XII. La llamada de Alí

Durante días, Mansur se siente nauseabundo. «Es imperdonable —piensa—, imperdonable». Intenta quitarse la sensación lavándose, pero nada cambia; intenta eliminarla rezando, pero de nada sirve; busca en el Corán y va a la mezquita, pero se siente impuro de cualquier modo. Los pensamientos impuros que ha tenido últimamente le convierten en un mal musulmán. «Alá me va a castigar —piensa—, todo lo que hace uno, vuelve a uno. He pecado contra una niña, permití que Rahimula abusara de ella, no intervine».

A medida que el tiempo pasa, la náusea se vuelve un malestar general hasta que el joven se olvida de la pequeña mendiga. Está harto de su vida, de la rutina y de las dificultades, se vuelve malhumorado y es antipático con todo el mundo. Está enfadado con su padre, que le encadena a la tienda mientras la vida transcurre en otras partes. «Tengo diecisiete años —se dice— y mi vida se ha terminado antes de comenzar siquiera».

Languidece detrás del mostrador polvoriento, con los codos sobre el mostrador y la cabeza en las manos. Levanta la cabeza y mira a su alrededor: a las obras teológicas, los relatos del profeta Mahoma, las interpretaciones famosas del Corán. Contempla los libros de cuentos afganos, las biografías de los reyes y gobernantes del país, las obras monumentales sobre las guerras contra los ingleses, las ediciones de lujo sobre las piedras preciosas del país, los manuales de bordado afgano y los cuadernos delgados de fotocopias de libros sobre las costumbres y las tradiciones afganas. Mira con resquemor a todos estos libros y pega un puñetazo en la mesa.

«¿Por qué he nacido afgano? —piensa—. Detesto ser de aquí; todas estas costumbres y tradiciones anquilosadas me están matando lentamente. Respetar esto y respetar lo otro, no soy libre, no puedo tomar ninguna decisión por mí mismo. Lo único que quiere mi padre es contar el dinero de la venta de los libros».

—Que se los meta en el culo —rezonga Mansur entre dientes.

Espera que nadie le escuche. Después de Alá y los profetas, la posición del padre es la más elevada en la sociedad afgana. Sublevarse contra él es, por tanto, imposible hasta para un bravucón como Mansur. Se enfrenta a todo el mundo y se pelea con todos —sus tías, sus hermanas, su madre, sus hermanos—, pero jamás en la vida con su padre. «Soy un esclavo —se dice—, me mato trabajando por comida, alojamiento y ropa limpia».

Lo que Mansur quiere realmente es estudiar. Echa de menos a los amigos y la vida que tuvo mientras vivió en Pakistán. Aquí, en Kabul, no tiene tiempo para tener amigos y ya no quiere ni ver al único que tenía: Rahimula.

Es justo antes del nuruz, el año nuevo afgano, y se preparan grandes celebraciones en todo el país. En los últimos cinco años, la fiesta ha estado prohibida por el régimen talibán que la consideraba una celebración pagana, un culto al sol porque hunde sus raíces en el zoroastrismo —la religión de los «adoradores del fuego»— que nació en Persia en el siglo XI antes de nuestra era. Junto con la celebración, también quedó prohibido el peregrinaje de fin de año a la tumba de Alí en Mazar-i-Sharif. Durante siglos, los peregrinos han ido a esta tumba a purificarse de sus pecados, pedir perdón, curarse y saludar el nuevo año, que según el calendario afgano comienza el 21 de marzo, en el equinoccio de la primavera.

Primo y yerno del profeta Mahoma, Alí era el cuarto califa. Por su causa se originó el conflicto entre los musulmanes chiítas y sunitas, ya que para los chiítas es el segundo después de Mahoma en la línea de sucesión, mientras que para los sunitas es el cuarto. Pero también para estos últimos —como para Mansur y la mayoría de sus compatriotas— es uno de los grandes héroes del islam; un valiente guerrero siempre dispuesto al combate, según la historia. Alí murió asesinado en la mezquita de Kufa en Irak en el año 661 y fue enterrado en Nadyaf, según la mayoría de los historiadores, pero los afganos sostienen que sus seguidores le volvieron a desenterrar, ya que temían que sus enemigos se vengaran mutilando el cuerpo del califa. Según la leyenda, ataron el cadáver de Alí sobre el lomo de una camella blanca y dejaron que el animal corriera hasta el agotamiento, y ahí donde se detuvo enterraron al cuarto califa. Este lugar es Mazar-i-Sharif, que significa «la tumba del excelso». Durante quinientos años no había más que una pequeña piedra encima de la tumba, pero en el siglo XII se erigió una reducida cámara funeraria después de que un ulema tuviera la visita de Alí durante un sueño. Luego vino Gengis Kan y destruyó la cámara; y de nuevo la tumba quedó sin señalar durante siglos. Sólo a finales del siglo XV se construyó un nuevo mausoleo donde los afganos afirman que están las reliquias del califa. Esta cámara funeraria y la mezquita que luego se erigió al lado son las metas de la peregrinación.

Mansur está decidido a hacer el viaje para purificarse de sus pecados. Lleva mucho tiempo pensándolo, pero necesita el permiso de Sultán porque implica ausentarse de la librería durante varios días, y si hay algo que Sultán no soporta es que su hijo se ausente de la tienda. Mansur hasta se ha procurado un compañero de viaje: Akbar, un periodista iraní que acude a menudo a la tienda a comprar libros. Un día se quedaron hablando de la celebración de fin de año, y el iraní le dijo que tenía sitio para él en el coche. «Estoy salvado —pensó Mansur—, Alí me está llamando y me va a perdonar».

Pero su padre no le deja. No quiere prescindir de él en la librería durante la breve semana que tardará el viaje, quiere que Mansur se quede a catalogar y vender libros y a controlar al carpintero que viene a hacer nuevos estantes; Sultán no se fía ni de Rasul, su futuro cuñado. Si supiera las veces que éste se ha quedado a solas en la tienda… Mansur está a punto de explotar. Como temía pedir permiso a su padre, lo pospuso hasta la noche anterior al viaje, y ahora, en el último momento, Sultán no se lo concede. Mansur insiste, su padre se niega.

—Eres mi hijo y me tienes que obedecer —arguye Sultán—. Te necesito en la tienda.

—Libros y más libros, dinero y más dinero, es lo único que te interesa —grita Mansur—. Me haces vender libros sobre Afganistán sin haber visto siquiera el país; apenas he salido de la capital —añade cortante.

A la mañana siguiente, el iraní se marcha. Mansur está indignado. ¿Cómo su padre ha podido negarle algo así? Lo lleva en coche a la librería sin decir palabra y contestando con monosílabos cuando su padre le hace una pregunta. Se acrecienta el odio acumulado contra su padre. Mansur no llevaba más de diez años estudiando cuando Sultán le sacó de la escuela y le hizo trabajar en la tienda, no terminó el instituto; todo lo que pide le es negado. Lo único que le da su padre es un coche para que pueda hacerle de chófer y la responsabilidad de una librería donde se pudre entre las estanterías.

—De acuerdo, como tú quieras —dice de repente Mansur—. Haré lo que me mandas, pero que sepas que lo hago sin alegría. Nunca me dejas hacer lo que quiero, me machacas.

—Puedes irte el año que viene —contesta Sultán.

—No, no me iré jamás y nunca más te volveré a pedir nada.

Según la leyenda, sólo el que está llamado por Alí puede viajar a Mazar. ¿Por qué no quiere Alí que él vaya? ¿Tan imperdonables fueron sus actos? ¿O simplemente es que su padre no oye la llamada de Alí?

La animosidad de su hijo deja pasmado a Sultán. Contempla al gran adolescente abatido a su lado y se siente un poco asustado.

Después de dejar a su padre en su tienda y a sus dos hermanos en la que llevan ellos, Mansur abre su librería y se sienta de nuevo detrás del polvoriento mostrador, pone los codos en la mesa y se hunde en sombríos pensamientos. Siente que la vida le tiene preso y que no hace más que llenarse cada vez más del polvo de los libros.

Ha llegado un nuevo envío de libros, y para salvar las apariencias Mansur tiene que saber de qué van, de modo que los hojea de mala gana. Hay una colección de poesía de Rumi, uno de los poetas favoritos de su padre y el más importante de los sofís afganos, que son los místicos del islam. Rumi nació en el siglo XIII en Balkh, junto a Mazar-i-Sharif. «Otra señal», piensa Mansur, y se pone a buscar algo en los poemas que le dé la razón a él y se la quite a su padre. Los poemas versan sobre la purificación y el camino a Alá, que es la perfección. Hay que tratar de olvidarse de sí mismo y del ego, y así Rumi afirma que «el ego es un velo entre el hombre y Alá». Mansur lee cómo debe encaminarse a Alá y cómo la vida debe girar alrededor de Dios y no de uno mismo. Mansur vuelve a sentirse impuro; cuanto más lee, más necesario le parece purificarse. Presta atención a uno de los poemas más simples:

El agua dijo al impuro: «Ven aquí».

El impuro respondió: «Me avergüenzo».

El agua insistió: «¿Cómo lavarás tu pecado sin mí?».

Tanto el agua como Alá y Rumi parecen abandonar a Mansur. Seguro que el amigo iraní ya está en lo alto de las montañas Hindu Kush, piensa el joven. Pasa el día entero furioso hasta el anochecer, cuando ya es hora de cerrar la tienda con llave, ir a buscar a su padre y a sus hermanos para llevarlos a casa, cenar una fuente más de arroz y pasar otra noche más con su pesada familia.

Cuando se dispone a bajar la puerta metálica y cerrarla con una fuerte cadena, llega de repente Akbar. Mansur cree estar alucinando.

—¿No te habías ido? —pregunta asombrado.

—Nos fuimos, pero el túnel de Salang estaba cerrado hoy, así que vamos a intentarlo de nuevo mañana —contesta—. Acabo de ver a tu padre en la calle y me ha pedido que te lleve conmigo. Nos vamos a las cinco de la mañana, nada más levantado el toque de queda.

—¿En serio dijo eso? —Mansur está atónito—. Debe de ser la llamada de Alí; creo que me hizo una gran llamada —murmura.

Mansur pasa la noche en casa de Akbar para estar seguro de despertarse a la hora y para evitar que su padre cambie de opinión. A la mañana siguiente, antes del alba, se ponen en camino. Mansur no lleva más equipaje que una bolsa de plástico llena de latas de Coca-Cola y de Fanta y galletas rellenas de plátano y kiwi. Akbar trae a un amigo, Said, y el ambiente en el coche es animado, ponen música india de películas y cantan a voz en grito. Mansur lleva también consigo su pequeño tesoro, una casete de música occidental denominada Pop from the 80s. «Is this love? Baby, don’t hurt me, don’t hurt, me, no more!», retumba en el amanecer. A media hora de la partida, Mansur ha terminado el primer paquete de galletas y se ha bebido dos latas de Coca-Cola. ¡Se siente libre! Le entran ganas de chillar y saca la cabeza por la ventanilla:

—¡Yuhuuu! ¡Alí, Alí! ¡Ya voy!

Pasan por regiones que Mansur no ha visto en su vida. Justo al norte de Kabul está la llanura de Shomali, una de las zonas del país más devastadas por la guerra. Allí caían las bombas de los B52 norteamericanos hace tan sólo unos meses.

—¡Qué bonito! —grita Mansur.

Y a la distancia, de hecho, el llano es hermoso, con las imponentes cimas nevadas de Hindu Kush en el horizonte. Hindu Kush significa «matador de hindúes», y en esta cadena montañosa miles de soldados indios murieron de frío durante sus incursiones bélicas en Afganistán.

Una vez en el llano, aparece el paisaje de guerra. A diferencia de los soldados indios, los B52 no fueron detenidos por las montañas de Hindu Kush, y muchos de los bombardeados campamentos talibanes no han sido limpiados. Las cabañas son ahora inmensos cráteres; prácticamente no queda nada de ellas. Una cama de hierro donde tal vez un talibán haya sido inmolado en sueños parece un esqueleto, y un colchón yace a su lado, completamente acribillado.

En general, no obstante, estos campamentos fueron saqueados. Pocas horas después de huir los talibanes, la población local hizo acto de presencia y se quedó con las palanganas, las farolas de gas, las mantas y los colchones de los soldados. La miseria convirtió el robo a los muertos en algo normal, y nadie los lloró al verlos tirados en los arcenes o en la arena. Al contrario, muchos cadáveres fueron profanados por la población local: les quitaron los ojos, les arrancaron la piel, les cortaron o mutilaron los miembros… Fue la venganza por el terror que durante años los talibanes impusieron a los habitantes del llano de Shomali.

A lo largo de cinco años, el frente de guerra entre los talibanes y la Alianza del Norte estuvo situado en este llano, y el mando de la zona cambió seis o siete veces. Con el frente en movimiento, la población local tuvo que huir, bien subiendo hacia el valle de Panshir, bien yendo hacia el sur en dirección a Kabul. Allí vivían mayoritariamente tayikos, y los que no pudieron fugarse a tiempo cayeron víctimas de la purga étnica de los talibanes pashtun. Antes de retirarse, los talibanes envenenaron los pozos y dinamitaron los vitales conductos de agua y los sistemas de pantanos del llano que antes de la guerra civil habían dado vida a la huerta de Kabul.

Mansur observa en silencio las aldeas destruidas. La mayoría no son más que ruinas, meros esqueletos en el paisaje. Gran parte de ellas fueron quemadas sistemáticamente por los talibanes mientras intentaban conquistar los últimos reductos del país que aún no estaban en su poder; éste era el décimo que se resistía: el valle de Panshir, las montañas de Hindu Kush y las regiones desérticas que lindaban con Tayikistán más allá de la cadena montañosa. Quizá lo habrían logrado de no ser por el 11 de septiembre, fecha en que el mundo empezó a fijar la mirada en Afganistán.

Por todos lados hay restos de tanques retorcidos, vehículos militares bombardeados y piezas metálicas de incierto origen. Un hombre recorre su campo con un arado de mano; en medio del campo hay un gran tanque destrozado y, laboriosamente, el hombre da la vuelta a este estorbo, demasiado pesado para llevarlo a otro sitio.

El coche avanza velozmente por el camino lleno de baches. Mansur intenta encontrar la aldea de su madre donde no ha ido desde que tenía cinco o seis años. Su dedo apunta ruina tras ruina:

—¡Ahí! ¡Ahí!

Pero no hay forma de distinguir una aldea de la siguiente; el lugar donde visitaba a los parientes de su madre cuando era un crío podía ser cualquiera de esos montones de ruinas. Se acuerda de haber corrido por senderos y campos; ahora ese llano es una de las zonas más minadas del mundo. Sólo los caminos son seguros, y por los lados caminan niños portando hatos de leña y mujeres con cubos de agua, todos intentando evitar los arcenes, que pueden estar minados. El coche pasa cuadrillas de desactivadores de minas que limpian unos metros cada día, haciendo estallar o desactivando los artefactos explosivos. Encima de las trampas mortales en los arcenes crecen tulipanes silvestres de color rosado oscuro y de tallo corto; pero son flores para admirar a distancia, ya que cogerlas puede costar una pierna o un brazo.

Akbar se divierte con una guía turística publicada por la Delegación de Turismo afgana en 1967.

—«Al lado de los caminos, los niños venden collares de tulipanes rosas —lee en voz alta—. En primavera, cerezos, albaricoques, almendros y perales se disputan la atención del viajero con una abundancia de flores que le acompaña durante todo el trayecto desde Kabul».

Todos se ríen: esta primavera sólo se ve algún que otro cerezo rebelde que ha sobrevivido tanto a las bombas y misiles como a tres años de sequía y pozos de agua envenenada; para llegar a sus bayas se debe encontrar un sendero sin minas.

—«La cerámica local se cuenta entre la más exquisita del país. No dude en detenerse para ver los talleres a lo largo del camino donde los artesanos fabrican fuentes y cacharros según tradiciones centenarias» —continúa leyendo Akbar.

—Esas tradiciones parecen haber sufrido una ruptura severa —comenta Said, que conduce el coche.

No se ve un solo taller de cerámica en el camino que les lleva al paso de Salang.

Aumenta el desnivel de la cuesta y Mansur abre la cuarta lata de Coca-Cola, la consume y la arroja elegantemente por la ventanilla: antes llenar de basura un cráter de bomba que pringar el coche. El camino sube hacia el túnel de montaña más alto del mundo y se estrecha, con la montaña elevándose a un lado y el agua corriendo por el otro, ora en cascada, ora en forma de riachuelo.

—«El gobierno ha introducido truchas en el río y dentro de pocos años habrá una cantidad considerable» —prosigue Akbar con la lectura en voz alta.

Hoy día no quedan peces en el río; el gobierno tuvo otras preocupaciones más importantes que la cría de truchas en los años posteriores a la publicación de la guía.

Hay tanques carbonizados en los sitios más inesperados: en una colina de la montaña, medio sumergidos en el río, balanceándose al borde de un precipicio, al lado del camino, volcados o esparcidos en varios trozos. Mansur cuenta hasta cien en poco tiempo. La mayoría datan de la guerra contra la Unión Soviética, cuando el ejército rojo llegó desde las centroasiáticas repúblicas soviéticas del norte con la idea de tener a los afganos bajo control. Los rusos pronto cayeron víctimas de la estrategia militar de los muyahidin: al saber moverse como cabras montesas por las montañas, éstos veían desde lejos —desde sus puestos de observación— a los pesados tanques de los rusos que se acercaban a paso de tortuga por los valles. Incluso provista sólo de armas ligeras pero practicando la emboscada, la guerrilla era poco menos que invencible. Sus milicianos estaban por todas partes, disfrazados como pastores y con los Kaláshnikov escondidos debajo de los vientres de las cabras, y preparados para lanzar un ataque relámpago en cualquier momento.

—Debajo de la barriga de ovejas de lana espesa podían esconder hasta tubos antitanques —narra Akbar, quien ha leído todo lo posible sobre la cruenta guerra contra la Unión Soviética.

También Alejandro Magno pasó por estas montañas. Después de la toma de Kabul, volvió a Irán —entonces Persia— por Hindu Kush.

—Dicen que Alejandro escribió odas a estas montañas que «evocan en la imaginación misterios y el deseo del descanso eterno» —lee Akbar de la guía—. ¡El gobierno tenía planes de construir una estación de esquí aquí! —grita de repente y mira las colinas abruptas—. ¡En 1967, en cuanto hubieran asfaltado el camino!

El camino efectivamente se asfaltó tal como promete la guía; pero poco queda de ese asfalto. Y la estación de esquí nunca se construyó.

—¡Sería un descenso explosivo! —dice Akbar riéndose—. ¡O quizá podrían marcar las minas con puertas de eslalon! ¡Adventurous Travel, o Afghan AdvenTours, para los hastiados de la vida!

Todos se ríen. A veces la trágica realidad toma la apariencia de un dibujo animado, o más bien quizá de un thriller violento. Los tres hombres se imaginan surfistas polícromos despedazados por las pendientes.

El turismo —antaño una de las mayores fuentes de ingresos de Afganistán— hoy día es cosa del pasado. En otros tiempos, el camino por el que ahora avanzan se llamaba «the hippietrail». Aquí llegaron jóvenes progresistas y no tan progresistas en busca de la hermosa naturaleza, un estilo de vida salvaje y el mejor hachís del mundo —u opio para los más experimentados—. En los años sesenta y setenta, miles de hippies llegaron a estas montañas; alquilaban viejos Lada y se ponían en camino. Las mujeres también viajaban solas. Por aquel entonces los bandidos o salteadores perpetraban sus asaltos igual que hoy, pero eso sólo daba más aire de aventura a la travesía. Ni siquiera el golpe de Estado contra Zahir Shah en 1973 interrumpió el torrente de viajeros. El golpe de Estado comunista en 1978 y la invasión soviética del año siguiente finalmente pararon en seco a los hippietrailers.

Los tres muchachos llevan dos o tres horas en camino cuando alcanzan una columna de peregrinos completamente inmóvil. Ha empezado a nevar y la bruma se espesa. El coche patina; no tiene cadenas para la nieve.

—Con tracción en las cuatro ruedas, no hace falta —asegura Said.

Cada vez más vehículos resbalan por los profundos baches socavados en la nieve y el hielo. Cuando uno frena, frenan todos. La estrechez del camino de montaña no permite los adelantamientos. Este día la circulación va de sur a norte, de Kabul a Mazar, al día siguiente será al revés: el camino no puede acoger vehículos en ambas direcciones a la vez. Para recorrer la distancia de cuatrocientos kilómetros entre las dos ciudades se tarda como mínimo doce horas, a veces el doble o el cuádruple.

—Gran parte de los coches que quedan atrapados en tormentas o avalanchas de nieve no son retirados hasta el verano. Ahora en primavera es el peor momento —explica Akbar a los otros dos.

Pasan el autocar que había creado el atasco: ha sido empujado a un lado y los pasajeros rumbo a la tumba de Alí hacen autoestop a los coches que circulan a paso de tortuga. Mansur suelta una carcajada al ver las letras pintadas en el costado del vehículo.

—«Hmbork-Frankfork-Landan-Kabab» —lee en voz alta, y se ríe todavía más al ver el parabrisas—: «Wellcam! Kaing of Road» —pone en letras rojas recién pintadas—. Menudo servicio real —comenta.

Tienen sitio en el coche, pero no aceptan ningún pasajero del Kabal Express. Said, Mansur y Akbar tienen suficiente con ellos mismos.

Entran en el primer tramo de gruesos pilares de hormigón a los lados que protegen contra las avalanchas de nieve. Pero también en estos tramos resulta difícil avanzar, porque están llenos de nieve que ha entrado con el viento y se ha convertido en hielo. Las profundas huellas congeladas de los neumáticos desafían al coche sin cadenas.

El túnel de Salang, a tres mil cuatrocientos metros de altitud, y los tramos con muros de protección, culminando a cinco mil metros, fueron un regalo de la Unión Soviética cuando intentaba hacer de Afganistán un estado satélite. La construcción fue empezada por ingenieros soviéticos en 1956 y el túnel fue acabado en 1964. Fueron también los rusos quienes comenzaron a asfaltar caminos en los años cincuenta, ya que durante el régimen de Zahir Shah, Afganistán fue considerado un país amigo de la Unión Soviética. Este rey liberal se veía forzado a recurrir a la Unión Soviética porque ni Estados Unidos ni Europa tenían interés alguno en invertir en este país montañoso. El rey necesitaba dinero y expertos, y eligió cerrar los ojos al hecho de que los vínculos con el gran poder comunista se hicieran cada vez más estrechos.

El túnel llegó a ser un elemento estratégico esencial para la resistencia contra el régimen talibán. A finales de los años noventa, el comandante muyahid Masud lo hizo estallar en una tentativa desesperada de frenar el progreso de los talibanes hacia el norte. Éstos llegaron hasta el túnel pero no lo pasaron.

Se hace oscuro o, más bien, todo gris. El coche patina, se atasca en la nieve y en las heladas huellas de los neumáticos. El viento silba, no se ve nada en el turbión de nieve, y Said no tiene más remedio que seguir lo que le parecen las huellas de los otros coches. Ruedan sobre hielo y nieve y sin cadenas, sólo Alí puede garantizar un viaje seguro. «No me puedo morir antes de llegar a su tumba —se dice Mansur—, Alí me ha llamado, desde luego».

Clarea un poco. Están en la entrada del túnel de Salang. Un rótulo advierte: «¡Atención! Riesgo de intoxicación. En caso de quedar encerrados en el túnel, apaguen el motor y diríjanse a la salida más cercana». Mansur interroga a Akbar con la mirada.

—Hace sólo un mes cincuenta personas quedaron encerradas en el túnel por una avalancha —cuenta Akbar, siempre bien informado—. Estaban a veinte grados bajo cero, y los conductores dejaron los motores en marcha para mantener el calor. Horas después, cuando se sacó la nieve del túnel, decenas de personas fueron encontradas muertas. Se habían intoxicado con el monóxido de carbono. Esas cosas pasan a menudo —afirma mientras entran lentamente en el túnel.

El coche se detiene; la fila de vehículos no se mueve.

—Seguro que es cosa de mi imaginación —dice Akbar—, pero la verdad es que me empieza a doler la cabeza.

—A mí también —dice Mansur—. ¿Nos vamos a la salida más cercana?

—No, apostemos por que la caravana de vehículos salga pronto del túnel —responde Said—. Imaginaos que se pone en movimiento y no estamos en el coche; entonces seríamos nosotros quienes crearíamos atascos.

—¿Es así como se muere por intoxicación de monóxido de carbono? —se inquieta Mansur.

Están sentados con las ventanillas cerradas. Said enciende un cigarrillo, Mansur grita y Akbar se lo quita y lo apaga.

—¿Estás loco? ¿Quieres intoxicarnos todavía más? —vocifera.

Una inquieta sensación de pánico se extiende por el vehículo. Siguen sin avanzar, pero de repente algo pasa: delante de ellos, los coches empiezan a moverse lentamente. Los tres muchachos salen del túnel muy lentamente y con un dolor de cabeza insoportable. Una vez fuera, al aire libre, el dolor desaparece, pero siguen sin ver nada en esa remolineante papilla blanca grisácea. No tienen más remedio que seguir las huellas en la nieve y el brillo fugaz de unos faros delante de ellos. Girar es imposible, todos en la caravana conducen hacia un mismo destino, todos los peregrinos siguen las mismas huellas heladas y apisonadas. Hasta Mansur ha cesado de mordisquear sus galletas, y un silencio mortal impera en la cabina. Es como conducir en la nada, pero en esta nada hay precipicios, minas, aludes y otros peligros amenazando a cada momento.

Por fin la bruma se levanta, pero siguen al borde del abismo. Es casi peor ahora que ven por dónde van. Han comenzado el descenso. El coche zigzaguea de un lado a otro, y de repente derrapa por el camino. Said ha perdido el control del vehículo y maldice, Akbar y Mansur se agarran, como si esto les pudiera ayudar en caso de salirse el coche del camino. De nuevo reina un silencio nervioso en la cabina. El vehículo se desliza lateralmente, se endereza, otra vez patina de lado antes de seguir zigzagueando. Pasan una señal de tráfico que les da otro susto: «¡Aviso! ¡Gran peligro de minas!». Justo fuera —o incluso dentro de la zona de patinazos— está repleto de minas, y ninguna nieve del mundo les puede proteger contra las minas antitanques. «Esto es una locura», piensa Mansur, pero no dice nada. No quiere ser tachado de cobarde; además, él es el más joven. Contempla los tanques que, aquí también, están dispersos, casi cubiertos de nieve, junto con los coches siniestrados que tampoco han llegado a su destino. Mansur reza, no puede ser verdad que Alí le haya llamado sólo para verle caer por un precipicio. Si bien muchos de sus actos no han estado conformes con el islam, él ha venido para purificarse, dejar atrás los pensamientos impuros y hacerse un buen musulmán. Pasa la última parte de la montaña en una especie de trance.

Después de una pequeña eternidad, llegan las estepas despejadas, y las últimas horas hasta Mazar-i-Sharif es cuestión de coser y cantar.

Cuando se aproximan a la ciudad, son adelantados por camionetas con hombres fuertemente armados en las plataformas de carga, hombres barbudos con Kaláshnikov apuntando en todas las direcciones que pasan a cien kilómetros por hora por los baches del camino. El paisaje es un desierto, estepas y colinas de roca. De vez en cuando atraviesan pequeños oasis verdes y aldeas con casas de adobe. A la entrada de la ciudad les paran en un puesto de control. Hombres bruscos les hacen señales para que pasen una barrera que consiste en una cuerda atada entre dos misiles inutilizados.

Entran en la ciudad fatigados y agarrotados. Por más increíble que parezca, han hecho el trayecto en sólo doce horas.

—De modo que esto era un pasaje completamente normal por el túnel de Salang —comenta Mansur—. ¡Imaginaos los que tardan varios días! ¡Yuhuuu! ¡Ya estamos aquí! ¡Alí, here I come!

En todas las azoteas hay soldados con las armas listas. Se teme que habrá disturbios la noche de fin de año, y aquí no hay ninguna fuerza de paz internacional, sino —por el contrario— dos o tres señores de la guerra luchando entre sí. Los soldados en las azoteas pertenecen al gobernador, que es de la etnia hazara, mientras los soldados de las camionetas son del tayik Atta Mohamed. Y los que combaten por el uzbeko Abdul Rashid Dostum se reconocen por un uniforme distinto. Tanto los unos como los otros apuntan con sus armas a las calles donde miles de peregrinos pasean o charlan sentados en grupos, al lado de la mezquita, en el parque, en las aceras.

La mezquita azul, una mancha luminosa en la oscuridad, es una revelación. Es el edificio más bello que Mansur ha visto en su vida. Los focos son un regalo de la embajada norteamericana con ocasión de la visita del embajador a la ciudad para el fin de año. Linternas rojas iluminan el parque alrededor de la mezquita, que ahora rebosa de peregrinos.

Aquí es donde Mansur va a pedir perdón por sus pecados, aquí es donde se va a purificar. Al ver la gran mezquita, se siente agotado y hambriento. Las coca-colas y las galletas rellenas de plátano y kiwi no son comida sustancial para un viaje.

Los restaurantes están abarrotados de peregrinos. Mansur, Said y Akbar al final logran encontrar un faldón de alfombra donde sentarse en un oscuro restaurante en la calle de los kebabs. Por todas partes hay olor a cordero asado, que es servido con pan y pequeñas cebollas enteras.

Mansur toma un gran bocado de la cebolla y se siente casi ebrio. De nuevo, le entran ganas de gritar de alegría. Pero se mantiene quieto, devorando su comida al igual que sus dos compañeros; ya no es un niño, intenta disimular su nerviosismo tal como lo hacen Akbar y Said. Tranquilo y sereno, todo un cosmopolita.

A la mañana siguiente, a Mansur lo despierta la llamada a la oración del ulema. Alahu akbar («Alá es grande») resuena como si unos enormes altavoces hubieran sido atados a sus conductos auditivos. Mira por la ventana hacia la mezquita que brilla azul a la luz del sol matinal. Cientos de palomas blancas vuelan por el recinto sagrado. Habitan en dos torres delante de la cámara funeraria, y se dice que si una paloma gris se une a ellas, sus plumas se vuelven blancas al cabo de cuarenta días. También se dice que una de cada siete palomas es un alma santa.

Junto a Akbar y Said, Mansur consigue atravesar la barrera de seguridad de la mezquita sobre las seis y media. Gracias al carné de prensa de Akbar, llegan hasta el podio. Muchos han pasado la noche aquí para estar lo más cerca posible cuando se ize la bandera de Alí. Lo hará Hamid Karzai, el nuevo dirigente de Afganistán. A un lado se encuentran las mujeres, tranquilamente sentadas, algunas vestidas con la burka, otras simplemente con un velo blanco. Al otro lado, donde están los hombres, hay una gran muchedumbre apretujada. Fuera del recinto, los árboles están llenos de gente. La seguridad es extrema porque se espera a todos los ministros del país, y la policía hace gala de largas porras. Aun así, no pueden impedir que más gente salte las barreras. Las saltan y se escapan corriendo para evitar los golpes de las porras.

El equipo de gobierno hace su entrada con Hamid Karzai a la cabeza vestido con su característica capa de seda rayada azul y verde. Siempre se viste de forma que representa al país entero, el gorro de cordero de Kandahar en el sur, la capa de las regiones del norte y la túnica propia de las provincias occidentales fronterizas con Irán.

Mansur estira el cuello e intenta acercarse más. Nunca ha visto a Karzai en persona; el hombre que logró batir a los talibanes en su sede principal, Kandahar, y que por poco murió cuando un misil norteamericano perdió el rumbo y cayó entre sus tropas. Karzai, pashtun de Kandahar, había apoyado durante un corto período a los talibanes; pero luego se sirvió de su posición como jefe de tribu del poderoso clan de los popolzai para ganar seguidores en la lucha contra el régimen talibán. Cuando Estados Unidos empezó su campaña de bombardeos, Karzai realizó un viaje suicida en moto por los feudos de los talibanes para convencer a los consejos de ancianos de que la era talibán había acabado. Se dice que logró convencerlos más por su valentía que por sus argumentos. Mientras los combates desolaban los alrededores de Kandahar, los delegados de la conferencia de la ONU en Bonn le votaron como nuevo líder del país.

—Intentaron destruir nuestra cultura. Intentaron hacer añicos nuestras tradiciones. ¡Intentaron quitarnos el islam! —grita Karzai a la muchedumbre—. Los talibanes trataron de ensuciar el islam, arrastrarnos a todos por los suelos, enemistarnos con el mundo entero. Pero nosotros sabemos lo que es el islam, ¡islam es la paz! El nuevo año empieza hoy, año 1381 de nuestro calendario islámico. Es el año de la reconstrucción. ¡Es el año que hará de Afganistán un país seguro, el año en que vamos a fortalecer y a desarrollar nuestra sociedad! Hoy recibimos ayuda de todos los Estados, pero llegará el día en que seremos un país que ayudará al mundo —grita Karzai, y la masa le aclama.

—¿Nosotros? —cuchichea Mansur—. ¿Ayudar al mundo?

La idea le parece absurda. Él ha pasado toda su vida en guerra, y para él Afganistán es un país que recibe todo de fuera, desde la comida hasta las armas.

Después de Karzai, es el turno del expresidente Burhanuddin Rabbani, que toma la palabra. Un hombre con gran presencia, pero poco poder real. Teólogo y profesor de la Universidad de El Cairo, fundó el partido Jamiat-i-Islami, que organizó una facción de los muyahidin. Había tenido consigo al estratega militar Ahmed Shah Masud, que fue el gran héroe en la lucha contra la Unión Soviética, en la guerra civil y en la resistencia contra el régimen talibán. Masud había sido un líder carismático, profundamente religioso pero al mismo tiempo prooccidental. Hablaba un francés fluido y quiso modernizar el país. Víctima de un atentado suicida perpetrado por dos tunecinos dos días antes de los ataques terroristas a Estados Unidos, Masud ha obtenido estatus de mito. Los tunecinos llevaban pasaporte belga y se hicieron pasar por periodistas.

—Comandante, ¿qué hará usted con Osama Bin Laden cuando haya conquistado todo el país? —fue la última pregunta que escuchó Masud en vida. Le dio tiempo de soltar una última carcajada antes de que los terroristas activaran la bomba en la cámara. Hasta los pashtun cuelgan ahora retratos del tayik Masud, el león de Panshir.

Rabbani dedica su discurso a Masud, y está claro que la guerra santa contra la Unión Soviética marcó su propia época de gloria.

—¡Si obligamos a los comunistas a salir de nuestro país, ahora podemos obligar a salir a todos los invasores de nuestro Afganistán sagrado! —proclama.

Las tropas rusas se retiraron en la primavera de 1989. Unos meses más tarde cayó el muro de Berlín y dio comienzo la disolución de la Unión Soviética, acontecimientos por los que ahora Rabbani se da a sí mismo todos los méritos.

—Sin yihad, el mundo seguiría en las garras de los comunistas. El muro de Berlín cayó gracias a las heridas que nosotros infligimos a la Unión Soviética y a la inspiración que dimos a los pueblos oprimidos. Dividimos la Unión Soviética en quince partes. ¡Hemos liberado al pueblo del comunismo! ¡La yihad llevó a un mundo más libre! ¡Salvamos al mundo porque acabamos con el comunismo aquí, en Afganistán!

Mansur toquetea su cámara. Se ha acercado al podio para hacer fotos de cerca de los oradores. Sobre todo quiere retratar a Karzai, y saca foto tras foto de este hombre menudo. Así tendrá algo que mostrar a su padre.

Uno tras uno hablan, rezan y vuelven a hablar los hombres en el estrado. Un ulema da las gracias a Alá, mientras que el ministro de Educación explica que Afganistán tiene que ser un país donde las armas den paso a Internet.

—¡Cambiemos las armas por ordenadores! —exclama, y añade que los afganos tienen que dejar de hacer distinciones entre diferentes grupos étnicos—. Mirad a América, allí viven todos en un solo país, todos son americanos. ¡Allí no tienen estos problemas!

Durante los discursos, la policía sigue aporreando en vano a la muchedumbre porque cada vez más espectadores logran forzar las barreras que cercan el recinto sagrado. Hay tantos gritos y chillidos entre el público que apenas se oyen los discursos; esto tiene más aspecto de happening que de una ceremonia religiosa. En las escaleras y las azoteas de alrededor hay soldados armados, y una decena de soldados de las fuerzas especiales norteamericanas —equipados con ametralladoras y gafas negras— han tomado posiciones en la terraza de la mezquita para proteger al rubicundo embajador norteamericano. Otros están delante de él o a su lado.

Para muchos afganos, es un sacrilegio que impíos pisen de este modo la terraza de la mezquita. Ningún infiel puede entrar en ella y los guardias paran a quienes lo intentan. No hay muchos, sin embargo: esta primera primavera, tras la caída de los talibanes, Afganistán no es exactamente un destino de viaje popular entre turistas occidentales. Sólo algún que otro trabajador humanitario se ha extraviado hacia la celebración del nuevo año.

También Atta Mohamed y el general Abdul Rashid Dostum, señores de la guerra y en conflicto entre sí, están en el podio. El tayik Atta Mohamed gobierna la ciudad, pero el uzbeko Dostum opina que debía ser él quien lo hiciera. Los dos enemigos jurados se encuentran codo a codo en el estrado: Atta Mohamed con barba, como un talibán, Dostum con el aspecto de un boxeador retirado antes de tiempo. Colaboraron a regañadientes en la última ofensiva contra el régimen talibán; ahora de nuevo hay distanciamiento entre ellos. Dostum es el miembro de peor fama del nuevo gobierno, y fue elegido por la mera razón de que no se sintiera tentado a sabotearlo. El hombre que en estos momentos entrecierra los ojos para defenderse del sol y mantiene los brazos pacíficamente cruzados por delante de su cuerpo grueso es uno de los sujetos sobre los que circulan las historias más terribles en Afganistán. Para castigar una falta, era capaz de atar a sus soldados a un tanque y arrastrarlos hasta que no quedaran de ellos más que jirones sangrantes. En una ocasión, miles de milicianos talibanes fueron conducidos al desierto y encerrados en unos contenedores, que fueron cerrados con candados y luego abandonados. Cuando unos días más tarde se abrieron los contenedores, los prisioneros habían muerto y su piel estaba carbonizada por el calor ardiente. Dostum también es conocido como un maestro en el arte de la traición: ha servido a varios amos y ha traicionado a todos. Luchó como aliado con los rusos cuando la Unión Soviética invadió Afganistán; entonces era ateo y gran bebedor de vodka. Ahora guarda las formas, alaba a Alá y predica el pacifismo.

—En 1381 nadie tiene derecho a distribuir armas porque esto conducirá a más combates y más conflictos. ¡Éste es un año para rendir las armas, no para distribuirlas!

Mansur se ríe. De Dostum se dice que es disléxico, le cuesta leer su discurso, tartamudea como un colegial de primer curso.

De vez en cuando se interrumpe por completo, pero se recupera vociferando todavía más fuerte.

El último ulema invita al combate contra el terrorismo. Hoy día, en Afganistán, la lucha contra el terrorismo es una lucha contra todo lo que uno no quiere. El significado cambia en función del orador.

—El islam es la única religión que en sus textos sagrados manda luchar contra el terrorismo. El terrorismo ha mostrado su cara en Afganistán y es nuestro deber luchar contra él. Esto no está escrito en ningún otro libro sagrado. Alá dijo a Mahoma: «No reces en una mezquita erigida por terroristas». Los verdaderos musulmanes no son terroristas, porque el islam es la más tolerante de todas las religiones. Cuando Hitler exterminaba a los judíos en Europa, ellos estaban a salvo en la tierra islámica. ¡Los terroristas son falsos musulmanes!

Después de horas de discursos, se iza la yanda, la bandera verde de Alí. El mástil está en el suelo, pero el asta apunta hacia la mezquita. Al son de tambores y de exclamaciones de alborozo, Karzai iza la bandera religiosa. Ondeará durante cuarenta días. Se dispara al aire y se levantan las barreras. Las decenas de miles de personas que habían quedado fuera se dirigen hacia la mezquita, el sepulcro y la bandera.

Mansur ya ha tenido su dosis de bullicio y de celebración y ahora quiere ir de compras. Alí tendrá que esperar. Lleva tiempo pensando que quiere comprar un regalo para cada miembro de la familia. Si todos reciben algo de este viaje, su padre se mostrará más clemente con sus futuros deseos.

Primero compra alfombras de oración, pañuelos y rosarios, luego trozos de cristal de azúcar que se rompen y se mascan con el té. Sabe que su abuela Bibi Gul le perdonará todos los pecados que haya cometido y los que pueda cometer en el futuro si vuelve a casa con varios kilos de este azúcar que sólo se elabora en Mazar. Compra también vestidos y bisuterías para sus tías, y gafas de sol para sus hermanos y sus tíos; nunca ha visto gafas de sol a la venta en Kabul. Cargado de todas estas compras en grandes bolsas rosas de plástico con la publicidad «Pleasure, special light cigarettes», vuelve a la tumba del califa Alí. Son los regalos del año nuevo.

Los lleva al interior de la cripta y se aproxima a los ulemas sentados junto a la pared dorada de la cámara funeraria. Pone todos los regalos delante de uno de ellos, y el ulema lee el Corán y sopla sobre los presentes. Una vez terminada la oración, Mansur vuelve a embalar sus regalos y se marcha apresurado.

Puede pedir un deseo al muro dorado. Con la frente contra el muro e influido por los discursos patrióticos, Mansur reza por que alguna vez se sienta orgulloso de ser afgano, de sí mismo y de su país, y para que un día Afganistán sea un país respetado en el mundo. Ni siquiera Hamid Karzai lo podría haber dicho mejor.

Ebrio de las muchas impresiones, Mansur se ha olvidado de pedir perdón y purificación a Alí, su razón original para venir a Mazar. Se ha olvidado de su traición a la niña mendiga, de su cuerpo menudo, de sus grandes ojos castaños, de su pelo enredado. Se ha olvidado de que él no intervino para evitar el crimen que perpetró el corpulento papelero.

Sale de la cámara funeraria y se dirige a la bandera de Alí. También allí, junto al mástil, hay ulemas que bendicen las bolsas de plástico de Mansur. Pero aquí no hay tiempo para sacar los regalos; es inmensa la cola de gente que pretende que les bendigan alfombras, rosarios, alimentos y pañuelos. Los ulemas simplemente cogen las bolsas de plástico de Mansur y las pasan rápidamente por el asta pronunciando una oración antes de devolvérselas a su dueño. Él les entrega unos billetes, y las alfombras de oración y los cristales de azúcar vuelven a ser bendecidos.

Le hace ilusión llevar regalos a su abuela, a Sultán, a sus tías y tíos. Mansur deambula sonriente, en realidad todo él es pura alegría. Está lejos de la librería, lejos de las garras de su padre. Pasa por la acera fuera de la mezquita junto a Akbar y Said.

—¡Es el mejor día de mi vida, el mejor! —grita.

Akbar y Said le miran asombrados, casi un poco preocupados; pero su felicidad también les resulta enternecedora.

—¡Adoro Mazar, adoro a Alí, adoro la libertad! ¡Os adoro a vosotros! —exclama Mansur saltando por la calle.

Es la primera vez en su vida que va de viaje sin su familia, la primera vez que no tiene a ningún pariente a su lado.

Deciden ir a ver un encuentro de buzkashi. Las regiones del norte son famosas por la dureza, la brutalidad y la rapidez de los jinetes. De lejos ven que el partido ya ha empezado. Nubes de polvo cubren el llano donde doscientos hombres a caballo luchan a brazo partido por el botín, que consiste en un ternero decapitado. Los caballos muerden y dan patadas, se encabritan y saltan, mientras los jinetes, con el látigo en la boca, intentan echar mano al animal muerto. El becerro cambia de manos tan rápidamente que a veces parece que los jinetes se lo están pasando el uno al otro. La meta es trasladar el animal de una punta a la otra de la planicie y colocarlo en un círculo trazado en la tierra. Algunos partidos son tan violentos que el animal entero queda despedazado.

Mientras uno se familiariza con el juego, tiene la impresión de que éste consiste en unos caballos que se dan caza desenfrenada los unos a los otros, mientras los jinetes se balancean sobre las monturas. Llevan largas capas bordadas, botas decoradas de cuero y tacón alto que les llegan a la mitad de los muslos, y sombreros buzkashi pequeños birretes de piel de cordero con grandes alas de piel más peluda.

—¡Karzai! —exclama Mansur al ver el dirigente de Afganistán en la llanura—. ¡Y Dostum!

El jefe de tribu, por un lado, y el señor de la guerra, por otro, luchan por atrapar el ternero. Para dar la impresión de ser un líder sólido, hay que participar en el buzkashi, y no solamente como mero espectador de la contienda, sino estando en medio de todo, en el fragor de la batalla. No obstante, todo se puede arreglar con dinero, y a menudo los poderosos pagan por ganar.

Karzai galopa por el perímetro de la contienda y no logra del todo sostener el ritmo infernal de los otros jinetes. El jefe de la tribu del sur nunca ha aprendido de verdad las brutales reglas del buzkashi. Es un deporte de las estepas, y es el gran hijo de la estepa, el general Dostum, el que gana, o al que los otros jugadores dejan ganar. Puede ser rentable. Dostum se mantiene erguido como un jefe de caballería mientras recibe los aplausos.

A veces, dos equipos luchan entre sí; otras veces, todos luchan contra todos. Éste es uno de los deportes más salvajes del mundo y fue traído a Afganistán por los mongoles de Gengis Kan. También hay en él dinero de por medio: los hombres pudientes del público se juegan millones de afganis en cada partido. Cuanto más dinero, más salvaje es el enfrentamiento. El buzkashi tiene asimismo cierta importancia política. Un jefe local debe ser un buen jugador de buzkashi, o al menos debe poseer una cuadra de buenos caballos y jinetes.

Desde los años cincuenta, las autoridades afganas han intentado reglamentar los partidos. Los participantes siempre dicen que aceptan las reglas, pero saben que es imposible cumplirlas. Incluso después de la invasión soviética, los torneos siguieron, pese al caos que reinaba en el país y a que muchos participantes no podían acudir por tener que cruzar zonas de combate. Los comunistas, que por otro lado intentaron acabar con muchas de las tradiciones arraigadas de los afganos, no se atrevieron a meterse con el buzkashi. Al contrario, intentaron ganar popularidad organizando torneos, con un dictador comunista tras otro en las tribunas a medida que se sucedían los sangrientos golpes de Estado. Aun así, destruyeron gran parte de la base del buzkashi: con la colectivización fueron muy pocos los que pudieron mantener una cuadra de caballos bien entrenados. Los caballos buzkashi fueron dispersados y usados en faenas agrícolas. Al desaparecer la figura del terrateniente, desaparecieron también los caballos y los jinetes.

El régimen talibán prohibió los partidos de buzkashi, deporte tachado de antiislámico. Este fin de año, en Mazar, se celebra el primer buzkashi después de la caída del régimen.

Mansur ha encontrado sitio en primera fila y tiene que echarse rápidamente hacia atrás para evitar los cascos cuando los caballos se encabritan delante de los espectadores. Toma varias películas de fotos: de los vientres de los caballos cuando parece que van a lanzarse sobre él, de un menudo Karzai lejos en la distancia, de un Dostum vencedor. Después del partido saca una foto de sí mismo al lado de uno de los jugadores.

El sol comienza a bajar e inunda el llano polvoriento de rayas rojas. También los peregrinos están cubiertos de polvo. Fuera de la arena, los tres compañeros fatigados encuentran una casa de comida. Sentados el uno frente al otro en esteras delgadas, comen en silencio: sopa, arroz, cordero y cebolla cruda. Mansur devora su porción y pide otra. Saludan sin decir palabra a unos hombres sentados en círculo a un lado; los hombres están echando pulsos. El té llega y la conversación puede empezar.

—¿De Kabul? —preguntan los otros hombres.

Mansur asiente con la cabeza y devuelve la pregunta:

—¿De peregrinaje?

Los otros hombres vacilan antes de contestar.

—Bueno… De hecho, viajamos con codornices —contesta un viejo casi desdentado—. Somos de Herat, hemos hecho un largo viaje, pasamos por Kandahar y Kabul para llegar a Mazar. Aquí se celebran las mejores peleas de codornices.

El hombre saca delicadamente un pequeño bolso de tela de su bolsillo del que extrae un pájaro, una pequeña codorniz medio desplumada.

—Ésta ha ganado todas las peleas en las que le hemos hecho participar. Hemos ganado un montón de dinero con ella. A estas alturas vale varios miles de dólares —se jacta.

El viejo da de comer a la codorniz con sus viejos dedos corvos. La codorniz sacude sus plumas y se despierta. Es tan menuda que cabe en el gran puño del anciano. Se trata de obreros que se han tomado vacaciones. Después de cinco años con peleas ilegales de codornices, a escondidas del régimen talibán, por fin pueden vivir su pasión: contemplar a dos aves que se matan a picotazos. O mejor dicho, se regocijan cuando su propia pequeña codorniz mata a un rival a picotazos.

—Vuelvan mañana a las siete de la mañana, es cuando empezamos —invita el viejo.

Cuando se van los tres jóvenes, les regala un gran trozo de hachís.

—El mejor del mundo. De Herat.

De vuelta en el hotel, prueban el hachís, lían un porro tras otro. Luego duermen como lirones durante doce horas.

Mansur se despierta sobresaltado por la segunda llamada a la oración del ulema. Son las doce y media, la plegaria comienza en la mezquita fuera de la ventana, ¡la plegaria del viernes! De repente, al joven le parece que no puede vivir sin la plegaria del viernes. Tiene que ir a la mezquita y tiene que llegar a tiempo. Descubre que ha dejado su shalwar kamiz en Kabul, la túnica con los pantalones holgados, y no puede ir a la mezquita con ropa occidental. Se desespera. ¿Dónde puede comprar la vestimenta adecuada para ir a rezar? Todas las tiendas están cerradas. Furioso, Mansur empieza a maldecir.

—A Alá no le importa la ropa que lleves —le dice Akbar somnoliento para librarse de él.

—Tengo que lavarme y el agua del hotel ha sido cortada —se queja Mansur.

Pero aquí no puede reprender a Leila, y Akbar le manda a la porra cuando empieza con sus lamentaciones. Pero ¡y el agua! Un musulmán no puede rezar sin lavarse la cara, las manos y los pies. Mansur sigue gimoteando:

—No me va a dar tiempo.

—Hay agua al lado de la mezquita —le dice Akbar antes de volver a cerrar los ojos.

Mansur sale precipitado vestido con sus sucias ropas de viaje. ¿Cómo ha podido olvidarse de su túnica para el peregrinaje? ¿Y de su gorro para rezar? Mientras corre hacia la mezquita azul, maldice su imprevisión. A la entrada divisa a un mendigo con un pie deforme; tiene la pierna hinchada y llena de manchas posada en el suelo y completamente infectada. Mansur le arrebata el gorro de oración, le grita que se lo devolverá y sigue corriendo, ahora con el gorro puesto, que es de un color gris blancuzco y tiene el borde coloreado de un marrón amarillento de sudor.

Deja sus zapatos y pasa descalzo por las baldosas de mármol pulidas por miles de pies desnudos. Se lava las manos y los pies, se pone el gorro y se acerca con paso digno a las filas de hombres girados hacia La Meca. Ha llegado a tiempo. En el enorme recinto, con decenas de filas de más de cien personas cada una, los peregrinos se prosternan. Mansur se coloca atrás y sigue las oraciones; al cabo de unos momentos, ya está en medio de la muchedumbre porque se van añadiendo cada vez más filas. Es la única persona con ropa occidental, pero hace como los otros: la frente en el suelo y el trasero levantado, quince veces. Recita las oraciones que sabe y escucha el discurso de viernes de Rabbani, que es una repetición de lo que dijo el expresidente y teólogo el día anterior.

La plegaria tiene lugar justo al lado de unas barreras en derredor de la mezquita, donde los enfermos incurables esperan la curación. Les colocan detrás de las altas barreras para evitar el riesgo de contagio. Con las hundidas mejillas, amarillentas y pálidas, los tuberculosos rezan a Alí para que les dé fuerza. Entre ellos se encuentran también enfermos mentales, y uno de ellos —un chaval adolescente— se agita y da palmadas, mientras su hermano mayor intenta calmarle. La mayoría, no obstante, se limita a mirar por las rejillas de las barreras con ojos apagados. Del grupo sale un olor a enfermedad y a muerte: sólo a los más enfermos les ha sido concedido el honor de venir aquí. Se arremolinan junto al muro de la cámara funeraria: cuanto más cerca del muro de mosaicos azules, más próximos están de la curación.

«Dentro de dos semanas, todos habrán muerto», piensa Mansur. Su mirada cruza la negra mirada punzante de un hombre con profundas cicatrices rojas. Sus largos brazos huesudos están cubiertos de llagas y de heridas rascadas hasta sangrar, al igual que sus piernas, que sobresalen de su túnica; pero tiene finos y bonitos labios de color rosa pálido que evocan los pétalos de las flores primaverales del albaricoque.

Mansur se estremece y aparta la mirada. La dirige al otro recinto, donde se encuentran las mujeres y los niños: burkas azules desteñidas con hijos enfermos en el regazo. Una madre se ha dormido. Su niño mongoloide intenta contarle algo, pero es como hablarle a una estatua con una tela azul encima. Tal vez esta madre ha caminado descalza durante días para llegar a la mezquita y la tumba de Alí antes del año nuevo. Tal vez ha llevado a su hijo en brazos para curarle. Los médicos no lo pueden ayudar: tal vez Alí pueda.

Otro niño se golpea la cabeza rítmicamente con las manos. Algunas mujeres están apáticas, otras duermen, otras están enfermas, cojas o ciegas. La mayoría, sin embargo, ha venido con sus hijos. Todas esperan los milagros de Alí.

Mansur siente escalofríos por la espalda. Bajo el efecto de ese ambiente extremo, decide cambiar su vida. Se convertirá en una buena persona y en un musulmán aplicado. Respetará las horas de oración, dará limosnas, ayunará, frecuentará la mezquita, no mirará a ninguna chica hasta casarse, se dejará crecer la barba y viajará a La Meca.

En el mismo instante en que acaba la plegaria y Mansur ha hecho su promesa, sobreviene la lluvia. Lluvia con sol. Los edificios sagrados y las baldosas pulidas resplandecen y las gotas de lluvia brillan. Llueve a cántaros, Mansur corre, encuentra sus zapatos y al mendigo del gorro de oración. Le arroja unos billetes y cruza la plaza corriendo bajo la lluvia refrescante.

—¡He sido bendecido! —grita—. ¡Estoy perdonado! ¡Estoy purificado!

El agua dijo al impuro: «Ven aquí».

El impuro respondió: «Me avergüenzo».

El agua insistió: «¿Cómo lavarás tu pecado sin mí?».