El cuchitril en el que recibo a mis clientes es una habitación de cuatro metros por tres. Mi mesa preside un espacio que comparte con dos polvorientos archivadores metálicos y un par de sillas de respaldo y asiento forrados de plástico granate. En una de las paredes, un plano de Barcelona claveteado de chinchetas de cabeza coloreada que se distribuyen por su superficie sin el más mínimo sentido. El plano en cuestión tapa una artística mancha de humedad, que con un poco de imaginación podría ser la figura de un mandril deslizándose por el tronco de un baobab.
Aunque he de aclarar que ignoro por completo la forma que tiene un baobab, si un mandril puede deslizarse por él, dudo que sea muy diferente de los numerosos plátanos que abundan en Barcelona.
En la pared opuesta, dotando a la habitación del pertinente toque cultural, cuelga una litografía plastificada que representa un bucólico camino enfangado por el que circula una carreta tirada por dos bueyes de aspecto cansino. La pinta del tipo de la vara que los va azuzando no es mucho mejor que la de los bueyes. Al final del camino, sobre una elevación que domina el paisaje, se yergue un castillo en el que imagino que vive el dueño de los bueyes y del tipo de la vara. Por el aspecto de ambos, un perfecto hijo de puta.
Para completar la descripción de mi oficina es necesario mencionar la climatización. Es del tipo natural, lo cual quiere decir que en invierno hace un frío capaz de conservar incorrupta a la momia de Gengis Khan y en verano, un calor tan agobiante que incluso el mandril huye del baobab hasta la llegada de climas más atemperados.
Aquel día estaba valorando seriamente la posibilidad de comprar una antiestética estufa de butano para sustituir al coqueto pero inútil convector eléctrico, cuando recibí la siempre esperanzadora visita de Billy Ray Cunqueiro.
Billy Ray es mi vecino del ático, un loft tan americanizado como su nombre. En realidad, él se llama Ramón.
Billy Ray es mi proveedor de juergas. Monta unas escandalosas fiestas en su loft a las cuales asisten unas ninfas tan desesperadas que hasta yo ligo. Y esto no es ninguna tontería. Quizás si les cuento que últimamente lo que más aprecian de mí las mujeres es el aroma que dejo al largarme, entiendan mejor la importancia que tiene Billy Ray en mi vida.
Mi vecino da la sensación de ser millonario por la forma en que maneja el dinero. Él afirma que el dinero que derrocha con tanta facilidad procede de turbios negocios con gente peligrosa. Pero Billy Ray es un mentiroso, todos sabemos que el dinero lo va a recoger a la estafeta de Correos de la esquina y procede de su Galicia natal, desde donde se lo envían unos padres adinerados.
Billy Ray viste como un americano; en ocasiones, como un gánster; otras veces, como un cowboy. Se expresa como un americano, e incluso intenta hablar en inglés, aunque su laringe acostumbra a rebelarse y el resultado es una pronunciación tan horrenda como la sonrisa de Harry Krueger mientras se afila las uñas en cualquier farola de Elm Street.
Billy Ray es en el fondo un soñador. En cuestión de música coincidimos, también a él le gusta el blues, aunque posiblemente en su caso se deba al simple hecho de ser americano. A mí no, a mí me gusta porque en otra vida fui pobre, negro y ciego. Actualmente mi vista es excelente y mi piel presenta un desvaído tono rosado. Pero sigo siendo pobre.
Ya veremos qué tal va todo en la siguiente.
Billy Ray entró y se sentó sin decir palabra. Respiraba preso de gran agitación y sus ojos giraban enloquecidos buscando por toda la habitación un lugar adecuado donde posarse y descansar un rato. Imaginé que el chaval estaba preparando, como en él es habitual, la escenificación más adecuada para relatarme alguna aventura especialmente peligrosa, pero interesante y rentable. Cuando Billy Ray se comportaba así, la cosa acostumbraba a acabar con una invitación a la próxima bacanal en su loft, que de esta manera adquiría la relevancia del peligro con que había sido conseguido el dinero que la financiaba.
Yo acostumbro a soportar estoicamente el exagerado relato.
El premio bien lo vale.
—Humphrey, brother, la hemos jodido. Boy, oh, boy! I’m busted. My whole life’s destroyed. Tío, que de esta no salgo.
Para que se hagan una idea de lo que debía de estar sufriendo Shakespeare allá en los cielos, la última frase de Billy Ray, rebotando penosamente entre sus dientes y garganta acostumbrados a la dulzura de la pronunciación celta, sonó algo así: Ambusté, mijulif destroyin.
Algo en el aspecto del gallego me indujo a pensar que la historia, en esta ocasión, no sería tan divertida como de costumbre. Y, de ser algo más listo de lo que acostumbro a ser, hubiese empezado a correr sin parar hasta comprobar que Billy Ray se hubiera detenido unos cuantos cientos de kilómetros atrás. En lugar de eso, traté de transmitirle mi sabiduría y experiencia.
Humphrey, el hombre de mundo, metiéndose en líos.
Lo hago de puta madre.
—No sé lo que te pasa, pero será mejor que te tranquilices e intentes contármelo con calma, ya verás como no es tan grave.
—Estoy marcado, Humphrey. Me han marcado, ¿lo entiendes?
—¿Quién te ha marcado, hombre de Dios? No seas exagerado, no se marca a alguien así como así.
—Debo dinero, Humphrey, y no tengo forma de devolverlo; estoy muerto, tío.
—¿Cuánto dinero debes?
—Siete mil euros.
—Ningún prestamista te matará por siete mil euros. Te irá machacando los huesos poco a poco, para darte tiempo a que le vayas devolviendo el dinero. No te preocupes, con un poco de suerte encontraremos la forma de reunir la pasta.
Billy Ray pronunció las siguientes palabras sin dejar de mirar fijamente la puntera metálica de sus botas de cowboy.
—No le debo dinero a ningún prestamista. Y estos me matan, carallo; aunque sea por setenta euros, me matan.
—¿Quién te va a matar por setenta euros?
—Los chicos del Tío Matías.
—Joder, Billy Ray, esos te matan seguro.
Admito que no debí decir eso, lo admito, y me avergüenzo aún ahora de haberlo hecho, pero en aquel momento la impresión me venció.
—Ayúdame, Humphrey. Tú eres mi amigo, dominas el barrio, tienes imaginación, recursos. ¿Qué hago, carallo, qué hago?
El pobre Billy Ray estaba tan asustado, iba tomando tal conciencia conforme iba hablando de la magnitud de la tragedia en que se había convertido su vida, que hasta se había olvidado de hablar en inglés y se expresaba en orensano clásico.
—En primer lugar, tranquilízate y procura contármelo todo con detalle para que yo me haga cargo del problema. Y por favor no adornes la historia, me temo que no vas a necesitarlo.
Mientras Billy Ray ordenaba sus pensamientos para empezar su narración de los hechos, yo pensaba en el Tío Matías, en su personalidad y en sus actividades. El fulano en cuestión es el patriarca gitano del barrio. Lo cual en principio no está ni demasiado bien ni demasiado mal. Ahora bien, si le añadimos que es él quien controla todo el negocio, facción gitana, que genera el tráfico de drogas de la zona, la cosa ya empeora. Sumémosle a eso que no hay puta en el barrio que no se atenga a sus directrices y a las de sus muchachos, bien sea directamente o bien por el control que mantiene sobre sus chulos, que no podrían subsistir sin la protección del Tío Matías, especialmente en un momento en que facciones de distintas etnias tratan de hacerse con una parte sustancial de los beneficios que genera cada polvo apresurado perpetrado en los cuartuchos de las numerosas casas que alquilan sus habitaciones a tal efecto, algunas de ellas propiedad del Tío Matías, otras, de propietarios agradecidos al poderoso gitano.
La cosa ya empieza a presentar un patente mal aspecto, ¿no es cierto? Pues aún se puede empeorar. Resulta que el Tío Matías controla también la extorsión, el robo y las pandillas de matones que por encargo pueden romperte una pierna, dos brazos, dejarte sentado en una silla de ruedas por el resto de tus días, o liquidarte si se paga el precio adecuado. El panorama ya huele que apesta a estas alturas, ¿verdad? Pues para acabar de aderezar el relato falta un pequeño detalle. El Tío Matías tiene una costumbre encantadora: si alguien se la juega, no se enfada con él, simplemente ordena que le maten; así el próximo se lo piensa dos veces. Se conocen casos de gente que lleva años pensándoselo y aún no se ha decidido a jugársela.
Cuando el Tío Matías decide cargarse a alguien ordena el trabajo a sus chicos de confianza, todos ellos gitanos, y el pobre tipo ya puede considerarse listo de papeles, carne de funeraria. A esta orden del Tío Matías se la llama «una marca», y del futuro cadáver se dice que «está marcado».
Mi amigo Billy Ray me estaba contando que estaba marcado y lo peor es que yo estaba empezando a creérmelo. Y aun así, no había empezado a correr. En ocasiones me sorprendo a mí mismo. En esta en particular aún estaba meditando si debía sentirme orgulloso o si presentaba mi candidatura a bobo del año. No les contaré a qué conclusión llegué.
Billy Ray había reanudado su relato:
—Hace tres meses que no hago ningún negocio de los que me proporcionan dinero.
—¿Qué negocios son esos, Billy Ray?
—Bueno, carallo, ya sabes, quiero decir que hace tres meses que mis padres no me mandan un euro. Y no volverán a enviarme dinero, se han arruinado, están completamente arruinados. Soy pobre, Humphrey.
—Tienes el loft.
—No, no lo tengo, es alquilado.
—Tienes muchos amigos.
—¿Sin dinero, sin fiestas? Estoy probando con el último que me queda, Humphrey.
—¿Y tu coche?
—Vendido, pagó la última fiesta. Una fiesta cojonuda, si la recuerdas. Fue aquella en la que te tiraste a la pelirroja culturista.
En realidad fue ella quien se me tiró a mí, pero no era cuestión de precisar todos los detalles en aquel momento, así que no dije ni una palabra al respecto.
—¿Y qué más, Billy Ray, qué has hecho para que el Tío Matías se enfade contigo?
—Decidí hacer dinero. Pensé que con la cantidad de amigos que me habían gorreado toda clase de droga en mis fiestas, ahora que lo necesitaba podría vendérsela.
—Hasta ahí te sigo, Billy Ray.
—Fui a ver al Tío Matías. Alguien me había dicho que él era quien controlaba el tráfico en el barrio y que me atendería si le proponía un buen negocio. Fui a verle de parte de mi contacto, le conté que tenía muchas relaciones, que podía vender droga sin demasiado esfuerzo, que sería un buen camello, pero que la primera partida debía fiármela ya que no tenía dinero. Me miró largo rato sin decir nada, luego me preguntó si sabía lo que les pasaba a los que se la jugaban. No pude ni contestar de lo acojonado que estaba, Humphrey, solo moví la cabeza de arriba abajo varias veces. Ese hombre mira como una serpiente, colega, me tenía hipnotizado. Tan solo dijo: «Bien, dime cuánto quieres».
»Le contesté que un millón de las antiguas pesetas, más o menos. Quería impresionarle.
»Volvió a hablar sin dejar de mirarme fijo a los ojos: “Bien, eso es mucho, pero si tú dices que tienes buenas relaciones será cuestión de creerte”. Luego hizo un gesto y me despidió. A la salida ya tenía preparada la droga. Es asombroso lo poco que abultan siete mil euros de cocaína. Me la entregaron en uno de esos maletines de piel que llevan los ejecutivos. “Con Dios, payo, que tengas suerte”, me dijo el gitano que me lo entregó. Le di las gracias. Me sentía importante, Humphrey. Me sentía como en las historias que os contaba para darme importancia, un tipo duro, peligroso, un aventurero.
»Pero la alegría me duró poco, Humphrey. Se dieron cuenta enseguida de que yo no era más que un pobre aficionado. Supongo que alguno de ellos decidió hacer el negocio del mes a mi costa. Me asaltaron en la misma puerta de la escalera. Ya era de noche. Eran dos y parecían gitanos. Estaba muy oscuro y no pude distinguirlos bien; solo puedo asegurar que uno de ellos llevaba una de esas botas puntiagudas; no de cowboy como las mías, sino de esas castellanas, de cuero repujado, con arabescos. También me pareció que tenía una cicatriz que le cruzaba la barbilla y le llegaba hasta la mitad del cuello. Del otro solo puedo decirte que olía a ajo y manejaba una navaja enorme. Me la puso en la garganta y me dijo: “Payo, eso que llevas es demasiao bueno pa ti, así que nos lo vamos a llevar nosotros, que sabemos más que tú del negocio”.
»El de las botas solo dijo: “Mierda de payo”, y encendió un cigarrillo frotando una cerilla entre las uñas de los dedos pulgar e índice. Fue entonces, en el reflejo de la cerilla, cuando distinguí entre sombras la cicatriz. Se largaron con la droga sin pronunciar ni una sola palabra más. Cuando ya estaban lejos, me di cuenta de que tenía un charquito a mis pies. Me había meado, Humphrey, y ni siquiera me había dado cuenta. ¿Estamos bien jodidos, verdad, amigo?
—Sí, Billy Ray, estamos jodidos. —Me di cuenta de que estaba aceptando el plural. Me dio pena decirle que yo no estaba jodido mientras no me involucrase en sus problemas. No supe cómo decirle que estaba solo en su jodienda.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Humphrey?
—Tú te vas a mi casa y te encierras con llave —mientras lo decía le tendí las llaves de mi apartamento—, y no abres a nadie por mucho que llamen. Cuando yo llegue abriré con un juego que guardo aquí en la oficina. Antes pulsaré el timbre una sola vez, brevemente. Si descubres que alguien trata de abrir sin avisar con un timbrazo corto, lárgate, descuélgate por el balcón, o si lo prefieres, hazlo por la ventana del lavabo que da al patio de luces de la escalera. Es mejor morir descalabrado que apuñalado. Si llaman a la puerta repetidamente, no hagas caso, no hagas ruido, ya se cansarán y se largarán cuando se convenzan de que allí dentro no hay nadie. ¿Entendido?
—Sí, Humphrey. Gracias, eres un amigo.
—Anda, lárgate. Yo voy a investigar por ahí. Quizás consiga enterarme de algo que nos pueda servir. Ya te veré esta noche y te contaré lo que haya averiguado. A ver si se me ocurre algo para que este lío no vaya más lejos de lo que le conviene a tu salud.
—Gracias de nuevo, Humphrey.
—Vamos, lárgate. Solo una cosa más.
—Dime.
—Eres un capullo.