TRES

La gorda salió entre una de las riadas de gente que cada pocos segundos, como una exhalación apresurada, expulsaba cualquiera de las puertas de la estación de ferrocarril de Sants, en Barcelona. La permanente recién oxigenada de rubio competía en elegancia con los leotardos a rayas que revelaban el amorcillamiento de unos muslos exagerados y dotaban a su culo de la vistosidad de un forúnculo.

La mujer apretaba contra su pecho de nodriza un pequeño bolso de mano y sonreía sin alegría aunque con evidente alivio. Meditaba acerca de cómo algo tan trivial como tener un cuñado trabajando en las taquillas de RENFE podía salvarle la vida a alguien. En su caso, pensó, la expresión «salvar la vida» iba, sin duda, más allá de una simple metáfora.

En el mismo momento en que conoció la noticia del asesinato de Eduardo el Drácula comprendió que debía irse, poner tierra de por medio, y cuanta más mejor. Nada ni nadie la había amenazado, pero no pensaba esperar a que una posible amenaza se convirtiera en realidad. En el bolso de mano guardaba un billete de tren que la llevaría a Cáceres en el expreso que partía aquella misma noche, aproximadamente en unas tres horas. Una vez en Cáceres, su hermano la recogería en la estación e irían hasta la casa de sus padres en Torrecillas de la Tiesa, su pueblo de origen. Allí estaría alejada del peligro que la acechaba en Barcelona si sus sospechas resultaban fundadas. Y, si se equivocaba, una temporada de descanso en el ambiente rural, que en ocasiones añoraba, no le sentaría mal. Si pasado algún tiempo veía que las aguas volvían a su cauce, regresaría a Barcelona. Tiempo tendría.

Antes de entrar en el taxi, miró a derecha e izquierda sin llegar a detectar ningún signo de peligro. Una vez acomodada, dio la dirección de su domicilio en la calle Jerusalem y, durante el corto trayecto, en diversas ocasiones comprobó nerviosamente, por la luna trasera, si alguien les seguía.

Calculó que preparar el equipaje y volver a salir en dirección a la estación de ferrocarril no le iba a ocupar más de diez minutos, por lo que pidió al taxista que la esperase en la misma puerta de su casa hasta su regreso. Al entrar en el portal, maldijo sonoramente, y por enésima vez, el resplandor mortecino de un pequeño y viejo aplique de luz enmohecido, que más que aportar claridad, prolongaba las sombras que nacían en el hueco de la escalera e invadían el sucio vestíbulo, convirtiéndolo en el escenario perfecto para toda clase de tropezones y pequeños accidentes, y también para los encuentros de alguna pareja que, escondida en el hueco, aprovechaba para meterse mano, aunque esto último solo sucedía por las noches. Pensó con rabiosa alegría que, al menos durante una temporada, se iba a librar de tan lamentable lugar.

El apagado sonido que brotó de una de las sombras adosada al hueco de la escalera la llevó a plantearse cuál de sus vecinos debía de estar de celebraciones y abría botellas de cava a aquellas horas. El tapón recién descorchado le rebotó dos veces en el estómago, impulsándola violentamente contra el pasamano de la escalera. Intentó agarrarse a la madera pero le fallaron las fuerzas, y desde allí fue resbalando hasta quedar sentada en el primer escalón. La mancha de sangre que se iba formando con escandalosa rapidez entre sus piernas abiertas la llenó de estupor.

Cuando comprendió que la sangre que se extendía a sus pies era suya y que si no conseguía detener la hemorragia moriría, gritó pidiendo socorro. Lo hizo repetidamente, tantas veces como su desesperación la impulsó a hacerlo, aunque no consiguió que nadie la oyera, porque sus fuerzas no le permitieron emitir más sonido que el que retumbó en sus adentros. Tal vez comprendió que se estaba muriendo y que no merecía la pena esforzarse tratando de impedir lo que ya era inevitable.

Y mientras iba muriendo con cada borbotón de sangre que salía de su cuerpo, la cartera de mano y el billete de tren contenido en su interior todavía apretados contra el pecho, una de las sombras se despegó de la pared y pasó por su lado sin apenas dirigirle una mirada carente de curiosidad.

Pasados quince minutos, el taxista decidió asomarse al portal con la intención de meterle prisa, aunque fuese a gritos. La encontró en la misma posición y con la misma cara de sorpresa que compuso al pensar en la fiesta que debían de estar celebrando en su vecindario. Pasados cinco segundos que le parecieron horas salió corriendo para telefonear a la policía. Durante la corta espera tuvo tiempo de tomarse dos copas de coñac en un bar cercano. La camarera que le sirvió el trago, una antigua puta a quien una inminente ancianidad había ayudado a reconducir su vida hacia la continencia sexual, diría luego a sus parroquianos que el fulano andaba como un borracho y estuvo a punto de no servirle el coñac.

El taxista se dirigía al bar a por la tercera copa de coñac cuando llegó el coche patrulla y pudo sacarse a la muerta de la conciencia, aunque no de la memoria. Solo más tarde, en comisaría, se dio cuenta de que sus zapatos y los bajos de los pantalones estaban manchados de sangre.