Tajmir sostiene el Corán contra su frente, lo besa y lee un versículo. Vuelve a besarlo, lo deja en el bolsillo de su chaqueta y mira por la ventana del coche. Están saliendo de Kabul en dirección al sudeste, rumbo a las turbulentas regiones fronterizas entre Afganistán y Pakistán, donde los talibanes y Al Qaeda todavía cuentan con amplio respaldo popular. Los norteamericanos creen que en este paisaje inaccesible se esconden terroristas, y rastrean el terreno, interrogan a la población civil, dinamitan cuevas, buscan depósitos de armas, dan con escondites, encuentran bombas y matan civiles. Todo en nombre de la caza de terroristas y, sobre todo, del gran trofeo con que sueñan: Osama Bin Laden.
Fue en esta zona donde tuvo lugar la gran ofensiva contra Al Qaeda en la primavera —la Operación Anaconda—, en la que fuerzas internacionales especiales bajo mando estadounidense libraron duros combates con los discípulos sobrevivientes de Osama. Se supone que aún hoy varios grupos de Al Qaeda siguen en estas regiones fronterizas. Son regiones cuyos líderes nunca han reconocido un gobierno central e insisten en gobernarse según las leyes de las tribus. En el cinturón pashtun a ambos lados de la frontera, los norteamericanos y las autoridades centrales lo tienen difícil para infiltrarse en las aldeas. Expertos de información estiman que, en caso de que Osama Bin Laden y el ulema Omar sigan vivos y estén en Afganistán, este sitio es su refugio más probable.
Tajmir debe intentar encontrar a los dos personajes. O al menos a alguien que haya oído hablar de alguien que los haya visto, o crea haber visto a alguien que se parece a ellos… A diferencia de su compañero de viaje, no obstante, Tajmir no espera encontrar nada por el estilo; él no es un aficionado al peligro. No le gusta viajar por los territorios de las tribus, donde pueden estallar combates en cualquier momento. En el asiento trasero del coche, los chalecos antibalas y los cascos de protección están listos.
—¿Qué leíste, Tajmir?
—El Santo Corán.
—Sí, eso lo vi, pero ¿algún pasaje en particular? Quiero decir, ¿una traveller section o algo así?
—No, yo nunca busco nada en especial; abro el libro al azar. Ahora me salió el versículo que dice que el que obedece a Alá y a su enviado será conducido a los jardines del paraíso donde murmuran los arroyos, mientras que el que da la espalda a Alá recibirá un castigo riguroso. Leo un poco el Corán cuando tengo miedo a algo, o cuando estoy triste.
—Oh, yeah —dice Bob reposando la cabeza contra la ventanilla. Entorna los ojos y observa desaparecer las calles de la capital cubiertas en hollín. Conducen cara a un sol matinal tan fuerte que Bob al final se ve forzado a cerrar del todo los ojos.
Tajmir está pensando en el encargo que le ha hecho un periódico norteamericano. Antes —cuando los talibanes— él trabajaba para una organización humanitaria donde tenía la responsabilidad de la distribución de harina y arroz entre los pobres. Cuando los extranjeros de la organización abandonaron el país a raíz de lo ocurrido el 11 de septiembre, Tajmir se quedó como único responsable. El régimen talibán, sin embargo, bloqueaba todas sus iniciativas, y al final la distribución fue congelada. Un día hasta cayó una bomba justo en el sitio donde se llevaba a cabo el reparto de raciones, y Tajmir dio las gracias a Alá por haber parado la distribución a tiempo. No quería ni imaginarse lo que habría sucedido si el sitio hubiera estado lleno de mujeres y niños desesperados haciendo cola para conseguir un poco de comida…
Tajmir tiene la sensación de que ha pasado mucho tiempo desde que trabajó en el servicio humanitario. Cuando los periodistas extranjeros llegaron a Kabul, una revista norteamericana le ofreció un jornal que equivalía a lo que ganaba en toda una quincena. Por consideración a su propia familia, que estaba necesitada, dejó el trabajo humanitario y empezó como intérprete, con un inglés imaginativo y curioso.
Tajmir mantiene solo a su familia, una familia que según el estándar afgano es pequeña. Vive con sus padres, su hermanastra, su esposa y la pequeña Bahar, de un año, en un apartamento en Microyan, cerca de la familia Khan. Su madre, Feroza, es la hermana mayor de Sultán, y fue dada en casamiento a fin de financiar los estudios de su hermano.
Feroza fue la más severa de las madres. Cuando Tajmir era pequeño no le permitió jugar en la calle con los demás niños. Tenía que jugar tranquilamente en el salón bajo su control, y cuando se hizo mayor tenía que hacer los deberes. Siempre debía volver directamente a casa y nunca podía ir a casa de sus amigos o invitar a alguien a la suya. Tajmir nunca protestó; no era posible protestar contra Feroza, porque ella pegaba, y pegaba duro.
—Ella es peor que Osama Bin Laden —cuenta Tajmir a Bob cuando debe explicarle por qué llega tarde o por qué de repente tiene que irse. A sus nuevos amigos norteamericanos les cuenta historias de horror sobre «Osama». Ellos se imaginaban a una arpía debajo de la burka, pero cuando fueron de visita a casa de Tajmir, conocieron a una mujer tranquila y menuda que les observaba con su mirada de miope. En el pecho lucía un gran medallón de oro con una inscripción islámica que había comprado con el primer sueldo norteamericano que llevó Tajmir a casa. Feroza sabe exactamente lo que gana su hijo y le obliga a dárselo todo; luego ella le da dinero para pequeños gastos cuando él lo necesita. Tajmir señala todas las marcas en la pared de los zapatos y otros objetos que su madre le ha arrojado. Ahora se ríe; la tirana Feroza se ha convertido en una historia divertida.
Ella había tenido el deseo ardiente de que Tajmir triunfara. Cada vez que le sobraba un poco de dinero lo inscribía en cursos de inglés, de matemáticas o de informática. La analfabeta que había sido dada en casamiento para aportar dinero a su familia quería ser una madre respetada y honrada, y esto lo sería a través de un hijo triunfador.
El padre de Tajmir no estaba casi nunca en casa. Era un hombre amable y tímido, y muy enfermo. Cuando se encontraba bien, viajaba como comerciante a la India y Pakistán, de donde a veces volvía con dinero y otras veces no.
Si bien Feroza era capaz de pegar una paliza a Tajmir, nunca había tocado a su marido, y no es que hubiera la menor duda de quién era el más fuerte de los dos. Con los años, Feroza se había convertido en una mujer regordeta, redonda como un pequeño bollo y con gruesas gafas que hacían equilibrios sobre su nariz o colgaban del cuello. Su marido, en cambio, se había vuelto ceniciento y consumido, débil y quebradizo como una ramita seca. Feroza fue tomando el mando de la familia a medida que su marido decaía.
Tajmir fue el único hijo varón de Feroza, aunque ella no cejó durante mucho tiempo en su empeño de tener más hijos. Cuando finalmente se rindió, se dirigió a uno de los orfanatos de Kabul y allí encontró a Kheshmesh, a quien alguien había abandonado en las puertas del orfanato envuelta en una sucia funda de almohada. Feroza la acogió y la crió como la hermana de Tajmir. Pero si bien éste es la viva imagen de su madre —el rostro redondo, la barriga grande, el andar con contoneos—, Kheshmesh es totalmente distinta. Es una chiquilla nerviosa e indómita, flaca como un palillo y de tez mucho más morena que los demás miembros de la familia. Tiene algo salvaje en la mirada y da la impresión de que su vida interior es más interesante que el mundo exterior. Para desesperación de Feroza, Kheshmesh corretea como un potrillo travieso en las celebraciones familiares. Mientras Tajmir siempre acataba los deseos de su madre cuando era niño, su hermana siempre se ensuciaba, siempre andaba despeinada y siempre acababa lastimándose. Pero no hay nadie más afectuosa que Kheshmesh cuando está tranquila, nadie le da a su madre besos más cariñosos o la abraza más estrechamente. Allá donde va Feroza, Kheshmesh la sigue. Es como una delgada y pequeña sombra al lado de la madre rolliza.
Al igual que todos los niños afganos, la hija adoptada pronto aprendió lo que era un talibán. En su caso, eso sucedió cuando ella y un amigo recibieron una paliza que les propinó un talibán vecino de la misma escalera. Habían jugado con su hijo y éste se había caído haciéndose bastante daño. El padre del niño había cogido a los dos compañeros de juego y los había apaleado, obteniendo como resultado que ellos nunca más quisieron jugar con su hijo. Talibanes también eran los que no la dejaron empezar la escuela a diferencia de los demás niños de la escalera; fueron ellos los que no permitieron que la gente cantara, batiera palmas o bailara; fueron los que no le dejaron sacar sus muñecas a la calle. Muñecas y peluches fueron prohibidos por ser representaciones de seres vivos, y cuando la policía religiosa hacía redadas en las casas de la gente —rompiéndoles los televisores y los radiocasetes—, solía confiscar también los juguetes de los niños si los encontraban. Delante de los críos petrificados arrancaban los brazos y las cabezas de los muñecos y los hacían trizas.
Lo primero que hizo Kheshmesh cuando su madre le dijo que los talibanes habían huido fue sacar su muñeca favorita para que viera mundo. Tajmir se afeitó la barba. Feroza buscó un casete polvoriento y un viejo radiocasete y se contoneaba por el piso cantando:
—¡Ahora vamos a divertirnos para olvidar estos cinco años perdidos!
Feroza nunca tuvo otro hijo al que cuidar. Justo después de haber adoptado a Kheshmesh, estalló la guerra civil y su familia huyó a Pakistán junto con la familia de Sultán. Al volver de la vida de refugiados, ya era hora de encontrarle una esposa a Tajmir, y no quedaba tiempo para buscar más niñas abandonadas en los hospitales.
Como todo lo demás en la vida de Tajmir, su madre también decidió con quién debía casarse. Él ya había elegido su Dulcinea.
Estaba profundamente enamorado de una chica de su curso de inglés en Pakistán, y eran prácticamente novios, aunque nunca se habían cogido de la mano ni besado. Apenas se veían a solas, pero aun así eran novios y se escribían una inmensa cantidad de misivas y elaboradas cartas de amor. Tajmir nunca se atrevió a hablarle a su madre de esa chica con quien soñaba casarse. La joven era parienta del guerrero Masud, y Tajmir sabía que a su madre le preocuparían los problemas en los que se podían meter. Pero independientemente de quién hubiera podido ser la candidata, Tajmir nunca habría osado hacerle confidencias a su madre sobre su enamoramiento. Había sido criado para no pedir nada y nunca en su vida le había contado a Feroza cuáles eran sus sentimientos. Él mostraba su respeto mostrándose sumiso. Un día, pues, su madre le informó:
—He encontrado a la chica con la que te vas a casar.
—De acuerdo —respondió Tajmir.
Se le hizo un nudo en la garganta, pero no pronunció una palabra de protesta. Tajmir sabía que no le quedaba más remedio que escribir una carta a su pequeña enamorada para poner punto final a la relación.
—¿Quién es? —preguntó.
—Es tu prima segunda, Khadiya. Tú no la has visto desde que era pequeña. Es trabajadora, hábil y de buena familia.
Tajmir se contentó con asentir con la cabeza. Dos meses después conoció a su novia por primera vez en su vida de adulto. Fue en la celebración de los esponsales. Estuvieron sentados juntos durante toda la fiesta sin intercambiar una sola palabra. No obstante, Tajmir decidió allí mismo que podía amar a esa chica.
Khadiya parece una cantante de jazz parisiense de los años veinte. Lleva el pelo negro y ondulado cortado justo por encima de los hombros y con la raya a un lado, y la piel blanca de su cara empolvada, y siempre lleva los ojos pintados de negro y pintalabios rojo. Tiene las mejillas perfiladas y los labios carnosos, y da la impresión de que se ha pasado toda la vida posando con un largo cigarrillo en la mano. Sin embargo, según los estándares afganos, Khadiya no es guapa: es demasiado delgada, demasiado estrecha.
En Afganistán las mujeres regordetas —con mejillas redondas, caderas redondas, barrigas redondas— responden al ideal de belleza femenino.
—Ahora la quiero —declara Tajmir.
Se acercan a la ciudad de Gardez y Tajmir ha contado toda su vida a Bob, el periodista americano.
—Wow —exclama éste—. What a story! So you really love your wife novo? What about the other girl?
Tajmir no tiene ni idea de qué pasó con la otra chica, y tampoco piensa en ello. Ahora vive sólo para su pequeña familia. Hace un año él y Khadiya tuvieron una hija.
—Mi mujer tenía mucho miedo a parir una niña —explica el afgano a Bob—. Khadiya siempre tiene miedo a algo, y esta vez era de tener una niña. Yo le dije a ella y a todo el mundo que yo quería una hija, que sobre todo quería una hija. De ese modo, si teníamos una hija, nadie diría: «Ay, qué lástima», porque era lo que yo había deseado, y si teníamos un varón, nadie diría nada porque todo el mundo estaría contento de todas formas.
—Mmm —refunfuña Bob intentando seguir la lógica de su razonamiento.
—Ahora Khadiya tiene miedo de no poder quedarse embarazada otra vez, porque llevamos tiempo intentándolo sin éxito. Entonces yo le digo que nos basta con una sola hija, que eso está bien. En Occidente mucha gente tiene sólo un hijo. Así que si no tenemos más, todos dirán: «Bueno, Tajmir no quería más hijos», y si vienen más, todos estarán contentos de todas formas.
—Mmm.
Paran en Gardez a comprar bebidas y cigarrillos. Cuando Tajmir trabaja, fuma sin cesar, un paquete o dos paquetes al día. Debe cuidar mucho, sin embargo, que su madre no se entere; él nunca fumaría delante de ella. Es algo simplemente impensable. Compran un cartón de la marca Hi-lite a diez céntimos el paquete, un kilo de pepinos, veinte huevos duros y algo de pan. Están pelando los pepinos y los huevos cuando Bob grita a Tajmir que pare.
A la vera del camino, unos treinta hombres están sentados en un círculo. Han dejado sus Kaláshnikov en el suelo delante de ellos y llevan la munición en cartucheras que les cruzan el pecho de arriba abajo.
—¡Son los hombres de Padsha Khan! —exclama el periodista—. ¡Detén el coche!
Bob se lleva al intérprete y los dos se acercan a los hombres. Entre ellos se encuentra el mismísimo Padsha Khan, el señor de la guerra más importante de las provincias orientales del país y uno de los adversarios más enconados de Hamid Karzai.
Cuando se fugaron los talibanes, Padsha Khan fue nombrado gobernador en la provincia de Paktia, que tiene fama de ser una de las zonas más agitadas de Afganistán. En esta región donde la red de Al Qaeda todavía encontraba apoyo, el nuevo gobernador se convirtió en un personaje importante para los servicios de información de Estados Unidos. Necesitaban a alguien que conociera la zona, y debieron pensar que les serviría tanto un señor de la guerra como otro. Ninguno era mejor ni peor que otro. La misión de Padsha Khan fue descubrir dónde se encontraban los talibanes y los guerrilleros de Al Qaeda y pasarle la información a los norteamericanos. Para este fin le dieron un teléfono vía satélite que usaba incesantemente. Llamaba a los norteamericanos para alertar de presuntos movimientos de Al Qaeda, y aquéllos bombardeaban sin excepción el lugar indicado. Contra esta aldea y la otra, contra jefes de tribus que se iban a Kabul para asistir a la ceremonia de investidura de Karzai, contra unas bodas, contra un grupo de hombres reunidos en una casa y que de hecho eran aliados de los norteamericanos. Ninguno de los muertos tenía algo que ver con Al Qaeda, pero todos tenían algo en común: eran enemigos de Padsha Khan. Las protestas de la población local contra este gobernador arbitrario que de casualidad disponía de bombarderos B52 y aviones caza F16 para resolver conflictos tribales de la zona llegaron a ser tan fuertes que Karzai no tuvo más remedio que relevarlo de su cargo.
Entonces Padsha Khan decidió comenzar su propia pequeña guerra: lanzaba misiles contra las aldeas donde estaban sus enemigos, y las diferentes facciones libraron cruentos combates. Muchos inocentes murieron en el intento de este señor de la guerra de reconquistar su poder perdido, pero al final tuvo que rendirse, al menos por el momento. Hace tiempo que el periodista norteamericano le busca, y ahí está, en medio de un arenal y rodeado por una banda de barbudos.
Padsha Khan se pone en pie al verlos. Saluda lacónicamente al periodista, pero abraza efusivamente a Tajmir y lo hace sentarse a su lado.
—¿Cómo te va, mi amigo? ¿Estás bien?
Los dos se vieron a menudo durante la operación Anaconda en la que Tajmir trabajaba como intérprete. Eso fue todo; nunca había sido amigo de Padsha Khan, quien está acostumbrado a dirigir la región como si fuera su propia trastienda junto con sus tres hermanos. Hace sólo una semana que dejó caer un sinfín de misiles sobre Gardez, y ahora le tocará el turno a Khost, donde se ha instalado el nuevo gobernador de la zona, un sociólogo que ha pasado los últimos diez años en Australia y ahora se esconde en la ciudad por temor a los hombres del gobernador exonerado.
—Mis hombres están listos —explica Padsha Khan a Tajmir, quien a su vez traduce al periodista que febrilmente toma notas—. Ahora estamos discutiendo qué hacer. ¿Tomamos la ciudad ya o esperamos a hacerlo más tarde? Si ustedes van a Khost, tienen que decirle a mi hermano que debe deshacerse del nuevo gobernador con rapidez. ¡Díganle que lo empaquete y se lo mande de vuelta a Karzai!
El señor de la guerra hace el gesto de envolver un paquete y enviarlo, y todos los guerrilleros miran a su líder, luego al intérprete y, finalmente, al periodista extranjero.
—Escucha —dice Padsha Khan, y a continuación pasa a explicar su punto de vista.
No cabe duda de quién es, en su opinión, el amo legítimo de estas tres provincias que los norteamericanos siguen con mirada de águila. El señor de la guerra hace uso de las piernas de Tajmir para subrayar lo que dice, dibujando mapas, caminos y fronteras en el muslo del intérprete. Al terminar su declaración, Padsha Khan le da una fuerte palmada. Tajmir traduce mecánicamente, consciente de que encima de sus pies reptan las hormigas más grandes que ha visto en su vida.
—Karzai amenaza con mandar al ejército la semana que viene. ¿Qué vas a hacer al respecto? —pregunta el periodista.
—¿Qué ejército? Karzai no dispone de ningún ejército. Lo que tiene son unos cientos de guardaespaldas entrenados por los ingleses. Nadie puede conmigo en mi propio territorio.
Padsha Khan mira a sus hombres. Visten ropas ajadas y sandalias gastadas; lo único que brilla son sus armas. Algunos de los mandos están cubiertos de collares de perlas de gran colorido, otros llevan complicados bordados. Algunos de los más jóvenes han adornado sus Kaláshnikov con pequeñas pegatinas, y en una de ellas pone «kiss» en letras rojas.
Muchos de estos hombres lucharon al lado de los talibanes hace tan sólo un año.
«No nos pueden comprar, solamente nos pueden alquilar», dicen los mismos afganos de sus frecuentes cambios de bando en las guerras. Ahora estos combatientes son los hombres de Padsha Khan, que a veces se los alquila a los americanos. Pese a todo, lo más importante para ellos es combatir a quien su jefe Padsha Khan considera su enemigo. La caza norteamericana de Al Qaeda viene en segundo lugar.
—Está loco —comenta Tajmir de vuelta en el coche—. Por culpa de hombres como él nunca habrá paz en este país. Para Padsha Khan, el poder es más importante que la paz, y está tan loco que quiere arriesgar miles de vidas humanas sólo para quedarse con el poder. Y pensar que los norteamericanos colaboran con un hombre así.
—Si únicamente colaboraran con gente que no tiene las manos manchadas de sangre, no encontrarían a muchos candidatos en estas provincias —dice el periodista en defensa de las autoridades de su país—. No tienen elección.
—Pero a esta gente no le interesa buscar a los talibanes en nombre de Estados Unidos, sino que apuntan y disparan contra su propia gente —insiste Tajmir.
—Me pregunto si realmente habrá serios enfrentamientos —dice Bob más hablando consigo mismo que con su intérprete.
Los dos hombres tienen ideas totalmente distintas de lo que constituye un viaje exitoso. Bob quiere la mayor acción posible; Tajmir sólo desea volver a casa. Dentro de unos días será el segundo aniversario de su boda y espera estar de vuelta para entonces. Quiere sorprender a Khadiya con un regalo bonito. Bob, en cambio, sueña con grandes titulares. Al periodista le excitan los platos fuertes, como pasar la noche en una trinchera, o como cuando él y Tajmir casi cayeron muertos por una granada que no les dio a ellos, sino al coche de atrás, o como cuando tuvieron que buscar abrigo corriendo en la oscuridad porque fueron tomados por enemigos al entrar en Gardez y las balas silbaban a su alrededor. Tajmir, por su parte, maldice su cambio de trabajo. Lo único bueno de estos viajes son las primas de guerra que cobra y de las que no ha dicho nada a su madre, y por tanto se las puede quedar.
Para Tajmir y la mayoría de los habitantes de la capital, esta región de Afganistán es con la que menos se identifican. Las zonas orientales del país son consideradas salvajes y violentas; la población local no se somete a un gobierno central, y aquí alguien como Padsha Khan y sus hermanos pueden gobernar una región entera. Siempre ha sido así y es la ley del más fuerte.
Pasan por paisajes desérticos y yermos. Aquí y allá ven nómadas y camellos que se balancean apaciblemente con la cabeza bien alta por las dunas. En algunos lugares los nómadas han erigido sus grandes tiendas de color arena, entre las cuales andan mujeres con faldas ondulantes de muchos colores. Las mujeres de la tribu kuchi tienen fama de ser las más libres en Afganistán; los talibanes ni siquiera intentaron imponerles la burka, siempre y cuando se mantuvieran fuera de las ciudades. Los nómadas también han sufrido mucho estos últimos años. A causa de la guerra y de las minas han tenido que cambiar sus rutas seculares y se mueven en zonas mucho más reducidas que antes. Además, la sequía de los últimos años ha causado la muerte por hambre de gran parte de sus cabras y camellos.
En este camafeo de color marrón, el paisaje se hace cada vez más árido. Abajo el desierto, arriba la montaña, donde los acantilados muestran rayas negras que, cuando uno las mira atentamente, resultan ser rebaños de ovejas que buscan alimentarse en las cornisas.
El coche se acerca a Khost, una ciudad que Tajmir detesta. Aquí el líder talibán, el ulema Omar, encontró a sus partidarios más fieles; aquí y en los alrededores no importó mucho que los talibanes asumieran el control del país, dado que en esta zona, de todas formas, las mujeres nunca trabajaban fuera de casa y las niñas nunca asistían a la escuela. Llevaban la burka desde tiempos inmemoriales por imposición familiar y tradicional, y no del gobierno, como ocurrió en el resto del país durante el régimen talibán.
Khost es una ciudad sin mujeres; o eso parece. Mientras las mujeres de Kabul durante la primera primavera sin los talibanes comenzaron a dejar la burka y a veces hasta se las puede ver comiendo en restaurantes, en Khost apenas se ve una mujer por la calle, ni siquiera escondida debajo de una burka. Las mujeres en esta zona viven encerradas en los patios traseros, no pueden salir ni ir de compras, y rara vez pueden visitar a alguien. Aquí se respeta una purda estricta, que es la separación total de los dos sexos.
Tajmir y Bob van directamente a ver al hermano menor del gobernador depuesto, Kamal Khan. Está instalado en la residencia del gobernador, mientras el gobernador recién nombrado vive en una especie de prisión domiciliaria de su propia elección en el cuartel de policía. El jardín del gobernador está lleno de los hombres del clan Khan: combatientes de todas las edades, desde delgados chiquillos hasta hombres canosos que están sentados, echados o deambulando por ahí. El ambiente es tenso y algo frenético.
Tajmir pregunta por Kamal Khan y dos milicianos les llevan ante el comandante. Lo encuentran sentado y rodeado por algunos de sus hombres. Es un hombre atractivo, de unos veinte años, que acepta la entrevista propuesta. El periodista y su intérprete toman asiento y un niño trae té.
—Estamos listos para luchar. No habrá paz hasta que el falso gobernador abandone Khost y mi hermano se reintegre a su puesto —explica Kamal, y sus hombres asienten con la cabeza.
Uno asiente con especial convicción; es el subcomandante. Sentado en el suelo y con las piernas cruzadas, bebe té y escucha la conversación, sin parar en ningún momento de acariciar a otro combatiente. Los dos se cogen firmemente, y las manos entrelazadas yacen en el regazo de uno de ellos. Muchos de los otros guerreros lanzan miradas insinuantes a los dos forasteros.
En algunas partes de Afganistán, sobre todo en las regiones del sudeste, la homosexualidad es corriente y está tácitamente aceptada. Muchos comandantes tienen varios amantes jóvenes, y se ve a menudo a hombres mayores que caminan con todo un grupo de muchachos. Los chicos se adornan muchas veces con flores en el pelo, detrás de una oreja o en el ojal. Se suele explicar esta homosexualidad extendida por la observación rigurosa de la purda en estas partes del país. Con frecuencia se ven grupos de chicos dando saltitos y contoneándose, que llevan los ojos pintados con khol negro y realizan movimientos parecidos a los de los travestis occidentales. Miran mucho, coquetean, menean las caderas y los hombros.
Los comandantes no viven solamente su homosexualidad; la mayoría de ellos tiene mujer y mucha prole en su hogar. Pero rara vez están en casa con su familia, pues la verdadera vida se vive entre hombres. Con cierta frecuencia se producen dramas pasionales entre los jóvenes amantes y no son pocos los combates con derramamiento de sangre debidos a los celos entre dos comandantes por algún joven amante. En una ocasión, dos jefes militares libraron una batalla con dos tanques de combate en medio del bazar, todo por un joven amante que compartían. La batalla ocasionó decenas de muertos.
Kamal Khan, un hombre hermoso de unos veinte años, afirma seguro de sí mismo que el clan Khan todavía tiene derecho al gobierno de la provincia.
—Tenemos al pueblo de nuestro lado y lucharemos hasta derramar la última gota de sangre. No es una cuestión de poder —dice para convencer a quien le escucha—, es porque el pueblo nos quiere, y ese pueblo merece nuestro apoyo. Nosotros solamente seguimos sus deseos.
Dos arañas de largas patas suben por la pared que hay detrás de Kamal Khan, que saca un saquito sucio del bolsillo de su chaleco e ingiere unas pastillas que guarda allí.
—Estoy un poco enfermo —explica con ojos que piden compasión.
Éstos son los hombres que se oponen firmemente al primer ministro Karzai. Estos hombres siguen obrando según las leyes de los señores de la guerra y se niegan a dejarse gobernar por Kabul. Les importa poco si mueren civiles. Se centran en el poder, y éste representa dos cosas para ellos: el honor que significa para la tribu que los Khan retengan el poder en la provincia, y el dinero que obtienen con el control del intenso tráfico de contrabando y con los ingresos de los aranceles de la mercancía que entra de forma legal en el país.
Si la revista norteamericana se interesa por el conflicto local de Khost, no es porque el primer ministro del país amenace con mandar al ejército contra los señores de la guerra. De hecho, tampoco es probable que Karzai cumpla su amenaza porque, como dice Padsha Khan, «si pone el ejército en juego, morirá gente, y él será considerado culpable».
El interés de la revista se centra en las fuerzas norteamericanas que están en la zona, esas fuerzas especiales y secretas a las que es prácticamente imposible acceder. La revista quiere publicar un artículo en exclusiva titulado «A la caza de Al Qaeda» sobre los agentes secretos que inspeccionan las montañas en busca de los terroristas. Pero, en realidad, Bob lo que quiere es hallar a Osama Bin Laden, o al menos al ulema Omar.
Los norteamericanos juegan a lo seguro y colaboran con ambos bandos en el conflicto: con los hermanos Khan y con sus enemigos. Ambos grupos reciben dinero de Estados Unidos, ambos hacen incursiones acompañando a las fuerzas extranjeras, ambos reciben armas, equipos de comunicación y de información. Ambos bandos sirven a los norteamericanos, pero en ambos grupos se encuentran antiguos partisanos talibanes.
El principal enemigo de los hermanos Khan se llama Mohamed Mustafá y es el jefe de policía de Khost y colaborador de Karzai y de los norteamericanos. Después de que los suyos mataran a cuatro hombres del clan de los Khan en un tiroteo hacía poco tiempo, Mustafá tuvo que quedarse detrás de las barricadas en el cuartel de policía durante días enteros. Morirían los primeros cuatro hombres que salieran de la comisaría, avisaron los Khan, y cuando los policías se quedaron sin comida y bebida, decidieron negociar. Lograron un aplazamiento, cosa que de poco sirve, porque la amenaza de muerte puede ser ejecutada en cualquier momento y acabar con cuatro de ellos. La sangre se venga con sangre, y la amenaza en sí puede ser una tortura. Kamal Khan y su hermano menor Wazir describen a su enemigo en el cuartel de policía como a un asesino de mujeres y de niños que debe dimitir.
Bob y Tajmir le agradecen la hospitalidad y la entrevista al comandante y se retiran. Los acompañan a la puerta dos muchachos con aspecto de ninfas de los mares del Sur; ambos llevan grandes flores amarillas en el pelo ondulado, anchos cinturones en el talle y miran intensamente a los dos forasteros. No saben en quién posar la mirada, si en el norteamericano rubio y ágil o en el ciudadano afgano de cara felina y complexión fuerte.
—Tengan cuidado con los hombres de Mustafá —advierten los muchachos—. No son de fiar, traicionan en el momento que se les da la espalda. ¡Y no salgan después del anochecer, que les robarán!
Los dos viajantes hacen caso omiso de las recomendaciones y se encaminan directamente al enemigo. El cuartel está a unas pocas manzanas más allá de la usurpada residencia del gobernador y funciona como cárcel aparte de ser cuartel. Las pesadas puertas de hierro de esta fortaleza con muros de un espesor de un metro son abiertas por los hombres de Mustafá, y Bob y Tajmir entran en un patio que desprende un fuerte aroma de flores. Pero los soldados aquí no se han adornado con las flores, sino que éstas florecen entre los arbustos y los árboles del patio. Los soldados de Mustafá son fácilmente discernibles de los de los hermanos Khan: usan uniformes de color marrón oscuro, pequeñas y cuadradas gorras de visera y botas pesadas. Muchos de ellos llevan gafas negras y un pañuelo encima de la nariz y la boca, y el hecho de que no se les vea las caras les hace todavía más temibles.
El periodista y su intérprete son llevados por escaleras estrechas y pasillos angostos hasta una habitación en el corazón del edificio. Ahí encuentran a Mustafá rodeado por hombres armados igual que su enemigo Kamal Khan. Las armas son las mismas, las barbas y las miradas también. Hasta la imagen de La Meca colgando de la pared es la misma. Las únicas diferencias son que el jefe de policía está sentado en una silla detrás de un escritorio, y no en el suelo; y que aquí no hay efebos adornados con flores. Las únicas flores que hay en la sala son un ramo de narcisos de plástico en la mesa, ramo que luce colores fluorescentes: amarillo, rojo y verde. Al lado del florero está el Corán envuelto en tela verde, y la bandera afgana en miniatura alzada encima de un pequeño pedestal.
—Tenemos al primer ministro de nuestro lado y lucharemos —afirma Mustafá—. Los Khan ya llevan demasiado tiempo saqueando esta región. ¡Ya es hora de acabar con esta barbarie!
Alrededor del jefe de policía, sus hombres asienten con la cabeza como antes lo hicieran los hombres de Kamal Khan. Tajmir traduce sin cesar las mismas amenazas y las mismas palabras que acaban de escuchar en el otro bando. Por qué Mustafá es mejor que Padsha Khan y cómo traerá la paz. En realidad, lo que está traduciendo —ahora igual que antes— es toda la actitud compartida por los dos bandos que impedirá la paz en Afganistán.
El jefe de policía ha participado en muchas incursiones de reconocimiento junto con los estadounidenses, y cuenta cómo vigilaron en una ocasión una casa donde estaban convencidos de que se hallaban Osama Bin Laden y el ulema Omar. Sin embargo, no encontraron a ninguno de los dos. Las incursiones prosiguen, pero se llevan con mucho secretismo, y Mustafá no les puede decir nada más al respecto. Bob pregunta si él y su intérprete pueden participar en una incursión alguna noche, pero el jefe de policía simplemente se ríe:
—No, estas incursiones son top secret, así lo quieren los norteamericanos. Por mucho que insistas, joven, no te puedo llevar.
Bob y Tajmir se despiden, no sin ser avisados primero por Mustafá:
—No salgan después del anochecer si no quieren que los hombres de Khan les asalten.
Prevenidos por ambos bandos, los dos viajeros dirigen sus pasos a la fonda local de kebab, un local grande con cojines sobre los bancos. Tajmir pide pilau y kebab, mientras Bob solamente quiere huevos hervidos con pan; tiene miedo a los parásitos y a las bacterias del lugar. Comen deprisa y vuelven rápidamente a su hotel antes de que empiece a atardecer. En esta ciudad todo es posible y es mejor tomar precauciones. Una mirada ceñuda hacia Bob por parte de un transeúnte es suficiente para que Tajmir se sienta mal. En esta zona hay un precio por la cabeza de los norteamericanos, cincuenta mil dólares se paga a quien mate a uno.
Una reja pesada delante de la puerta de su hotel —que es el único en la ciudad— se abre y se cierra tras su paso. Desde la seguridad del establecimiento contemplan Khost, una ciudad con tiendas cerradas, policías enmascarados y simpatizantes de Al Qaeda. Suben a la terraza para instalar el teléfono vía satélite de Bob. Pasa un helicóptero y el periodista pretende averiguar a dónde va. Una decena de los soldados del hotel se han unido a Bob y Tajmir, y miran boquiabiertos el teléfono inalámbrico del norteamericano.
—¿Habla con América? —pregunta el que parece ser el jefe, un hombre delgado con turbante, túnica y sandalias. Tajmir le dice que sí, y los soldados siguen a Bob con la mirada. Tajmir intenta charlar un poco, pero ellos sólo tienen ojos para el teléfono y quieren saber cómo funciona. Apenas han visto un teléfono en su vida y uno de ellos exclama con expresión triste:
—¿Sabes cuál es nuestro problema? Que sabemos todo sobre cómo usar nuestras armas, pero no sabemos llamar por teléfono.
Después de la conversación telefónica, Bob y Tajmir bajan de la terraza, los soldados les siguen y el periodista pregunta en voz baja a su intérprete:
—¿Estos hombres son los que nos van a asaltar en el momento que les demos la espalda?
Los soldados portan sendos Kaláshnikov, y algunos de ellos, además, largas bayonetas. Los dos viajeros se sientan en un sofá del vestíbulo, debajo de un extraño póster enmarcado en el que aparecen las dos torres del World Trade Center todavía intactas. Pero detrás de ellas no se ve el horizonte de Nueva York, sino enormes cimas de montañas, y en un primer plano se ha añadido el verde de un pequeño parque con flores rojas. En esta imagen, Nueva York parece una ciudad en miniatura, construida con Lego y puesta delante de una monumental cadena de montañas.
El cuadro da la impresión de llevar años en este sitio; está descolorido y un poco ondulado. Debe llevar colgado de la pared del vestíbulo desde antes de que esta ciudad llegara a asociarse de modo grotesco con Afganistán y la ciudad polvorienta de Khost. Esa asociación ha traído al país todavía más de lo que menos necesita: bombas.
—¿Sabéis qué ciudad es ésta? —pregunta el periodista a los soldados.
Éstos niegan con la cabeza. No habiendo visto otras casas que las de adobe, les cuesta imaginar que esta imagen representa una ciudad verdadera.
—Esto es Nueva York —explica Bob—. América. Estos dos edificios eran los que atacó Osama Bin Laden con dos aviones.
Los soldados se levantan de un respingo; sobre estos dos edificios han oído hablar, ¡ahí están! Apuntan y comentan: «De modo que eran así». ¡Y ellos habían estado pasando delante de este cuadro cada día sin saberlo!
Entonces Bob les muestra una de sus revistas y señala a la foto de un hombre que reconoce cualquier norteamericano.
—¿Sabéis quién es?
Ellos vuelven a negar con la cabeza.
—Éste es Osama Bin Laden.
Los soldados abren los ojos de par en par y le arrancan la revista de las manos. Se juntan alrededor de la foto, todos quieren verla.
—¿Es él realmente?
Se muestran tan fascinados por el personaje como por la revista.
—Terrorista —constatan señalándole, y se ríen.
En Khost no hay prensa escrita, y estos soldados no han visto nunca una foto de Osama Bin Laden, el hombre que es la causa de la presencia de los norteamericanos en la ciudad, y de la de Bob y Tajmir.
Los soldados se sientan y sacan un gran trozo de hachís que ofrecen al periodista y a su intérprete, pero este último lo rehusa después de haberlo olido.
—Demasiado fuerte… —dice sonriendo.
Los dos viajeros se acuestan. Toda la noche suenan las ametralladoras. Al día siguiente, Bob y Tajmir buscan un argumento para la historia. Acaban pasando el resto de su estancia en Khost mirando intranquilos con el rabillo del ojo. Nadie les invita a operaciones importantes o de caza en las cuevas en busca de Al Qaeda. Cada día pasan por los bastiones de los dos archienemigos Mustafá y Kamal Khan para saber si hay alguna novedad.
—Tienen que esperar a que Kamal Khan se recupere —es el mensaje que reciben en la residencia usurpada del gobernador.
—Ninguna novedad —hacen eco en el cuartel de policía.
Padsha Khan ha desaparecido y Mustafá está como petrificado detrás de las flores fluorescentes. No hay ni rastro de las fuerzas especiales de Estados Unidos. No pasa nada en absoluto; nada, aparte del ruido de los disparos cada noche y de los helicópteros que sobrevuelan sus cabezas. Se encuentran en uno de los lugares más anárquicos del mundo; no obstante, se aburren. Al final, Bob decide que deben volver a Kabul. Tajmir se siente feliz; le alegra salir de Khost y volver a Microyan. Comprará una gran tarta para el aniversario de boda.
Vuelve contento a reencontrarse con su propia pequeña Osama, esa mujer pequeña y rellenita de mirada miope. La madre que Tajmir ama más que a nada en el mundo.