XVII. El carpintero

Mansur entra sin aliento en la tienda de su padre con un pequeño paquete en la mano.

—¡Doscientas postales! —jadea—. ¡Intentó robarnos doscientas postales!

Tiene gotas de sudor en el rostro. Ha corrido los últimos metros hasta la tienda.

—¿Quién? —pregunta el padre, dejando la calculadora en el mostrador para apuntar una cifra en el cuaderno de contabilidad antes de mirar a su hijo primogénito.

—¡El carpintero!

—¿El carpintero? —pregunta el padre asombrado—. ¿Estás seguro?

Orgulloso de haber salvado el negocio de su padre de un peligroso grupo mafioso, el hijo le da el sobre marrón.

—Doscientas postales —repite—. Cuando se iba, me dio la sensación de que ponía una cara un poco rara. Pero como era su último día, pensé que sería por eso. Preguntó si podía hacer algo más y comentó que necesitaba trabajo. Le dije que lo consultaría contigo. Desde luego, las estanterías ya estaban terminadas. De repente, entreveo algo en el bolsillo de su chaleco. Le pregunto qué es y él farfulla algo con una expresión completamente perturbada. Yo le vuelvo a preguntar: «¿Qué es eso que llevas en tu bolsillo?», y él me dice que es algo que traía consigo. Le pido que me lo muestre, pero él se niega, y al final le saco el paquete del bolsillo yo mismo.

¡Y aquí lo tengo! ¡Quería robarnos! Pero no lo ha conseguido, ¡porque yo vigilo!

Mansur ha exagerado un poco la historia. Él estaba dormitando como de costumbre cuando Jalaludin ya se iba, y fue el ayudante quien pilló al carpintero. Abdur le había visto coger las tarjetas.

—¿Por qué no le muestras a Mansur lo que llevas en el bolsillo? —había dicho.

Jalaludin había seguido caminando sin contestar. Abdur era un chaval pobre de etnia hazara, el grupo étnico más bajo en la escala social de Kabul. Casi siempre estaba callado, pero ahora gritó tras el carpintero:

—¡Tú, muestrale a Mansur tus bolsillos!

Fue solamente entonces cuando Mansur reaccionó sacando las postales de los bolsillos de Jalaludin. Ahora mira a su padre, ansioso de reconocimiento. Sultán simplemente ojea la pila de tarjetas y dice muy tranquilo:

—Mmm. ¿Y dónde está el carpintero ahora?

—Lo mandé a casa, ¡pero le dije que de esto no saldría tan fácilmente!

Sultán guarda silencio. Se acuerda de cuando el carpintero vino a verlo a la tienda. Eran del mismo pueblo y habían sido casi vecinos. Jalaludin no había cambiado desde que eran niños, seguía tan flaco como un fideo, con grandes y asustados ojos saltones, posiblemente estaba incluso más delgado que antes, y su espalda estaba encorvada pese a tener sólo cuarenta años. Era de una familia pobre pero respetada. Su padre también había sido carpintero hasta que se dañó la vista hace unos años y quedó incapacitado para trabajar.

Sultán se había alegrado de poder ofrecerle trabajo. Jalaludin era un buen carpintero y él necesitaba nuevas estanterías. Siempre había tenido estantes normales y corrientes en sus librerías, del tipo donde los libros se colocan de pie y se ve sólo el lomo de cada ejemplar. Pero ahora que había impreso tantos títulos nuevos quería estanterías donde poder exponer los ejemplares, estantes inclinados con una pequeña tablilla abajo y otra delante para que se viera toda la portada del libro. Entonces su librería sería como las de Occidente. Había quedado con Jalaludin en pagarle cuatro dólares al día, y a la mañana siguiente el hombre había vuelto con martillo, sierra, metro plegable, clavos y los primeros tableros.

El almacén situado detrás de la tienda se convirtió en un taller de carpintería. Cada día Jalaludin había estado martilleando y serrando rodeado por estantes llenos de postales. Las tarjetas constituían una de las mayores fuentes de ingresos de Sultán; las imprimía baratas en Pakistán y las vendía caras en Kabul. Solía elegir motivos que le gustaran sin que se le ocurriera pagar derechos al fotógrafo o al dibujante; cogía simplemente la imagen, se la llevaba a Pakistán y la imprimía. Algunos fotógrafos le habían dejado sus fotos sin cobrarle. Y las tarjetas se vendían bien. El grupo más numeroso de compradores lo componían los soldados de las fuerzas internacionales de paz, que cuando patrullaban por la capital solían pasar por la tienda de Sultán para comprar postales. En ellas aparecían mujeres veladas, niños jugando encima de tanques de combate, reinas de tiempos pasados con vestidos atrevidos, los budas de Bamiyán antes y después de ser demolidos por los talibanes, caballos de buzkashi, niños vestidos con trajes regionales, paisajes salvajes… Kabul antes y ahora. Sultán tenía buen ojo para elegir motivos, y los soldados solían salir con una docena de tarjetas cada uno.

El jornal de Jalaludin equivalía exactamente al precio de venta de nueve postales. En el almacén las había en pilas y en montones, cientos con cada motivo. Con y sin sobres, con y sin goma elástica, en cajas y cajones.

—Doscientas, dices —comentó Sultán meditativo—. ¿Tú crees que fue la primera vez?

—No lo sé, dijo que iba a pagar por ellas, pero que se había olvidado.

—Ya, eso dice.

—Alguien tiene que haberle encargado el robo —opina Mansur—. Jalaludin no es lo suficientemente listo como para venderlas él mismo. Y no las habrá cogido para colgarlas en la pared…

Poca gente más apta para la burla que un ladrón que ha sido pillado.

Sultán lanzó una maldición. No tenía tiempo para esto. Dentro de dos días se iba a Irán por primera vez en muchos años. Tenía mucho que hacer, pero había que dar prioridad a esta cuestión; a él no le robaba nadie sin tener que afrontar las consecuencias.

—Vigílame la tienda; voy a verle a su casa. Tenemos que llegar al fondo de este asunto.

Llevó consigo a Rasul, que conocía bien al carpintero, y ambos fueron en coche hasta Deh Khudaidad. Una nube de polvo les siguió por todo el pueblo hasta que llegaron al sendero que llevaba a la casa de Jalaludin.

—Acuérdate, no digas nada a nadie, no hace falta avergonzar a la familia entera —instruyó Sultán a Rasul.

Fuera de la tienda rural, en la esquina donde empezaba el sendero que llevaba a casa del carpintero, había un grupo de hombres, y entre ellos Faiz, el padre de Jalaludin. El viejo los recibió con una sonrisa, estrechó la mano de Sultán y lo abrazó.

—Vengan a mi casa a tomar té —invitó efusivo. Estaba claro que no sabía nada de las postales robadas.

También los otros hombres querían hablar con Sultán, que era alguien que había triunfado en la vida.

—Sólo queremos charlar un momento con su hijo —dijo Sultán—. ¿Podría usted ir a buscarlo?

El viejo se puso en camino y volvió con Jalaludin dos pasos detrás de él. El carpintero miraba tembloroso a Sultán.

—Te necesitamos en la tienda, ¿podrías venir con nosotros?

Jalaludin asintió con la cabeza.

—Tomarán té con nosotros en otra ocasión —vociferó el padre cuando partieron.

—Sabes por qué he venido, ¿verdad? —dice Sultán con tono seco cuando él y el carpintero están sentados en el asiento de atrás del coche y Rasul les conduce fuera del pueblo. Se dirigen a casa de Mirdzjan, el cuñado de Shakila, que es policía.

—Sólo quería mirarlas, las iba a devolver, solamente deseaba mostrarlas a mis hijos. Eran tan bonitas.

El carpintero está encogido y tiene los hombros caídos, como si intentara ocupar el menor sitio posible. Tiene las manos crispadas entre las piernas y de tanto en tanto se clava las uñas en las rodillas. Cuando habla, mira a Sultán de reojo y con nerviosismo. Parece un polluelo asustado y desaliñado. Sultán, en cambio, está recostado en el respaldo interrogando al otro, tranquilo y seguro de sí mismo.

—Tengo que saber cuántas tarjetas postales has cogido.

—Sólo las que habéis visto…

—No te creo.

—Es verdad.

—Si no admites haber cogido más, te denuncio a la policía.

El carpintero coge la mano de Sultán y la colma de besos. Sultán retira la mano de inmediato.

—¡Quita, quita, te has vuelto loco!

—Te juro por Alá y por lo más sagrado que no he cogido más. No me mandes a la cárcel, por favor, te pagaré, soy un hombre honesto, perdóname, me equivoqué, perdóname. Tengo siete hijos, y dos de las chicas tienen polio. Mi esposa está embarazada de nuevo, y no tenemos para comer. Mis hijos están cada vez más desnutridos y mi mujer llora cada día porque mi sueldo no alcanza para alimentarlos a todos. Comemos patatas y verduras hervidas, ni siquiera podemos comprar arroz. Mi vieja madre visita los hospitales y los restaurantes para comprar sobras; a veces a ellos les sobra un poco de arroz cocido, y a veces lo venden en el mercado. Los últimos días ni siquiera hemos tenido pan. Además, alimento a los cinco hijos de mi hermana porque su marido no tiene trabajo, y vivo también con mis padres y mi abuela.

—Tú eliges, admite que has cogido más postales y no te mando a la cárcel —insiste Sultán.

La conversación no va a ninguna parte. El carpintero lamenta su pobreza y Sultán le exige que admita un robo mayor y que cuente a quién ha vendido las tarjetas. Cruzan Kabul y ya están en otro poblado de las afueras. Rasul los conduce por calles de barro, y pasan a hombres y mujeres que se dirigen apresurados a sus casas antes de que caiga la noche. Unos perros sueltos se disputan un hueso y unos críos corretean descalzos. Un hombre en bicicleta pedalea con su mujer velada sentada de lado en el portamaletas. Un viejo se esfuerza por avanzar con un carro lleno de naranjas; las sandalias se le hunden en las profundas huellas de neumáticos que ha provocado la lluvia torrencial de los últimos días. El camino de tierra apisonada se ha convertido en una arteria llena de mugre, sobras de comida y desperdicios de animales que la lluvia ha esparcido por todas partes.

Rasul frena el coche delante de una vivienda y, a petición de Sultán, sale y llama a la puerta. Mirdzjan abre y los saluda amablemente a todos antes de invitarlos a entrar.

El estrépito de los hombres subiendo ruidosamente la escalera es acompañado por el leve crujido de las faldas. Las mujeres de la casa se esconden. Algunas se quedan detrás de las puertas a medio cerrar, otras detrás de las cortinas. Una chica joven mira por una grieta de la puerta para ver quién viene a esta hora. Ningún hombre ajeno a la familia las debe ver, y son los hijos mayores quienes sirven el té que sus hermanas y su madre han preparado en la cocina.

—¿Bueno? —pregunta Mirdzjan, sentado con las piernas cruzadas. Lleva la túnica tradicional con pantalones anchos, la vestimenta que los talibanes obligaban a usar a todos los hombres. A Mirdzjan le encanta; al ser pequeño y rechoncho, está a gusto con esa ropa amplia y holgada. En cambio, no le gusta nada tener que volver a su antiguo uniforme de policía de antes de los talibanes. Después de pasar cinco años en el armario, le ha quedado muy pequeño. Además, es muy caluroso, pues era el uniforme de invierno confeccionado con paño basto y grueso, el único que había sobrevivido al prolongado almacenamiento. Los uniformes están hechos según un patrón ruso pensado más para Siberia que para Kabul. De modo que estos días de principios del verano —cuando las temperaturas suben a veinte y hasta treinta grados— los pasa Mirdzjan sudando a mares.

Sultán le explica brevemente el caso. Igual que en un interrogatorio, Mirdzjan deja que ambas partes se explayen. Tiene a Sultán a su lado y a Jalaludin delante de él. Demuestra comprensión asintiendo con la cabeza y mantiene un tono de voz bajo y amable. Sus hijos sirven té y caramelos a los dos oponentes que mantienen conversaciones paralelas.

—Es mejor para ti que resolvamos el asunto aquí, y no con la policía de verdad —explica Mirdzjan a Jalaludin.

Éste baja la mirada, se frota las manos y acaba murmurando una confesión; no a Sultán, sino a Mirdzjan:

—Tal vez he cogido quinientas. Pero las tengo todas en casa, se las devolveré. No las he tocado.

—Ya veo —comenta el policía.

Pero a Sultán no le basta con la confesión.

—Seguro que has cogido muchas más. ¡Dímelo de una vez! ¿A quién se las vendiste?

—Mejor que confieses todo y ahora mismo —insiste Mirdzjan—. Si el interrogatorio te lo hace la policía, será muy distinto, sin té ni caramelos —añade sibilino mirando fijamente a Jalaludin.

—Pero es la verdad, no las he vendido. Lo juro por Alá —dice el carpintero mirando a uno y a otro.

Sultán insiste, Jalaludin insiste en su versión, y ya es hora de marcharse. Se acerca el toque de queda de las diez y Sultán tiene que llevar al carpintero a casa antes de ir a la suya. Quien conduzca un coche después del toque de queda es detenido; algunos incluso han acabado muertos a tiros porque los soldados se sintieron amenazados por los coches que pasaban.

Sultán, Jalaludin y Rasul se sientan en el coche sin mediar palabra. Al rato, este último le pide encarecidamente al carpintero que diga toda la verdad.

—Si no lo haces, esto será el cuento de nunca acabar para ti, Jalaludin.

Al llegar a Deh Khudaidad, el carpintero entra en su casa a recoger las postales. Vuelve enseguida con un pequeño paquete. Las ha envuelto con un pañuelo de color naranja y verde. Sultán saca sus postales y las mira con admiración. Por fin las tarjetas han vuelto a su verdadero dueño, por fin volverán a sus estantes. Pero primero las necesita como prueba. Rasul lleva a Sultán a casa, y el carpintero se queda atrás en la esquina del sendero que lleva a su casa con una expresión de vergüenza.

Cuatrocientas ochenta postales. Eqbal y Aimal las cuentan sentados en sus esteras. Sultán calcula cuántas puede haber cogido el carpintero. Las tarjetas tienen motivos distintos. En el almacén están en paquetes de cien.

—Si faltan paquetes enteros, será difícil de controlar, pero si falta una decena de varios paquetes, es posible que simplemente haya abierto varios de ellos y sacado algunas postales de cada uno —razona el librero—. Tenemos que contarlas mañana.

A la mañana siguiente, cuando están contando las postales en el almacén, de repente se presenta el carpintero. Se queda en el umbral de la puerta y parece aún más encorvado que antes. De repente se arroja delante de Sultán y se pone a besarle los pies. Pero el librero le alza del suelo exclamando:

—¡Qué haces, hombre! ¡Si yo no quiero tus súplicas!

—Perdóname, perdóname, por favor, te devolveré el dinero, te lo devolveré, pero tengo hijos hambrientos en casa —insiste el carpintero.

—Te repito lo que te dije ayer, yo no necesito tu dinero, pero quiero saber a quién vendiste las postales. ¿Cuántas cogiste?

También ha acudido a la tienda Faiz, el padre de Jalaludin. También él quiere besar los pies de Sultán, pero éste le alza antes de que llegue el suelo. No es de buen gusto que alguien le bese los pies, y mucho menos tratándose de un viejo vecino.

—Debes saber que le he estado pegando toda la noche. Me siento muy avergonzado. Siempre le he educado para que fuera un trabajador honesto, ¡y ahora…! Ahora tengo un hijo que es un ladrón —dice el padre del carpintero mirando con desprecio a su hijo giboso, que tiembla en el rincón como un crío que ha robado y mentido y está a la espera de su castigo.

Sultán cuenta tranquilamente a Faiz lo que pasó. Jalaludin cogió unas cuantas postales y ahora necesitan saber cuántas ha vendido y a quién.

—Dame un día y le haré confesar todo lo que sea necesario —ruega el viejo.

La costura de sus zapatos se ha deshecho en varios lugares, no lleva calcetines, usa una cuerda como cinturón y las mangas de su chaqueta están raídas. El hijo tiene su mismo rostro, sólo que el del padre es un poco más moreno, más compacto y más hundido. Ambos son enclenques y flacos. El padre del carpintero se queda inmóvil delante de Sultán, quien tampoco sabe qué hacer. Le incomoda la presencia del viejo, un hombre que podría haber sido su propio padre.

Por fin, Faiz se mueve. Con paso firme se dirige hacia su hijo y levanta el brazo contra él. Y ahí, en plena tienda, propina a Jalaludin una paliza.

—Canalla, ladrón, has deshonrado a toda la familia; no debiste haber nacido jamás, eres un perdedor, un maleante.

Así le grita el padre a su hijo dándole patadas y golpes. Con la rodilla le pega en la barriga; con el pie le alcanza el muslo; con la mano le da en la espalda. Jalaludin aguanta todo sin protestar ni defenderse, sólo se encoge y pretende protegerse el pecho con los brazos mientras su padre le ataca. Finalmente, el más joven se levanta y sale corriendo de la tienda. Con tres zancadas llega a la puerta, desaparece escaleras abajo y alcanza la calle.

En el suelo yace la gorra de piel de oveja de Faiz. Se le ha caído durante la paliza. El viejo la recoge, la limpia un poco y se la pone. Se endereza, saluda a Sultán y sale. El librero observa por la ventana cómo se sube dificultosamente a su vieja bicicleta y mira en ambas direcciones antes de dirigirse hacia el pueblo con movimientos rígidos y reposados.

Cuando desaparecen los ecos del incómodo incidente, Sultán prosigue con su recuento como si nada.

—Trabajó aquí cuarenta días. Digamos que cogió doscientas postales cada día. Son ocho mil. Estoy seguro de que ha robado como mínimo ocho mil tarjetas —dice a modo de conclusión mirando a Mansur, que se encoge de hombros.

Le había resultado un calvario presenciar la paliza que el viejo dio a su hijo, y a Mansur le importan un comino las postales. Opina que deben olvidar el asunto, ahora que el botín ha sido devuelto.

—Ni sabría venderlas, olvídalo —ruega el joven.

—Podría tratarse de un robo organizado por otros. ¿Sabes?, todos los dueños de quioscos que solían venir a comprar postales, hace tiempo que no vienen por aquí. Yo pensaba que tenían suficiente género, pero seguramente le habrán comprado las tarjetas al carpintero, que encima es tan tonto que las habrá vendido baratas. ¿Tú qué crees?

Mansur repite el gesto de antes. Conoce a su padre y sabe que querrá llegar al fondo del asunto. También sabe que la tarea recaerá sobre él porque ahora Sultán está a punto de marcharse a Irán y no volverá hasta dentro de un mes.

—¿Y si tú y Mirdzjan indagáis el asunto en mi ausencia? La verdad saldrá a la luz. Nadie le roba a Sultán —afirma el librero con mirada severa—. Podría haberme arruinado todo el negocio. Imagínate, Jalaludin roba miles de postales y las vende a quiosqueros y libreros de toda la ciudad, que a su vez las venden a precio mucho más bajo que yo. Yo perdería a todos los soldados como clientes, la gente ya no vendría a comprar libros porque me quedaría con la fama de ser más caro que los otros. Al final, el negocio quebraría.

Mansur escucha como quien oye llover las teorías alarmistas de su padre. Está furioso y molesto por tener que asumir una obligación más durante la ausencia de su padre. Encima de tener que registrar todos los libros, buscar en la terminal de transportes cajas y más cajas de libros que mandan las imprentas pakistaníes, encargarse del papeleo que conlleva tener una librería en Kabul, actuar como chófer para sus hermanos y llevar una de las tiendas; encima de tener que hacer todo esto, ahora también está a cargo de una investigación policial.

—Me ocuparé —contesta parcamente. Es la única respuesta posible.

—Y no seas blandengue, nada de blandenguerías —es lo último que le inculca Sultán antes de su vuelo a Teherán.

Una vez su padre se ha marchado de Kabul, Mansur se olvida por completo de la historia. Hace tiempo que se desvanecieron sus piadosos propósitos de la peregrinación. Duraron una semana. No le servía de nada rezar cinco veces diarias, la barba empezaba a picarle, y todo el mundo le dijo que tenía aspecto de sucio. Tampoco se sentía a gusto con la amplia túnica.

—Como no soy capaz de tener buenos pensamientos, lo demás también da igual —se dijo a sí mismo, y dejó atrás su devoción tan repentinamente como la había adoptado.

A fin de cuentas, el peregrinaje a Mazar se limitó a ser unas vacaciones en el extranjero.

La primera noche de ausencia de su padre organizó una fiesta con dos colegas. Habían comprado vodka uzbeko, coñac armenio y vino tinto, todo a precios exorbitantes en el mercado negro.

—Esto es lo mejor que hay. Todo es de 40 grados y el vino llega a los 42 —había dicho el vendedor.

Los adolescentes pagaron cuarenta dólares por botella. Ignoraban que el comerciante había añadido dos líneas sutiles convirtiendo el número 12 en 42. La mayoría de sus clientes eran chavales jóvenes que bebían para emborracharse y querían alcohol de la mayor graduación.

Mansur nunca había bebido alcohol, que es una de las cosas más prohibidas en el islam. Esa noche sus dos amigos empezaron a beber temprano mezclando el coñac y el vodka en un vaso. Tras haber ingerido un par de combinados, se tambaleaban por la habitación, una lúgubre habitación de hotel que habían alquilado para que sus padres no se enteraran de sus fechorías. Mansur todavía no había llegado porque primero tenía que llevar en coche a sus hermanos pequeños a casa. Cuando llegó al hotel, sus dos amigos estaban chillando y querían saltar por el balcón, pero un momento después estaban corriendo hacia el lavabo para vomitar.

Mansur entonces cambió de idea. El alcohol no le tentaba, desde luego. Si te hacía sentir tan mal, no era difícil abstenerse.

La bebida es un gran problema en Afganistán. No son muchos los que asumen el riesgo que supone importar el alcohol de contrabando, y las botellas preciosas se venden a escondidas en los cuartos traseros de las tiendas. Pero no siempre ha sido así. En los tiempos liberales del rey Zahir Shah, los restaurantes y bares servían alcohol, y con la ocupación soviética, el vodka entró a raudales con los soldados, quienes lo vendían barato. Luego vinieron la guerra civil y el gobierno muyahid, y los islamistas impusieron condenas severas por la venta, la compra y el consumo de alcohol. Con el régimen talibán, las penas se hicieron todavía más duras.

Los dos chicos, un poco mayores que Mansur, seguían gangueando y comenzaron a hacer planes aviesos. Había una chica que les gustaba particularmente, una joven y guapa periodista de Japón. Vivía en el mismo hotel y los dos adolescentes se preguntaron si debían invitarla a la habitación. Concluyeron que ahora era mal momento, pero uno propuso otro despreciable plan. Había trabajado durante un año en la farmacia de su padre, y al acabar se había llevado una gran cantidad de medicamentos. Podían contar con un anestésico.

—Podemos invitarla una noche cuando estemos sobrios y se lo metemos en la copa, y cuando se duerma, ¡podemos acostarnos con ella sin que se dé cuenta siquiera!

Al otro le gustó la idea.

—No nos olvidemos de hacerlo algún día.

En casa de Jalaludin nadie puede dormir. Los niños yacen en el suelo llorando en silencio. Las últimas veinticuatro horas han sido las peores de sus vidas. Han visto al abuelo pegándole a su bondadoso padre y tachándole de ladrón. Era como si la vida entera hubiera sido puesta patas arriba. Ahora el abuelo está dando vueltas por el patio exclamando:

—¿Cómo he merecido un hijo así, que causa vergüenza a toda la familia? ¿Qué he hecho mal?

El hijo primogénito de Faiz, el ladrón Jalaludin, está sentado encima de una estera en una de las habitaciones de la casa. No puede estirarse porque tiene la espalda llena de las rojas cicatrices de los azotes que le ha dado Faiz con una gran rama. Los dos habían vuelto a casa después de la paliza en la librería: primero el viejo en bicicleta, luego su hijo, que hizo todo el camino a pie. El viejo había proseguido el maltrato donde lo había dejado en la librería, y Jalaludin no había opuesto resistencia. Toda la familia había sido testigo de los azotes y de los insultos. Las mujeres habían intentado alejar a los niños de la escena, pero no tenían adónde ir.

La casa estaba construida alrededor de un patio de losas, al que miraban las ventanas cubiertas por hules. El carpintero, su esposa y los siete hijos compartían una habitación; sus padres y su abuela, otra; una hermana, el cuñado y sus cinco hijos, otra. Además, había un comedor y una cocina con horno en tierra, un fogón de queroseno y unos estantes.

Las esteras en las que se acurrucaban ahora los hijos de Jalaludin eran una confusión de trapos y cartones, plásticos y tela de arpillera. Las dos niñas con polio tenían tablillas en un pie y sendas muletas a su lado. Otros dos niños presentaban violentas erupciones de eccema en todo el cuerpo y costras que ellos se habían rascado y que sangraban.

Hasta que los amigos de Mansur no se hubieron levantado un par de veces a vomitar, no se durmieron los niños de la familia del carpintero en el otro extremo de la ciudad.

Al despertarse Mansur, le invadió una ebria sensación de libertad. ¡Estaba libre! Sultán no estaba en Kabul, y el carpintero, olvidado. El joven se puso las gafas de sol de Mazar y condujo a toda máquina por las calles de la ciudad, pasando burros con mucha carga, cabras sucias, mendigos y bien entrenados soldados alemanes. A los últimos les hizo un gesto obsceno mientras avanzaba dando tumbos y botando por los baches del asfalto, maldecía y hacía que los transeúntes saltasen asustados a un lado. Mansur pasaba manzana tras manzana del confuso mosaico de Kabul de ruinas acribilladas y casas a punto de desmoronarse.

—Hay que darle responsabilidades, es bueno para él —había dicho Sultán refiriéndose a su hijo mayor.

Mansur bosteza en el coche y decide que a partir de ahora le tocará a Rasul buscar las cajas de libros y hacer los recados. Ahora él se lo va a pasar en grande hasta que vuelva su padre. Aparte de llevar a sus hermanos a las tiendas cada mañana para que no puedan delatarlo, no hará nada en absoluto. Sultán es la única persona a la que Mansur tiene miedo; con él no se atreve ni a protestar, pues es la única persona que respeta, al menos cuando está cara a cara con él.

La meta de Mansur es conocer a chicas, algo que no es nada fácil en Kabul, donde la mayoría de las familias cuida a sus hijas como si fueran tesoros de oro. Pero ha tenido una idea y ha decidido asistir a un curso de inglés para principiantes. Él ya sabe inglés, lo aprendió en los años en que fue al colegio en Pakistán, pero imagina que en la clase de principiantes encontrará las chicas más jóvenes y más guapas. Y no se equivoca. Después de la primera lección ya tiene una favorita e intenta prudentemente hablar con ella. En una ocasión, ella hasta le deja llevarla cerca de su casa. Él la invita a ir a la librería, pero ella no acude, solamente la ve en la clase. Le compra un teléfono móvil para que puedan hablar, y le enseña cómo hacer que vibre en vez de sonar, para que su familia no se entere de que lo tiene. Le promete matrimonio y bonitos regalos. Una vez le dice que no puede quedar con ella porque tiene que hacer de chófer para amigos de su padre que han venido del extranjero; esto último lo dice para darse importancia. Esa misma tarde ella le ve con otra chica en el coche y eso no se lo perdona. Le llama canalla y sinvergüenza y declara no querer verle nunca más. Deja de asistir a clase y Mansur no sabe dónde buscarla porque no tiene su dirección. Ella ya no contesta al teléfono y Mansur la echa de menos. Pero sobre todo lo siente por ella, porque dejó el curso. Ella que tanto quería aprender inglés.

Poco después, la estudiante de inglés ya está olvidada, porque en la vida de Mansur en esta primavera nada es para siempre y nada es de verdad. Una vez es invitado a una fiesta en la periferia de la ciudad. Unos conocidos suyos han alquilado una casa, cuyo dueño vigila en el jardín.

—Fumamos escorpión seco —cuenta entusiasmado a un amigo al día siguiente—. Lo redujimos a polvo y lo mezclamos con tabaco. Pillamos un buen colocón y quedamos un poco enfurecidos también. Yo fui el último en dormirme. Una fiesta estupenda —se pavonea.

Abdur, el ayudante, se ha dado cuenta de que Mansur busca chicas y le ofrece conocer a una de sus parientes. Al día siguiente, el joven tiene a una chica hazara de ojos rasgados en el sofá de la tienda. Pero antes de poder hablar con ella, llega un mensaje de Sultán en el que le dice que volverá al día siguiente. Mansur se despierta enseguida de su ensoñación: no ha hecho ninguna de las cosas que su padre le ha ordenado. No ha registrado los libros, no ha arreglado la trastienda, no ha hecho las nuevas listas de pedidos y no ha recogido los paquetes de libros que se han acumulado en el almacén de transporte. No ha pensado ni un minuto en el asunto del carpintero, ni en la investigación que debió poner en marcha.

Sharifa camina alrededor de Mansur a pequeños pasos:

—¿Qué te pasa, hijo mío? ¿Estás enfermo?

—¡No me pasa nada! —rezonga el joven.

Su madre sigue insistiendo.

—¡Vuélvete a Pakistán, que no sabes estar callada! —grita Mansur—. Después de tu llegada, aquí no hay más que problemas.

Su madre rompe a llorar.

—¿Cómo he podido criar yo a semejantes hijos? ¿Qué he hecho para merecer semejante destino? ¡Si ni siquiera quieren estar en compañía de su pobre madre!

Sharifa chilla y riñe a toda su prole, y Latifa empieza a llorar. Bibi Gul se balancea suavemente. Bulbula mira fijamente hacia delante. Sonya intenta consolar a su bebé y Leila lava la vajilla. Mansur cierra de un portazo la puerta de la habitación que comparte con Yunus, que ya está roncando. Ha contraído la hepatitis B y se pasa el día en la cama tomando medicinas. Tiene los ojos amarillos y la mirada todavía más apagada y triste que normalmente.

Cuando Sultán regresa al día siguiente, Mansur está tan nervioso que evita su mirada. Pero no hacía falta que se preocupara tanto, porque su padre sólo tiene ojos para su joven segunda esposa. No pregunta a su hijo hasta el día siguiente si ha cumplido con lo que le había encargado hacer. Y antes de que Mansur tenga tiempo para contestar, Sultán ya está dando nuevas órdenes. Su viaje a Irán ha resultado un éxito. El librero ha vuelto a contactar con antiguos colaboradores y pronto llegarán cajas con libros persas. Pero hay algo que no ha olvidado: el carpintero.

—¿No has averiguado nada? —Sultán mira asombrado a su hijo—. ¿Intentas sabotear mi negocio? Mañana mismo vas a la policía y presentas una denuncia. Su padre me tenía que dar la confesión al cabo de un día, ¡y ya ha pasado un mes! Si Jalaludin no está entre rejas cuando yo vuelva de Pakistán, tú habrás dejado de ser mi hijo —amenaza—. Quien osa invadir mi territorio no será feliz nunca más —declara con énfasis.

Sultán se iba a Pakistán al día siguiente. Mansur respiró aliviado. Había tenido miedo de que alguna de sus amigas pasara por la tienda a verle estando su padre presente. Tendría que describirles a su padre; de este modo, en caso de que estuviera en la tienda, ellas debían limitarse a mirar un poco las estanterías y salir luego tranquilamente. De todas formas, su padre nunca se dirigía a las clientes femeninas veladas.

Al día siguiente, Mansur se dirigió al Ministerio del Interior a denunciar al carpintero, y con la ayuda de Mirdzjan obtuvo los sellos necesarios en pocas horas. Llevó los papeles a la comisaría local de Deh Khudaidad, que consistía en una chabola de adobe con varios policías armados en la puerta. De ahí se llevó a un policía vestido de paisano para mostrarle la casa del carpintero. Esa misma noche irían a detenerlo.

Al día siguiente, antes del alba, dos mujeres acompañadas por dos niños llaman a la puerta de la familia Khan. Soñolienta, Leila abre la puerta a las mujeres que son un mar de lágrimas y de lamentaciones. Al cabo de un rato, Leila logra enterarse de que se trata de la abuela y la tía del carpintero y los hijos de él.

—Por favor, perdónenlo —dicen—. ¡Por favor, en nombre de Alá! —gritan.

La abuela tiene casi noventa años, es pequeña y reseca con una cara parecida a un ratón; la mandíbula es puntiaguda y está poblada de pelos. Es la madre de Faiz, el padre de Jalaludin, quien se ha pasado las últimas semanas intentando sacarle la verdad a su hijo a fuerza de golpes.

—No tenemos qué comer, pasamos hambre… Miren a estos niños. Pero pagaremos las postales.

A Leila no le queda más remedio que invitarlos a entrar. La pequeña abuela con cara de rata se echa a los pies de las mujeres de la familia que van llegando a la habitación despertadas por los gritos de lamento. Todas parecen incómodas por la miseria profunda que de repente ha llenado su casa. Las parientas del carpintero han traído a un crío de dos años y a una de las niñas afectadas por la polio. La chica se sienta en el suelo con gran dificultad, ya que no puede doblar la pierna rígida por la enfermedad. Con expresión seria sigue la conversación entre las mujeres.

Jalaludin no estaba en casa cuando vino la policía, de manera que se llevaron a su padre y a su tío en vez de a él. Los policías dijeron que a la mañana siguiente vendrían a recogerlo, y nadie en la familia pegó ojo en toda la noche. Ahora, antes de que llegue la policía a buscar a Jalaludin, las dos viejas han venido para suplicar la clemencia de Sultán y pedir que lo perdone.

—Si ha robado algo ha sido para salvar a su familia. Mírenlos, miren a los niños, flacos como fideos. No tienen ropa decente, no tienen qué comer.

Se ablandan los corazones en Microyan, pero la visita no da más resultado que esto: la compasión. Una vez que Sultán se ha propuesto una cosa, las mujeres de la familia Khan nada pueden hacer. Sobre todo cuando se trata del negocio.

—De buena gana ayudaríamos, pero no hay nada que podamos hacer. Es Sultán quien manda —explican—. Y él no está.

Las mujeres prosiguen con sus llantos y lamentaciones. Saben que es la verdad, pero no pueden abandonar la esperanza. Leila se ha ido a la cocina y ahora vuelve con huevos fritos y pan fresco, y para los niños, leche hervida. Cuando entra Mansur en la habitación, las mujeres de Deh Khudaidad se apresuran hacia él para besarle los pies, pero el joven las aparta a patadas. Ellas saben que él —siendo el hijo mayor— tiene poder en la ausencia del patriarca. Pero Mansur ha decidido hacer lo que le ha pedido su padre.

—Después de que Sultán confiscó las herramientas de carpintero de Jalaludin, él no ha podido trabajar. Hace semanas que no hemos comido de verdad y hemos olvidado el sabor del azúcar —se lamenta la abuela—. El arroz que compramos está casi podrido, los niños se vuelven cada vez más flacos; mira, están en los huesos. Cada día mi marido le pega a Jalaludin, y yo, yo nunca pensé que criaría a un ladrón.

Las mujeres Khan prometen hacer lo que puedan para convencer a Sultán, a sabiendas de que de nada servirá. Cuando la abuela y la tía vuelven renqueando al pueblo con los dos niños, la policía ya ha pasado a detener a Jalaludin.

Por la tarde, Mansur debe prestar declaración. Está sentado con las piernas cruzadas en una silla junto a la mesa del jefe de policía, mientras el carpintero está en cuclillas en el suelo. Nada menos que siete hombres están presentes durante el interrogatorio de Jalaludin; faltan sillas, de modo que dos de ellos comparten una. El conjunto de policías es variopinto: algunos llevan sus calurosos uniformes grises de invierno, otros van con ropa tradicional, y los demás lucen los verdes uniformes de la gendarmería. No hay demasiada actividad en esta comisaría, de modo que el robo de las postales se convierte en un caso importante. Uno de los policías se queda de pie en el umbral de la puerta sin decidirse a proseguir con el interrogatorio.

—Nos tienes que decir a quién las vendiste, si no, acabarás en la penitenciaría central.

Las palabras «penitenciaría central» son como un gélido golpe de viento. Allí es donde se manda a los criminales de verdad. El carpintero se acurruca en el suelo con aspecto impotente. Cierra y abre las manos, que tienen miles de cortes pequeños y grandes; las cicatrices zigzaguean por las palmas. A la fuerte luz del sol que entra por la ventana se ve cómo cuchillos, sierras y punzones han cortado su piel. Es como si el carpintero se encarnara ahora en estas manos y no en la mirada apagada que dirige a los siete hombres, como si el caso no le concerniera. Un rato después le mandan de vuelta a su celda de un metro cuadrado, un espacio en el que es imposible estirarse: puede estar de pie, sentarse o yacer acurrucado.

La decisión de lo que debe pasar con Jalaludin depende de la familia Khan. Pueden retirar la denuncia o mantenerla. En caso de que decidan mantenerla, el caso del carpintero seguirá los procedimientos establecidos y entonces será tarde para intervenir, pues la decisión estará en manos de la policía.

—Le podemos encerrar aquí durante setenta y dos horas. Cuando haya pasado ese tiempo, ustedes tendrán que tomar una decisión —explica el comisario, que es de la opinión de que Jalaludin debe recibir su castigo. Para él, la pobreza no es razón suficiente para robar—. Hay mucha gente pobre. Si no son castigados cuando roban, acabaremos teniendo una sociedad completamente inmoral.

El comisario discute con Mansur a voz en grito porque éste ha empezado a dudar. Cuando el joven se da cuenta de que Jalaludin puede acabar en la cárcel durante seis años por el robo de las postales, le vienen a la mente los hijos del carpintero, con sus miradas hambrientas y su ropa miserable. Contempla su propia vida privilegiada, lo cómodamente que vive, los pocos días que tarda él mismo en gastar el dinero que tiene la familia de Jalaludin para un mes entero.

Un gran ramo de flores de plástico ocupa casi la mitad del escritorio. Está cubierto de polvo, pero aun así ilumina la estancia. Es obvio que a los policías en Deh Khudaidad les gustan los colores: las paredes son de un verde menta, la lámpara es roja, muy roja. Cuelga un gran retrato de Masud, el héroe de guerra, como sucede en todos los despachos oficiales de Kabul.

—¡No se olvide! Los talibanes le hubieran cortado una mano —arguye de modo enfático el jefe de policía—. Lo hacían por delitos menores que éste.

Prosigue contando la historia de una mujer del pueblo que quedó al cargo de sus hijos después de morir el marido.

—Ella era muy pobre y su hijo pequeño no tenía calzado y tenía frío; era invierno y no le gustaba salir. El hijo mayor, apenas un adolescente, robó un par de zapatos para su hermano. Le cogieron y le amputaron la mano derecha. Eso fue ir demasiado lejos —opina el policía—. Pero en este caso se trata de un hombre que ha demostrado la mentalidad de un bandido al robar en varias ocasiones. Si robas para alimentar a tus hijos, robas solamente una vez —sentencia.

El comisario muestra a Mansur todas las pruebas confiscadas en otros casos, objetos que se encuentran en el armario situado detrás de él. Hay navajas automáticas, navajas plegables, cuchillos grandes, pistolas, linternas de mano, hasta un juego de naipes. Jugar por dinero representa seis meses de prisión.

—Aquel juego de naipes fue confiscado porque el jugador que había perdido golpeó al que había ganado y le pinchó con esta navaja. Habían bebido, de modo que recibió una condena por apuñalar, beber y jugar —cuenta el comisario riéndose—. El otro jugador se libró de ser castigado, ya que había quedado minusválido. Con esto tenía suficiente castigo, ¿no le parece?

—¿Cuál es la pena por beber? —tantea Mansur un poco nervioso. Sabe que según las leyes de la sharia es un pecado grave que se castiga severamente. Según el Corán, con ochenta latigazos.

—Para serte sincero, acostumbro a hacer la vista gorda con esas cosas. Cuando hay una boda, digo que es un día libre, pero todo tiene que mantenerse dentro de la familia y sin pasarse de la raya.

—¿Y el adulterio?

—Si los adúlteros están casados, son lapidados. Si no lo están, el castigo consiste en cien latigazos y son obligados a casarse. Si el hombre está casado y la mujer no, él tiene que tomarla como segunda esposa. Si es al revés, ella es lapidada y el hombre azotado y encarcelado —responde el jefe de policía—. Pero suelo hacer la vista gorda en esto también, yo personalmente. Puede que se trate de mujeres necesitadas, quizá viudas; entonces las ayudo, intento devolverlas al buen camino.

—Eso hablando de casos de prostitución, pero ¿qué pasa con la gente normal y corriente?

—Una vez pillamos a una pareja en un coche. Los obligamos a casarse, o más bien los obligaron sus padres —cuenta el policía—. Eso está bien, ¿no?

—Mmm —murmura Mansur sin mayor convicción.

—Desde luego, no somos talibanes —insiste el policía—. Tenemos que intentar que no se lapide a la gente. El pueblo afgano ya ha sufrido lo suficiente.

El comisario da a Mansur un plazo de tres días. Todavía hay tiempo para perdonar al pecador, pero si los Khan dejan que él siga los procedimientos habituales en el sistema policial, será tarde.

Mansur sale meditabundo de la comisaría. No está de humor para volver a la tienda y regresa a casa para comer, cosa que casi nunca hace. Se echa encima de una estera. Afortunadamente, por el bien de la paz doméstica, la comida ya está preparada.

—Quítate los zapatos, Mansur —le recuerda su madre.

—Cállate —contesta el adolescente.

—Mansur, tienes que obedecer a tu madre —insiste ella.

El joven no contesta y se pone cómodo en el suelo, con las piernas cruzadas. No se quita los zapatos. Sharifa hace un gesto de desaprobación.

—Mañana como máximo tenemos que decidir qué hacemos con el carpintero —informa Mansur y enciende un cigarrillo.

Su madre rompe a llorar. Mansur nunca fumaría en presencia de su padre, jamás. Pero en el momento en que Sultán está ausente, disfruta tanto de los cigarros como de sacar a su madre de quicio fumando antes, durante y después de las comidas. El aire de la pequeña habitación se llena de humo. Bibi Gul siempre suele quejarse de los malos modales de Mansur para con Sharifa, instándole a que obedezca a su madre y no fume. Pero este día pueden más las ganas y alarga una mano susurrando:

—¿Me das uno?

Se hace un silencio mortal. ¿Acaso la abuela va a empezar a fumar?

—¡Mamá! —le reprocha Leila quitándole el cigarrillo.

Mansur le da otro a la vieja y Leila sale de la habitación a modo de protesta. Bibi Gul es feliz y fuma el pitillo riéndose bajito. Deja incluso de balancearse mientras mantiene el cigarrillo bien alto, en el aire, inhalando caladas profundas.

—Así no como tanto —explica, y añade cuando ha terminado el cigarrillo—: Jalaludin ya ha sido castigado, le ha pegado su padre, ha sufrido la vergüenza. Además, ha devuelto las tarjetas.

—¿Viste a sus hijos? ¿Cómo se las arreglará la familia sin los ingresos del padre? —pregunta Sharifa.

—Podríamos ser responsables de que se mueran sus hijos —dice Leila, quien ha vuelto después de que Bibi Gul ha apagado el cigarrillo—. Imagina si caen enfermos y la familia no puede pagar un médico; entonces morirían por nuestra culpa. O puede que se mueran de hambre. Además, el carpintero puede morir en la cárcel; hay muchos que no duran seis años. En ese lugar hay tuberculosis y otras enfermedades contagiosas.

—Sé clemente —insiste Bibi Gul.

Mansur llama a Sultán a Pakistán desde su nuevo teléfono móvil y le pide permiso para dejar al carpintero en libertad. Nadie dice una palabra en la habitación, ya que todos siguen la conversación. Escuchan la voz de Sultán gritando desde Pakistán:

—Quería destruirme el negocio bajando los precios. Yo le pagaba bien, no tenía necesidad de robar. Es un canalla y es culpable, hay que sacarle la verdad a golpes. Nadie destruye mi negocio.

—¡Pero si le van a caer seis años! Sus hijos pueden estar muertos cuando salga —vocifera Mansur a su vez.

—¡Aunque fueran sesenta, me da igual! Que le peguen hasta que diga a quién vendió las postales.

—¡Eso lo dices tú porque tienes la barriga llena! —vocea Mansur—. Lloro sólo con recordar a sus hijos flacos; esa familia está al límite.

—¿Cómo te atreves a contradecir a tu padre? —chilla Sultán por el auricular.

Todos reconocen su voz y saben que ahora tiene el rostro completamente rojo y lleno de ira.

—¿Qué clase de hijo eres tú? Tú tienes que hacer todo lo que yo te digo, ¡todo! ¿Qué te pasa? ¿Por qué eres descortés con tu propio padre?

La lucha interior que libra el primogénito de Sultán se le dibuja en la cara. Nunca ha hecho otra cosa que obedecer a su padre, al menos eso piensa Sultán. Nunca se ha enfrentado abiertamente con él y no se atreve a hacerlo, no puede correr el riesgo de que la ira de su padre se vuelva en su contra.

—Como tú digas, padre —acepta Mansur antes de colgar.

La familia guarda silencio alrededor de él. Mansur maldice. Sharifa suspira:

—No tiene corazón.

Sonya no dice palabra.

Cada día, mañana y noche, la familia del carpintero acude a la familia Khan. A veces es la abuela, a veces la madre, otras veces la tía o la esposa. Siempre traen a algunos de los hijos. Cada vez la respuesta es la misma: Sultán es quien decide, y cuando vuelva, seguramente todo se arreglará. Pero las mujeres Khan saben que eso no es cierto, porque Sultán ya ha tomado una decisión.

Al final no se sienten con fuerzas para abrir la puerta a la familia afligida, se mantienen en silencio y fingen no estar en casa. Mansur se dirige a la comisaría pidiendo una prórroga; quiere esperar a que vuelva su padre y que sea él quien se ocupe del asunto. Pero el comisario ya no puede esperar más: los detenidos no pueden permanecer en la pequeña celda más de unos pocos días. Vuelven a rogar al carpintero que confiese haber robado más postales y que diga a quién se las ha vendido, pero él sigue negándose. Le ponen unas esposas y le sacan de la choza de adobe.

Como la comisaría del pueblo no posee un coche, es el propio Mansur quien tiene que llevar a Jalaludin a la comisaría central de Kabul. Fuera de la choza esperan el padre del carpintero, su hijo y su abuela. Cuando sale Mansur, se acercan vacilantes, y a aquél la situación le resulta terrible. En la ausencia de Sultán, él debe protagonizar el papel de quien no tiene corazón delante de la familia del carpintero.

—Yo simplemente tengo que hacer lo que me manda mi padre —se excusa. Se pone las gafas oscuras y se sienta en el coche. La abuela y el pequeño niño se van a casa, pero el viejo padre de Jalaludin monta en su desvencijada bicicleta y sigue al coche. No se rinde y quiere seguir a su hijo todo lo que pueda. Mansur y el detenido ven la silueta de Faiz desaparecer poco a poco detrás de ellos.

El joven conduce más despacio que de costumbre; puede ser la última vez en muchos años que el carpintero vea estas calles.

Llegan a la comisaría central, uno de los edificios más odiados durante el régimen talibán. Aquí, en el Departamento de Promoción de la Virtud y de la Prevención del Vicio, conocido como Ministerio de la Moralidad, la policía religiosa tenía su sede central. Aquí llevaron a los hombres que lucían una barba demasiada corta, a las mujeres que habían caminado por la calle en compañía de hombres que no eran sus parientes, que habían caminado solas o que estaban maquilladas debajo de la burka. Los presos podían pasar semanas en el sótano del edificio antes de ser transferidos a otras cárceles o de ser declarados inocentes. Cuando se fueron los talibanes, esta prisión preventiva se abrió y los presos fueron dejados en libertad. Aquí se encontraron cables y varas que se habían utilizado como instrumentos de tortura. Los hombres habían sido torturados en cueros; las mujeres, envueltas en una sábana. Es un lugar con historia, ya que también el cruel servicio de información soviética había tenido aquí su sede, y después de él, las caóticas fuerzas policiales muyahidin.

El carpintero sube los penosos peldaños hacia la cuarta planta. Intenta poner a Mansur a su lado rogándole con una mirada temblorosa. Es como si sus ojos se hubieran vuelto todavía más grandes estos días que ha estado preso; esos globos suplicantes casi se salen de las órbitas.

—¡Perdóneme, perdóneme, por favor! —insiste—. ¡Trabajaré gratis para ustedes el resto de mi vida, perdóneme!

Mansur lo mira sin verlo. No puede aflojar ahora. Sultán ha tomado su decisión y él no puede contradecirlo. Su padre sería capaz de desheredarlo o de echarlo de casa. El joven tiene la impresión de que uno de sus hermanos menores ya es el favorito de su padre. Podría tratarse de Eqbal, que va a asistir a un curso de informática y a quien le han prometido una bicicleta. Si Mansur le lleva la contraria a su padre, éste podría cortar todos sus lazos. El hijo del librero no quiere correr este riesgo a causa del carpintero, por mucha pena que le dé.

Primero deben esperar el interrogatorio y el registro de la denuncia. El sistema funciona de modo que el acusado queda en prisión preventiva hasta que se ha probado su inocencia o su culpa. De esta forma cualquiera puede denunciar a alguien y mandarlo a la cárcel.

En el interrogatorio, Mansur presenta los cargos. El carpintero está de nuevo sentado en el suelo. Tiene los dedos de los pies largos y torcidos, y las uñas tienen gruesos bordes negros. El chaleco y el jersey cuelgan en tiras por la espalda, y los pantalones bailan alrededor de sus caderas.

El interrogador situado detrás del escritorio anota con esmero las dos declaraciones. Escribe con letra pulcra en un folio puesto sobre papel carbón.

—¿De qué viene esta afición tuya a las postales de Afganistán?

Se ríe de su propia pregunta. Todo el asunto le resulta un poco extraño. Sin esperar la respuesta del carpintero, continúa:

—Cuéntanos a quién las vendiste. Nosotros sabemos muy bien que no las robaste para mandarlas a tus parientes.

—Solamente cogí unas doscientas y Rasul me dejó alguna —responde el carpintero.

—Pura mentira: Rasul no te ha dado ninguna postal —contesta Mansur. El policía señala:

—Recordarás este local como el sitio donde tenías la posibilidad de decir la verdad.

Jalaludin traga saliva, hace crujir sus nudillos y respira aliviado cuando el policía continúa interrogando al otro sobre cuándo, dónde y cómo ocurrió todo. Por la ventana detrás del interrogador se ve una de las colinas de Kabul repleta de pequeñas chozas que se aferran a la pendiente, con los senderos que bajan zigzagueando, y Jalaludin ve a gente que sube y baja por ellos como ratoncillos. Las chozas están hechas con lo que se encuentra por doquier en esta ciudad devastada por la guerra: unas chapas onduladas, un trozo de tela de arpillera, un poco de plástico, unos ladrillos, restos de las ruinas de otras partes.

De súbito, el interrogador se sienta en el suelo al lado del carpintero y le dice:

—Sé que tienes hijos hambrientos y que no eres un criminal. Te daré una última oportunidad ahora, no la eches a perder. Si me dices a quién vendiste las tarjetas, te dejaré en libertad. Si no me lo dices, te pasarás varios años en la cárcel.

Mansur escucha como quien oye llover, pues es la undécima vez que le han hecho esta pregunta al carpintero. Tal vez sea cierto y no las haya vendido a nadie. El joven mira el reloj y bosteza. Pero de repente sale un nombre de los labios de Jalaludin.

Mansur da un respingo. El hombre cuyo nombre acaba de pronunciar el carpintero tiene un quiosco en el mercado donde vende calendarios, bolígrafos y tarjetas; tarjetas para las fiestas religiosas, las bodas, los noviazgos, los cumpleaños. Y postales con motivos de Afganistán. Solía comprar estas postales en la librería de Sultán, pero hacía tiempo que no iba por allí. Mansur se acuerda de él claramente porque solía quejarse a gritos del precio.

Es como si un tapón hubiera saltado. Jalaludin sigue temblando mientras habla:

—Se acercó un día que yo iba a salir del trabajo. Hablamos un poco y él me preguntó si necesitaba dinero, y eso lo sabe todo el mundo, necesito dinero. Entonces me preguntó si podía conseguirle unas postales. Primero me negué, pero luego me habló del dinero que me daría, y yo pensé en mis hijos en casa. Mi sueldo no alcanza para alimentar a la familia. Pensé en mi mujer que empieza a perder los dientes cuando sólo tiene treinta años, pensé en todas las miradas de reproche que me lanzan en casa por no poder ganar lo suficiente, pensé en la ropa y el calzado que no podía comprar a mis hijos, pensé en el médico para los niños enfermos que no podemos pagar, pensé en la mala comida que comen. Entonces se me ocurrió que si cogía unas pocas tarjetas mientras trabajaba en la librería podría resolver algunos de mis problemas. Sultán ni se daría cuenta, tiene tantas tarjetas y tanto dinero. Entonces cogí algunas y las vendí.

—Tenemos que ir al quiosco para conseguir las pruebas —explica el comisario antes de levantarse y ordenar al carpintero, a Mansur y a otro policía que le siguieran.

Conducen hasta el mercado y el quiosco de postales. Hay un niño en la pequeña ventanilla.

—¿Dónde está Mahmud? —le pregunta el policía que viste de paisano.

Mahmud se ha ido a comer. El policía muestra su placa al chiquillo y le pide ver sus postales. El niño les deja pasar por el pasillo lateral del quiosco, y entran en el pequeño espacio alargado entre la pared, las pilas de género y el mostrador. Entre Mansur y un policía sacan bruscamente las postales de los estantes, y meten todas las impresas por Sultán en una bolsa. Al final hay varios miles. Pero es difícil saber cuáles ha comprado legalmente y cuáles no. Llevan al niño y a las postales con ellos a la comisaría mientras un policía se queda para esperar a Mahmud. El quiosco ha quedado cerrado con llave. Hoy nadie podrá comprar aquí tarjetas de agradecimiento ni imágenes de feroces guerreros.

Cuando por fin traen a Mahmud a la comisaría —todavía con el olor a kebab en las manos—, empiezan nuevos interrogatorios. Mahmud primero niega haber visto en su vida al carpintero y dice que lo ha comprado todo de forma legítima a Sultán, Yunus, Eqbal y Mansur. Luego cambia la línea de argumentación y admite que sí, pues un día el carpintero fue a verle; pero sostiene no haberle comprado nada.

También el dueño del quiosco tiene que pasar la noche en prisión preventiva. Por fin, Mansur puede marcharse. En el pasillo esperan los hombres de la familia del carpintero: su padre, su tío, su sobrino y su hijo. Se acercan a él y observan con mirada despavorida cómo pasa apresurado sin prestarles la menor atención. Mansur no soporta mirar a la familia del preso. Jalaludin ha confesado y Sultán se pondrá contento, el caso está resuelto. Ahora que el robo y la complicidad del comerciante están probados, puede ponerse en marcha el proceso penal. Mansur piensa en lo que había dicho el interrogador:

—Ésta es tu última posibilidad. Si confiesas, te dejamos en libertad y puedes volver con tu familia.

El joven se siente mal y sale deprisa. Recuerda las últimas palabras de su padre antes de irse de viaje:

—He sacrificado mi vida por levantar este negocio, me han golpeado, me han encarcelado. Me mato trabajando para crear algo para Afganistán, y luego viene un maldito carpintero y se pone a comer de mi obra. Esto no se perdona. No seas blandengue tú tampoco, Mansur, no seas blandengue.

En una deteriorada casita de adobe en Deh Khudaidad, una mujer mira al vacío. Sus hijos pequeños lloran, todavía no han comido y ya es de noche, están a la espera de que vuelva el abuelo de la ciudad. A lo mejor trae algo de comer. Los niños corren a su encuentro cuando pasa por la puerta con su bicicleta. El viejo viene, sin embargo, con las manos vacías, y no hay nada en el portaequipajes. Los pequeños paran en seco al ver su rostro sombrío. Guardan silencio un momento antes de romper a llorar de nuevo y preguntar agarrándose a él:

—¿Dónde está papá? ¿Cuándo viene papá?