El vapor rodea los cuerpos desnudos. Las manos se desplazan con movimientos rápidos y rítmicos. Los rayos del sol son filtrados por los dos tragaluces del techo, nimbando los traseros, los pechos y los muslos con una luz pintoresca. De entrada, uno sólo entrevé los cuerpos en el calor de la habitación. Los rostros denotan una profunda concentración: esto no es placer, sino trabajo duro.
En dos grandes salas, mujeres echadas, sentadas o de pie se friegan a sí mismas, entre ellas o a sus hijos. Algunas revelan las curvas de un cuadro de Rubens; en otras sobresalen las costillas descarnadas. Con grandes manoplas de cáñamo se frotan mutuamente la espalda, los brazos, las piernas. Ablandan las callosidades con piedra pómez y las madres frotan a sus hijas casaderas. Las chiquillas de pechos nacientes no tardarán en hacerse madres que amamantarán. Casi todas las mujeres aquí tienen la piel de la barriga agrietada por la premura y frecuencia de los partos.
Los niños gritan y chillan de miedo o de alegría. Los que ya han sido frotados y lavados juegan con los barreños de agua, otros chillan de dolor y se mueven como peces atrapados en una red. Aquí nadie les protege los ojos del jabón con un pequeño trapo. Las madres frotan a sus hijos con las manoplas de cáñamo hasta que los pequeños cuerpos negros de mugre se vuelven sonrosados. El baño es una lucha que los críos —prisioneros en las firmes manos de sus madres— están condenados a perder.
Leila se quita mugre y piel muerta, grandes jirones se sueltan y caen en el guante de cáñamo o en el suelo. Hace semanas que Leila se lavó en serio y meses que entró en el hammam. No suele haber agua en casa, y Leila no ve ninguna razón para lavarse tan a menudo; la mugre vuelve enseguida de todas formas.
Pero hoy ha acudido al hammam con su madre y sus primas. Como solteras, ella y sus primas son particularmente púdicas y no se han quitado la ropa interior. El guante evita estas zonas, pero ataca sin merced los brazos, los muslos, las pantorrillas, la espalda y la nuca. Gotas de sudor y de agua se entremezclan en sus caras, mientras frotan, restriegan y rascan: el aseo es proporcional a la fuerza empleada.
La madre de Leila, Bibi Gul, con sus setenta años, está sentada desnuda en una charca en el suelo. A lo largo de su espalda desciende en cascada su larga melena gris, que normalmente está escondida debajo de un pañuelo azul claro. Sólo aquí, en el hammam, la deja suelta. Es tan larga que las puntas flotan en la charca en el suelo. Bibi Gul parece estar en trance: con los ojos cerrados, goza del calor. De vez en cuando hace unas tentativas perezosas de lavarse, moja el paño en la cubeta de fregar que le ha dejado Leila, pero enseguida se rinde, los brazos le pesan y no llega debajo de la enorme barriga, sobre la que reposan laxos los pechos. Se queda sentada en su trance, tiesa como una gran estatua gris.
De tanto en tanto, Leila echa furtivas miradas a su madre para asegurarse de que se encuentra bien, mientras ella se frota y charla con sus primas. El cuerpo de esta joven de diecinueve años es infantil, se debate entre niña y mujer. Toda la familia Khan tiende a la obesidad, en todo caso según el estándar afgano. Su morfología es el resultado de la grasa y los aceites que echan en cantidades generosas en sus platos. Panqueques fritos, trozos de patata chorreando grasa, cordero en salsa a base de aceite condimentado. La piel de Leila es pálida e impecable, suave como el culito de un bebé. Su tez vacila entre el blanco, el amarillo y el gris pálido. La vida que lleva se refleja en su piel de niña que no ve jamás el sol y en sus manos, ásperas y gastadas como las de una mujer vieja. Leila sufría de vértigos desde hacía tiempo, y cuando fue al médico, éste le diagnosticó que le faltaba vitamina D, o sea, sol.
Paradójicamente, Kabul es una de las ciudades más soleadas del mundo. A los 1800 metros de altitud, el sol da de lleno casi todos los días del año agrietando la tierra, resecando lo que antaño eran jardines húmedos, haciendo arder la piel de los críos. Pero Leila no lo ve nunca. El sol no penetra en el apartamento de la planta baja de Microyan, ni traspasa la rejilla de su burka. Leila tan sólo permite que el sol le caliente la cara en el patio de la casa de pueblo de Mariam. Pero rara vez tiene tiempo de ir a ver a su hermana mayor.
En la casa, Leila es la que primero se levanta y la última que se acuesta. Al son de los ronquidos de los que duermen en el salón, ella enciende el fuego en la estufa con ramitas. Enseguida prende fuego en el horno de leña del baño y hace hervir el agua para cocinar y lavar la ropa y los platos. Todavía es de noche; Leila llena de agua las botellas, las ollas y los cacharros. A esa hora nunca hay corriente eléctrica, pero ella está acostumbrada a tantear en la oscuridad. A veces lleva una pequeña lámpara consigo. Prepara el té, que debe estar listo para cuando los hombres de la casa se despiertan a las seis y media, ya que si no lo está se enfadan con ella. Mientras hay agua en las tuberías, Leila sigue llenando los recipientes que usa porque no sabe nunca cuándo se cortará el agua, tal vez dentro de una hora, tal vez dentro de dos.
Todas las mañanas, Eqbal chilla como si fuera a morir y sus chillidos ponen los pelos de punta a cualquiera. Echado o acurrucado en su estera, se niega a levantarse. A los catorce años se inventa cada día nuevas dolencias para no tener que pasar doce horas en la tienda. Cada día en vano. Todos los días acaba levantándose, pero al día siguiente vuelve a repetir la escena.
—¡Cabrona! ¡Perezosa! Mis calcetines tienen agujeros —grita y se los arroja a su tía.
Eqbal se venga en quien puede.
—¡Leila, el agua se está enfriando! ¡No hay suficiente agua caliente! ¿Dónde está mi ropa? ¿Dónde están mis calcetines? ¡Tráeme el té! ¡El desayuno! ¡Limpiame los zapatos! ¿Se puede saber por qué te has levantado tan tarde?
Los hombres dan portazos y golpean las paredes. Las habitaciones, el pasillo y el baño parecen un campo de batalla. Los hijos de Sultán discuten, gritan y lloran. Sultán se queda con Sonya tomando té y desayunando. Sonya se ocupa de él, Leila del resto. Rellena los barreños del aseo, busca la ropa, sirve el té, fríe huevos, va a por pan, limpia los zapatos… Los cinco hombres de la casa se van al trabajo.
A regañadientes, Leila ayuda a sus tres sobrinos —Mansur, Eqbal y Aimal— a prepararse para salir. Nunca le dan las gracias, nunca le ayudan en nada.
—¡Maleducados! —bufa para sí misma cuando le dan órdenes los tres chavales pocos años menores que ella.
—¿No hay leche? ¡Si yo te dije que compraras más! —brama Mansur—. ¡Parásito!
Si ella se atreve a protestar, siempre recibe la misma respuesta mortal.
—Cállate, mujer —suele decir Mansur entonces con fuerza, golpeándole el estómago o la espalda—. No estás en tu casa, ésta es mi casa.
Tampoco Leila tiene la sensación de estar en su casa. Es la casa de Sultán, de sus hijos y de su segunda mujer. Leila, Bulbula, Bibi Gul y Yunus no se sienten bien acogidos en la familia, pero desde luego ni siquiera se plantean irse de allí. Dividir la familia sería un escándalo. Además hacen bien su papel de buenos criados, al menos en el caso de Leila.
A veces ella lamenta no haber sido dada en adopción al nacer, al igual que su hermano mayor.
—Mis nuevos padres me hubieran matriculado en cursos de informática y de inglés desde un principio, ya estaría en la universidad, tendría ropas bonitas y no viviría como una esclava —dice soñadora.
Leila ama a su madre, no es ésa la cuestión, pero siempre ha tenido la impresión de que nadie se ha ocupado realmente de ella, siempre se ha sentido la última de la fila. Y así ha sido: Bibi Gul no tuvo más hijos después de ella.
Después del caos matutino y la partida de Sultán y sus hijos, Leila puede respirar un poco, beber su té y desayunar. Luego barre las habitaciones por primera vez en el día. Camina encorvada con una escobilla de paja y barre, barre y barre habitación tras habitación. El polvo se levanta y se arremolina, antes de volver a posarse en el suelo detrás de ella. El olor a polvo no abandona nunca el apartamento. Leila no se puede librar del polvo: sus gestos, su cuerpo, sus pensamientos son polvorientos. Barriendo logra al menos quitar las migas, los trozos de papel, la basura. Barre todas las habitaciones varias veces al día: como todo tiene lugar en el suelo, éste se ensucia enseguida.
Ahora en el hammam intenta quitarse ese polvo frotando, ese polvo que rueda en pequeñas y gordas espirales, ese polvo que se pega a su vida.
—¡Ay! Si tuviera una casa donde bastara con barrer una vez al día, que quedara limpia después y no tuviera que volver a barrer hasta el día siguiente —suspira Leila.
Sus primas asienten con la cabeza. Al ser hijas menores, también tienen la misma vida que ella.
Leila ha traído ropa interior que quiere lavar en el hammam. Normalmente lava la ropa de la familia en la penumbra del baño sobre un taburete al lado del hoyo en el suelo. Entonces tiene enfrente de ella varios barreños, uno con jabón y uno sin él, uno para la ropa blanca y otro para la oscura. Ahí lava sábanas, moquetas, toallas y ropa, las frota y las escurre antes de tenderlas. El secado es difícil, sobre todo en invierno. Hay cuerdas para tender la ropa fuera de los edificios, pero los robos son frecuentes, de modo que Leila no quiere dejarla ahí, a menos que algunos de los niños las vigilen hasta que estén secas. Si no es así, tiende todo en cuerdas en el pequeño balcón. El balcón es de sólo dos metros cuadrados y está lleno de víveres y de trastos viejos, una caja de patatas, una canasta de cebollas y otra de ajos, un gran saco de arroz, cajas de cartón, viejos zapatos, algunos trapos y otros objetos de los que nadie se atreve a deshacerse, por si algún día alguien los necesita.
En casa, Leila usa viejos jerseys velludos, camisas manchadas y faldas que se arrastran por el suelo y acumulan el polvo que deja la escoba. En los pies lleva sandalias desgastadas, y en la cabeza, un pequeño pañuelo. Lo único que brilla en ella son sus pendientes dorados y sus pulseras de plástico liso.
—Leila…
Una voz la llama débilmente y un poco fatigada entre los gritos y los chillidos de los niños. La voz apenas se oye por el estrépito de las mujeres que se echan cubos de agua las unas a las otras.
—¡Leilaaa!
Es Bibi Gul que ha salido de su trance. Con un paño para lavarse en una mano, mira perdida a su hija menor. Leila lleva el guante de cáñamo, el jabón, el champú y la jofaina hasta donde se encuentra su gran madre en cueros.
—Ponte de espaldas.
Bibi Gul maniobra para tenderse en el suelo. Leila frota y friega el cuerpo de su madre hasta hacerlo vibrar. Los pechos cuelgan a ambos lados. La barriga, tan grande que cubre el sexo cuando Bibi Gul está de pie o sentada, se despliega como una masa blanca e informe.
Bibi Gul se echa a reír: hasta ella ve lo cómico de la situación. La hija menuda y mona, la madre gorda y vieja. Unos cincuenta años las separan. Como ellas se ríen, las demás mujeres también pueden sonreír. De súbito, esta sesión de friegas desencadena la hilaridad general.
—Estás tan gorda, mamá, que pronto te morirás —le reprocha Leila mientras le pasa el paño de lavar por todos los sitios donde la madre no llega.
Un poco después, la pone boca abajo y —con la ayuda de las primas— lavan cada parte del cuerpo enorme. Finalmente le lavan el largo pelo: Leila echa el champú de China sobre el cuero cabelludo y masajea delicadamente, como si temiera arrancarle el resto de los finos pelos. La botella de champú está casi vacía; es un vestigio de los tiempos de los talibanes. La mujer representada en la botella ha sido tachada con rotulador grueso y indeleble. De la misma manera que mutiló los libros de Sultán, la policía religiosa arremetió contra los embalajes. Cuando un rostro femenino adornaba una botella de champú, o una cara infantil el jabón para bebés, las imágenes eran tachadas. Los seres vivos no debían ser representados.
El agua se empieza a enfriar. Los críos que todavía no han sido lavados del todo chillan más que nunca. Pronto sólo quedará agua fría en el hammam lleno de vapor. Las mujeres abandonan los baños y aparece la mugre. En los rincones se ven cascaras de huevo y algunas manzanas podridas. Quedan restos de suciedad, ya que las mujeres llevan en el hammam las mismas sandalias de plástico que usan en los senderos de las aldeas, en las letrinas de las afueras de las viviendas y en los patios.
Bibi Gul se pone de pie y todas salen para vestirse. Nadie ha traído cambio de ropa, por lo que todas vuelven a ponerse las mismas ropas con las que vinieron. Finalmente se ponen las burkas encima de las cabezas recién lavadas. Cada burka tiene un olor distinto. La de Bibi Gul huele a las emanaciones que la caracterizan: viejo aliento que se mezcla con flores melosas y algo agrio. La de Leila está impregnada por un sudor juvenil y el tufo de la cocina. En rigor, todas las burkas de la familia Khan huelen a comida, ya que se cuelgan en clavos delante de la cocina. Ahora todas las mujeres están tan limpias que brillan debajo de las burkas y de la ropa; pero el jabón de fregar y el champú chino luchan contra un poder superior. Pronto las burkas les devolverán su propio vaho de viejas o jóvenes esclavas.
Bibi Gul toma la delantera y por una vez las tres chicas van a remolque. Caminan juntas riéndose disimuladamente. En una calle solitaria se echan las burkas por detrás de la cabeza, ya que no hay más que unos críos y unos perros errabundos. La brisa suave les acaricia la piel sudorosa. Pero esa brisa no es límpida: en las calles traseras y los callejones de Kabul apesta a basura y a cloacas. Un desagüe inmundo sigue el camino de tierra entre las casas de adobe. Pero las chicas no notan el hedor del desagüe ni el polvo que lentamente se les pega a la piel cerrando los poros. Tienen la cara al sol y se ríen. De repente se acerca un hombre en bicicleta.
—¡Cubrios, chicas, que estoy ardiendo! —grita al pasar a toda marcha.
Las jóvenes se miran divertidas por la expresión curiosa de su cara; pero cuando el hombre da la vuelta a la manzana y va de nuevo hacia ellas, se cubren.
—Cuando vuelva el rey, no volveré jamás a ponerme la burka —afirma Leila, de repente seria—. Entonces viviremos en paz.
—Seguramente no volverá nunca —objeta la prima velada.
—Dicen que vendrá esta primavera —insiste Leila.
Pero de momento es más seguro velarse. Además están solas.
Leila no camina nunca completamente sola. Es imprudente para una chica joven ir sin compañía. ¿Quién sabe dónde iría? Tal vez a verse con alguien, tal vez a pecar. Ni siquiera va sola al mercado de verduras que está a unos minutos de casa. Siempre se lleva al menos a un niño del vecindario, o le pide que él le haga el recado. «Sola» es un concepto desconocido para Leila. Nunca ha estado sola en ningún sitio. No ha estado sola en su casa, no se ha ido sola a ningún lugar, ni se ha quedado sola, ni ha dormido sola. Ha pasado cada noche al lado de su madre. Leila no sabe lo que es estar sola, ni tampoco lo echa en falta. Lo único que desea es un poco de tranquilidad y un poco menos de trabajo.
Cuando llega a casa, todo está en desorden, cajas, bolsas y maletas por todos lados.
—¡Sharifa ha vuelto! ¡Sharifa! —exclama Bulbula, encantada de que Leila haya llegado y pueda, por tanto, relevarla como anfitriona.
Shabnam, la hija menor de Sultán y Sharifa, que también ha regresado, corretea por el piso como un potrillo alegre. Abraza a Leila, y Leila abraza a su vez a Sharifa. En medio de esta escena, la segunda esposa de Sultán sonríe con la pequeña Latifa en brazos. Para sorpresa de todos, Sultán ha traído a Sharifa y a Shabnam de vuelta de Pakistán.
—Para pasar el verano —matiza Sultán.
—Para siempre —susurra Sharifa.
Sultán ya se ha ido a la librería y sólo quedan las mujeres. Se sientan en un círculo en el suelo. Sharifa distribuye regalos: un vestido para Leila, un chal para Sonya, un bolso para Bulbula, una chaqueta de punto para Bibi Gul, ropa y bisutería de plástico para el resto de la familia. Para sus hijos trae varios conjuntos comprados en los mercados pakistaníes, ropa que no se encuentra en Kabul. Y lleva consigo sus propios objetos más preciados.
—No quiero volver allí nunca más —dice—. Aborrezco Pakistán.
Sabe perfectamente, no obstante, que todo está en manos de su marido. Si Sultán quiere que vuelva a Pakistán, tendrá que hacerlo.
Las dos esposas charlan como viejas amigas. Contemplan los tejidos, se prueban las blusas y las pedrerías. Sonya acaricia los regalos para ella y su hijita. Sultán rara vez le trae regalos a su joven cónyuge, de modo que el retorno de la primera esposa rompe agradablemente la monotonía de su vida. Sonya viste a Latifa como una muñeca con el vestido de fiesta de color rosa que le ha regalado Sharifa.
Entre todas intercambian novedades. Llevan un año sin verse, y como no hay teléfono en el apartamento, tampoco han hablado. Para las mujeres que han estado en Kabul, lo más importante ha sido la boda de Shakila, y la cuentan con todo lujo de detalles: los regalos que recibió la novia, los vestidos que llevaron ellas… Informan también sobre los hijos, los noviazgos, las bodas o los fallecimientos de los otros parientes.
Sharifa cuenta su vida en el exilio, quién ha vuelto a Afganistán y quién se ha quedado en Pakistán.
—Salika se ha prometido —dice—. Tenía que pasar, aunque la familia estaba en contra. El chico no tiene ninguna propiedad, y encima es perezoso, un inútil.
Todas asienten con la cabeza. Se acuerdan de Salika como una chica vanidosa; no obstante, sienten pena por ella por tener que casarse con un muerto de hambre.
—Después de que los dos se vieron en el parque, su familia no la dejó salir durante un mes —cuenta Sharifa—. Hasta que un día se presentaron la madre y la tía del chaval para pedir su mano. Los padres aceptaron, no tenían más remedio, pues el daño ya estaba hecho. Pero ¡y la celebración del noviazgo! ¡Un escándalo!
Las mujeres escuchan con los ojos muy abiertos, sobre todo Sonya. Las historias que cuenta Sharifa le llegan al alma; son sus telenovelas.
—Un escándalo —repite Sharifa para recalcar este hecho.
Cuando una pareja joven se promete, la costumbre manda que la familia del pretendiente pague la fiesta, la ropa y las joyas.
—Cuando iban a organizar la celebración, el padre del chico dejó unas mil rupias al padre de Salika, que había vuelto de Europa para ayudar a buscar una solución a la tragedia familiar. Éste tiró el dinero al suelo y gritó: «¿Tú crees que se puede celebrar un noviazgo con calderilla? ¿Sabes qué?, quédate con tus moneditas, nosotros nos encargamos de la fiesta».
Sharifa había estado sentada en la escalera y escuchó todo lo que pasó, de modo que la historia es completamente veraz.
El padre de la novia tampoco tenía mucho dinero, estaba a la espera de que le concedieran asilo en Bélgica para llevar a su familia. Ya le había sido denegada la petición de asilo en Holanda, y ahora vivía del dinero que le dejaba el estado belga. Pero una celebración de noviazgo es un acto simbólico importante, y el compromiso, poco menos que imposible de romper. En caso de que se cancelara, sería muy difícil casar a la chica luego, independientemente de la razón de la ruptura. La fiesta es también una imagen exterior de cómo van las cosas en la familia: qué tipo de adornos y cuánto han costado; qué tipo de comida y cuánto ha costado; qué tipo de vestimenta y cuánto ha costado; qué tipo de orquesta y cuánto ha costado. La celebración muestra el aprecio que tiene la familia del chico por la chica. Si el noviazgo se celebra de forma pobretona, significa que la familia del joven no valora a la novia y, por tanto, tampoco a su familia. El hecho de que el padre tuviera que endeudarse por un noviazgo que no deseaba nadie, aparte de Salika y su enamorado, poco significaba frente a la vergüenza que hubiera conllevado una celebración misérrima.
—Salika ya ha empezado a arrepentirse —revela Sharifa—. Porque no tiene un duro. Muy pronto ella se dará cuenta de que se está casando con un inútil. Pero ya es tarde, si rompe el noviazgo nadie la va a querer. Se pavonea de las seis pulseras que él le ha regalado, alardea de que son de oro, pero yo sé, y ella lo sabe también, que son de acero dorado. El chico ni siquiera le regaló un vestido para la celebración del año nuevo. ¿Se ha oído hablar alguna vez de una novia que no reciba un vestido para el año nuevo?
Sharifa se llena los pulmones de aire antes de continuar:
—El chico se pasa el día en casa de ella, es demasiado. La madre de Salika no tiene ningún control de lo que hacen; es terrible, terrible, una vergüenza, ya se lo he dicho a la madre —suspira Sharifa, antes de que las otras tres mujeres la acribillen a nuevas preguntas.
Le preguntan sobre la parentela. Todavía tienen a muchos parientes en Pakistán: tíos y tías, sobrinos y sobrinas, familias a las que la situación todavía no les parece lo suficientemente segura como para volver, o que no tienen nada por lo que volver: la casa bombardeada, los campos repletos de minas, la tienda quemada. Pero todos añoran su tierra, igual que Sharifa.
Leila debe ir a la cocina a preparar la cena. Le alegra el retorno de su cuñada, le parece que es así como debe ser. Pero teme las riñas que siempre tiene Sharifa con los hijos, las cuñadas y la suegra. Leila se acuerda de cómo Sharifa les mandaba a todos a la porra.
—Vete y llévate contigo a tus hijas —decía Sharifa a Bibi Gul—. Aquí no hay sitio para vosotras, queremos vivir solos —vociferaba cuando Sultán no estaba presente.
Esto sucedía cuando Sharifa reinaba tanto en la casa como en el corazón de su marido. Fue sólo en los últimos años, después de que Sultán tomó una segunda mujer, cuando Sharifa se volvió más simpática y humana con los parientes de su esposo.
—Lo que sí habrá es todavía menos espacio en el apartamento —suspira Leila.
Ya no viven once, sino trece personas en las pequeñas habitaciones. Leila pela unas cebollas que le hacen llorar lágrimas amargas. Rara vez llora de verdad, ha suprimido todos sus deseos, anhelos y rencores. Ya no huele a recién lavada, el olor a jabón del hammam ha desaparecido hace tiempo. El aceite de la sartén le salpica el pelo impregnándolo de un olor a grasa agria. Siente escozor en sus manos debido a la salsa de chile que penetra su piel desgastada.
Leila prepara una cena simple, nada especial con motivo del regreso de Sharifa. La familia Khan no tiene costumbre de celebrar a sus mujeres; además tiene que ser un plato que le guste a Sultán. Carne, arroz, espinacas y habas en grasa de cordero. A menudo sólo hay carne para Sultán y sus hijos varones, y tal vez un trozo para Bibi Gul. Las demás mujeres comen arroz y habas.
—Vosotras no os habéis ganado ningún derecho. Vivís de mi dinero —subraya el patriarca.
Sultán vuelve cada noche de sus tiendas con un montón de dinero. Cada noche lo guarda bajo llave en su armario. Muchas veces trae grandes bolsas rebosantes de granadas jugosas, plátanos dulces, mandarinas y manzanas, alimentos caros, sobre todo fuera de temporada. Toda la fruta la guarda también bajo llave, y sólo él y Sonya la comen. Sólo ellos tienen llave.
Leila contempla unas pequeñas naranjas duras sobre el alféizar. La pulpa empezaba a quedarse seca y Sonya las dejó en la cocina, para la comunidad. A Leila ni se le ocurriría probarlas. Si está condenada a comer habas, pues comerá habas. Las naranjas seguirán ahí hasta que se pudran o se sequen del todo. Leila mantiene la cabeza bien alta y coloca la pesada olla de arroz en el fogón, introduce la cebolla picada en la sartén medio llena de aceite y luego tomates, especias y patatas. Leila cocina bien. Leila hace casi todas las cosas bien. De modo que de ella se espera que lo haga todo. Durante las comidas suele estar sentada en el rincón al lado de la puerta, y corre a la cocina si alguien necesita algo para servir las fuentes. Sólo cuando ve que todos se han servido, se pone en su plato el resto. Un poco de arroz con aceite y habas hervidas.
Educada para servir, se ha convertido en una sirvienta. Todo el mundo le da órdenes. Y con cada orden que obedece, todos la respetan menos. Cuando alguien está de mal humor, Leila tiene la culpa. Una mancha que no se ha quitado de un jersey, un trozo de carne mal frito, no faltan excusas cuando se trata de sacarse la cólera de encima.
Cuando los parientes invitan a la familia a una fiesta, es Leila quien va a ayudar a primera hora de la mañana, después de servirle el desayuno a su propia familia. Va a pelar patatas, a hacer caldo, a picar verdura. Cuando llegan los invitados —entre ellos su familia—, apenas le da tiempo para cambiarse de ropa antes de servirles la comida. Termina la fiesta lavando la vajilla en la cocina. Leila es una Cenicienta sin príncipe.
Sultán vuelve a casa junto con Mansur, Eqbal y Aimal. Besa a Sonya en el pasillo y saluda brevemente a Sharifa en el salón. Los viejos cónyuges han pasado un día entero en el coche, viajando de Peshawar a Kabul, y no necesitan hablar más de momento. Sultán y los chicos se sientan. Leila acude con una palangana de estaño y un jarro. Pasa la palangana delante de cada uno y ellos se lavan las manos, luego les alcanza una toalla. El hule está en el suelo y la comida se puede servir.
Yunus, hermano menor de Sultán, saluda cariñosamente a Sharifa. Le pregunta por los parientes, antes de callar como de costumbre. Rara vez dice algo durante las comidas. Tranquilo y ponderado, no suele participar en las conversaciones de la familia. Es como si no le importasen, y él, por su lado, nunca explica sus evidentes tristezas. Este hombre de veintiocho años está profundamente insatisfecho con la vida.
—Es una vida de perro. Trabajo de la mañana a la noche y como migajas en la mesa de mi hermano.
Yunus es la única persona cuyo menor deseo Leila satisface de todo corazón. Es el hermano que ella ama. De vez en cuando él le hace pequeños regalos: una hebilla de plástico, un peine…
Esta noche cierta pregunta está en los labios, pero aún no se atreve a hacerla. Sharifa se le adelanta y se explaya:
—Las cosas se han complicado con Belkisa. Su padre está de acuerdo, pero su madre no. Al principio, la madre también quería, pero luego ha hablado con una parienta que tiene un hijo joven que quiere casarse con Belkisa. Ofrecieron dinero y la madre empezó a dudar. Además, esta parienta ha hablado mal de nuestra familia. De modo que no te puedo decir nada concreto todavía.
Yunus se sonroja y mira a los demás con resquemor, pero sin decir palabra; la situación es humillante para él. Mansur sonríe despectivamente.
—La niña no quiere casarse con el abuelo —refunfuña en voz baja. Yunus lo oye perfectamente, aunque esas palabras no llegan a oídos de Sultán.
Yunus ha sido despreciado y su última esperanza parece estar evaporándose. Se siente fatigado. Fatigado de esperar, fatigado de buscar, fatigado de vivir encerrado en una caja.
—¡Té! —ordena Yunus, intentando interrumpir la verborrea de Sharifa sobre las razones de la familia de Belkisa para no querer darle a su hija en casamiento.
Leila se levanta. Ella también está decepcionada. Había esperado que al casarse Yunus, éste les llevara a ella y a su madre con él. Todos podrían vivir juntos, Leila sería de lo más servicial. Enseñaría a Belkisa a llevar la casa y se ocuparía de las tareas más duras. Belkisa podría incluso seguir estudiando si quería. La vida sería bella.
Leila haría lo que fuera para salir de la casa de Sultán, donde nadie la aprecia. El cabeza de familia se queja de que ella no prepara la comida como a él le gusta, dice que come demasiado, que no obedece a Sonya. Su sobrino mayor la acosa constantemente con sus críticas. A menudo Mansur la manda a la porra.
—A mí no me interesa la gente que no tiene importancia para mi futuro. Y tú, tú no significas nada para mí. Vives a costa de mi padre, vete de aquí —dice riéndose con menosprecio, a sabiendas de que ella no tiene dónde ir.
Leila trae el té. Es té verde y suave. Pregunta a Yunus si quiere que le planche los pantalones para el día siguiente. Acaba de lavarlos y Yunus sólo tiene este par y otro más, de forma que ella necesita saber si él va a usar los recién lavados mañana. Yunus dice que sí con la cabeza sin pronunciar palabra.
—Mi tía es tan estúpida que siempre que va a decir algo, yo ya sé lo que dirá. Es la persona más aburrida que conozco.
Mansur no se cansa de repetir este juicio sobre su tía tres años mayor que él, y con quien ha crecido no como un hermano, sino como su jefe. Acompaña el comentario con una risa desdeñosa.
Leila suele repetir todo dos veces porque piensa que nadie la escucha. Suele hablar de cosas cotidianas porque éstas constituyen su universo. Pero también es capaz de reírse y de brillar cuando está con sus primas, sus hermanas o sus sobrinas. Es capaz de sorprender de repente contando historias graciosas. Es capaz de reírse de modo que el rostro entero se le contorsiona. Pero nunca en la cena familiar, cuando normalmente guarda silencio. A veces se ríe de los chistes groseros de sus sobrinos, pero como luego les comenta a sus primas:
—Me río con la boca, no con el corazón.
Después de la decepcionante historia de Belkisa, nadie dice mucho más durante la primera cena con Sharifa en casa. Aimal juega con Latifa, Shabnam juega con las muñecas de Latifa, Eqbal discute con Mansur, y Sultán coquetea con Sonya. Los demás comen en silencio y luego se van a la cama. Sharifa y Shabnarr duermen en la habitación donde ya duermen Bibi Gul, Leila, Bulbula, Eqbal, Aimal y Fazil. Sultán y Sonya duermen solos como siempre. A medianoche, todos están echados en sus esteras con una sola excepción.
Leila cocina a la luz de una vela para que Sultán pueda comer comida casera en el trabajo al día siguiente. Fríe pollo en aceite , hierve arroz, prepara la salsa de verduras. Mientras la comida está en el fuego, lava los platos. La llama le ilumina la cara: tiene grandes y oscuras ojeras. Cuando la comida está lista, saca las ollas del fogón, las envuelve en grandes paños que cierra con nudos bien apretados para que las tapas no se caigan cuando Sultán y sus hijos se llevan las ollas. Leila se lava las manos y se acuesta con la misma ropa que ha llevado puesta todo el día: desenrolla su estera, coge una manta y duerme hasta que la llamada del ulema la despierta unas horas más tarde.
Su día empieza al son de Alahu akbar («Alá es grande»). Un nuevo día que huele y sabe igual que todos los demás. A polvo.