empresa: Informes comerciales y Persecución de morosos. Tú serás el gerente. La estrategia comercial la dejo a tu elección, aunque, si quieres una idea, piensa en algo así como «El cowboy cobrador».
La expresión de asombro que iba componiendo Billy Ray conforme yo desarrollaba la idea fue cambiando paulatinamente hacia una reflexión interesada para acabar siendo de franca satisfacción. El hombre ya se veía impartiendo justicia, Colt en mano, entre los malos pagadores del país. Mientras, yo pensaba en qué iba a emplear a Billy Ray en realidad para que produjese algo de dinero. Venderlo a un traficante de órganos podía resultar rentable. Era una idea tentadora, pero pensé en los ojos azules de su hermana Ángela y la idea se fue desvaneciendo en mi cerebro.
Lo dejé entusiasmado redactando el anuncio que al día siguiente pensaba insertar en un par de medios de comunicación, y en la nueva placa para el portal del edificio, en la que figurarían nuestros dos nombres e incluso un anagrama de diseño que diese el debido tono a la agencia. Así lo llamó él, Agencia, y logró pronunciarlo en mayúsculas.
Tal vez no sería tan mala idea que Ángela le prestase los dieciocho mil euros para el arranque del negocio.
En fin, ya veríamos.
El comisario Jareño me recibió con la expresión que reservaba para aquellos momentos de su carrera en que envidiaba mi independencia. Yo le respondí con mi mejor expresión de: «No te equivoques, amigo, lo mío aún es peor».
—Buenos días, Humphrey. ¿Has venido a darme alguna alegría?
—Es posible, Jareño. Ayer me di una vuelta por El Universo de Noche.
—¿Y qué coño hacías tú por aquel antro de mierda? ¿No te dije que nos dejases eso a nosotros? No quiero que interfieras en este asunto, no quiero problemas con mis hombres por tu culpa, no quiero que García te dé un par de hostias y es muy capaz de hacerlo, no quiero tener que recordarte quién manda en esta clase de asuntos. Y sobre todo no quiero olvidarme de que somos amigos y hacer un barco de papel con tu licencia.
El agradecimiento que me mostraba el comisario era evidente.
—Allí hay algo que huele a mierda, Jareño.
—Las putas de lujo acostumbran a oler bien, Humphrey.
—Vaya, así que ya lo sabías. Me podía haber ahorrado el trabajo.
El comisario encogió sus prominentes hombros.
—Nosotros también sabemos averiguar cosas. Putas de lujo, tiempo perdido. Tendremos que husmear por otro sitio si queremos resolver el asunto de los dos muertos. Por cierto, tenemos la confirmación de que los dos fueron asesinados por la misma persona, por la misma arma en cualquier caso, lo que viene a ser lo mismo.
—Jareño, tendríais que ir allí con una orden judicial. A mí no me cuadró nada de lo que vi. Créeme, algo apesta en aquel local tan bonito.
—¿Y qué le decimos al juez, Humphrey? ¿Que las putas están tan buenas que los clientes hacen demasiado ruido al correrse y no dejan dormir a los vecinos?
—Mira, para empezar todas aquellas tipas son ilegales. Me apuesto mi álbum de la grabación pirata de Bix Beiberdecke contra un cromo del Ratón Mickey a que ni una sola de ellas tiene documento de residencia ni un permiso de trabajo que no sea tan legal como un billete de setecientos euros. Solo con eso ya tienes una razón para que el juez acceda a darte una orden de registro.
—El juez me dará la orden de registro, pero cuando lleguemos allí no encontraremos más que a los cuatro maricas de turno. Y luego alguien me proporcionará un envidiable destino como bedel en una comisaría nueva, modesta aunque limpia y ordenada, que están construyendo en Las Hurdes. Con un poco de suerte, hasta puedo ayudar a acabar de construirla.
—Entendido, tienes órdenes de no joder la marrana.
—A un comisario de la Brigada de Homicidios nadie le da órdenes que vayan contra el espíritu de la ley, Humphrey. Aunque hay que estar atento a las amables recomendaciones, a los consejos de la gente que lleva más años que uno mismo y sabe qué es lo que más conviene hacer. Y ya sabes, siempre se hace todo con la mejor de las intenciones. Dicho de otra manera, amigo mío, no me toques las pelotas que hoy no está el horno para bollos.
—Que los muertos reposen en sus tumbas entonces, ¿eh? Al fin y al cabo, ¿quién va a echar en falta a un camarero bujarrón y a una tipa sebosa de Torrecillas de la Tiesa que se ganaba el pan limpiando la mierda de los demás?
—Mira, Humphrey, a mí me da lo mismo empapelar a un juez, a un ministro o al delegado del gobierno. Y luego, a Las Hurdes si hace falta. Pero no tengo nada con que moverme. Dámelo tú. Me has tocado tanto los cojones que estoy dispuesto a hacer la vista gorda si te mueves por aquel antro y me proporcionas algo sólido donde agarrarme. A ti nadie te recomienda nada, tú puedes hacerlo. No necesito que me presentes una lista de pruebas irrefutables atadas con una cinta rosa. Cuéntame lo que está pasando allí, si es que realmente pasa algo, y entraré como un elefante en una cacharrería; no habrá recomendación que me pare. Pero no me vengas con que porque a ti algo te huele mal yo tengo que jugarme la jubilación.
—Ya sabes que por hacerte un favor voy a donde sea necesario y hago lo que se tenga que hacer, pero aquello huele a peligro que apesta, Jareño. Mientras me paseaba por allí no pude evitar sentir como si alguien me hubiese puesto un pañuelo de seda al cuello y estuviese empezando a apretarlo poco a poco, sin prisas.
—Te prometo un entierro de primera si fallas. No, en serio. Si has entrado una vez puedes volver a hacerlo. Quizás tengas suerte y puedas darme algo donde pueda agarrarme. ¿Qué coño hace aquí escuchando, García? Lárguese, hombre, lárguese donde yo no le vea.
Giré la cabeza a tiempo para ver al Sargento García desplazándose sin ninguna prisa sobre sus patas torcidas.
—¿Has visto cuánto rato hacía que ese cabrón nos estaba escuchando?
—No, no me había percatado de su presencia.
—Es silencioso como una culebra, el mamón de García. En fin, al menos sé que no me perjudicará, eso sí. ¿Lo harás, Humphrey?
—No lo sé. Algo intentaré, Jareño, eso seguro, pero no te prometo nada. Ya sabes que no soy un detective de película. Lo más parecido a una patada de kárate que sé hacer es el salto de la rana. Y la única vez que intenté esquivar una bala me hizo un agujero en el hombro mientras aún estaba decidiendo hacia qué lado era mejor saltar. Y no me gustó el sabor del plomo.
—No estás obligado a nada, hombre. Anda, lárgate ahora y ya hablaremos otro día que amanezca más soleado.
—Nos vemos, comisario.
—Claro, Humphrey, claro.
En la puerta de la comisaría, el Sargento García miraba al cielo como si esperase ver bajar al Arcángel San Gabriel montado en un quad.
—¿Qué hay, bocazas? Ese asunto parece demasiado duro para un listillo como tú. Es mejor irle dando por el culo a algún marido que se busca la vida como puede, ¿eh? Así que sentiste «como si alguien te hubiese puesto un pañuelo de seda al cuello y apretase poco a poco, sin prisas», como en una película de miedo. ¡Joder, Humphrey, qué miedo debiste de pasar! Tú no eres un detective, tío. Tú eres un poeta y además de los malos.
—Sargento García, ¡qué sorpresa! No le vi el otro día por allí, claro que, con tanto maricón suelto en el local, no tuve necesidad de ir al lavabo.
Inmediatamente después de decirlo me preparé para la agresión que con toda seguridad iba a recibir por parte del energúmeno de las patas torcidas. Pero, curiosamente, el hombre parecía haber perdido todo interés por una confrontación directa conmigo. El Sargento había dejado de prestar atención al posible aterrizaje del Arcángel San Gabriel y ahora parecía muy preocupado por el aspecto de sus zapatos, ya que toda su atención se concentraba en ellos. Sin embargo, había desplazado su cuerpo de tal forma que me era imposible abandonar el recinto sin empujarle.
—Le escucho, Sargento.
—Te voy a tutear, Humphrey.
—¡Oh, Sargento!, pensé que no lo harías nunca.
—Muy ocurrente, mierdecilla, muy ocurrente. Además de tutearte, voy a contarte un secreto, aunque primero permíteme que te haga una pregunta: ¿tú sabes qué le pasa a tu amigo el comisario Jareño?
—Sí, claro.
—Pues mira, a mí me pasa lo mismo que a él pero añadiéndole una dosis extra de cabreo, porque no me gusta ver a alguien tan legal como el comisario jodido e impotente para sacudirse lo que le ha caído encima.
—Hasta ahí le sigo, Sargento.
—Bien, ahora viene el secreto. Me he pasado la vida despreciando a la gente como tú, tipos que no tenéis más reglamento que el que os dicta vuestra propia conciencia, lo cual es muy poco reglamentario, por decirlo de una forma suave. En ocasiones he deseado poder apartaros de la circulación y enviaros a las cloacas para que les hicieseis compañía a las ratas, y que Dios se apiadase de los pobres bichos.
—Sargento, me emociona usted, sabía que su alma estaba llena de poesía, pero esto… esto supera todas mis expectativas.
—Cállate, coño. Para mí ya es bastante duro decirte lo que te voy a decir, así que si además intentas cachondearte, te voy a patear el culo de tal manera que tendrá que venir el forense a despegarte de mi zapato.
—Mensaje captado y registrado, Sargento, soy todo oídos. —La verdad es que volver a apreciar el espíritu primitivo de García me tranquilizó. Tanto raciocinio por su parte ya me estaba inquietando.
—Tantas veces como os he despreciado os he envidiado. ¿Tú sabes, Humphrey, la cantidad de veces que un mal bicho se ha ido tan tranquilo a su casa simplemente porque nosotros no hemos podido hacer lo que tú hubieras hecho sin que nadie te lo impidiese?
—Me imagino que muchas, pero alguien tiene que poner límites al poder. Y este está en sus manos, no en las mías.
—No vamos a discutir eso ahora, ni siquiera se me da bien. Tampoco creo que a estas alturas, cuando me falta poco para jubilarme, tenga que intentar arreglar algo que me ha estado jodiendo durante toda mi carrera. Me conformaría con poder ayudar al comisario; el problema es que, tal y como él mismo te ha contado, quien mejor puede ayudarle eres tú.
—Empiezo a perderme, García. Si no le gusta filosofar, ¿qué coño pretende decirme?
—Pretendo decirte que si vas a hacerlo, si vas a tratar de ayudar al comisario, te cubriré las espaldas. Y no me refiero a que si puedo perderé en tu favor un expediente de faltas. Te estoy diciendo que si de verdad allí hay algo feo, tal como te hueles, yo me paso por los cojones las recomendaciones, aunque vengan del despacho más alto del Ministerio del Interior.
—¿A pocos meses de la jubilación, García?
—Mi jubilación es un asunto que a ti ni te va ni te viene. Tendrás en cuenta lo que te he ofrecido, Humphrey, o en caso contrario me enfadaré contigo, aunque estés muerto, que es lo más probable si vas allí solo. A los niveles en que supones que nos vamos a mover, tú eres un segunda división, amigo. El tipo del Colt Magnum es un crack, no eres enemigo de consideración para él. Yo ya he tenido el placer de conversar con un par de pájaros de este pelaje, y creo sinceramente que tengo más posibilidades de salir vivo que tú.
El Sargento me cedió el paso al tiempo que me guiñaba un ojo y esbozaba algo que era lo más parecido a una sonrisa que se podía permitir un tipo tan adusto como él. Su esfuerzo casi me emocionó.
—Gracias, Sargento, pensaré en todo lo que me ha dicho.
Me largué pensando en las sorpresas que en ocasiones nos tiene reservadas la vida. Ahora resultaba que el Sargento García era un ser humano, coordinaba pensamientos complejos y por si fuera poco acertaba en sus conclusiones.
Realmente sorprendente.
Además me había llamado mierdecilla, listillo, rata de cloaca y un par de lindezas más, pero había evitado cuidadosamente llamarme detective casposo. Tal vez aún había esperanza para nosotros.
Menudo día el mío. Y aún me quedaba un buen trecho por andar.
El topless de Maruchi la Desdentá es a las cinco de la tarde un remanso de paz. Las chicas trajinan por el local con una chaquetilla de lana cubriendo sus desnudas pechugas. El local abre al público a las seis y media y la calefacción no ha tenido aún tiempo de luchar con un cierto éxito contra el frío intenso de la calle.
Pónganle una chaquetilla de lana sobre las tetas desnudas a una puta y acabarán de inventar el arte conceptual. A partir de ahí, cualquier cosa cuela.
La distribución topográfica y la decoración del recinto son arquetípicas de cualquier tugurio que se precie de tal. Una barra larga y oscura limita un pasillo estrecho de paredes tapizadas con una moqueta que originalmente fue de color humo, lo cual ha permitido, pasados los años, que el color haya permanecido inalterable a pesar del pringue que se ha ido acumulando. Al final de la barra el pasillo se abre a una sala cuadrada, cuya única decoración es el remedo de sofá adosado a la pared que circunda todo el perímetro. Unas pantallas de madera acolchada con material vinílico separan el sofá único en pequeños compartimentos abiertos al frente donde una mesa diminuta invita a reposar los vasos con la bebida; una cortina que no llega al suelo dota de cierta intimidad a los cubículos. Allí los clientes que se han ganado ese derecho con el sudor de su bolsillo pueden hablar de sus cosas con las pupilas de Maruchi en un ambiente apacible, solo alterado ocasionalmente por los suspiros, gemidos o gruñidos más o menos apasionados procedentes de los compartimentos vecinos. La iluminación proviene del oscuro pasillo y está reforzada por un círculo de diminutas bombillas de color rojo que desde el techo incita a pensar en los rescoldos de un incendio deficientemente extinguido.
Durante los dos o tres días siguientes al ingreso de la nómina en las distintas oficinas bancarias del barrio, la cacofonía reinante en el local podría colmar la inspiración de cualquier compositor de música experimental. Sin embargo, a medida que van pasando los días el ritmo va decreciendo paulatinamente hasta llegar a la última semana de mes, en la que el ambiente recuerda más a los susurros que provoca el viento deslizándose entre el ramaje del arbolado de la sierra de Collserola que a los rumores que le son propios a un puticlub.
Maruchi me recibió con los brazos en jarra y una sonrisa irónica que le permitía lucir la perfecta dentadura obtenida gracias al duro ejercicio de su profesión.
—¿Qué te debo, Humphrey? ¿Una disculpa? ¿O prefieres que te felicite? Sea lo que sea, hay que reconocer que tuviste un par de cojones. Daría algo por saber qué demonios le contaste al gitano para que levantase la marca de Billy Ray.
—Eso fue ayer, Maruchi. ¿Cómo demonios te las arreglas para enterarte de todo lo que sucede a tu alrededor casi en el mismo momento en que sucede?
—¡Bah! En esta ocasión no tiene mérito, lo sabe todo el barrio; esas cosas corren deprisa. Vuelan con el viento, muchacho. Bien, chico listo, te felicito, me disculpo, me alegro infinitamente y te sigo debiendo una copa, o como te ofrecí la última vez que hablamos del asunto, tienes una chica a tu disposición. En esta ocasión, hasta la jefa está a tu disposición. Te lo has ganado.
—Te acepto una naranjada y me gustaría tener una charla tranquila contigo, necesito de tus conocimientos.
—¿A cuáles te refieres, Humphrey?
—No me excites, ¡hostia!, que estoy de servicio. Necesito que pongas en marcha tus circuitos de información.
—Humphrey, un día de estos deberías perder la virginidad; a tu edad no es bueno tanta retención. —La carcajada de la Desdentá fue rebotando por toda la barra hasta perderse en las profundidades del salón.
Maruchi tiene una forma de reír extremadamente excitante, es un sonido gutural que va perdiendo intensidad lentamente, mientras su lengua asoma rozando el borde superior de sus dientes, hasta extinguirse.
Lo que no había conseguido su proposición lo consiguió su risa. Tuve que hacer un esfuerzo para centrarme y olvidar lo que la Desdentá me haría si se desprendía de la dentadura y ponía a trabajar las encías. Aunque la tecnología de Maruchi no figura en el prestigioso estudio «Felaciones y su contribución al incremento del bienestar social», cuando perdió buena parte de su atractivo físico junto con la práctica totalidad de sus dientes, fue esta técnica la que no solo le permitió salir adelante, sino que además le dio fama entre todos aquellos que en Barcelona y alrededores estaban interesados en tal tipo de entretenimiento. De hecho, el dinero que necesitó para instalar su negocio lo había obtenido gracias a lo que podríamos definir como «novedosas aportaciones en el campo del placer por medios no totalmente convencionales».
—Bueno, hombre, bueno. ¿Pasamos al salón? —dijo Maruchi mirándome con algo parecido al respeto.
—Pero a tu despacho, te lo ruego. La última vez que visité tu salón tuve graves problemas para despegarme del sofá.
—Humphrey, ¿no estarás acusando a la empresa de falta de higiene?
El rictus de dignidad ofendida que compuso el rostro de Maruchi era tan falso como la sonrisa de un obispo, así que preferí zanjar la polémica con un lacónico:
—Alguien debió de olvidar su goma de mascar.
El despacho de Maruchi en realidad es el último de los apartamentos del salón, y se distingue de los demás por ser doble y porque la cortina que lo protege llega a rozar el suelo. En los demás aspectos, es idéntico a los restantes apartamentos.
Nos instalamos en el despacho de Maruchi; yo, con un vaso de naranjada; ella, con una sonrisa entre burlona y provocativa.
—Bien, Humphrey, te escucho.
—¿Ya sabes que te ha salido competencia?
—¡No me digas, Humphrey, competencia! Aquí en este barrio nos ha salido competencia. A nosotras. ¡Virgen Santa! Quién lo iba a decir, putas por aquí. Venga, Humphrey, no me jodas, por favor. Si en este barrio hubiese tantos médicos como putas, íbamos a ser la zona más saludable del planeta.
—Ja, ja, Maruchi. Y me olvidaba un ja. Ya sabes de qué te hablo. ¿Qué me puedes contar acerca de las nuevas actividades de El Universo de Noche?
—Nada que me preocupe. Sus clientes, por lo que yo sé, no se acercarían por mi local ni protegidos por una mascarilla. Aunque ellos se lo pierden, porque cualquiera de mis niñas le da lecciones a la más adelantada de esas guarras importadas que corren por allí.
—No lo dudo, Maruchi, pero no me refiero a eso. Estuve husmeando por allí el otro día y me quedé con la sensación de que me había perdido la mitad del espectáculo. Ya sabes lo que quiero decir.
—No, la verdad es que no sé a qué te refieres. ¿Qué te hace pensar que allí pasa algo más aparte de lo que se ve?
—No sabría decirte, llámalo olfato. Hay más protección en aquel local que en el harén de Harum al-Raschid.
—¿Qué clase de protección?
—Gorilas. Y no de los que andan paseándose por el garito por si acaso; parece como si estuviesen guardando la mismísima puerta del infierno.
—Bueno, por lo que yo sé, todas aquellas zorras son ilegales, y además, donde hay putas acaba habiendo hostias. Y si hay hostias tiene que haber alguien que ponga orden sin necesidad de sacar la navaja.
—Ni así, Maruchi. Esos gorilas no están allí para impedir que las niñas salgan corriendo a comisaría. Ninguna de ellas parecía ansiosa por salir corriendo, al menos no por ahora. Además, los gorilas acostumbran a estar más o menos camuflados para no intimidar al personal. Oye, ¿quién es el dueño de aquel tinglado?
—Un tipo nuevo, no sabría decirte el nombre, aunque no sería difícil averiguarlo. Parece ser que no quiere líos, no se mete en nada. Le compró el local al antiguo propietario y en apariencia mantuvo el negocio con el mismo formato; ya sabes: moñas con aspiraciones artísticas. Y al final parece ser que se animó a ampliar el negocio con otro enfoque.
—¿Tienes posibilidades de averiguar más cosas? Si la ampliación es todo lo que se ve o hay algo más. No sé, cualquier cosa me podría servir.
—Claro, seguro. En cuanto sepa algo te avisaré. ¿Alguna cosa más, jefe?
—No me has dicho cuánto me va a costar la información; ya sabes que mi negocio es modesto.
—Tranquilo, ya te lo diré, no hay prisa.
La Desdentá se había recostado en el sofá y se acariciaba lentamente el nacimiento del pecho con la mano abierta.
—¿Tratas de decirme algo, Maruchi, o es cosa de la costumbre?
—Vete a saber, Humphrey, vete a saber. Cualquier día con algo menos de prisa tendremos que hablar.
—Claro, sin prisas. Pero no te enamores de nadie hasta que yo vuelva.
—Claro, mi amor, de nadie que tenga más de dos orejas. Te lo prometo.
—Adiós, Maruchi.
—Humphrey…
—Sí.
—¿Qué coño le dijiste al gitano?
—Le dije muy seriamente que si se cargaba a Billy Ray, Maruchi la Desdentá iba a contar por todo el barrio las cositas que sabía de él y de sus andanzas. Tendrías que haber visto el susto que le agarró, al pobre hombre.
—Humphrey, eres un solemne hijo de la gran puta.
—Yo también te quiero, nena.
Salí esperanzado. Si Maruchi la Desdentá decidía enterarse de algo, se enteraba. No sé cómo lo haría, pero estaba seguro de que no fallaría. Si fallaba, sería señal de que en el barrio las cosas estaban cambiando. Y cambiar las cosas aquí no es una cuestión sencilla.
Yo seguía confiando en la innata habilidad de la Desdentá.