El Universo de Noche, el local donde trabajaba Eduardo el Drácula hasta que tropezó con dos plomos del cuarenta y cuatro, era un tugurio en donde los números semipornográficos se alternaban monótonamente con cuadros musicales interpretados por un elenco homosexual que a falta de talento derrochaba una voluntad a prueba de silbidos, abucheos y los más variados insultos y «gracias» referidos a su condición sexual. Las frustraciones de la calenturienta imaginación urbana se reunían en aquel tugurio y los artistas les servían de blanco.
Al antro en cuestión se accedía a través de una escalera revestida por una alfombra roja ribeteada en púrpura que había conocido tiempos mejores. Probablemente podría presumir de haber sido pisada por antiguas glorias de la farándula. Ahora, dada su edad, ya no tenía humor para presumir de nada, así que permaneció callada cuando yo bajé pisando sus gastadas hilachas.
La puerta de entrada, de batientes acristalados, estaba custodiada por un portero marroquí disfrazado de general de las fuerzas armadas de la República de Namibia, que con sonrisa obsequiosa y una ligera reverencia agradecía la entrada de los parroquianos.
En el interior, una treintena de mesas redondas, cubiertas con un tapete de encaje, originariamente blanco, que el tiempo aproximaba al poco saludable amarillento de la faz de un cirrótico, se adornaban con lamparillas de latón cubiertas por pantallas azules, rojas o verdes. Las mesas rodeaban el escenario, en el que un piano y un taburete de patas altas me hizo imaginar la imposible presencia de Marlene Dietrich luciendo su lánguida belleza de tísica, cantando Lili Marlen, la única canción que cantó con sentimiento. Los ojos de Marlene, entrecerrados de aquella manera que siempre hacía dudar de si acababa de experimentar un orgasmo o estaba en ciernes de experimentarlo, desaparecieron en cuanto eché un vistazo por el local.
No hacía falta pasearse mucho rato para darse cuenta de que allí poca cosa había para investigar. El público era del tipo amateur, parejas inexpertas que pretendían descubrir el lado oscuro de la vida en una sola noche. Matrimonios aburridos en grupos de tres o cuatro, ellas riendo, falsamente escandalizadas por las mariconadas de los artistas, ellos reinventando «gracias» que gritaban hacia el escenario para sentirse de ese modo protagonistas. Los actores, cegados por los focos, ni veían a sus sayones ni tenían demasiado interés en verlos; suficiente trabajo tenían en aferrarse a su mundo de falso éxito y burlones aplausos.
En el fondo del local, me llamó la atención una cortina de terciopelo negro y el tipo enorme como un tráiler que le hacía compañía. El tráiler, que vestía un frac en cuya confección el sastre debía de haber gastado más tela que en el traje nupcial de una princesa japonesa, lanzaba miradas de mala leche a cualquiera que se acercase a menos de dos metros de la cortina.
Me acodé en la barra y pedí una naranjada natural, y luego me dediqué a vigilar la cortina y al tráiler que la cuidaba como si fuese el collar de perlas de su abuela. La naranjada, por el sabor, debía de estar hecha con los frutos del huerto de Boabdil, en los tiempos en que el sarraceno en cuestión era el baranda de Granada.
Un tipo de mediana edad, vestido de un modo informal con una cazadora de cuero que, en caso de que no la hubiera robado, le podía haber costado tranquilamente seiscientos euros más IVA, se acercó al tráiler e hizo o dijo algo muy convincente, pues el tráiler apartó delicadamente la cortina y la cazadora de cuero desapareció, junto al tipo que la vestía, tras el terciopelo negro.
Abandoné el resto de la naranjada a su suerte y me dirigí hacia la cortina. La estrategia estaba perfectamente pensada: debía acercarme al gorila sin la menor vacilación y decirle que era el chófer del tipo que acababa de entrar, que tenía un mensaje de suma urgencia para él.
Podían suceder tres cosas.
Primera: que el tráiler no se creyese ni una sola palabra, me agarrase por el pescuezo y me llevase al cuarto de los niños malos, donde me zurraría hasta que le doliesen las manos, lo cual indicaría que como estratega no soy ningún genio. En este caso, el siguiente paso sería ir lo más pronto posible al hospital más cercano a que me recompusiesen la jeta y comprobasen que ningún hueso hubiera cambiado de sitio.
Segunda: que el tráiler me mirase mal pero me ordenase que permaneciera allí quieto mientras él iba a avisar al tipo de la cazadora de cuero, traspasase la cortina y se acercase a donde fuera que estuviese el tipo. En ese caso, yo debía rezar para que ese lugar estuviese lo suficientemente lejos como para poder echar un vistazo al panorama que se ocultaba tras la cortina. El siguiente paso consistiría en salir huyendo a la máxima velocidad para evitar la visita al cuarto de los niños malos en compañía de mi amigo el tráiler.
Tercera: que el tráiler picase y me permitiese traspasar la cortina para que pudiese avisar a mi jefe. En ese caso, el siguiente paso sería improvisar sobre la marcha y anotar cuidadosamente el truco empleado para poder contárselo un día a mis nietos. «Niños, vuestro abuelo era mejor estratega que Napoleón Bonaparte», les diría, sujetándome la dentadura postiza.
Me acerqué al tráiler. Cuando estaba a dos metros, el tipo me enfocó directamente y sacó sus manazas de detrás de la espalda, lo cual me provocó un instantáneo espasmo en la boca del estómago.
—Coño, Humphrey, cuánto tiempo, hombre. No me digas que has venido a ver esta mierda de espectáculo.
El tipo tenía una voz cavernosa que parecía salida de un pozo, y con el dedo señalaba despectivamente el escenario, donde un par de moñas imitaban de forma lamentable al Dúo Dinámico. Le dirigí la más tranquilizadora y amistosa de las sonrisas que se le pueden dirigir a un fulano al que sabes que conoces aunque no seas capaz de recordar de qué y no sepas si ello te da crédito o bien representa una amenaza. De cualquier manera, el tráiler parecía tener buena disposición hacia mi persona.
El fogonazo de reconocimiento me llegó mediante la imagen ya antigua de un retaco de piernas torcidas y pechos prominentes que sin el menor recato amedrentaba en plena vía pública y a grito pelado a un gigantón, que, sin el menor éxito, intentaba fundirse con el entorno. El gigantón era mi amigo el tráiler; el retaco, su santa esposa en pleno ataque de celos. En el barrio se la conoce como la Matraca. En realidad se llama Sole, pero ya les he contado en alguna ocasión cómo somos en el barrio para eso de los nombres: donde haya un buen apodo, especialmente si es peyorativo, que se quite un nombre cristiano.
Los motivos del apodo se los pueden ustedes imaginar sin mi ayuda. Sole matraqueaba por el barrio con todo macho con el que tropezaba, con la única condición de que los sobacos no le oliesen a petróleo a más de medio metro de distancia, lo cual no le impedía sentir unos celos desmesurados hacia cualquier mujer que se acercase a su «legítimo».
En pleno desarrollo de uno de sus permanentes ataques de celos, Sole contrató mis servicios para que le confirmase sus sospechas acerca de las revolcadas que el tráiler disfrutaba con la dueña de la tienda de ultramarinos de su calle, viuda por aquel entonces del hombre más fuerte del mundo, según habían rezado los carteles del circo donde trabajaba en vida. La pobre mujer debía de sentir añoranza de las robusteces de su finado esposo y en el tráiler encontró el consuelo que toda alma sensible necesita para ir soportando la dura vida que nos ha tocado en suerte a la mayoría de los habitantes del barrio.
Cuando tuve preparado el informe, que confirmaba las sospechas de la Matraca, se presentó a recogerlo en mi oficina y dispuesta a pagar en especie, en el mismo acto e in situ. En realidad, debía haberlo previsto, ya que los pagos en especie de la Matraca eran famosos desde la plaza de España hasta las primeras aguas pringadas de mugre del puerto, y desde el castillo de Montjuic hasta la calle Floridablanca.
El tráiler era un pedazo de carne con ojos, mucho músculo y poco cerebro, pero cualquier ser humano castigado por el destino a soportar a la Matraca merecía mi más sincera simpatía y, puesto que no iba a cobrar, decidí echarle una mano. Así que le dije a la Matraca que no había informe por la sencilla razón de que no había nada acerca de lo que informar, que su marido estaba libre de culpa. Muy satisfecha no quedó la pobre tipa. Ella hubiese preferido llegar a casa y prepararle la escena del año a su marido, y posiblemente había cursado incluso invitaciones entre sus vecinas y había colgado en la platea, el salón, la cocina y las terrazas de los edificios contiguos el cartel de «agotadas las localidades».
De cualquier manera, y a pesar del disgusto, se le ha de reconocer la buena voluntad: se empeñó en pagar mis servicios. Al principio me negué, pero luego consideré que la no aceptación del cobro, fuera en la forma que fuese, suponía admitir el engaño. Sin olvidar que por aquellos días yo estaba sufriendo una de mis frecuentes largas temporadas de forzosa abstinencia sexual. Por tanto, cobré. Eso sí, mi sentido de la ética me obligó a beneficiarme a la Matraca con cara de disgusto. La mesa de mi oficina es testigo de que no miento, pueden preguntárselo.
Al día siguiente le entregué el informe al tráiler para que se enterara de que su esposa andaba husmeando sus huellas. Pensé que en cualquier momento su agradecimiento podría serme de utilidad. Al fin y al cabo, yo por aquel informe no había cobrado. Bueno, en realidad poco y con cara de disgusto.
Y justo aquel día, frente a la cortina negra de El Universo de Noche, parecía que el momento en que el tráiler podía mostrarme su agradecimiento había llegado.
—No me digas que has venido a ver esta mierda de espectáculo —repitió el tráiler gozando al mostrarme el puesto de responsabilidad que ostentaba en el organigrama de la entidad.
—No, qué va, hombre, qué va. Pero me han dicho que por aquí el verdadero espectáculo no son las monerías que hacen las moñas del escenario. Y ya sabes que a mí la marcha dura me mola más que a un tonto una pelota de colores.
—¡Ay, Humphrey! Lo de aquí no es para pobres como tú o como yo, macho. Tendrías que ver el material que corre por ahí dentro. —Con el pulgar señaló el otro lado de la cortina de terciopelo negro.
Compuse mi mejor expresión de obseso sexual para preguntarle:
—¿Y qué hay que hacer para darse un garbeo por ahí dentro?
—Tener un carné especial. Los reparte el jefe, ahí dentro solo tiene acceso quien él en persona escoge. Yo estoy aquí para controlar que no se cuele nadie sin el carné. Quien lo tiene entra; quien no lo tiene… se jode.
—¿Aunque sea amigo personal del fulano que controla todo el tinglado? Venga, hombre, que si tú quieres, entro.
—Hostia, Humphrey, que me juego el puesto. —El tráiler luchaba entre el deseo de demostrarme lo importante que era y el miedo a perder el empleo.
—Vale, tío, vale. Si tú no quieres, no hay más que hablar. Tampoco quiero hacerle una faena a un amigo.
—Joder, Humphrey, tienes razón. Para algo tenemos que servir los amigos. Venga, pasa y date un garbeo por ahí dentro, pero no me montes ninguna bulla, que me la estoy jugando por ti.
Con una mirada fugaz repasó el local y, una vez se hubo asegurado de que nadie reparaba en nosotros, apartó la cortina. Con una llave que sacó del bolsillo abrió la sencilla puerta metálica pintada de negro y me franqueó el paso.
La decoración ramplona y trasnochada quedó atrás. Tras la cortina, el acero, las maderas nobles, el aluminio de vistosos colores de los pequeños sillones de extravagante diseño, la iluminación indirecta, los textiles de moda y las pantallas de vídeo conferían a la sala una imagen funcional y lúdica. Repartidas por la elegante y amplia barra de caoba situada al fondo de la sala y sentadas en algunos de los sillones de caprichosas formas, las putas charlaban sosegadamente con algún cliente, o esperaban su oportunidad.
Desde mulatas caribeñas de labios generosos y caderas pronunciadas, hasta orientales de serena e inquietante hermosura, pasando por frías beldades eslavas que paseaban su mirada gris azulada por la sala con la misma paciente indiferencia con que una duquesa esperaría a su chófer para que la llevase de regreso al hotel; el catálogo estaba completo. Sin embargo, todas ellas compartían una característica que las igualaba: eran bellísimas, la crème de la crème del puterío. Y además, supongo que también eran carísimas.
En la barra, el fulano de la cazadora de cuero sorbía sin prisa el contenido de un vaso largo medio lleno de un líquido de color tostado. Su bebida parecía ser el mayor interés que tenía en aquel espacio, pues no parecía prestar la menor atención a la impresionante colección de preciosidades que le rodeaban.
A mí, que en el fondo lo que más me importaban eran los dos muertos, todo aquel montaje me parecía muy bien, pero tenía la impresión de que algo fallaba.
No hacía falta ser un superdotado para darse cuenta de que todas aquellas gatitas habían sido importadas de alguno de los muchos países con problemas que se encuentran repartidos por el mundo.
Por tanto, ilegales casi con absoluta certeza.
A eso, el Código Penal lo define como trata de blancas por mucho que ellas estén de acuerdo en prestar el servicio que prestan.
Horrible, de acuerdo. Pero a mí seguían sin encajarme los dos muertos. Matar en un arrebato pasional es frecuente, matar para mantener el negocio en marcha cuesta más; quizás no en Tijuana, pero estamos hablando de Barcelona. Y más si se trata de un camarero homosexual y una mujer de la limpieza de físico sobredimensionado.
¿Qué pasión habían despertado que hubiera hecho necesaria su muerte?
¿Qué peligro podían representar para la continuidad del negocio? ¿Les había matado alguien para que no se supiera que allí había trabajadoras ilegales?
Vamos a ver, putas ilegales hay en cualquier rincón de la ciudad, en las calles, en pisos y en los alrededores de los polígonos industriales. Uno se pasea por los clubs de carretera de nuestro encantador país y no sabe qué hacer con la cantidad de blancas «tratadas» que puede llegar a encontrar. Por tanto, mis dos muertos seguían sin hallar una ubicación en aquel entramado que justificase su actual estancia en el depósito.
Y no estaba teniendo en cuenta que, en los países de donde procedían las muñecas que llenaban aquel local, preciosidades que se dediquen a la prostitución forzadas por las circunstancias, incluso animadas por su propia familia, hay unas cuantas por kilómetro cuadrado. Y además, deseosas de abandonar su país. Y claro que las engañan para que vengan a prostituirse a España, les cuentan que aquí pueden ganar cantidades importantes de dinero gracias a su belleza. Y no deja de ser cierto. Lo que no les cuentan es que el dinero que van a ganar en tan ingentes cantidades, ellas ni siquiera lo van a ver; y si lo ven, serán solo cantidades irrisorias. Particularmente, no creo que transporten con engaños a modosas modistillas o bellas profesoras de ballet para prostituirlas. Simplemente porque no es necesario: es más sencillo, menos peligroso y más rentable importar putas jóvenes y bellas y explotarlas. Filosofando de una forma más o menos estulta, podríamos decir que es más un problema de arbitrariedad empresarial que de trata de blancas. Rizando el rizo de la estulticia podríamos llegar a la conclusión de que es más pertinente la actuación de cualquier sindicato obrero que de la policía nacional.
¿En aquel local se vendía droga?
Probablemente, como en la mayoría de las discotecas y en más de un pub.
Pero seguíamos teniendo dos muertos y ningún motivo para matarlos.
Cada vez estaba más convencido, mientras miraba a mi alrededor, de que nadie contrata a un asesino profesional para cargarse a dos sujetos insignificantes con tal de ocultar algo tan obvio y habitual como un club de putas de lujo, por muy ilegales que puedan ser estas.
A un servidor, la cortina de terciopelo negro, el tráiler que la custodiaba, la tarjetita que solo entregaba el mandamás, etc., me parecían pura parafernalia, una decoración para darle emoción al asunto, un toque de exclusividad, si lo prefieren. Seguía, por tanto, con mis dos muertos a cuestas y sin saber qué demonios hacer con ellos.
A mi derecha, una muñeca de porcelana con rasgos achinados le pasó con lentitud la lengua por el dorso de la mano al fauno gordo que estaba sentado a su lado, sin dejar de mirarle a los ojos, y luego dejó escapar una risa cristalina que acabó de convencer al obeso. Subieron juntos por una discreta escalera situada a la derecha de la puerta de entrada y que yo no había visto hasta entonces.
Les observé con envidia hasta perderlos de vista. Casi me había olvidado de los muertos cuando los dos recién enamorados desaparecieron en la discreta penumbra que prolongaba el fin de la escalera.
Me los recordó de nuevo la visión de un gorila sobrealimentado, al que el traje de rigurosa etiqueta le sentaba como unos pantalones de camuflaje a la reina de Inglaterra. Además, el gorila aquel sabía hablar y había asistido a un colegio de pago, ya que con toda la educación del mundo susurró unas breves palabras al oído del tipo de la cazadora carísima. El tipo con aire aburrido se levantó y siguió al energúmeno hacia una puerta situada al lado de la barra y disimulada por la misma curva de esta. Para poder entrar, el bruto del frac tuvo que agacharse ligeramente a fin de no romper el artesonado de un golpe de testuz.
Por lo visto, la noche aún tenía sorpresas reservadas para el pobrecito Humphrey.
Esperé quince segundos y me lancé hacia la puerta semioculta por la barra, rezando para que no estuviese cerrada.
Mis oraciones fueron escuchadas: la puerta estaba abierta; la empujé y entré.
Por desgracia, en mis oraciones me había olvidado del gorila. El tipo parecía estar esperándome junto a la puerta.
—Perdón, señor. Esta es una zona privada.
El tipo era realmente hábil. Consiguió que el «perdón, señor» sonase algo así como: te voy a romper el cuello como des un paso más y luego me entretendré fabricando un rompecabezas con lo que quede de tus vértebras.
—Perdón, señor —repitió. En esta ocasión reforzó sus palabras con un apretón en mi brazo que casi me provoca una fractura múltiple. Decidí perdonarle.
El intenso dolor que, partiendo de mi maltratado codo, se acababa de instalar en algún punto situado encima de mi puente nasal, solo me permitió murmurar con cierta dignidad:
—Los servicios, por favor.
—La puerta al otro lado de la barra, señor. —Aun después de pronunciar esas palabras con enorme amabilidad y sin dejar de sonreír casi con cariño, mantuvo su apretón en mi brazo durante diez innecesarios segundos, luego me soltó.
Me largué mentándole a toda su estirpe hasta la cuarta generación. En voz baja, por supuesto.
El tráiler me recibió con una amplia sonrisa.
—¿Qué te ha parecido, Humphrey, hay nivel o no hay nivel, tío?
—Un nivel increíble, tío, es para morirse de envidia.
—Ya te lo he dicho.
—Oye, las escaleras van directas a las suites, ¿no?
—Claro, hombre. Lo de allí arriba es un palacio a juego con las tías.
—Y la puertecilla al final de la barra, ¿qué? ¿Más vicio?
—Solo si te la quieres cascar. Son los servicios.
—No, no. Me refiero a la puertecilla pequeña del otro lado de la barra. Me ha parecido que había un colega tuyo, un tío grandote.
—¡Ah! La dirección, el despacho del gerente, nada más. El colega es un tío legal. Te lo presento, si quieres; te gustará.
—Seguro que sí. Otro día, en todo caso; ahora me voy que ando un poco cansado estos días, demasiado tajo. Gracias por todo, macho. Y dale recuerdos a la Sole. ¿Cómo anda ella?
—Con la mala leche de siempre. Adiós, Humphrey.
Un tío legal, el colega. Y su puta madre, una santa.
A mí aún me dolía el brazo solo de pensar en su cara de bestia. Crucé El Universo de Noche convencional, donde un travestí vestido de faralaes se empeñaba en acabar de estropear el escenario a base de zapatearlo como si le debiese dinero.
La calle me recibió como una madre a un hijo al que hace ya tiempo que espera; o sea, con la cena fría y una regañina a punto.
Después de la colección de beldades que había visto en El Universo de Noche, lo que más me apetecía era acostarme solo, sin nadie que me molestase con inimaginables caricias, con susurros libidinosos expresados en lenguas exóticas incomprensibles para mí. Deseaba dormir solo, sin sentir el roce, la tibieza, de suaves pieles de un color distinto al mío, sin la molestia de la levedad de un cuerpo de mujer encima del mío.
¿Algún problema en creérnoslo?
Bien.
Es todo un detalle por su parte.
De verdad, no esperaba menos de ustedes.