El día amaneció luminoso, por lo que el aire frío que se paseaba con total impunidad por las calles de Barcelona tenía un punto burlón, falaz, que hacía estremecer a los transeúntes con una desagradable sensación de engaño.
El frío que yo sentía era casi una sensación alegre comparado con el miedo que en oleadas me recorría todo el cuerpo al pensar que el cretino de Humphrey, o sea yo, se iba a atrever a desafiar al Tío Matías en su propia casa. Una función en cinemascope y tecnicolor. Esperaba que si la función resultaba ser además en tres dimensiones, estas no fuesen las de mi cadáver.
Desperté a Billy Ray, que dormía profundamente en mi sofá. La noche anterior le había suministrado una receta de mi invención para combatir el insomnio: dos comprimidos de Tranxilium de cincuenta miligramos tragados con una generosa ración de la ginebra apestosa que alguien me había regalado y que por temor a intoxicarme no me atrevía a consumir, ni siquiera en uno de mis momentos de desespero.
Por lo que a Billy Ray se refiere, si la gestión que me disponía a enfrentar fallaba, los sicarios del Tío Matías ya tendrían la faena medio hecha gracias a los efectos de la ginebra. En caso contrario, ya encontraría la forma de reponerle y reintegrarle a la sociedad.
Cuando le conté a mi amigo que tenía a mi disposición siete mil euros para entregarle al Tío Matías, intentó protestar. La debilidad y la somnolencia etílico-ponzoñosa no le permitieron más que una débil argumentación:
—Pero, carallo, Humphrey, estos tipos, en cuanto tengan el dinero, primero te matan a ti y luego vienen a por mí. Con esos siete mil euros, nos vamos tú y yo a Orense y allí…
—Y allí montamos una fiesta, ¿verdad, capullo?
—Bueno, hombre, bueno, haz lo que quieras. Al menos si me matan moriré acompañado por un amigo. Ya no es igual de triste, ¿verdad?
Y se durmió de nuevo.
Lo que más me jodía del razonamiento de Billy Ray era que tenía un porcentaje elevado de posibilidades de acertar.
La cueva del Tío Matías está en la planta baja de una calle apenas transitada que bordea la base de la montaña de Montjuic. Llegué allí al mediodía, después de recoger el talón de Mediahostia, hacerlo efectivo y guardarlo en un pequeño maletín de ejecutivo que él mismo tuvo la amabilidad de proveerme.
El débil sol no lograba fundir la escarcha, que todavía relucía entre la hierba rala que la montaña enviaba a luchar contra las primeras oleadas de cemento que la amenazaban. Tampoco lograba fundir el miedo, que como una mano helada me apretaba la boca del estómago y me hacía sentir más miserable y solo de lo que me había sentido en mi solitaria y mísera vida.
La puerta de la casa, una venerable reliquia de vieja madera sin pintar, que con sus nudos e imperfecciones permitía imaginar el árbol que un día fue, recordaba la entrada para los carromatos que cien años atrás se paseaban por el barrio. La cara del patilludo fulano de rasgos agitanados que me abrió la puerta recordaba a cualquiera de los acólitos de Curro Jiménez. Me miró como si yo fuese un rico hacendado especialmente afrancesado. A continuación se rascó concienzudamente el lado izquierdo de la cara con la mano derecha y se decidió a hablar.
—¿Quieres algo, payo?
—Quiero ver al Tío Matías.
—Ya.
Nos estuvimos observando durante unos instantes que a mí me parecieron más largos que la relación de desgracias de un negro en Alabama. Finalmente, el gitano decidió que cada cual es libre de escoger el tipo de muerte que más le apetezca. Se encogió perezosamente de hombros y dijo sentenciosamente:
—Bueno, hombre, tú sabrás. Pasa y espera aquí.
El aquí donde yo debía esperar era el pórtico de un enorme y sorprendente patio andaluz que mostraba una ebriedad de azulejos e imaginería acompañando a un vergel de plantas y flores perfectamente cuidadas. La balaustrada que rodeaba el patio y la escalera de madera que conducía al piso superior, hacia donde se dirigió sin excesiva prisa el tipo de las patillas, brillaban en demostración de las atenciones que recibían.
La puerta de madera, basta y sin pintar, debía de estar reservada para los inspectores de Hacienda.
Un momento antes de desaparecer por una puerta vidriera emplomada con motivos folclóricos, el tipo pareció recordar la primera lección del Manual del Buen Ujier y se giró hacia mí apoyando cansinamente una mano en la balaustrada.
—Tu nombre, payo.
—Basilio Céspedes, pero por el barrio todo el mundo me llama Humphrey. Soy detective privado.
—Bueno, hombre, tú sabrás. Espera.
Para no caer en la tentación de salir corriendo y no detenerme hasta Santa María del Mar, donde pararía a rezar un responso por el alma de Billy Ray, decidí admirar la colección de vírgenes que rodeaban el patio. Algunas de ellas me parecieron bellísimas. Mi ignorancia en cuestiones de arte me impide asegurarlo, pero juraría que alguna tenía la edad y el valor suficientes como para figurar en alguna colección importante. O como para ser buscadas por la policía.
Mientras rumiaba cuál de las bellas imágenes podía ser Nuestra Señora de la Mafia Gitana, mi amigo el ujier me llamó desde la balaustrada.
—Sube, payo. Hoy es tu día de suerte, vas a conocer al Tío.
Tras la puerta de vidrios emplomados me esperaba un gitano esbelto, un bello ejemplar de rufián que me miraba con curiosidad condescendiente. Vestía con afectada elegancia un traje de cuadros galeses de chaqueta cruzada y pantalones ligeramente acampanados, bajo los cuales asomaban unas relucientes botas puntiagudas de cuero repujado en las que se adivinaban complicados arabescos. El atuendo se completaba con una camisa de seda negra abierta por sus tres botones superiores, por donde asomaban, junto a un profuso vello negro, gruesas cadenas de oro que se entrecruzaban en una maraña de brillos. Los ojos negros como piedras mojadas y unas largas pestañas que hacían juego con los abundantes rizos lustrosos de brillantina de la nuca le conferían una belleza que la cicatriz que nacía en la barbilla y acababa en el cuello, más que afear, dotaba a su rostro de una virilidad que me hizo pensar que era una suerte que no me gustasen los hombres, ya que en ese caso hubiese pasado una mala noche.
—Pasa, payo, al fondo. —Su voz mostraba un deje de desprecio apenas contenido.
Subí las escaleras despacio. Procuraba que aquel tipo no apreciase que estaba a punto de echarme a temblar. Cuando llegué a su altura me indicó con la mano que cruzase la puerta, pero no se apartó y tuve que pasar rozándole. En cuanto entré escuché la puerta cerrarse a mis espaldas y al tipo escoltándome a muy corta distancia.
La habitación en que me encontraba podría haber servido, por tamaño, como hangar para una pequeña flota de aviones Harrier. Carecía casi por completo de muebles, tan solo aquí y allá unos sillones con mesillas salpicaban los amplios espacios vacíos. En una esquina, una larga barra de bar con taburetes rompía la monotonía del lujoso parquet. Allí tres gitanos ocupaban sendos taburetes. Al fondo, dando la espalda a la luz que entraba por un ventanal desnudo de cortinajes, sentado en un enorme sillón de cuero verde, un gitano próximo a los sesenta apoyaba sus cortos brazos en el regazo, mientras su delgado cuerpo se perdía semihundido en las profundidades del sillón. El tipo iba vestido con unos pantalones a cuadros grises y verdes y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Un chaleco negro sin mangas, abierto para hacer más pronunciado el contraste con la blancura de la camisa, completaba el atuendo que remataba un sombrero cordobés ligeramente echado hacia atrás.
En conjunto, nada impresionante, salvo que me hallaba en presencia de uno de los individuos con más poder de toda Barcelona. Podía, por ejemplo, ordenar que me degollasen entre bostezo y bostezo y luego olvidarse de mi nombre durante un par de docenas de años.
—¿Tú eres Humphrey?
—Y usted el Tío Matías.
—Así es, payo, soy el Tío Matías. He oído hablar de ti por ahí.
—Cosas buenas, supongo.
—Al menos no me han molestado nunca.
—Eso me tranquiliza.
—Bien, Humphrey, supongo que no has venido aquí para ver la cara que tiene el Tío Matías. ¿Qué podemos hacer por ti en mi humilde casa?
—He venido para hablarle de Billy Ray Cunqueiro.
—¿Y ese quién es?
—Un amigo a quien usted le vendió un maletín lleno de droga.
—Ya recuerdo, un pobre diablo.
—El mismo.
—Ya veo. Quieres ponerle la cosa fácil a mis chicos y al mismo tiempo ganarte unos euros, ¿eh?
—No, Tío Matías, no. Quiero que sus chicos dejen en paz a Billy Ray.
Los ojos del pequeño gitano, que hasta aquel momento daban la impresión de estar medio muertos de aburrimiento, relampaguearon con una mezcla de ira y diversión nada tranquilizadora.
—¿Me estás amenazando, payo?
Por el rabillo del ojo pude ver al gitano de la cicatriz, quien silenciosamente se había acercado y ahora se apoyaba en el ángulo del salón más cercano a nosotros. En la mano le había crecido una navaja del tamaño de la Torre de Pisa, con la que se limpiaba parsimoniosamente las uñas mientras le dirigía a mis zapatos una sonrisa más falsa que los labios de una presentadora de televisión.
—No le amenazo, Tío Matías. No tengo ni poder ni ganas para hacerlo, ni estoy loco, ni siento el menor deseo de morir joven, y en realidad ni siquiera creo que usted se sienta amenazado por mis palabras o mi presencia. Es más, en este maletín traigo siete mil euros, que si no me equivoco es justo lo que le debe Billy Ray.
—¡Siete mil euros, Humphrey! El problema de ese amigo tuyo no es el dinero, payo. Tu amigo se ha burlado del Tío Matías y eso no debe hacerse, hombre. El problema que tiene ese payaso es que yo quiero que todo el mundo se entere de lo que les pasa a quienes se atreven a intentar tomarme el pelo. Tu amigo debe morir, Humphrey. Es necesario porque esas son mis reglas y yo siempre me atengo a ellas. Eso lo sabe todo el barrio y debe seguir siendo así. Soy justo, payo; con mis reglas, pero siempre soy justo. Las leyes las dicto yo, la justicia la imparto yo; ese desgraciado no ha cumplido conmigo y eso se paga.
—Tan solo hay un problema, Tío Matías. En este caso en particular podría ser que todo el mundo se enterase de que usted ha sido injusto, que un inocente ha muerto por puro capricho de quien podía matarle. Todo el mundo sabrá lo poderoso y lo injusto que ha sido el Tío Matías.
El brazo del gitano se movió levemente hacia el ángulo donde estaba situado el bar y casi al instante mi amigo el ujier se materializó a mi espalda y situó a mi lado uno de los taburetes de la barra.
—Siéntate, payo. Me parece que esta conversación va a ser un poco más larga de lo que yo preveía. Lo que no te aseguro es que el resultado sea bueno para tu salud. Te escucho, Humphrey, pero antes dime una cosa: ¿qué es lo tuyo, tienes más cojones que el burro de un vendedor de cántaros o estás loco de atar?
—Soy amigo de mis amigos, Tío Matías.
—De acuerdo, pues, loco de atar. Tú dirás, y procura ser convincente, no me gusta que me hagan perder el tiempo y a ti te estoy dedicando mucho.
—Billy Ray nunca intentó tomarle el pelo a nadie, en primer lugar porque no tiene cojones para hacerlo y en segundo lugar porque le respeta a usted. Salió de aquí con la mercancía y alguien se la robó en la puerta de su casa. No tuvo tiempo ni siquiera de vender una sola dosis.
—¿Quién se la robó, Humphrey?
—Por la descripción que me hizo Billy Ray de sus asaltantes, supongo que no sería demasiado difícil dar con ellos. Yo mismo podría hacerlo, pero no sé si tengo muchas ganas, Tío Matías, me hago viejo, estoy cansado para según qué trabajos. Aunque, claro, si usted lo considera necesario, le prometo resultados en un tiempo muy corto.
Sentí el aliento del guaperas de las botas repujadas justo en mi cogote, giré levemente la cabeza y le vi en su rincón. No se había movido y seguía arreglándose las uñas con la bayoneta de bolsillo.
Cosas de los nervios, supongo.
—¿Tienes alguna sospecha acerca de quién lo hizo?
—Todavía no me he preocupado de sospechar de nadie y ya le he dicho que espero no tener que hacerlo. Lo que sí tengo es la seguridad de que usted no querrá cargarse a un inocente. Su código de justicia no se lo permite, y su reputación menos que su código, a no ser que hace un momento me haya engañado.
—¿Serías capaz de ir diciendo por ahí que el Tío Matías no es justo?
—Sí. Está claro que usted puede evitarlo simplemente levantando un brazo, pero serían dos muertes en lugar de una, ambas injustas.
—Pues mira, no sería tan mala idea mataros a los dos; eres un payo de ideas brillantes, me lo estás poniendo fácil. ¿Quieres una cerveza?
—Gracias, no bebo. Y no creo que se lo esté poniendo fácil, más bien pienso que le estoy poniendo en un compromiso. Voy a proponerle algo que quizás le ayude a tomar su decisión.
—Eres un descarao, payo. Pero si hemos llegado hasta aquí ya no vendrá de escucharte una miaja más.
—Quédese con los siete mil euros. Yo salgo ahora y vuelvo con Billy Ray, se lo traigo aquí mismo. Escúchelo y si de verdad cree que le puede matar sin faltar a su código gitano del honor, mátelo.
—¿Y contigo qué hago si a él decido matarlo?
Me encogí de hombros con falsa indiferencia.
—Será señal de que me he equivocado al juzgarle.
El rey del hampa de la zona se mordisqueó el labio superior durante unos instantes sin dejar de mirarme fijamente. Sus ojos mostraban la misma emoción que la de un macaco siguiendo el desarrollo de una partida para el campeonato del mundo de ajedrez.
—¡Ay, Humphrey! ¿Has pensado alguna vez en lo que cuesta ejercer de Dios, lo cansado que se acaba el día?
—Claro que lo he pensado. Y he llegado a la conclusión de que ese debe de ser el motivo por el que Dios se larga a descansar y nos deja tantas veces solos.
—Y así nos va, payo.
—Y así nos va, Tío Matías.
—Deja los siete mil euros a cualquiera de mis hombres y lárgate, Humphrey. No vuelvas con el gilipollas de tu amigo, me ponen enfermo los pobres de espíritu.
—¿Tengo su palabra de que no le pasará nada a Billy Ray?
—Tienes mi palabra, Humphrey, y eso es mucho.
—Adiós y gracias, Tío Matías. Ha sido un placer conocerle.
Uno de los gitanos que estaba en la barra se me acercó y tendió la mano para que le entregara el maletín. Imaginé que sería el cajero, aunque en realidad tenía más pinta de atracador de bancos que de cajero. Quizás compaginase ambas actividades.
—Humphrey… —El Tío Matías me miraba con curiosidad y una expresión zorruna en su rostro.
—¿Sí?
—¿Quieres trabajar para mí? Nunca le he ofrecido eso a un payo, pero creo que podría ser una experiencia interesante para ambos.
—Gracias de nuevo, pero no.
—¿Por qué?
—Porque usted es Dios y yo soy agnóstico.
Las carcajadas del gitano sacudían su delgado cuerpo mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Con la mano me hizo gestos de que podía marcharme.
Cuando iba por la mitad de la estancia, escuché de nuevo su voz.
—Humphrey…
—¿Sí?
Aún tenía el cuerpo estremecido por la risa, pero la mirada que había en sus ojos era tan fría como el acero de la navaja del gitano guaperas, quien había abandonado su rincón y se dirigía a la puerta.
—Ya sabes que me debes una. Lo más posible es que no te la reclame nunca, pero me la debes, eso no lo olvides, Humphrey. Ha sido un placer; no sé muy bien la razón, pero me gustas, payo. Cuídate.
Junto a la puerta de entrada el guaperas de la navaja hablaba en susurros con un gitano bajo y macizo que se recostaba indolentemente en la pared.
Tuve la seguridad de que si besaba a este último, olería a ajo el resto del día. De cualquier manera, no pensaba hacerlo.
Al pasar junto a ellos, el guaperas volvió a sonreírle a mis zapatos mientras se llevaba la mano a la sien.
—Con Dios, payo —le dijo a mis zapatos.
—Con Dios, payo —repitió el macizo como un eco.
—Con Dios, amigos.
Salí a la calle respirando un aire helado que me supo a gloria. No hay como temer perder algo para que al recobrarlo adviertas todas sus virtudes y hasta alguna de la que en realidad carece.
En cuanto llegara a casa, Billy Ray Cunqueiro y yo mantendríamos una conversación, que a todas luces no iba a ser del agrado de aquel yanqui vocacional.