Llegué a la conclusión de que si quería ayudar a Billy Ray no tenía más opción que entrevistarme con el Tío Matías, lo que dicho sea de paso me hacía la misma ilusión que darle cucharaditas de helado a un cocodrilo hambriento.
La segunda conclusión a la que llegué fue que si no me presentaba con los siete mil euros que Billy Ray debía al gitano, podía ahorrarme el viaje. Y conseguir siete mil euros, para Basilio Céspedes, alias Humphrey, o sea yo, no era una bagatela. El dinero no es un artículo que sobre entre la gente de mi barrio, al menos entre la gente que yo frecuento. Y a la gente de mi barrio a la que siete mil euros no le parece una cantidad exorbitante, es mejor no pedírselo.
Comencé a sondear mentalmente las posibilidades que se me ofrecían. Realmente, eran muy pocas.
Maruchi la Desdentá tenía el dinero, pero desde que su chulo, hacía ya muchos años, la abandonó después de volarle la dentadura a patadas en una discusión de enamorados, la chica no estaba por la labor de prestarle dinero a un hombre. A una mujer tampoco se lo hubiese prestado, pero al menos se negaría con una cierta suavidad.
Maruchi era casi una niña cuando su chulo la abandonó, convencido de que una puta sin dientes no es una fuente de ingresos fiable. Sola, comenzó a trabajar rincones oscuros de parques y jardines, ofreciendo mamadas a buen precio. De manera sorpresiva, sus trabajos a encía desnuda alcanzaron fama en Barcelona y sus ganancias no solo le permitieron adquirir una dentadura nueva de la mejor calidad, que se sacaba antes de cada trabajo, sino también establecerse en un negocio de futuro: el topless El Reposo del Guerrero. Allí, fundamentalmente, las mamadas las hacían sus chicas, aunque de vez en cuando llegaba algún cliente recomendado que hacía necesario que Maruchi se quitase la dentadura. La relación de la Desdentá con Billy Ray era casi amistosa. Se podía probar con ella, por tanto.
El comisario Jareño también tenía el dinero y, si se lo pedía, me lo dejaría, siempre, claro está, que le contase el motivo de mi necesidad.
Sin embargo, su solidaridad para con sus amigos venía inmediatamente detrás de su condición de policía si el asunto afectaba al Código Penal. Y, sin duda, querría saber por qué razón un personaje como yo, especializado en sobrevivir sin apenas dinero, recurría con tanta urgencia a él para conseguirlo. Le tendría que contar lo de Billy Ray.
Y entonces actuaría como cualquier madero debe hacer: según el reglamento. La consecuencia inmediata sería, sin lugar a dudas, la siguiente: dos o tres gitanos a la trena por un periodo no demasiado largo de tiempo y a los pocos días Billy Ray en la nevera cosido a puñaladas por los chicos del Tío Matías. Tampoco podía descartarse que la «marca» pasara del finado Billy Ray Cunqueiro a un servidor por meter las narices en los asuntos del Tío Matías. Y eso era lo último que yo deseaba que sucediese.
Descartado Jareño, pues, por motivos obvios.
Mis posibilidades de liquidez económica pasaban por la venta de mi colección de discos compactos de blues, jazz, doo wop, country y un largo etcétera. Una buena colección, dicho sea de paso.
Posiblemente podría conseguir seiscientos euros por ella en el mercado de segunda mano, si quería ir rápido, y algo más de ochocientos si le dedicaba un tiempo del que Billy Ray no disponía. A esta cantidad le podríamos añadir quinientos o seiscientos euros más de la venta de mi lujoso Seat Ritmo Crono, contemporáneo de Antonio Machín. Siempre se puede encontrar a algún desesperado capaz de arriesgarse a comprar un «clásico» en un estado de funcionamiento dudoso.
De mi caja de seguridad ya les hablaré a lo largo de este relato, aunque les puedo adelantar que lo único que cabría esperar de su contenido era la constatación de mi nula capacidad como financiero de élite.
Y no es por provocar lástima, pero ya no se me ocurre nada más de entre mis propiedades que pudiera vender por una cantidad razonable de dinero. Sumándolo todo alcanzábamos lo suficiente como para negociar una muerte no demasiado dolorosa para Billy Ray.
Así pues, mi aportación solo podía ser contemplada si se añadía a la de otros voluntarios de modo que se redondearan los siete mil euros.
Problema: el tiempo.
Tenía un último candidato al sablazo, pero este lo guardaba como una solución de emergencia si fallaban las demás. Bueno, en realidad, si fallaba Maruchi la Desdentá, ya que Jareño estaba descartado por los motivos anteriormente mencionados.
Una suscripción pública en pro de la permanencia en este mundo de Billy Ray Cunqueiro quedaba también descartada.
El topless de viejas glorias de la prostitución regentado por Maruchi la Desdentá se encuentra en la calle vecina a mi despacho profesional —me encanta llamar así al cuchitril donde recibo a los clientes—, por lo que fue un trayecto corto el que me llevó a enfrentarme a Maruchi.
La hora temprana de la tarde era la culpable de que el local estuviese aún vacío. Dos chicas, con las tetas aún dentro de sus sujetadores, jugaban a los dados en un rincón de la barra, y Carmenchu Tetas de Palo, la más veterana de la casa, miraba con extrañeza el sudoku de una revista y se rascaba pensativamente sus pechos siliconados. Al verme señaló con la mano hacia el interior del local y siguió su romance con el sudoku.
Maruchi, sentada en el último de los espacios protegidos por una mampara que se prolongaban a lo largo del interior del local, fumaba pensativamente.
—Humphrey, viejo amigo, ¿cómo es que te dignas a visitar nuestra humilde casa?
—Negocios, mi amor. ¿Qué sabes de la marca que hay sobre Billy Ray?
La voz de la mujer tomó el mismo tono que emplearía para convencer a un subnormal de que dejase en paz al gato.
—Yo no sé nada de marcas, Humphrey. ¿Qué te parece si te tomas una copa por cuenta de la casa y te largas?
Maruchi es la mayor y mejor informada emisora de noticias, rumores y habladurías que hay en el barrio. Lo sabe todo y le encanta contarlo, especialmente cuando cobra por hacerlo. Si le pagas, lo difícil no es que te cuente secretos inconfesables, lo difícil es que deje de encadenarlos uno tras otro hasta la extenuación. Y ahora fíjense, la pobre muchacha no tenía ganas de hablar. Estaba dispuesta hasta a que tomase una copa por cuenta de la casa (cuando en su local, por cuenta de la casa no tomaba una copa ni el mismísimo Santo Padre), con tal de que no la hiciese hablar acerca de Billy Ray.
—Maruchi, lo que tú no sepas en este barrio, no lo sabe nadie. Necesito toda la información que puedas darme y necesito dinero para sacar a Billy Ray del lío en que se ha metido.
Su tono de voz se endureció de manera dolorosa al responder:
—No me jodas, Humphrey. ¿Quieres información sobre la marca que le han puesto a Billy Ray? ¿De verdad quieres esa información? Pues nada, hombre, no sufras, te la voy a dar y además gratis, cortesía de la casa: el chaval está muerto, más muerto que mi abuela, que murió de un sifilazo antes de que yo tuviera la edad de hacer la primera comunión. ¿Te sirve la información?
—No, Maruchi, no. No me jodas tú a mí. El chaval está vivo y si le ayudamos quizás pueda vivir todavía muchos años.
—¿Y quién le va a ayudar, Humphrey? ¿Tú? Venga, no me hagas reír. Tú no eres nadie comparado con la gente que va tras él. Y, por cierto, antes me ha parecido escuchar algo de dinero. Olvídalo.
—Sí que soy alguien, Maruchi, soy su amigo.
—Los muertos no tienen amigos, Humphrey. Los muertos no necesitan amigos, lo único que quieren es que se les deje en paz. Quieren descanso. ¿Ves? Es así de sencillo. A Billy Ray hay que dejarle descansar. A todos nos toca un día u otro; mañana podemos ser tú o yo, quién sabe.
—¿No me vas a ayudar?
—¿Quieres esa copa, Humphrey? Ya te lo he dicho, invita la casa.
—Ya sabes que no bebo.
—Deberías.
—No, gracias, ya sabes que no bebo salvo en ocasiones especiales.
—Te puede hacer compañía una chica, aprovecha hoy que estoy generosa. Mamada gratis y le diré que se esmere.
—No es eso lo que he venido a buscar.
—Adiós entonces, amigo. Vuelve cuando quieras. Mejor, vuelve cuando hayas crecido y no tengas ganas de hacerte el héroe.
A Maruchi la Desdentá la vida la ha ido haciendo tal como es ahora, y se puede pensar que se ha deshumanizado. Quizás sí, aunque el personal que pulula por estos andurriales se sentirá antes inclinado a pensar que lo único que ha hecho ha sido adquirir el sentido práctico necesario para ir sobreviviendo.
Yo sabía su respuesta antes de entrar en El Reposo del Guerrero, pero quería que mi conciencia permaneciese callada el día del entierro de Billy Ray.
Ahora las posibilidades de conseguir el dinero se reducían a una y era remota, porque el destinatario de mi petición de ayuda era alguien que en buena lógica sentiría por mí antes desdén, o incluso odio, que amistad o un sentimiento que le predispusiese a ayudarme.
Me despedí de Maruchi mostrándome dignamente ofendido. Ella lo hizo con una indiferencia que en el fondo era impotencia, aunque se negase a aceptarlo.
Envidio la objetividad de Maruchi, su sentido práctico. Ella, seguramente, lamentaba no mostrar mi inconsciencia. Lamenté ser abstemio y no haber aceptado la copa que me había ofrecido la Desdentá, aunque, pensándolo bien, la compañía de una de sus chicas hubiese resultado más útil.
Al menos durante unos pocos minutos.
Si conseguía librar a Billy Ray de los chicos del Tío Matías, le asesinaría yo mismo como compensación por lo que me estaba haciendo pasar.
Mi última esperanza se llamaba Enrique Valles, a quien yo apodaba Mediahostia, ya que su aspecto físico es tan atlético como el de un eremita tras un ayuno de seis meses y una posterior recuperación de otros seis a base de bayas silvestres. Sin embargo, el tipo tiene algo que vuelve locas a las mujeres. Enrique Valles, en otro tiempo, había sido mi víctima. Entiéndanme, le seguí a él y a una mujer por encargo de un cliente, o sea que también podría decir que nos había unido una relación de negocios. Claro que bajo su punto de vista lo más probable es que les dijese que yo soy un gusano que me entrometí en su vida y en la de su chica.
Las consecuencias de aquel episodio no pudieron ser más funestas: ella murió a manos de mi cliente. Mediahostia y yo acabamos charlando sentados en uno de esos locales de aspecto decadente que él frecuenta. Y acabé sintiendo un profundo respeto por aquel tipo, y supongo que él, dada su mente analítica tendente a la filosofía improductiva, me considera un bicho raro, un subproducto de la sociedad de consumo apto para ser estudiado en las horas muertas. Pero de la misma manera que en él yo encuentro rasgos que me gustaría poseer y nunca tendré, él en mí también debe de ver algo de lo que carece y que envidia. Aunque, francamente, no sé qué demonios puede ser.
Enrique Valles no es un hombre especialmente acaudalado, pero me imaginé que desprenderse de siete mil euros no le causaría un gran quebranto. Y si llegaba a la conclusión de que mis motivos eran suficientemente interesantes para generar una buena sesión de disquisiciones filosóficas encaminadas a la comprensión del género humano en su vertiente más suburbial, mantenía la esperanza de conseguir el dinero.
Los motivos por los que no me había dirigido en primer lugar a este personaje son, y me avergüenza reconocerlo, su conversación, que me somete a un estado anímico de abatimiento por no poder seguir sus razonamientos con la suficiente celeridad, la envidia que siento ante su facilidad para relacionarse con todo tipo de mujeres, y el desprecio que por educación siento hacia los tipos que en mi hábitat natural serían fácilmente fagocitados por el entorno y que sin embargo consiguen ocupar en la sociedad un lugar mucho más atractivo que el que me ha tocado en suerte.
Y sobre todo acaba con mi moral el hecho de que, a pesar de todas estas consideraciones, el fulano me cae bien. Cuando en alguna ocasión, rememorando el pasado, recuerdo sus peroratas, sus burlas ingeniosas hacia mi persona, siempre matizadas por una sonrisa triste y elegante como una misa de difuntos —la misma a la que debe su éxito con las mujeres—, no puedo evitar que se me escape una sonrisa, aunque no podría asegurar si es de conmiseración hacia él por no ser como yo, o hacia mí mismo por ser como soy.
Únicamente me consuela pensar que él debe de sentirse igual de jodido por experimentar simpatía por mí. Dudo que ningún raciocinio especialmente complicado le haya dado la clave de este sentimiento.
No le llamé ni me presenté en su oficina, simplemente le esperé apostado en la esquina más próxima a su domicilio y le seguí. Fue una forma de recordar el pasado sin mayores consideraciones psicológicas. Se dirigió a su pub favorito y entró. Conociendo sus costumbres sabía que estaría solo, ya que cuando iba a un lugar así con una mujer siempre entraban juntos, pues el tipo era un caballero y siempre recogía a su dama y la trasladaba en su brioso corcel —en este caso, un deportivo descapotable—. Para asegurarme esperé quince minutos a fin de comprobar que nadie se reuniese con él, luego entré.
Mediahostia estaba sentado en su sofá favorito, el mismo que yo le había visto ocupar otras veces en aquel local. No se dio cuenta de mi presencia hasta que estuve frente a él. Su primera reacción fue de sobresalto, aunque de inmediato su rostro se relajó y casi pude escuchar sus engranajes mentales trabajando para fabricar uno de sus mordaces comentarios.
—¡Humphrey, amigo mío! Si estuviese en alguno de los tugurios que acostumbra a frecuentar usted, pensaría que me encontraba frente a una alucinación provocada por el alcohol de mala calidad, pero aquí no tengo más remedio que pensar que es usted real, el sólido, tangible y por supuesto inefable Humphrey. ¿Algún marido celoso me hace seguir?
¿Comprenden ahora por qué su cháchara me resulta odiosa?
—Nadie le hace seguir, Enrique; no por mí, al menos.
—¿A qué debo entonces el honor de su compañía?
Había pensado, al menos, diez maneras distintas, cada una de ellas más sutil que la anterior, de enfocar el asunto. Pero en aquel momento, justo cuando más la necesitaba, se me ocurrió la fórmula más taimada y perspicaz de todas; le dije:
—Necesito que me preste siete mil euros.
Les doy mi palabra de que ninguna de las fórmulas que previamente había barajado se parecía a esta. La primera reacción de Mediahostia fue poner cara de sorpresa, y a continuación acentuó exageradamente su expresión para preguntarme:
—¿Y tiene algún motivo especial para pedírmelo precisamente a mí entre todos los habitantes del planeta?
—No… Bueno, en realidad sí que tengo un motivo de peso para pedírselo a usted.
—Estoy ansioso por saberlo, Humphrey.
—No conozco a nadie más que pueda dejármelo.
—Pues sí, en efecto, ese es un motivo poderoso. ¿Le pedimos al camarero que nos traiga una naranjada o ha cambiado usted de costumbres y prefiere algo más fuerte?
—La naranjada estará bien.
Mediahostia volvió a hacerlo. Simplemente levantó la mano y movió levemente los dedos. A los pocos segundos el camarero estaba frente a nuestra mesa. Yo no lo he conseguido nunca; o les grito, o me levanto con una bandera de señales en cada mano y las agito frenéticamente; si no es así, no acuden. Eso en locales de medio pelo, claro; en un local con pedigrí como aquel lo habitual sería que debiera arrodillarme frente al camarero y le prometiera sorber mi bebida sin hacer excesivo ruido.
Cuando el camarero se marchó, Enrique Valles me miró con curiosidad.
—Bien, Humphrey, supongo que me contará su problema aparte de decirme que no conoce a nadie más a quien pedirle siete mil euros.
Entonces le hablé de Billy Ray Cunqueiro, de sus fiestas en el loft, de lo que representa una «marca» en mi barrio; le hablé acerca del Tío Matías, de mi conversación con Maruchi la Desdentá, de lo felices que son mis vecinos el día que no tienen problemas para ir sobreviviendo sin mayores pretensiones; le conté lo mal que me sentía al no haber sido capaz a lo largo de mi vida de ahorrar ni siquiera siete mil euros para poder dárselos ahora a Billy Ray, al capullo de Billy Ray, que era, junto a un comisario de policía, mi mejor amigo, por muy capullo que fuese el uno y muy comisario de policía que fuese el otro. Le hablé también de lo que representa ser un marginal por vocación, le conté las razones por las que, según cómo se pone a veces la vida, cuesta mucho esfuerzo no serlo y hay gente como yo que puede con según qué tipo de esfuerzos pero con otros no. No me olvidé de explicarle el lamentable aspecto que ofrece un cuerpo humano al que se ha obligado de forma violenta a abandonar el mundo de los vivos, aunque sospecho que me excedí en detallar las técnicas que para este tipo de menesteres usan los chicos del Tío Matías.
Me callé porque Enrique Valles, Mediahostia para los amigos, hizo una reflexión que casi le convirtió en un ser humano. Dijo:
—Joder, Humphrey.
Aunque inmediatamente se recuperó:
—Está bien, Humphrey, mi querido amigo. Su apasionada dialéctica me ha conmovido, y creo que mi conciencia no me permitiría nunca más gozar de las delicias de un buen scotch si no le prestase los siete mil euros para que usted intente salvar la vida de su desgraciado amigo. ¿Puede pasar mañana por mi oficina y recoger el talón?
—Claro, Enrique. Y gracias. Billy Ray se lo devolverá; no me pregunte cómo, pero se lo devolverá.
—Confío en usted, Humphrey. Y, por cierto, si vuelven a montar una de esas fiestas en el loft de su amigo, espero estar invitado.
En el mismo momento en que pronunció aquellas palabras, me imaginé a Enrique Valles rodeado de las ninfas de vertedero que acudían a las fiestas de Billy Ray y tuve que hacer un esfuerzo para no soltar la carcajada. Aunque después de haber visto cómo se manejaba el tipo con las mujeres, me acordé del cuento aquel del flautista que me contaba mi abuelita para que me durmiese y se me quitaron las ganas de reír.
En ocasiones, el tiempo transcurre a una velocidad distinta. Parece ser que cuando alguien te escucha mientras vacías tu alma de miserias, los minutos se convierten en segundos. Había estado hablando casi una hora sin parar, lo cual para mí era un récord absoluto, aunque lo más sorprendente era que Mediahostia había estado casi una hora escuchándome sin intervenir. Eso era noticia de primera plana en el New York Times, y además en castellano.
Al despedirme, mientras estrechaba su mano, le pregunté:
—¿Cómo vamos de amores, Enrique?
—Usted no lo sé, Humphrey —me contestó mientras me dirigía la más triste de sus sonrisas—; yo, como siempre, enamorado. Cuando te acostumbras, se hace difícil no estarlo. En ocasiones, resulta francamente desaconsejable, pero qué le vamos a hacer: cada uno debe aceptar cristianamente sus defectos.
«Francamente desaconsejable…», «cuando te acostumbras, se hace difícil no estarlo…». Ña, ña, ña, ña. No se le puede pegar a alguien que sin necesidad te acaba de prestar siete mil euros, ¿no es cierto? ¿Por qué toda la gente que me gusta es rara? Quizás en el fondo el raro sea yo.
Al despedirme, Mediahostia aprovechó para rematarme cuando se me ocurrió decir:
—Ha sido usted muy comprensivo, Enrique; si a partir de ahora Billy Ray no cree en Dios, ya no lo hará nunca.
—Vamos a ver, Humphrey, su amigo no tiene el menor motivo para creer que Dios me haya insuflado comprensión. Piense que si Dios fuese tan comprensivo como nos cuentan en las iglesias, en lugar de «los diez mandamientos» nos hubiese dejado «las diez recomendaciones», ¿no cree?
Me dejó tan perplejo como acostumbra a hacerlo siempre que mantenemos una conversación más o menos civilizada.
Bien, sea como fuere había conseguido los siete mil euros. Las esperanzas de Billy Ray Cunqueiro de alcanzar la tercera edad acababan de experimentar un espectacular incremento. Aunque por el momento seguía estando más cerca de la muerte violenta que del asilo de ancianos.
En la calle Muntaner la oscuridad parecía menos ominosa que en mis barrios, y yo me sentía bueno y poderoso. Es en momentos como ese, en los que me concedo la más extravagante de las consideraciones, cuando creo que la vida es algo que merece la pena vivir.
Una mujer de belleza exuberante pasó junto a mí cimbreando la cintura. Me hubiera gustado ser Mediahostia. El encanto de hacía unos momentos se había alejado de mí a tal velocidad que no merecía la pena tratar de alcanzarlo.