XV. ¿Alá puede morir?

El aburrimiento de los deberes como castigo está a punto de ganarle la partida a Fazil. Le entran ganas de saltar y chillar, pero se controla y toma su castigo como lo debe hacer un niño de once años que no se ha estudiado la lección. Mueve torpemente la mano por el folio. Escribe en letra pequeña para no usar demasiado espacio, ya que los cuadernos son caros. La luz de la lámpara de gas irradia un fulgor rojizo sobre el papel. «Es como escribir encima de llamas», piensa Fazil.

Sentada en el rincón, su abuela le mira con su único ojo. El otro se le lesionó cuando cayó encima de un fogón cavado en el suelo. Su madre, Mariam, está amamantando a Osip, que tiene dos años. Cuanto más se cansa Fazil, más se obsesiona con la escritura. Tiene que acabar aunque tarde toda la noche. No aguantaría volver a sufrir los golpes que le da en los dedos el profesor con el puntero, y desde luego no soportaría otra vez la vergüenza.

Tiene que escribir diez veces lo que es Alá: Alá es el creador, Alá es eterno, Alá es todopoderoso, Alá es benigno, Alá es la sabiduría, Alá es la vida, Alá lo ve todo, Alá lo escucha todo, Alá lo gobierna todo, Alá lo juzga todo, Alá…

La razón de su castigo es que había dado una respuesta equivocada en el curso de islam.

—Siempre me equivoco —se lamenta a su madre—. Porque cuando miro al profesor, me da tanto miedo que se me olvida la respuesta correcta. Él siempre está enfadado, y cuando te equivocas una vez, ya no te perdona una.

Todo había salido mal cuando el profesor le había tomado la lección sobre Alá. Fazil iba bien preparado, pero cuando le llamó el profesor a la pizarra, fue como si hubiera estado pensando en otra cosa mientras leía, porque no se acordaba de nada. El profesor de islam, con la barba larga, el turbante, la túnica y los pantalones anchos, le había mirado con negros ojos punzantes y le había preguntado:

—¿Alá puede morir?

—No —había contestado Fazil temblando bajo la mirada del profesor. Temía equivocarse independientemente de lo que respondiera.

—¿Y por qué no?

Fazil se quedó mudo. ¿Por qué Alá no puede morir? ¿Porque no hay cuchillos que le penetren? ¿Ni balas que le hieran? Los pensamientos se le atropellan en la cabeza.

—¿Entonces? —insistió el profesor.

Fazil se sonrojó y empezó a tartamudear algo que no se atrevió a terminar. Otro chico tuvo que responder.

—Porque es eterno.

—Exacto. ¿Alá puede hablar?

—No —dijo Fazil—. O sea, sí.

—Si piensas que puede hablar, di, ¿cómo habla?

Fazil guardó silencio una vez más. ¿Que cómo habla? ¿Tiene una voz que retumba? ¿Una voz suave? ¿Susurrante? Otra vez Fazil no pudo contestar.

—Dices que puede hablar —continuó el profesor—, ¿tiene una lengua, pues?

—¿Que si Alá tiene una lengua?

Fazil intentó averiguar cuál podía ser la respuesta correcta. No creía que Alá tuviera una lengua, pero no se atrevía a decirlo. «Mejor no decir nada que decir algo erróneo y quedar en ridículo delante de toda la clase», pensó. De nuevo, el profesor dio la palabra a otro chico.

—Habla a través del Corán, el Corán es su lengua.

—Exacto. ¿Alá puede ver?

Fazil vio que el profesor acariciaba ahora el puntero y golpeaba ligeramente la punta de su dedos, como si estuviera ensayando los duros golpes que pronto dejaría caer sobre los dedos de Fazil.

—Sí —dice Fazil.

—Y, ¿cómo ve? ¿Tiene ojos?

Fazil no se movió y dijo:

—Yo no he visto a Alá, ¿cómo lo voy a saber?

El profesor le había pegado en los dedos con el puntero hasta que Fazil empezó a llorar a lágrima viva. Se sentía el más tonto de la clase; el dolor en los dedos no había sido nada comparado con la vergüenza que había pasado. Al final el profesor le obligó a hacer estos deberes como castigo.

A Fazil el maestro le hacía acordarse de los talibanes. Sólo medio año antes todo el mundo iba vestido como él.

—Si no aprendes esto, no puedes seguir en esta clase —había dicho el profesor.

«Tal vez realmente es un talibán», pensó Fazil. Sabía que los talibanes eran severos.

Después de haber definido a Alá diez veces, Fazil tiene que aprenderlo de memoria. Murmura para sí mismo y lo repite en voz alta para su madre. Al final ya se sabe el texto de memoria. A la abuela le da pena su nieto. Ella no fue a la escuela y los deberes del niño le parecen demasiado complicados para su edad. Coge un vaso de té entre sus manos mutiladas y lo bebe a sorbos.

—El profeta Mahoma jamás hacía ruido mientras bebía —la reprende Fazil, y luego la alecciona—. A cada sorbo apartaba el vaso de los labios y daba las gracias a Alá.

Su abuela le mira de soslayo con su único ojo.

—Sí, bueno, si tú lo dices…

La vida del profeta Mahoma es parte de los deberes. Fazil ha llegado al capítulo que trata de sus costumbres y lee en voz alta mientras sigue la lista de palabras con el dedo, de derecha a izquierda.

—«El profeta Mahoma, que en paz descanse, siempre se sentaba directamente en el suelo. No tenía muebles en su casa porque opinaba que un hombre debía pasar por la vida como un viajero que sólo descansa a la sombra antes de seguir su camino. Una casa no debe ser más que un lugar para el descanso y un amparo contra el frío y el calor y contra animales salvajes, y un sitio para la protección de la paz de la vida privada.

»Mahoma, que en paz descanse, acostumbraba a descansar sobre el brazo izquierdo. Cuando meditaba, le gustaba cavar en el suelo con una pala o con un palo, o bien se sentaba abrazándose las piernas con los brazos. Cuando dormía, yacía sobre el lado derecho con la palma derecha debajo de la cara. A veces dormía de espaldas, a veces con una pierna encima de otra, pero siempre cuidaba de que cada parte del cuerpo estuviera tapada. Dormir boca abajo le disgustaba mucho, y llegó a prohibir que los demás lo hicieran. No le gustaba dormir en una habitación a oscuras ni en una terraza. Siempre se lavaba antes de acostarse y recitaba oraciones antes de dormir. Roncaba suavemente mientras dormía. Cuando se despertaba en plena noche para orinar, se lavaba las manos y la cara antes de volver a acostarse. Llevaba un taparrabos al acostarse, pero solía quitarse la camisa. Como no había letrinas en las casas por aquel entonces, el profeta acostumbraba a caminar largos trechos para estar fuera de la vista de la gente. Elegía tierra blanda para evitar que saltara la orina y se salpicara el cuerpo. Siempre se aseguraba de estar cubierto por una roca o un promontorio. Se bañaba detrás de una manta o usaba un taparrabos cuando lo hacía bajo la lluvia. Cuando se sonaba la nariz, siempre se ponía un paño delante.

Fazil sigue leyendo en voz alta sobre las costumbres alimenticias del profeta. Le gustaban los dátiles y los mezclaba con leche o mantequilla. Prefería el cuello o las costillas de los animales, pero nunca comía cebolla o ajo porque detestaba el mal aliento. Antes de sentarse a comer, siempre se quitaba el calzado y se lavaba las manos. Usaba únicamente la mano derecha para comer, y sólo comía de su lado del cuenco, nunca de en medio del plato. No utilizaba cubertería y empleaba sólo tres dedos para comer. Daba las gracias a Alá por cada bocado que se llevaba a la boca y, pues, cuando bebía…, lo hacía sin hacer ruido.

Fazil cierra el libro.

—Ahora tienes que irte a la cama, hijo.

Mariam le ha preparado la cama en la misma habitación donde han cenado. Alrededor de él, sus tres hermanos ya están roncando. Pero a Fazil le falta leer las oraciones en árabe. Aprende de memoria las palabras incomprensibles del Corán antes de dejarse caer en su estera con la ropa puesta. A las siete del día siguiente tiene que estar en el colegio. Sólo de pensarlo le produce escalofríos. La primera clase es de islam. El muchacho duerme fatigado e inquieto, soñando que el profesor le vuelve a tomar la lección y que él, de nuevo, no logra contestar correctamente ninguna pregunta. Sabe las respuestas, pero no le salen.

En lo alto del cielo, grandes y pesados nubarrones se acercan a la aldea. Cuando Fazil se ha dormido, la lluvia cae a cántaros. Penetra por el techo de adobe y tamborilea en las losas del muro. Las gotas de lluvia reposan en el plástico que cubre los marcos de las ventanas. Una fresca corriente de aire recorre la habitación, la abuela se despierta y se da la vuelta.

—Gracias a Alá —murmura al sentir la lluvia.

Se pasa por la cara las manos mutiladas como rezando, da media vuelta y vuelve a dormirse. Los cuatro críos a su alrededor respiran apacibles.

Cuando Fazil se despierta a la mañana siguiente, la lluvia ha cesado y el sol lanza sus primeros rayos por las colinas que circundan Kabul. Cuando Fazil se lava en el agua que su madre le ha preparado y se viste y prepara la cartera, el sol ya está secando las charcas que ha dejado la lluvia nocturna. Fazil bebe té y desayuna antes de salir corriendo. Está de mal humor y se enfada con su madre cuando ésta no hace lo suficientemente rápido lo que él le pide. Fazil sólo puede pensar en el profesor de islam.

Mariam está dispuesta a hacer todo por su hijo mayor. De los cuatro hijos que tiene, él es quien recibe la mejor comida y el mayor cariño. Su madre siempre teme no alimentarlo lo suficiente para que se le desarrolle el cerebro. Es a Fazil a quien ella le compra ropa nueva cuando de tanto en tanto tiene un poco de dinero de más; en él deposita todas sus esperanzas. Mariam se acuerda de lo feliz que era hace once años. Se sentía a gusto en su matrimonio con Karimullah. Se acuerda del parto y de su gran alegría porque era un niño varón; lo celebraron con una gran fiesta y ella y Fazil recibieron bonitos regalos. La gente la visitaba y la cuidaba. Dos años después nació una niña, pero entonces no hubo fiesta ni regalos.

Mariam sólo estuvo unos pocos años con Karimullah. Cuando Fazil tenía tres años, su padre murió en un tiroteo. Ella quedó viuda y pensó que su vida había acabado. La suegra tuerta y su propia madre, Bibi Gul, decidieron, sin embargo, que ella tenía que ser dada en casamiento a Hazim, el hermano menor de Karimullah. Pero Hazim no era como su hermano, no era tan agradable ni igual de fuerte. La guerra civil había destrozado la tienda de Karimullah y la familia tenía que subsistir con el sueldo de funcionario de aduanas de Hazim.

Fazil, en cambio, tenía que estudiar y ser un hombre famoso, eso era lo que esperaba su madre. Primero había pensado que el chico podía trabajar en la tienda de su hermano Sultán; pensaba que una librería podía ser un ambiente estimulante. Sultán había asumido la responsabilidad del chaval y Fazil había comido mucho mejor que en su casa. Cuando Sultán mandó a Fazil de vuelta, Mariam se pasó un día entero llorando. Temía que su hijo hubiera hecho algo mal, pero también conocía los caprichos de su hermano, y entendió poco a poco que simplemente él ya no necesitaba que alguien le llevase las cajas.

Fue entonces cuando vino su hermano menor, Yunus, y le ofreció intentar matricular a Fazil en Esteqlal, que era uno de los mejores colegios de la ciudad. Hubo suerte y Fazil comenzó en el cuarto curso. De hecho, era mejor así, pensó Mariam, evocando al pobre de Aimal, el hijo de Sultán, que apenas veía el sol porque trabajaba de la mañana a la noche en una de las tiendas de su padre.

Mariam le acaricia la cabeza a su hijo cuando éste sale precipitado. Fazil echa a correr por el camino de barro intentando evitar las charcas saltando entre montoncitos de tierra. Tiene que cruzar todo el poblado para llegar a la parada del autobús. Entra por la parte delantera del vehículo, donde los hombres se sientan, y viaja pegando botes hasta Kabul.

Fazil es de los primeros en llegar a clase y se sienta en su pupitre de la tercera fila. Uno por uno entran los niños. La mayoría son flacuchos y van mal vestidos y muchos llevan ropa que les va grande, probablemente heredada de hermanos mayores. Entre todos lucen una mezcla variopinta de ropa. Algunos todavía llevan la túnica con pantalón impuestos por el régimen talibán a niños y hombres. En general, los pantalones tienen trozos extra de tela abajo, que han sido añadidos a medida que los niños crecían. Otros usan los pantalones y los jerseys de los años setenta, ropa que sus hermanos mayores llevaban antes de llegar al poder los talibanes. Uno viste unos vaqueros que tienen forma de globo, fuertemente sujetos por un cinturón; otros llevan pantalones de campana. A uno la ropa le va pequeña y se le ven los calzoncillos por debajo del suéter más corto. Más de uno lleva la bragueta sin abrochar; habiendo crecido llevando túnicas, ahora es fácil olvidarse de este nuevo mecanismo de cierre. Algunos tienen las mismas gastadas camisas de algodón a cuadros que llevan a menudo los chicos de los orfanatos rusos, y es como si también tuvieran la mirada hambrienta y un poco salvaje de esos niños. Uno lleva un traje formal raído que le va muy grande y cuyas mangas se ha subido hasta los codos.

Los chavales juegan y gritan, arrojan cosas por el aula y tiran los pupitres. Sin embargo, cuando suena la campana, todos están en su sitio. Toman asiento en los altos bancos sujetos a los pupitres, pensados para dos alumnos, pero donde a menudo se sientan tres para que todos quepan. Al entrar el profesor todos los chicos se ponen de pie rápidamente y saludan.

Salam aleikum. Que la paz de Alá sea contigo.

El profesor pasa lentamente a lo largo de las filas verificando que todos han traído los libros y han hecho los deberes. Controla también si tienen las uñas, la ropa y el calzado absolutamente limpios. Si alguien está muy sucio, se le manda a casa.

Luego el profesor les toma la lección. Esta mañana todos los chicos que deben contestar la saben.

—Entonces seguimos. ¡Haram! —exclama, y escribe la palabra desconocida en la pizarra—. ¿Alguien sabe qué significa?

Un chico levanta la mano:

—Un acto malo es haram.

Tiene razón.

—Un acto malo y antiislámico es haram —afirma el profesor—. Por ejemplo, matar sin razón o castigar sin razón. Beber alcohol es haram, drogarse es haram, pecar es haram. Comer cerdo es haram. A los infieles les da igual si algo es haram. De hecho, mucho de lo que es haram para los musulmanes, ellos lo perciben como algo bueno. Y esto es malo.

El profesor recorre el aula con su mirada. Hace un gran esquema sobre los tres conceptos: haram, halal y mubah. Haram es lo que es malo y prohibido, halal lo que es bueno y permitido, y mubah es cuando hay dudas.

Mubah es lo que no es bueno, pero tampoco es pecado. Por ejemplo, comer cerdo si la alternativa fuera morir de hambre. O cazar, que es matar para sobrevivir.

Los chavales toman nota de todo. Al final el profesor les hace las preguntas habituales para comprobar que lo han entendido.

—Si un hombre piensa que haram es bueno, ¿él entonces qué es?

Nadie sabe contestar, por lo que el profesor tiene que hacerlo él mismo:

—Un infiel. Y haram, ¿es bueno o malo?

Ahora casi todos levantan la mano. Fazil, sin embargo, no levanta la mano, tiene pánico a equivocarse. Se encoge en la tercera fila tratando de pasar desapercibido. El profesor apunta a otro chico que apresurado se pone de pie al lado de su pupitre y contesta:

—¡Malo!

Eso es lo que Fazil pensaba contestar también. Un infiel es malo.