XIV. Tentativa

Una tarde, Leila se pone la burka y los zapatos de tacones altos y sale del apartamento. Traspasa la puerta de entrada, cruza el sitio donde está el tendedero y llega al patio del edificio. Lleva a un niño del vecindario que le servirá de escolta. Pasan el puente sobre el reseco río de Kabul y desaparecen en una de las pocas avenidas de la ciudad. Pasan delante de limpiabotas, vendedores de melones, panaderos y hombres ociosos. Es a estos últimos a los que Leila más teme: los que tienen todo el tiempo del mundo y lo usan para mirarla.

Por primera vez en mucho tiempo el follaje de los árboles es verde. Durante tres años no cayó una sola gota de lluvia en Kabul y los brotes se secaban antes de abrirse. Esta primavera —la primera después de la fuga de los talibanes— ha caído mucha lluvia, bendita lluvia, deliciosa lluvia. No tanta como para que el río se haya llenado hasta los bordes, pero sí la suficiente para que los pocos árboles que han sobrevivido a la sequía hayan brotado y verdecido, y para que el polvo repose. El fino polvo de arena que es la maldición de Kabul. Cuando llueve se hace barro, cuando el tiempo es seco vuela en remolinos, tapona la nariz, provoca conjuntivitis, se hace fango en los pulmones. Esta mañana ha llovido y el tiempo ha refrescado, pero el aire húmedo no penetra en la burka. Leila sólo nota el olor a su propio aliento nervioso y el pulso de sus temples.

Sobre el muro de un edificio de hormigón, el número 4 en Microyan, grandes letreros anuncian «Curso» y fuera hay largas colas. Aquí se dan cursos de alfabetización, de informática y de escritura. Leila se quiere matricular en un curso de inglés. En la entrada, dos hombres están sentados en una mesa matriculando a la gente. Ella paga y entra junto con cientos de personas a la busca de su aula de clase. Bajan por una escalera y entran en un sótano que parece un refugio antiaéreo. Los impactos de las balas han dejado dibujos en las paredes. El local, situado justo debajo de las viviendas, sirvió como almacén de armas durante la guerra civil. Las diferentes «aulas» están divididas por tablones, y cada apartado está dotado de una pizarra, un puntero y unos bancos. Algunos tienen pupitres. Se oye un zumbido suave de voces y el calor empieza a sentirse en el local.

Leila encuentra el aula. Inglés nivel medio y clases de recuperación. Ha llegado temprano, igual que unos cuantos gandules larguiruchos. ¿Será posible? ¿Chicos en la clase? Le entran ganas de dar media vuelta y salir de ahí, pero hace de tripas corazón y se sienta al fondo. Dos chicas guardan silencio en el otro rincón. El zumbido de los otros grupos aumenta; en algunas partes, por encima de todos los demás ruidos, se oyen voces chillonas de algunos profesores. El profesor de Leila tarda en llegar, y los chavales empiezan a escribir palabras en inglés en la pizarra. «Pussy», «Dick», «Fuck»… Leila las mira indiferente. Las busca en su diccionario inglés-persa, a escondidas debajo de la mesa para que los chicos no la vean. Pero no las encuentra y siente un fuerte malestar. Está sola, o casi sola, en medio de una pandilla de chicos de su misma edad, algunos incluso mayores. No debió haber venido; ahora se arrepiente. ¿Y si un chico le dice algo? Qué vergüenza. Se ha quitado la burka —«no se lleva burka en un aula», había pensado— y ahora ya es tarde, ya se ha expuesto a las miradas.

Llega el profesor y los chicos borran a toda prisa las palabras de la pizarra. Comienza el calvario. Todos se tienen que presentar, decir su edad y contar algo en inglés. El profesor es un hombre joven y flaco que le apunta con el puntero, pidiéndole que hable.

Leila tiene la sensación de estar abriendo su alma al profesor delante de los chicos, de haberse ensuciado, de haberse expuesto y arruinado su honor. ¿Qué había pensado que sería asistir a una clase? Nunca se había imaginado que sería una clase mixta, jamás. No es culpa suya.

Quiere irse, pero no se atreve. El profesor podría preguntarle por qué. Sin embargo, nada más terminada la clase, sale disparada. Se pone la burka y apura el paso. Sana y salva en casa, cuelga la burka en el clavo del pasillo y se sienta con las demás.

—¡Espantoso! ¡Había chicos!

Las otras se quedan boquiabiertas.

—Eso no está bien —comenta su madre—. No vuelvas.

A Leila ni se le ocurriría volver. Si bien los talibanes se han ido, siguen presentes en su cabeza. Y en la de Bibi Gul, Sharifa y Sonya. Las mujeres de Microyan celebraron el fin del régimen talibán. Ahora podían escuchar música, bailar, pintarse los dedos de los pies…, siempre y cuando nadie las viera y ellas pudieran disfrutar de la seguridad que brindaba la burka. Leila es heredera de la guerra civil y de los gobiernos de los ulemas y de los talibanes. Es una hija del miedo. Ahora llora por dentro. Había fracasado su tentativa de romper las cadenas, de hacer algo por su cuenta, de aprender algo concreto. Durante cinco años, las mujeres habían tenido prohibido aprender cualquier cosa; ahora que no estaba prohibido, se lo prohibía ella misma. Incluso podría haber funcionado si Sultán la hubiera dejado asistir al instituto, pues allí no había chicos en las clases.

Leila se sentó en el suelo de la cocina para picar cebollas y patatas. A su lado, Sonya estaba comiendo un huevo frito y amamantando a Latifa, pero Leila no tenía ganas de hablar con ella, era una chica tonta que no sabía siquiera el alfabeto, ni se interesaba por aprenderlo. Sultán le había pagado un profesor privado para que aprendiera a leer y a escribir, pero ella era impermeable al conocimiento; cada clase era como la primera, y después de aprender cinco letras en unos meses, Sonya se rindió y pidió a Sultán ser eximida de las clases. Mansur se había reído con desdén desde un principio del curso de alfabetización de Sonya:

—Cuando un hombre lo tiene todo y no sabe qué más puede hacer, intenta enseñarle a hablar a su burro —había dicho en voz alta, riéndose.

Hasta Leila, que encontraba desagradable la mayoría de las cosas que decía Mansur, se había reído.

Leila intentaba estar por encima de Sonya y la corregía cuando decía algo tonto o cuando alguna cosa no le salía bien; pero sólo cuando Sultán no estaba en la casa. A los ojos de Leila, Sonya era la pueblerina pobre que había sido elevada a la riqueza relativa de la familia de Sultán solamente por ser bella. Sonya le caía mal por todos los privilegios que le daba Sultán y por la diferencia enorme que había entre la carga de trabajo de las dos. Pero en realidad no tenía nada personal en contra de Sonya. Era una chica de su misma edad que solía mirar lo que pasaba alrededor de ella con una expresión dulce y ausente. De hecho, tampoco era perezosa, había sido muy trabajadora cuando cuidaba de sus padres en la aldea. Era Sultán quien no la dejaba trabajar. Cuando él no estaba en casa, ella ayudaba de buena gana. Aun así, Sonya fastidiaba a Leila. Se pasaba el día entero esperando a Sultán y se levantaba apresurada cuando él volvía a casa. Cuando él estaba de viaje, ella deambulaba desaliñada por la casa; cuando estaba en Kabul, ella se empolvaba la piel morena y se pintaba los ojos y los labios.

A los dieciséis años, Sonya pasó de niña a esposa en un abrir y cerrar de ojos. Había llorado al principio, pero —buena chica como era— pronto se acostumbró a la idea. Había crecido sin expectativas en la vida, y Sultán había hecho buen uso de los dos meses que duró el noviazgo. Había sobornado a sus padres para poder estar a solas con ella antes de la boda. En rigor, los novios no deben verse entre el inicio oficial del noviazgo y la boda, pero esto no suele cumplirse. Aun así, una cosa era que los novios salieran a comprar el ajuar juntos y otra muy distinta que pasaran las noches juntos. Era inédito. El hermano mayor de Sonya había querido defender el honor de su hermana cuando se enteró del dinero recibido por sus padres para dejar a Sultán compartir el lecho con ella antes de la noche de bodas. Así y todo, hasta él fue silenciado con monedas contantes y sonantes, y Sultán se salió con la suya. En su opinión, le estaba haciendo un favor.

—Hace falta prepararla para la noche de bodas. Ella es muy joven y yo soy un hombre con experiencia —arguyó al hablar con los padres de Sonya—. Si pasamos tiempo juntos ahora, no tendremos ningún susto la noche de bodas. Prometo no abusar de ella.

Paso a paso preparó a la adolescente para la noche de bodas; y dos años más tarde Sonya está contenta con su vida monótona. No desea otra cosa que estar en casa, de tanto en tanto visitar o recibir a sus parientes y estrenar de vez en cuando un nuevo vestido y, cada cinco años, una pulsera de oro.

En una ocasión, Sultán la llevó con él en un viaje de negocios a Teherán. Estuvieron fuera un mes, y a la vuelta, las otras mujeres de Microyan quisieron saber qué había visto en el extranjero. Pero Sonya no tenía nada que contar. Había convivido con parientes de Sultán y había jugado con Latifa sentada en el suelo como siempre. Apenas había visto Teherán y no había tenido ningún deseo especial de conocer la ciudad. Lo único que se le ocurrió fue que había cosas más bonitas en el bazar de Teherán que en el de Kabul.

Lo que más ocupa los pensamientos de Sonya es procrear más hijos. Hijos varones. Está embarazada de nuevo y siente pánico ante la posibilidad de tener a otra hija. Cuando Latifa tira de su chal o empieza a jugar con él, Sonya le da una palmadita y vuelve a poner el chal en su sitio. Si el hijo o la hija menor juega con el chal de la madre, significa que el próximo hijo será hembra.

—Si doy a luz a otra hija, Sultán tomará una tercera esposa —comenta Sonya a Leila cuando las dos cuñadas de la misma edad llevan un rato sentadas en el suelo de la cocina sin decir nada.

—¿Eso dice? —pregunta Leila sorprendida.

—Lo dijo ayer.

—Eso solamente lo dice para asustarte.

Pero Sonya no escucha.

—Que no sea una niña, que no sea una niña —repite mientras su hija de un año se duerme al son monótono de la voz de su madre que la está amamantando.

«Estúpida», piensa Leila. No está de humor para hablar, tiene que salir de esta casa, lo tiene muy claro. Sabe que no aguantará por mucho tiempo pasar todo el día en casa con Sonya, Sharifa, Bulbula y Bibi Gul. «Me volveré loca, no aguanto más aquí, no pertenezco a esta casa».

Piensa en Fazil y en la manera que Sultán trató a este pequeño sobrino suyo. Lo que pasó con Fazil la hizo entender que ya era hora de valerse por sí misma. Fue la razón que hizo que lo intentara con el curso de inglés.

El chico de once años había trabajado cada día cargando cajas en la librería, cenaba todas las noches con la familia, y se acurrucaba en la estera al lado de Leila. Fazil es hijo de Mariam, la hermana de Sultán y Leila. Mariam y su marido no tenían dinero para alimentar a todos sus hijos y aceptaron con alegría la oferta de Sultán de ponerle cama y comida a su hijo mayor a cambio de que trabajara en la tienda. Fazil trabajaba duro doce horas diarias y sólo libraba los viernes para poder visitar a sus padres en la aldea.

Se encontraba a gusto. De día, preparaba cajas de libros en las librerías; de noche, jugaba y se peleaba con Aimal. El único con quien no se llevaba bien era con Mansur, quien no paraba de darle palmaditas en la cabeza o de propinarle puñetazos en la espalda cuando se equivocaba en el trabajo. Pero hasta Mansur podía ser simpático. A veces lo llevaba a una tienda para comprarle ropa nueva o le invitaba a comer en un restaurante. A Fazil le gustaba, pues, la vida lejos de las calles de tierra de la aldea.

Pero una noche Sultán le dijo:

—Estoy harto de ti. Vuelve a tu casa. No vengas más a la tienda.

El resto de la familia quedó boquiabierta. Sultán le había prometido a Mariam que se ocuparía del chaval durante un año. Pero nadie dijo nada, tampoco Fazil. No lloró hasta echarse en la estera. Leila intentó consolarle, pero no había nada que decir. La palabra de Sultán era la ley.

A la mañana siguiente, Leila le hizo las maletas con sus pocas pertenencias y lo mandó a casa. Él mismo tendría que explicar a sus padres por qué regresaba. Sultán se había cansado de él.

Leila se sentía muy furiosa cuando lo pensaba. ¿Cómo Sultán podía tratar así a la gente? Ella podía ser la próxima en ser despedida de golpe y porrazo. Tenía que pensar en algo.

Leila ideó un nuevo plan. Una mañana, cuando Sultán y sus hijos ya se habían marchado, se puso la burka y desapareció de nuevo. También esta vez pidió a un niño que la acompañara. Pero en esta ocasión se fue en otra dirección y se alejó del desierto de hormigón bombardeado que era Microyan. En la periferia del barrio los bombardeados edificios estaban en condiciones tan ruinosas que no se podía vivir ahí. Aun así, quedaban unas pocas familias que vivían en aquellas ruinas mendigando a sus vecinos, casi igual de pobres que ellos, pero al menos tenían casa. Leila cruzó un prado donde un rebaño de cabras pastaba en los esparcidos montoncitos de hierba mientras el pastor se adormilaba a la sombra del único árbol que quedaba. Aquí la ciudad se hacía campo. Al otro lado del prado empezaba el pueblo Deh Khudaidad.

Primero Leila se dirigió a la casa de Shakila, su hermana mayor. Fue Said quien abrió la puerta, el hijo mayor de Wakil, el hombre con quien Shakila acababa de casarse. A Said le faltaban tres dedos en una de las manos; los había perdido cuando estalló la batería de un coche que estaba arreglando, pero él decía a todo el mundo que había tropezado con una mina. Tenía más categoría ser herido por una mina; era casi como si hubiera luchado en la guerra. A Leila no le caía bien, le resultaba simple y burdo. No sabía leer ni escribir, y hablaba como un patán. Igual que Wakil. Leila se estremeció debajo de la burka al ver a Said. Él, por su parte, lució una sonrisa oblicua al verla y rozó la burka cuando ella pasó. Leila volvió a estremecerse, pues tenía miedo de acabar siendo su esposa. Eran muchos los miembros de la familia que intentaban unirlos, y tanto Shakila como Wakil habían ido a pedir su mano a Bibi Gul.

—Demasiado pronto —había contestado Bibi Gul, aunque Leila ya tenía la edad necesaria.

—Ya toca —decía Sultán.

Nadie le pidió la opinión a Leila, aunque ella tampoco habría contestado. Una chica educada no dice si le gusta éste o el otro. Pero Leila esperaba con todo su corazón librarse de semejante destino.

Shakila acudió a su encuentro, balanceándose, sonriente, radiante. Cualquier temor acerca del matrimonio de Shakila con Wakil había sido borrado. Ella trabajaba como profesora de biología, los hijos de Wakil la adoraban, y ella les sonaba las narices y les limpiaba la ropa. Logró que su marido reformara la casa y que le dejara dinero para nuevas cortinas y cojines. Y cuidaba que los niños fueran a la escuela, algo con lo que no habían sido muy estrictos Wakil y su primera esposa. Cuando los hijos mayores se quejaron de la vergüenza que era sentarse en la misma clase que los críos, su nueva madrastra respondió que mucho más vergonzoso sería en el futuro si ahora no estudiaban.

Shakila rebosaba de alegría de tener por fin su propio marido. Sus ojos brillaban con un resplandor nuevo y parecía enamorada. Después de treinta y cinco años de soltería, su nuevo papel de madre de familia le sentaba extraordinariamente bien.

Las hermanas se besaron en las mejillas. Se pusieron las burkas y salieron a la calle, Leila con zapatos negros de tacón, Shakila con sus escarpines blancos de tacón altísimo con hebilla dorada, los que había llevado en la boda. El calzado cobra mayor importancia cuando no se puede mostrar ni el cuerpo, ni la ropa, ni el pelo, ni la cara.

Vadearon unos charcos a pasos cortos y esquivaron aristas de barro endurecido y huellas de neumáticos, notando la grava a través de las finas suelas de los zapatos. El camino por el que andaban era el de la escuela. Leila iba a buscar trabajo como profesora. Éste era su plan secreto.

Shakila había preguntado en el colegio del pueblo donde trabajaba. No tenían ningún profesor de inglés, y si bien Leila solamente había estudiado nueve años, confiaba en poder enseñar inglés sin problemas a principiantes. Cuando la familia vivió en Pakistán había asistido a clases especiales de inglés por la noche.

La escuela está situada detrás de un muro de barro que es tan alto que no permite ver por encima de él. En la entrada hay un viejo guardia que vigila que no entre nadie ajeno, sobre todo hombres, porque éste es un colegio de chicas y todo el profesorado también es femenino. El patio había sido alguna vez un prado, pero ahora allí se cultivan patatas, y alrededor del campo de patatas se encuentran las aulas. Son pequeños cubículos con tres paredes: el muro del fondo y las paredes a los dos lados. Así la directora puede ver siempre lo que pasa en todas las clases. Las aulas tienen sitio para algunos bancos y mesas y una pizarra. Solamente las chicas mayores tienen derecho a sillas y mesas, las demás siguen la clase sentadas en el suelo. Muchas alumnas no tienen dinero para cuadernos y escriben en pequeñas pizarras personales o en trozos de papel que han encontrado.

Reina gran confusión porque cada día vienen nuevas alumnas deseosas de empezar a estudiar. Las clases se hacen cada vez más numerosas; la campaña escolar de las autoridades ha surtido efecto. En todo el país aparecen colgados grandes carteles mostrando a niños felices de ambos sexos con libros debajo del brazo y con el lema «De vuelta a la escuela».

Al llegar Shakila y Leila, la directora está ocupada con una mujer joven que quiere matricularse como alumna. Afirma haber pasado tres cursos ya y quiere empezar en el cuarto curso.

—No te encuentro en nuestras listas —dice la directora, y la busca en el registro de alumnas que por casualidad ha sobrevivido en un armario durante todo el régimen talibán. La mujer guarda silencio.

—¿Sabes leer y escribir? —le pregunta la directora.

La mujer vacila y, finalmente, admite no haber asistido nunca a clase.

—Pero es que hubiera sido tan bonito empezar en el cuarto curso —susurra—. Son tan pequeñas en el primer curso, me da vergüenza.

La directora insiste en que si quiere aprender algo tiene que empezar desde el principio, en el primer curso, donde hay alumnas de cinco años y otras que son adolescentes. Esta mujer sería la mayor. Da las gracias y se va.

Luego le toca a Leila. La directora se acuerda de ella de los tiempos anteriores a los talibanes. Leila había sido alumna en el colegio y a la directora le gustaría tenerla como profesora.

—Pero primero tienes que registrarte. Tienes que ir al Ministerio de Educación con tus papeles y solicitar el trabajo.

—Pero si ustedes no tienen ninguna profesora de inglés —objeta Leila—. ¿No pueden ustedes solicitar en mi nombre? O yo podría empezar ahora y registrarme luego.

—No, primero necesitas una autorización de las autoridades. Son las normas.

Los chillidos de una riña entre dos chiquillas llegan al despacho abierto. Una profesora pega a las chicas con una rama para que se callen y las dos se van tambaleando a sus aulas.

Leila sale desalentada por la puerta del colegio, y el ruido de las escolares exaltadas disminuye. Se dirige a casa con paso lento, olvidándose incluso de que está caminando a solas con zapatos de tacón alto. ¿Cómo llegar al Ministerio de Educación sin que nadie se dé cuenta? La idea era buscar un trabajo y contarle más tarde la novedad a Sultán. Si su hermano se enterara antes de tiempo, le podría prohibir que trabajara; pero si ella consigue el trabajo primero, tal vez la deje conservarlo. De todos modos, la enseñanza sólo le ocuparía unas horas al día; ella se levantaría simplemente más temprano y trabajaría más duro todavía.

El problema es que sus diplomas están en Pakistán. Le entran ganas de darse por vencida, pero al acordarse del oscuro apartamento y los suelos polvorientos de Microyan, decide dirigirse al telégrafo cercano. Llama a unos parientes en Peshawar para que ellos busquen sus papeles. Ellos prometen ayudarla, mandarán los diplomas con alguien que viaje a Kabul. El correo afgano no funciona, así que la mayoría de las cosas se deja en manos de viajeros ocasionales.

Al cabo de unas semanas llegan. El próximo paso es ir al Ministerio de Educación. Pero ¿cómo irá? Es imposible ir sola. Pide a Yunus que la acompañe, pero su hermano favorito de poco le sirve: opina que no debe trabajar.

—No sabes qué tipo de trabajo encontrarás —dice—. Tú quédate aquí y cuida de tu vieja madre.

Mansur simplemente da un resoplido cuando recurre a él. Leila no va a ninguna parte y el año escolar ya ha empezado.

—Ya es tarde —dice su madre—. Mejor te esperas hasta el año que viene.

Leila se siente desesperada. ¿Igual no quiero realmente dar clases? ¿Igual ya no me apetece? Y sigue haciéndose preguntas similares para que le sea más fácil olvidarse del asunto.

Leila está estancada. En el fango de la sociedad y el polvo de las tradiciones. Está estancada en el sistema que se ha forjado durante siglos y que paraliza a la mitad de la población. El Ministerio de Educación está a media hora de autobús: una media hora imposible. Leila no está acostumbrada a luchar por nada; más bien está acostumbrada a darse por vencida. Pero esta vez tiene que haber una salida. Sólo trata de encontrarla.