CINCO

Al llegar a mi casa, el Sargento García me esperaba en el interior del coche celular aparcado frente a mi puerta. Estaba recostado con indolencia entre la portezuela del conductor y el asiento, y parecía extremadamente interesado en el lamentable estilo arquitectónico de las fachadas del vecindario.

—Buenas noches, Sargento. ¿Trae una orden de detención o es una cuestión personal?

—Ja, ja. Mire, Humphrey, los detectives privados me resultan antipáticos, y los detectives privados graciosos me resultan aún más antipáticos todavía. Y mire qué cosa más curiosa: usted me repugna especialmente. Suba al coche, mamón.

En el mismo momento en que me llamó mamón yo estaba pensando lo mismo de él, lo cual provocó que me quedase sinceramente preocupado al descubrir este tipo de afinidades mentales con el Sargento García.

—No, Sargento, se dice «Suba al coche, por favor».

—Humphrey, suba al coche, por favor. Y no tiente a la suerte.

Si algo era seguro es que el Sargento García debía de tener órdenes muy concretas en lo referente a mi persona; en caso contrario, la conversación se hubiese desarrollado en otros términos. Menos agradables para mí, por supuesto.

—¿Puedo saber dónde vamos, Sargento?

—Claro, Humphrey. Le conduzco a la Moncloa. El presidente del gobierno quiere consultar con usted algunos aspectos de política exterior vitales para la seguridad del planeta.

Pongo por testigo al Gimlet de Philip Marlowe: lo dijo de un tirón y sin equivocarse.

Tras el amistoso intercambio de información permanecimos los dos encerrados en un hosco silencio. Hay ocasiones en que la ausencia de comunicación puede resultar más saludable que una dieta equilibrada. Aquella fue una de esas ocasiones.

En comisaría me esperaba el comisario Jareño con aspecto preocupado.

—Siéntate, Humphrey. —La expresión de Jareño me hizo pensar en Billy Ray despatarrado en un callejón, cosido a puñaladas, pero no iban por ahí los tiros. El comisario me tendía la fotografía de una rústica gorda con el pelo teñido de un rubio yema de huevo que debería acarrearle la perpetua a su peluquero. La gorda le sonreía a la cámara con una expresión entre cerril y soez. En la mano sostenía una nube de azúcar de las que venden en las ferias. Unas migas rosadas se habían quedado prendidas en las comisuras de su boca, compitiendo en colorido con el rojo subido que arrebolaban sus mejillas mal maquilladas.

—¿Quién es esta sílfide?

—¿No la habías visto nunca?

—No. ¿Debería conocerla?

—No necesariamente, pero se movía por tus barrios. Era una de las encargadas de la limpieza en El Universo de Noche. Ahora está en el depósito de cadáveres con dos agujeros de Colt Anaconda Magnum en el estómago.

—Otra vez el mismo tipo, ¿eh?

—Eso parece, pero hay algo tan importante o más que el hecho de que el asesino parezca ser el mismo que el que acabó con la vida de tu vecino.

—Sí, claro, parece como si en El Universo de Noche estuviesen reduciendo plantilla sin pagar indemnizaciones.

—Eso es. Mis hombres ya están investigando en esa dirección. ¿Tú has podido enterarte de algo con la gente del vecindario?

—No, ni siquiera he tenido tiempo de echarle una ojeada al asunto; se me ha cruzado un problema realmente importante, pero trataré de ayudaros. A mí tampoco me gustaría que la muerte de Eduardo quedase sin aclarar. Mañana me pasaré por El Universo de Noche. Parece que las dos muertes estén relacionadas, y ese lugar debe de ser el nexo de unión. ¿Y respecto a esta segunda muerte tenéis algún dato significativo que pueda ayudar?

—La muerta acababa de adquirir un billete de tren con salida para aquella misma noche. Pensaba dirigirse a Cáceres, era natural de un pueblo vecino que se llama Torrecillas de la Tiesa. Teniendo en cuenta que de madrugada su obligación era estar en El Universo de Noche limpiando, su forma de proceder parece una huida en toda regla.

—Sí, eso parece. Debía de sentirse amenazada, y algo de razón tenía, por lo visto. En fin, Jareño, tú sigue con tu investigación reglamentaria, yo me dedicaré a chapucear por El Universo de Noche y alrededores.

—Preferiría que te limitases a trabajar a tus vecinos, quizás a ti te cuenten algo sobre el camarero muerto que no les dirían a mis hombres. Lo de El Universo de Noche es cosa nuestra. A mis chicos no les gustará verte merodeando por allí. Y, si quieres que te diga la verdad, a mí tampoco, ¿de acuerdo?

Cabeceé distraídamente: Billy Ray y el Tío Matías ocupaban toda mi atención, así que la gorda muerta, su pelo oxigenado y las migas de nube decorándole la boca habían pasado a un segundo plano. En la calle mi organismo me recordó que hacía más de nueve horas que no comía. Tenía tanta hambre que le hubiese disputado a un indigente el contenedor de basura de un restaurante.

Por regla general, no me apetece pelearme, por lo cual entré en la pizzería más próxima y pedí la especial Tres Quesos.

Entre el contenedor de la basura y la especial Tres Quesos resultó haber una ligera diferencia a favor de esta última. Especialmente si se tiene en cuenta que para conseguirla no tuve que pelearme con nadie.

La noche, cuando salí de la pizzería, dotaba a las callejas del Raval de una suerte de lasitud remilgada que en apariencia tenía poco que ver con la descarada promiscuidad que mostraban a plena luz. Las sombras, que el alumbrado público propiciaba, parecían protegerse unas a otras con talante cómplice. Me sentí a gusto hundiéndome en ellas, paseando sin rumbo, demorando el momento de llegar a casa y enfrentarme a Billy Ray, que me recordaría la gestión que debía acometer al día siguiente y que yo mismo, en algún momento de infantil vanidad, me había impuesto.

Al doblar una esquina mal iluminada, emboqué una calleja especialmente estrecha que se retorcía sobre sí misma como tantas otras del barrio, aunque a esta la contaminaban dos fulanos recostados en la pared, a la luz de una de las pringosas farolas. Al verme aparecer, uno de ellos avanzó por la acera que ocupaban, y el otro cruzó lentamente el asfalto y progresó por la otra acera en mi dirección. Los rasgos distintivos de aquellos dos elementos eran inconfundibles: altas zapatillas deportivas, pantalones intravenosos, cazadora gris acolchada y un peinado que comenzaba en la segunda capa de la corteza cerebral. Nada más me quedaba una duda: no podía asegurar si eran chorizos o aprendices de matones.

Puesto a escoger, hubiese preferido enfrentarme al cura párroco del barrio y a su ama de llaves, pero a aquellas alturas ya era un poco tarde para reclamar su presencia. Sonreí humildemente hacia el tipo que venía por mi acera mientras mi mano derecha rebuscaba en el bolsillo del pantalón el pequeño cilindro de plomo, que una vez cerrada la mano se hizo invisible. Lo aferré con fuerza y dejé colgar el brazo a lo largo de la costura del pantalón.

La explicación de este proceder es simple. Soy muy malo pegando a la gente, mi pegada es la de un peso mosca borracho, o sea que hago más daño escupiendo que pegando. Y a aquel par de angelitos, con lo mugrientos que iban, no creo que les hubiese preocupado en demasía un salivazo en la cara. Sin embargo, con el cilindro de plomo en la mano, mi pegada adquiría una consistencia francamente apreciable. El truco me lo enseñó un buscavidas del barrio, quien a su vez lo había aprendido en la cárcel Modelo de Barcelona.

En una ocasión usé este truco con un tipo bastante más fuerte que yo y le tumbé. Luego se levantó, pero esa es otra historia.

El tipo de la acera contraria me había rebasado y ahora estaba cruzando la calle para situarse a mi espalda; al otro le faltaban apenas cinco metros para llegar hasta mi posición.

Eran aprendices, ni siquiera yonquis desesperados, solo los habituales componentes de alguna de las numerosas tribus urbanas que solo buscaban unos euros para pasarse por la discoteca y pagarse el cuartucho para follar, si ligaban. Si el atraco previo no había resultado fructífero, robaban un automóvil y lo utilizaban como cuartucho en cualquiera de los paseos desiertos de Montjuic. En otro sentido, la navaja que aferraba sin demasiada gracia el tipo al que me enfrentaba parecía más veterana que ellos, y más respetable en cualquier caso sí que lo era.

Allí querría yo tener a Joaquín Sabina, a ver cómo se los ligaba y se iban de juerga juntos. Luego podríamos hacer una canción a medias: él podría poner letra y música, y yo le inflaría el culo a patadas.

Dicen que, en estos casos, lo primordial es no ponerse nervioso. Efectivamente. Y en caso de peligro de muerte, lo primordial es no dejar de respirar. Mientras se consiga no hay mayor peligro.

Me puse nervioso, tanto que en lugar de dejar la cartera y el reloj en un montoncito encima de la acera y cruzar la calle a la carrera, decidí fanfarronear y ver qué pasaba.

El humanoide de la retaguardia se había detenido a dos metros escasos de mí, su amigo de la navaja continuaba su aproximación. La expresión de su rostro mostraba el esfuerzo que le costaba determinar si en aquellas circunstancias era más adecuado tratarme de usted o tutearme directamente antes de apoyar su navaja en alguna parte blanda de mi anatomía. Me recosté en la húmeda y sucia pared e intenté una sonrisa malévola.

—¿Así que esta noche no tenéis nada mejor que hacer que intentar asustar al pobre Humphrey?

Lo del «pobre Humphrey» lo copié de Lightnin' Hopkins. Estaba tan asustado que hubiera podido cantarles un blues a aquellos dos tipos, pero eso era algo que ellos no tenían por qué saber.

El fulano de la navaja se pasó lentamente la lengua por los labios.

—Tú no eres Humphrey, matao.

—Sí, hijo, sí que soy Humphrey. Mira atentamente mi cara porque a partir de ahora la vas a ver muy a menudo.

El cabrón que tenía a mis espaldas, un tipo al que le faltaba pelo pero le sobraba caspa, debía de ser de La Mina o de San Roque, porque preguntó:

—¿Y quién cojones es ese Humphrey? —Luego decidió aportar a la situación un toque más dinámico—: Pínchale los huevos, tú. Ya verás cómo se deshincha y suelta las libras, el peluco, la chupa y hasta los gayumbos si se los pedimos.

Pero la duda ya se había introducido en la semivacía caja craneana del navajero. Si prestaba atención casi podía oír el rumor que hacían sus procesos mentales rebotando contra las oxidadas neuronas. El tipo no sabía, casi con seguridad, quién era Humphrey, pero el nombre le resultaba familiar, lo cual, unido a mi postura chulesca, disparaba en sus atrofiadas meninges una de las pocas señales que no le costaba reconocer: ¡peligro!

—Cállate, joder, que me parece que sí que es el Humphrey.

—¿Pero quién es el Humphrey, tío? —El visitante de otra galaxia había insinuado un paso atrás, por si acaso.

—Un colega, pavo. Gente dabuten. —La navaja apuntaba al empedrado.

Yo seguía sonriendo desagradablemente mientras hacía esfuerzos denodados para que mis rodillas no interpretasen por su cuenta y riesgo El Bolero de Ravel, versión claqué.

Passsa nada, Humphrey. Aquí el colega y yo que no te habíamos visto bien. El puto ayuntamiento que nos tiene aquí medio a oscuras, joder, que to se lo gastan pa los ricos, que parece que en este barrio no tenemos la gente derecho a na.

Justo en este punto es cuando a Joaquín Sabina se le hubiese ocurrido, con su voz aguardentosa, proponer a las criaturitas irse de putas juntos. Pagando ellos, claro, por lo del susto más que nada.

Yo preferí acortar la velada y largarme a casa. Nos despedimos amistosamente, ellos reiterando sus disculpas, recalcando el espíritu común que nos unía, etcétera, etcétera, y yo perdonándoles la vida con cara de «Hoy pasa porque acabo de cenar, pero que no se repita».

Al doblar la esquina, me apoyé de nuevo en la pared, aunque esta vez fue para jadear sin control durante un buen rato. Luego, cuando conseguí normalizar todas mis funciones vitales, me dirigí directamente al Poble Sec, a casa. Y en esta ocasión escogí calles más frecuentadas y mejor iluminadas.