XIX. Corazón destrozado

Durante días Leila ha estado recibiendo unas cartas que la hacen estremecer de miedo, aceleran los latidos de su corazón y hacen que se olvide de todas las demás preocupaciones. Después de leerlas, las hace trizas y las quema en el horno. Las cartas le hacen soñar con otra vida, sus palabras introducen un contenido entusiasmo en sus pensamientos, una expectación temerosa en su vida. Éstas son sensaciones nuevas para la joven. De repente se le ha abierto un mundo del que ella no tenía ni idea.

—¡Quiero escaparme, no quiero seguir aquí! —chilla un día cuando está barriendo el suelo y dando vueltas con la escoba por la habitación—. ¡Fuera de aquí!

—¿Cómo dices? —pregunta Sonya alzando la mirada desde su posición en el suelo, donde con expresión ausente ha estado siguiendo el diseño de la alfombra con el dedo.

—Nada —contesta Leila, y piensa que ya no aguanta más, que esa casa se ha convertido en una cárcel—. ¿Por qué todo tiene que ser tan complicado? —se lamenta.

Ella, que normalmente evita salir, tiene la imperiosa necesidad de escaparse en ese mismo instante. Se va al mercado. Un cuarto de hora después vuelve con un manojo de cebollas y es recibida con suspicacias.

—¿Sales nada más que para comprar cebollas? ¿Tan amante eres de exhibirte que te vas al bazar cuando no necesitamos nada en absoluto? —la interroga Sharifa, que está de mal humor—. La próxima vez tendrás que mandar a uno de los chiquillos.

Las compras son responsabilidad de los hombres o de las viejas, no es bueno que las jóvenes se paren en los tenderetes para regatear con los comerciantes que son todos hombres, o que puedan hablar con otros varones en el mercado. Si bien durante el régimen talibán las autoridades prohibieron a las mujeres ir sin compañía al mercado, ahora es Sharifa quien se lo impide a Leila movida por su confusa insatisfacción.

La joven guarda silencio. ¿Acaso ella tiene algo que hablar con un vendedor de cebollas? Todavía está en la cocina cuando vuelven los hombres de la familia y se estremece al escuchar las risitas de Aimal a sus espaldas. Le ha pedido que no le traiga más cartas, pero su pequeño sobrino le deja a hurtadillas no sólo una carta más, sino también un paquete. Ella esconde ambas cosas debajo del vestido y se dirige apresurada hacia su cofre personal, donde las guarda. Luego, cuando los otros comen, va a la sala y saca con manos temblorosas de entre sus tesoros la nota y el pequeño paquete.

«Querida L. Me tienes que contestar ahora. Mi corazón arde por ti. Eres tan hermosa. ¿Quieres quitarme la tristeza o debo vivir para siempre en la oscuridad? Deseo verte, dame una respuesta. Quiero compartir mi vida contigo. Siempre tuyo, K.»

En el paquete encuentra una pequeña campana de cristal azul con una correa plateada. La joven se pone la joya y se la vuelve a quitar enseguida. No la podrá llevar jamás. ¿Qué podría decir ella si alguien le preguntara quién se la había regalado? Se sonroja ante la mera idea de que sus hermanos o su madre se enterasen de algo; qué miedo y qué vergüenza. Tanto Sultán como Yunus la condenarían; recibir esas cartas es un acto completamente indecente en sí mismo.

«¿Sientes lo mismo que yo?», le había preguntado su admirador en otra carta.

Leila no siente nada, está muerta de miedo. Es como si viviera una nueva realidad; por primera vez en su vida alguien le exige una respuesta, ese hombre quiere saber lo que siente y lo que opina. Pero ella no opina nada, no está acostumbrada a tener una opinión. Y se dice a sí misma que no siente nada, porque sabe que no debe sentir nada. Los sentimientos son vergonzosos, eso es lo que le han enseñado.

Karim sí que tiene sentimientos. Ha visto a Leila una sola vez. Fue un día cuando ella y Sonya le llevaron la comida a Sultán y a los chavales al hotel. Karim no la había visto más que fugazmente, pero ella tenía algo que le hizo saber que estaba delante de su media naranja, algo que tenía que ver con sus ojos, con su cara redonda y pálida, con su preciosa piel…

Karim vive solo en una habitación y trabaja para una productora de televisión japonesa. Es un muchacho solitario y huérfano de madre. Ella murió debido a un trozo de metralla que cayó en su patio. El padre se había casado poco después con otra mujer, una señora que no caía bien a Karim, pero a quien tampoco él caía bien. La nueva madre malquería a los hijos de la primera esposa y les pegaba cuando no lo veía el padre. Karim nunca se quejó del maltrato, no valía la pena porque su padre prefería a esta mujer antes que a sus hijos. El asunto no tenía remedio. Al terminar los estudios, trabajó unos años en la farmacia de su padre, pero al final no pudo aguantar más la situación familiar y se fue a vivir con una hermana menor que había sido casada con un hombre en Kabul. Estudió en la universidad, y cuando los hoteles y las pensiones de la capital se llenaron de periodistas extranjeros, Karim ofreció sus conocimientos de inglés al mejor postor. Tuvo suerte y encontró trabajo en una empresa que abrió un despacho en Kabul y le ofreció un contrato a largo plazo con un buen sueldo y una habitación de hotel pagada.

Ahí fue donde Karim conoció a Mansur y al resto de la familia Khan. Le gustaba esa familia, su librería, sus conocimientos, su sobriedad. «Ésta es una buena familia», pensó. Y cuando tuvo una visión fugaz de la hermana pequeña de Sultán, la cosa quedó clara. Pero su amada nunca más volvió al hotel; de hecho, a Leila no le había gustado estar allí. «No es un buen lugar para una joven», pensó el enamorado.

No podía comentar su obsesión con nadie. Mansur se reiría de él y, en el peor de los casos, le podía llegar a hacer mucho daño.

Para Mansur nada era sagrado, y además parecía que su tía le caía mal. El único que sabía algo era el pequeño Aimal que trabajaba en el vestíbulo. El chico sabía guardar un secreto y era su mensajero.

«Trabar amistad con Mansur —pensó Karim— sería una forma de entrar en la familia», y de hecho tuvo suerte, porque Mansur lo invitó a cenar a su casa un día. Es costumbre presentar a los amigos en casa, y el joven del hotel era uno de los amigos más respetables de Mansur. Karim se esforzó todo lo que pudo para dar una buena impresión, y estuvo encantador, atento y prolijo en cumplidos para con la comida. Tenía claro que lo más importante era caerle bien a Bibi Gul, porque era ella quien tenía la última palabra con respecto a Leila. Pero no vio al objeto de sus deseos durante toda la cena, pues estaba en la cocina preparando la comida que llevaban Sharifa y Bulbula al comedor. Las hijas solteras no suelen aparecer cuando está presente un hombre joven ajeno a la familia.

Después de la cena y el té, no obstante, Karim pudo verla un momento. A causa del toque de queda, los convidados a cenar muchas veces se quedan a dormir en casa de los anfitriones, y Leila se ocupa de convertir cada noche el salón en dormitorio. Esa noche extendió las esteras, buscó mantas y cojines y también preparó un lecho para Karim, todo el tiempo muy consciente de que allí estaba quien le había estado escribiendo cartas. Él pensó que ella ya había terminado su labor y entró en el salón para rezar antes de que los demás se acostasen, pero su amada estaba allí todavía, inclinada sobre una estera, con el cabello hecho una trenza y cubierta con un pequeño y simple chal. Karim, pasmado y excitado, dio media vuelta en la puerta. Leila ni se dio cuenta de que él había estado ahí, pero él no pudo borrar en toda la noche la imagen de ella inclinada sobre la estera. Por la mañana no la vio, a pesar de que había sido ella quien le había dejado el agua para lavarse, le había frito huevos y preparado té, y hasta le había lustrado los zapatos mientras dormía.

A la mañana siguiente, el huérfano mandó a su hermana de visita a las mujeres de la familia Khan para que conociera a Leila. Cuando alguien traba amistad en Afganistán, es costumbre no sólo que los nuevos amigos sean presentados a la familia, sino también que los familiares se conozcan. La hermana era la parienta más próxima de Karim, y como conocía la fascinación que ejercía Leila sobre su hermano, debía verla y conocer mejor a su familia. Cuando volvió a casa le contó a Karim lo que él ya sabía:

—Es simpática y trabajadora, es guapa y sana. La familia es tranquila y decente; en definitiva, se trata de un buen partido.

—Sí, pero ¿qué dijo? ¿Cómo era? ¿Qué aspecto tenía?

Karim no se cansaba de las respuestas a estas preguntas pese a que las descripciones que hacía su hermana de su amada eran demasiado sosas, según su opinión.

—Es una buena chica, ya te digo —dijo ella a modo de conclusión.

Como Karim era huérfano de madre, su hermana menor era quien debía representarlo como pretendiente. Pero todavía era pronto, había que conocer mejor a los Khan primero, ya que ellos y su familia carecían de lazos de parentesco. De otra forma correrían el riesgo de que aquéllos rehusaran al muchacho a la primera sin darle más oportunidades.

Tras la visita de la hermana de Karim, todos empezaron a hacerle comentarios jocosos a Leila sobre el joven. Ella no les hacía caso cuando le tomaban el pelo; hacía como si no le importara aunque ardía por dentro. Esperaba con todas sus fuerzas que no se enterara nadie de la existencia de las cartas y se enfadó con Karim por haberla puesto en peligro nada más que por egoísmo. Rompió la pequeña campana con una piedra y la tiró.

Tenía miedo sobre todo de que su hermano preferido se diera cuenta. Yunus era el miembro de la familia que acataba el modo de vida islámico más riguroso, aunque tampoco él lo seguía a rajatabla. También era a quien Leila más quería en la familia, y temía que pensara mal de ella si se enteraba de que había recibido cartas de un chico. Cuando Yunus se negó a ayudarla a buscar empleo de profesora, fue para impedir que ella trabajara en un despacho donde hubiera hombres.

Leila se acordaba también de la conversación que había tenido con su hermano sobre Yamila después de saber por Sharifa que la joven había muerto estrangulada.

—¿Yamila? —había dicho Yunus cuando Leila mencionó a la joven en conversación—. ¿La que murió por el cortocircuito del ventilador?

Yunus no era consciente de que la historia del ventilador eléctrico no era cierta y de que Yamila había sido asesinada por haber recibido la visita de un amante por la noche. Leila le contó lo que había pasado y su hermano exclamó:

—¡Terrible, eso es terrible!

Leila asintió.

—¿Cómo pudo Yamila hacer algo semejante? —preguntó escandalizado.

—¿Ella? —exclamó Leila sorprendida.

Había malinterpretado la expresión de ira y pesar de su hermano pensando que estaba reaccionando al hecho de que Yamila hubiera sido asesinada por sus propios hermanos. Pero la conmovida reacción de Yunus había sido causada porque la joven había tenido un amante.

—Y eso que su marido era rico y guapo —dijo él, todavía conmocionado por la noticia—. Qué vergüenza, y además con un pakistaní. Esto me confirma en mi deseo de casarme con una mujer muy joven. Tiene que estar intacta y tendré que conducirla con mano dura —concluyó convencido.

—Pero ¿y el asesinato? —objetó Leila.

—Ella pecó primero.

Leila también quiere ser joven y estar intacta. Le aterra ser descubierta. No ve la diferencia entre ser infiel al marido y recibir cartas de un chico siendo soltera. Ambas cosas están prohibidas, ambas son malas, ambas conducen a la deshonra en caso de hacerse públicas. Ahora que había empezado a ver a Karim como su salvación, temía que Yunus no le apoyaría si aquél pedía su mano.

No es que estuviera enamorada —apenas había visto a su admirador, sólo lo había observado desde la ventana cuando llegó con Mansur y durante su visita desde detrás de una cortina—, pero lo poco que había podido ver le había complacido.

—Si parece un chiquillo —había comentado a Sonya entonces—. Es pequeño y flaco, y tiene una cara infantil.

Si bien esto era verdad, también lo era que Karim era un joven culto, que parecía amable y que apenas tenía familia. Representaba su salvación porque tal vez podía cambiarle el destino. Lo mejor de todo era que él no tenía una familia extensa que la podía convertir en su criada. Karim seguramente la dejaría estudiar o trabajar, y sólo serían ellos dos, quizá pudieran incluso ir a algún sitio distante, a lo mejor al extranjero.

Tampoco es que Leila no tuviera otros pretendientes, pues ya tenía tres; todos parientes que ella rechazaba. Uno era un primo analfabeto que estaba en el paro, un inútil perezoso. El otro era Said, el chico que había perdido tres dedos al hacer mal una chapuza con un motor.

—Qué suerte tienes, vas a tener un marido con dos dedos en la mano —le solía chinchar Mansur.

A este hijo de Wakil, el marido de su hermana, tampoco lo quería Leila por mucho que Shakila insistiera. A la hermana mayor le gustaría tener a Leila haciéndole compañía en el patio, pero la adolescente tenía bien claro que en aquella casa ella seguiría siendo una criada. Siempre estaría bajo el mando de su hermana, y Said siempre tendría que obedecer a su padre.

«Entonces no sería solamente lavar la ropa de trece personas como ahora, sino la de veinte», se dijo a sí misma. Shakila sería el ama de casa con todos los honores y Leila la criada. Lo mismo de siempre. Además, de este modo no se escaparía, sino que seguiría siendo presa de la familia y, al igual que Shakila, viviría entre pollos y gallinas con críos en las faldas a todas horas.

El tercer pretendiente oficial era Khaled, otro primo suyo. Era un joven tranquilo y guapo que Leila conocía desde pequeña y que de hecho le caía bien; además, era amable y tenía ojos cálidos y hermosos. Pero ¡qué familia la suya! Era espantosa y numerosa, un total de treinta personas. Su padre era un viejo severo que acababa de salir de la cárcel después de haber sido acusado de colaborar con los talibanes; todo esto a raíz de que le habían saqueado la casa durante la guerra civil, algo bastante generalizado. Acabada la guerra, cuando el régimen talibán impuso la ley y el orden de nuevo, el padre de Khaled había acusado del robo a unos muyahidin de su aldea, que fueron detenidos y pasaron mucho tiempo en prisión. Pero como al huir los talibanes aquéllos volvieron al poder en la aldea, se vengaron del que los había denunciado mandándole a él a la cárcel. «Se lo había buscado —decían algunos—. ¿Qué se había pensado cuando los denunció?».

El padre de Khaled tenía fama de ser un hombre colérico. Además, tenía dos esposas que no paraban de pelearse y que difícilmente podían estar en la misma habitación. Para colmo, el septuagenario se planteaba buscarse una tercera mujer.

—Se han vuelto demasiado viejas para mi gusto; necesito a alguien que me rejuvenezca.

Leila no se sentía capaz de entrar en ese caos familiar, y como Khaled no tenía dinero, no podrían vivir solos. Igual que los otros pretendientes, éste no podía ayudarle.

Pero ahora los hados le había regalado generosamente a Karim. La nueva vida con un toque de peligro le aporta a Leila el impulso que ella necesita y una razón para tener esperanzas. Se niega, pues, a rendirse en cuanto a su sueño de hacerse profesora, y sigue buscando una manera de ir al Ministerio de Educación a registrarse. Cuando está claro que ninguno de los hombres de la familia la ayudará, Sharifa se apiada de ella y promete acompañarla al ministerio. No obstante, el tiempo va pasando y nunca encuentran el momento de ir. Cuando Leila descubre que necesita una cita para ser recibida, por poco vuelve a descorazonarse, pero, de forma inesperada, la situación parece arreglarse.

La hermana de Karim había hablado a éste de los problemas que Leila tenía para poder registrarse como profesora, y como el joven conoce al que es la mano derecha de Rasul Amin, el nuevo ministro de Educación, al cabo de semanas de gestiones obtiene una cita con éste para Leila. Bibi Gul le da permiso para ir, Sultán, por suerte, está en el extranjero, y ni siquiera Mansur le pone trabas. Todo le sonríe. Leila pasa la noche dando las gracias a Alá y rezando para que todo salga bien, tanto el encuentro con Karim como la cita con el ministro.

Su admirador secreto la va a recoger a las nueve. Por la mañana, Leila se prueba toda su ropa, descartando cada pieza. Se prueba los vestidos de Sonya, los de Sharifa y luego los suyos otra vez. Cuando los hombres se han ido a trabajar, las mujeres de la casa se sientan en el suelo para ayudarla a elegir la ropa más apropiada.

—¡Demasiado estrecho!

—¡Demasiado estampado!

—¡Demasiados oropeles!

—¡Transparente!

—¡Está sucio!

Ninguno de los vestidos les gusta porque Leila no tiene ropa intermedia entre los viejos y gastados jerseys de lana y las blusas fulgurantes con imitaciones de oro. No tiene ropa normal y corriente. Cuando alguna vez compra ropa, es para asistir a una boda o una ceremonia de noviazgo, y entonces elige lo más brillante que encuentra. Acaba optando por una de las blusas blancas de Sonya y una negra falda larga y ancha. A fin de cuentas no importa demasiado, ya que luego se envuelve en un largo chal que la cubre de la cabeza a los muslos. Pero deja la cara desvelada, porque Leila ya no usa la burka. Cumplió la promesa hecha a sí misma de dejarla cuando volviera el rey. Y lo hizo cuando Zahir Shah, efectivamente, puso un pie en el país un día de abril después de tres décadas de exilio. Se dijo a sí misma que Afganistán ya era un país moderno y colgó en el clavo y para siempre la hedionda vestimenta. Sharifa y Sonya siguieron su ejemplo. Sharifa sin mayor problema, ya que había vivido la mayor parte de su vida adulta con la cara desvelada, pero a Sonya, sin embargo, le costó más, porque había pasado de niña a adulta debajo de la burka. Finalmente fue Sultán quien le prohibió usarla con el argumento siguiente:

—Yo no quiero una mujer de la prehistoria. Eres la esposa de un hombre liberal y no de un fundamentalista.

Y liberal lo es Sultán en muchos aspectos. En su viaje a Irán compró ropa occidental para él y su joven esposa, acostumbraba a calificar la burka como una jaula represora, y le alegraba que hubiera mujeres ministras en el nuevo gobierno. Deseaba de todo corazón que Afganistán se convirtiera en un país moderno y podía argumentar con entusiasmo sobre la emancipación de la mujer. Pero en casa seguía siendo el patriarca autoritario.

Cuando llega por fin Karim en el coche, Leila está de pie delante del espejo con un nuevo brillo en los ojos. Sharifa sale primero y Leila la sigue nerviosa con la cabeza gacha. Sharifa se sienta al lado del joven, Leila en el asiento trasero tras un breve saludo. La cosa va bien, permanece el suspense, pero su nerviosismo empieza a evaporarse. Su admirador le resulta inofensivo, amable y un poco extraño.

Karim conversa con Sharifa sobre los hijos de ella, el trabajo de él, el tiempo que hace. La mujer le pregunta por la familia y se interesa por su trabajo. Ella misma quiere volver a trabajar de maestra y, a diferencia de Leila, tiene los papeles en regla y solamente debe volver a registrarse. La joven, en cambio, tiene una mezcolanza de diplomas, algunos del colegio en Pakistán y otros de los cursos de inglés de cuando la familia estaba exiliada. No tiene estudios de maestra, no ha terminado el instituto siquiera; pero ella es la única posibilidad que tiene esa escuela de aldea de contratar a una profesora de inglés.

En el ministerio deben esperar horas para una breve entrevista con el ministro. Hay numerosos grupos de mujeres, veladas y sin velo, sentadas por los rincones y a lo largo de las paredes. Las mujeres hacen cola delante de muchos de los mostradores, los funcionarios les tiran los impresos y ellas se los devuelven tirándoselos a su vez después de rellenarlos. Algunos empleados pegan a las que no se mueven lo suficientemente rápido. Las mujeres gritan a los funcionarios y los funcionarios a las mujeres; reina una especie de igualdad entre sexos, con los hombres riñendo a las mujeres y las mujeres regañando a los hombres. Unos funcionarios corretean con pilas de papeles dando la impresión de correr en círculo. Todos chillan. Una anciana de tez arrugada da vueltas sin ton ni son; resulta obvio que se ha perdido, pero nadie la ayuda y, al final, la mujer fatigada se sienta en un rincón y se duerme. Otra está llorando.

Karim hace buen uso del tiempo de espera. Logra incluso estar a solas con su amada un momento cuando Sharifa averigua algo en un mostrador con larga cola.

—¿Cuál es tu respuesta? —pregunta a Leila su admirador.

—Sabes que no te puedo contestar.

—Pero ¿tú que quieres? —insiste él.

—Sabes bien que yo no puedo tener ninguna opinión al respecto.

—Pero ¿te gusto? —quiere saber.

—Sabes que yo no puedo tener una opinión al respecto.

—¿Aceptarás si te pido en matrimonio? —se preocupa.

—Sabes que no soy yo quien toma esa decisión.

—¿Quieres volver a verme?

—No puedo.

—¿Por qué no puedes ser un poco amable? ¿No te gusto?

—Mi familia decidirá si me gustas o no —dice Leila dando por concluida la conversación.

A ella le molesta que el muchacho ose preguntarle estas cosas. ¿Qué le puede decir ella? Su madre y su hermano mayor toman esa decisión, pero claro que él le gusta: le gusta porque es su salvación. Pero no siente nada por él.

Los tres esperan horas y horas. Por fin pueden entrar a ver al ministro que está sentado detrás de una cortina. Saluda lacónicamente antes de coger los papeles que Leila le alcanza y los firma sin mirarlos. Firma siete hojas en un momento y luego un burócrata les acompaña a la puerta.

Así funciona la sociedad afgana. Se trata de un sistema esclerótico en que lo que importa es conocer a alguien. No llegas a ninguna parte sin las firmas y aprobaciones debidas. Leila tuvo suerte y llegó a ver al ministro en persona; otros deben contentarse con un funcionario de menor rango. Por otro lado, el hecho de que los ministros se pasen los días firmando los papeles de la gente que se ha abierto camino hasta su despacho mediante sobornos y enchufes hace que sus firmas valgan cada día menos.

Leila había pensado que, una vez firmaba el ministro, el resto del proceso sería coser y cantar, pero todavía le falta pasar por un sinfín de despachos, mostradores y oficinas. Es Sharifa quien toma la palabra mientras Leila se queda sentada mirando al suelo. ¿Tan difícil es registrarse como maestra cuando el país las necesita a montones? En muchos lugares hay locales y libros, pero nadie para dar las clases. Esto lo había declarado el mismo ministro. Cuando Leila llega por fin a la oficina donde se celebran los exámenes para el nuevo profesorado, sus documentos están completamente arrugados de las muchas manos por las que han pasado.

Tiene que pasar una prueba oral para demostrar que sirve como maestra. En una sala la reciben dos hombres y una mujer sentados detrás de una mesa. Cuando han anotado su nombre, su edad y sus estudios, la examinan:

—¿Sabes el credo islámico?

—No hay otro dios que Alá, y Mahoma es su profeta —recita la joven maquinalmente.

—¿Cuántas veces al día debe rezar un musulmán?

—Cinco veces.

—¿La respuesta correcta es seis, supongo? —dice la mujer detrás del escritorio, pero Leila no se deja confundir.

—Tal vez lo sea para ustedes, pero para mí son cinco.

—¿Y tú cuántas veces rezas al día?

—Cinco —miente la aspirante a maestra.

Luego le hacen una pregunta de matemáticas, que ella resuelve, y después le plantean una fórmula de física de la que no tiene ni idea.

—¿No me van a examinar de inglés? —pregunta extrañada.

Los examinadores niegan con la cabeza riéndose cáusticos:

—Entonces tú podrías decir lo que te diera la gana.

Ninguno de ellos sabe inglés, y Leila se queda con la impresión de que tampoco quieren que ella ni ninguna de las demás candidatas puedan trabajar de maestras. Terminado el interrogatorio y después de un largo debate entre ellos, descubren que le falta un papel.

—Tienes que volver con el documento.

Tras haber pasado ocho horas en el Ministerio de Educación, los tres vuelven abatidos a casa.

—Me rindo, a lo mejor no tengo realmente ganas de ser maestra —suspira Leila desalentada.

—Yo te ayudaré —le promete Karim, y le dirige una sonrisa—. No dejo nada a medias; una vez empezado, hay que terminarlo —añade logrando conmover un poco a su amada.

Al día siguiente, Karim viaja a Jalalabad para hablar con su familia de Leila, de los Khan y del hecho de que le gustaría pedir a la joven en matrimonio. Su padre lo autoriza. Ahora lo único que falta es enviar a su hermana. La cosa se retrasa, sin embargo, porque el joven tiene miedo de ser rechazado y porque necesita ahorrar mucho dinero para la boda, para el ajuar y para una vivienda. Además, su relación con Mansur se está enfriando. Éste pasa días sin hacerle caso o saludándole brevemente con un gesto. Al final, Karim le pregunta a su amigo si ha hecho alguna cosa mal.

—Hay algo que te tengo que contar acerca de Leila —responde el sobrino de su amada.

—¿El qué?

—No, mejor no te lo digo —contesta el otro batiéndose en retirada de modo sibilino—. Lo lamento.

—Pero ¿qué es? —insiste Karim alarmado—. ¿Está enferma? ¿Tiene otro novio? ¿Le pasa algo?

—No te lo puede decir, pero si tú lo supieras no te casarías con ella. Ahora tengo que irme.

A partir de ese momento, Karim pide a Mansur cada día que le diga qué le pasa a Leila, pero éste siempre rehusa contestarle. Karim suplica y ruega, se enfada, se molesta, pero no logra sacarle nada.

Resulta que Mansur se había enterado de la existencia de las cartas por Aimal. En principio, no tenía nada en contra de que Karim se quedara con su tía, al contrario; el problema era que Wakil también se había olido el galanteo de Karim y había pedido a Mansur que alejase al joven de Leila. Mansur no tenía más remedio que hacer lo que le había pedido su tío; desde luego, Wakil formaba parte de su familia y Karim no.

Wakil también amenazó personalmente al joven pretendiente:

—La he elegido yo para mi hijo. Leila pertenece a nuestra familia, mi esposa desea que su hermana menor se case con mi hijo, y yo también lo quiero así. Será un matrimonio que complacerá tanto a Sultán como a Bibi Gul, ¡de modo que mejor desapareces, chaval!

Karim poco podía decir a Wakil, siendo éste no sólo pariente de Leila sino también de mayor edad que él. Su única posibilidad ahora era que Leila luchase por casarse con él. Pero ¿qué problema tenía? ¿Era cierto lo que decía Mansur de ella?

Karim empezó a dudar si pedir la mano de Leila.

Mientras tanto, Shakila y Wakil llegan de visita a Microyan. Leila se queda en la cocina preparando la comida, y al entrar en el salón después de marcharse ellos, su madre le informa:

—Te han pedido en casamiento para Said.

Leila se queda de piedra y Bibi Gul continúa:

—Contesté que por mi parte no había problema alguno, pero que te preguntaría a ti.

La joven siempre ha seguido los consejos de su madre. Ahora guarda silencio. Con el hijo de Wakil tendría una vida como la que tenía ahora, sólo que con más tareas todavía y más personas dándole órdenes. No sólo eso, sino que tendría un marido con solamente dos dedos que en su vida ha abierto un libro.

Bibi Gul moja un trozo de pan en el aceite de un plato y se lo lleva a la boca. Coge un hueso del plato de Shakila y le chupa la médula mientras contempla a su hija.

Leila siente cómo su vida, su juventud y su esperanza se le escapan sin que ella pueda hacer nada por impedirlo. Su corazón es como una piedra pesada y solitaria condenada a ser machacada para siempre. Da media vuelta y llega a la puerta en tres pasos cerrándola tras ella sin ruido. Su corazón destrozado se queda atrás. Pronto se mezclará con el polvo que entra con el viento por la ventana para instalarse en las alfombras. Esa misma noche será ella misma quien tendrá que barrer su corazón y tirarlo al patio.