La gatita de curvas sinuosas que compartía mi cama aquella noche se había empeñado en trabar conocimiento de cualquier rincón de mi cuerpo al que pudiese acceder con su lengua. Mientras su pubis acariciaba mi estómago y sus pechos de pezones duros rozaban mi cuello, se abalanzó hacia mi oreja izquierda y, tras mordisqueármela durante unos segundos, me susurró: «Riiiiiiinng».
La miré sorprendido, ella me dedicó un mohín cargado de sensualidad, apretó sus dedos de uñas lacadas contra mis labios impidiéndome hablar y repitió: «Riiiiiiiiiiiing».
En esta ocasión pareció sorprenderse ella también y lo intentó de nuevo: «Riiiiiiing, riiiiiiiiiiing».
Me desperté furioso, saqué la mano y tanteé tratando de alcanzar el auricular del teléfono, que jugaba a esquivar mi mano. Sentí un ramalazo de frío que me subía desde los nudillos hasta la base del cuello. Finalmente, cogí el jodido aparato y saludé cortésmente:
—Sí, coño, sí. ¿Qué pasa, se puede saber qué pasa?
La educada voz de mi amigo el comisario Jareño intentó tranquilizarme:
—Lo siento, Humphrey. Ya sé que no son horas de molestar a la gente, pero te necesito, tendrías que venir al depósito de cadáveres ahora mismo.
Miré hacia mi reloj despertador, desde el cual un Mickey Mouse sonriente señalaba con sus brazos abiertos hacia los números tres y doce.
—¡Joder, Jareño, ¿tú sabes qué hora es?!
—Las tres de la madrugada, Humphrey. Tanto para ti como para mí son las tres de la madrugada. Anda, vístete y ven.
—¿Y se puede saber qué coño se me ha perdido a mí en el depósito de cadáveres precisamente hoy y ahora?
—Tengo un muerto aquí y…
—¡Hostia, Jareño, tienes un muerto! Pues nada, hombre, te lo regalo, es tuyo, puedes hacer con él lo que te plazca, porque lo que es tu amigo Humphrey ahora mismo se va a dormir de nuevo. Voy a continuar soñando con mi gatita. ¡He ligado, Jareño, aunque sea en sueños, por una vez he ligado! ¡Y tú vienes a joderme el ligue! Buenas noches, te veré en cualquier otro momento.
—Me temo que el muerto es amigo tuyo, Humphrey. Necesito una identificación y la necesito ahora, no mañana; no en otro momento, ahora. Y deja de joderme porque ya me estás cabreando.
La voz del comisario había tomado un tono profesional que no prometía nada bueno para mi licencia, permanentemente en situación cuestionable, así que decidí ser amable. Al fin y al cabo, para algo están las amistades.
Lo de que el muerto era amigo mío no lo acababa de ver claro. Mis amigos son del tipo difícil de liquidar, aunque solo sea porque ven a la Muerte venir de lejos y corren más que ella.
Me vestí mientras la gatita de curvas sinuosas se perdía irremisiblemente entre las brumas oníricas de un sueño que sospechaba tardaría en recuperar. No porque no sueñe habitualmente, sino porque me cuesta ligar hasta dormido.
En el depósito de cadáveres me esperaban el comisario Jareño, de la Brigada de Homicidios, y el Sargento García. La nariz de Jareño era un bulbo enrojecido por el frío que él apretaba con frecuencia, evidenciando que estaba sufriendo los molestos picores de uno de sus frecuentes ataques de alergia.
—¿Te has dejado en casa aquel espray milagroso de las japonesas, eh, Jareño?
—No, peor que eso. El Ministerio de Sanidad ha decidido retirarlo del mercado por no sé qué falta de información en uno de sus componentes. Pero vamos a lo nuestro. ¿Conoces a Eduardo López? Trabaja de camarero en El Universo de Noche.
—Claro, somos vecinos, vivimos en la misma escalera.
El Sargento García decidió que aquel era el momento más oportuno para mostrarnos su dominio de los tiempos verbales:
—Era tu vecino, Humphrey, ahora está muerto. —Como pueden ver, un maestro de la morfología el tal García.
Eduardo el Drácula, como era conocido por el barrio debido a la extrema palidez de su piel. Su trabajo nocturno le obligaba a dormir durante una buena parte del día, con lo que el sol se convertía para él en un bien exótico. Efectivamente, era mi vecino.
Cuando el Sargento García me informó de su muerte, lo primero que me planteé fue si la muerte sería capaz de añadir palidez a la cara de Eduardo.
Una tontería, ya que además pronto iba a tener la oportunidad de comprobarlo.
—Ven, Humphrey, quiero que identifiques el cuerpo.
La última vez que me había cruzado en la escalera con Eduardo me había lanzado uno de sus habituales requiebros de homosexual zalamero. Iba cambiando de tema, tenía un repertorio amplio y ocurrente: en ocasiones era mi cara de bruto que le ponía cachondo, en otras era mi, según él, aspecto desvalido lo que le hacía desear acunarme entre sus peludos brazos; como respuesta, yo le amenazaba con darle de hostias o algo así. En realidad era una broma vieja que aceptábamos los dos. Lo que sí recuerdo con claridad de esta última vez fueron sus palabras, expresadas con un cerradísimo acento gaditano, que se perdían mientras bajaba la escalera: «Jamfry, pisha, ya verá tú cómo er día que me vea desnúo te va a enamorá de mí».
Eduardo el Drácula estaba bien desnudo dentro del cajón frigorífico. Y no me gustó, aunque probablemente los dos enormes boquetes en su estómago contribuyeron poderosamente a ello.
—Sí, es él —me oí decir con una voz que parecía provenir de un lugar donde no haría el frío mortal de aquel depósito y donde el Drácula podría seguir jodiéndome con sus requiebros con acento gaditano y yo amenazándole con violencias tan improbables como innecesarias.
—Lo han matado esta misma noche, lo han encontrado los de la Municipal tirado en un callejón. Mañana tendremos el informe de Balística.
El Sargento García insinuó una sonrisa despectiva mientras nos informaba:
—Ni falta que hace el informe de Balística. Estos preciosos agujeros solo puede hacerlos una Magnum, casi con toda seguridad disparada por un revólver Colt Anaconda del calibre cuarenta y cuatro.
El Sargento García es el fulano más veterano del departamento y se las sabe todas. También es el más cabrón, el más violento y el más capaz de todos los policías del departamento.
Como habrán podido comprobar, el hombre aprovecha cualquier ocasión que se le presenta para demostrar sus conocimientos. El poco tiempo que le resta de servicio hasta su jubilación le hace sentirse inmune a las jerarquías, lo que le permite dar rienda suelta a su mala baba siempre que le apetece. Y le apetece más de lo que sus superiores desearían.
Ingresó en el Cuerpo Nacional de Policía procedente de la Legión, donde ostentaba el grado de sargento. En su primer día en la comisaría alguien le preguntó quién era y, llevado por la costumbre, respondió: «Sargento García». Y se quedó con un grado que en el Cuerpo Nacional de Policía en realidad no existe.
—Lo más probable es que García tenga razón, Humphrey. De cualquier forma, esperaremos a que nos llegue el informe de Balística.
—Un Colt Anaconda del calibre cuarenta y cuatro. Y a Balística que le den por el culo —rezongó García mirando el cadáver de una mujer joven que acababan de sacar de las aguas del puerto—. Y esta se ha suicidado, aunque no sé si la ha matado la cantidad de agua que ha tragado o la mierda del puerto.
—Sargento, por favor, un poco más de respeto.
—Sí, señor; de acuerdo, señor. A Balística que le den por el culo con todos los respetos posibles.
—Por última vez, Sargento, deje en paz al departamento de Balística aunque solo sea por la inestimable ayuda que nos proporcionarán a partir del día que usted se jubile.
Mientras el comisario Jareño le leía la cartilla al Sargento, yo pensaba en el Colt Anaconda Magnum calibre cuarenta y cuatro. Toda una leyenda, ya que según dicen los expertos es un arma capaz de agujerear paredes sin ninguna dificultad. Se ha llegado a usar en caza mayor, ya que puede tumbar a un rinoceronte en plena carrera. Y aunque yo lo dudo, también aseguran que una bala disparada por este revólver puede detener la carrera de un automóvil, con la única condición de que impacte de pleno en su motor. La variante con cañón de ocho pulgadas puede incorporar mira telescópica, algo muy indicado si el tipo que lo maneja no desea acercarse a su víctima lo suficiente para verle los ojos mientras muere. Lo dicho, está especialmente indicado para la caza mayor, sin excepciones.
Volví a mirar los agujeros en el vientre de Eduardo y empecé a considerar la posibilidad de que lo del rinoceronte y el automóvil pudiese ser cierto.
—¿Quién dispara con ese tipo de arma, Jareño?
—Un profesional, aunque nadie que nosotros conozcamos. Pero está claro que si alguien va acompañado de esta arma, es que tiene el propósito de usarla.
Se lo traduzco: un Colt Anaconda es lo más parecido a la torreta de un tanque de mediano tamaño, a la que se le ha adosado una culata. Lo cual quiere decir que las coristas no acostumbran a llevarlo en su bolso, ni los ejecutivos en su maletín, y que las monjas lo tienen vetado en el convento. Acabábamos de eliminar a una buena parte de la población como sospechosos. Nos acercábamos al asesino.
—¿Dejó alguna pista el homicida?
—Claro, hombre, a ese de ahí dentro. —El Sargento García señalaba con el pulgar hacia el cajón donde reposaba Eduardo el Drácula.
—¿Cuándo ha dicho que se jubilaba usted, amigo?
—Cuando los detectives casposos como usted cumplan sus obligaciones con el Ministerio de Hacienda. Y, por cierto, vaya borrándome de su lista de amistades, si no le importa.
Ocurrente el Sargento, no se le podía negar. Comencé a imaginar al Sargento García dentro del cajón y a Eduardo paseando tranquilamente por la avinguda del Paralelo.
Una idea realmente fascinante. Hay ocasiones en que me gustaría creer en los milagros.
—¿No será porque ha encontrado usted caspa en su cama, verdad, García?
El tipo se dispuso a agredirme, ya tensaba sus setenta y muchos kilos de fibra apoyados en unas patas más torcidas que el alma de Judas, cuando Jareño decidió que era el momento apropiado para intervenir.
—Sargento, por favor, pregunte al forense cuándo nos tendrá preparado el informe. Y si es necesario esperar, espérese.
Mi recién adquirido amigo dudó unos instantes entre desearme una enfermedad incurable especialmente dolorosa o largarse sin más a cumplir órdenes. Me midió un par de veces con la mirada y solo cuando el comisario Jareño rozó suavemente su brazo con el codo decidió largarse. Mentalmente anoté un bourbon por cuenta de la casa para mi amigo.
—¿Habéis preguntado a los vecinos si oyeron algo? —En el mismo momento de lanzar la pregunta me di cuenta de lo estúpidas que resultaban mis palabras, ya que los vecinos de aquel callejón, cuando oyen un disparo, se toman un Valium y se meten debajo de la cama. Por si acaso.
—Tú mismo, Humphrey. Esa gente jamás oye nada, jamás ve nada y por supuesto jamás le cuenta nada a la policía. Quizás tú puedas ayudarnos.
—Hum. —Sabía lo que me iba a pedir, pero, aunque no me gustaba la idea de involucrarme, no sabía cómo negarme—. Hum —repetí.
—Presta atención a lo que se dice por el barrio, pregunta a los vecinos, tantea a la gente, averigua si el Drácula estaba «marcado» por alguien. Tal vez a ti te cuenten más cosas que a nosotros.
—Parece que has descartado un posible móvil pasional.
—No, ya sabes que yo nunca descarto nada a priori, pero un crimen pasional no acostumbra a acabar con uno de los protagonistas tirado en un callejón con dos agujeros de Colt Anaconda. Acuchillado tal vez, o con la cabeza destrozada a golpes en un apartamento… Un asesino pasional no mata a la persona que ama, sino a quien vive en el interior de su sueño convertido en pesadilla. Esto es obra de un profesional, Humphrey. Alguien decidió que tu amigo ya había vivido lo suficiente y encargó a un experto que le liquidase.
—Veo que das por buena la versión del Sargento García respecto al arma del crimen.
—No se equivoca nunca. Es un tipo raro, malcarado, pero sumamente eficiente en el trabajo. Si él dice que esos agujeros los ha causado un Colt Anaconda, su veredicto es tan fiable como el informe de Balística.
—Lo que está claro es que además adora a los detectives privados.
La risa del comisario Jareño atronó el depósito de cadáveres e hizo subir la temperatura en un par de grados. El comisario no acostumbra a sonreír, pero sus carcajadas recuerdan a la música de fondo de un maremoto de mediana potencia. No se puede pasear una humanidad de metro noventa y cinco y un peso bruto de ciento diez kilos sobre unos zapatones del número cuarenta y seis y reír como Madonna. No estaría bien visto.
—Efectivamente, sois su debilidad. Anda, vete a casa, prefiero que cuando regrese García tú ya no estés aquí. Ya os reconciliaréis otro día; en realidad, sois dos buenos tipos.
Me imaginé al Sargento García con una aureola de santo clavada encima de su cara de paleto, y su cuerpo robusto y patizambo revestido de una túnica larga hasta los pies, pero no me convenció. Hum.
—Confío en tu habilidad, Humphrey.
—No te prometo nada, Jareño. Tú lo has dicho: la gente de este barrio adora el silencio. Pero lo intentaré.
Salí del frío del depósito de cadáveres a la gélida humedad de la calle desierta. Los chorizos de poca monta, que acostumbran a hacer de las primeras horas de la madrugada su horario habitual, habían desaparecido como si venteasen la presencia de la policía. De fondo se escuchaba el rumor de los coches de los últimos juerguistas regresando a casa. Había sido una de aquellas noches que luego no me gusta recordar, había perdido a un amigo y un bello sueño. Aunque eso sí, había un lado bueno en todo aquel asunto: los lazos de firme amistad que acababa de establecer con el Sargento García.
Caminé con las manos en los bolsillos. El amanecer reptaba por las calles y trepaba por las paredes. Los despertadores estaban listos para joder a los que dormían con placidez.