X. La matriarca

Una boda es como una especie de pequeña muerte. En los primeros días posteriores, la familia de la novia está de duelo como después de un entierro. Han perdido a una hija vendiéndola o regalándola. Sobre todo las madres están apenadas; ellas, que siempre han sabido todo sobre sus hijas: dónde han ido, con quién se han encontrado, qué han comido. Madres e hijas han pasado gran parte de cada día juntas: se han levantado juntas, han barrido la casa juntas, han cocinado juntas, pero después de la boda, la hija desaparece y pasa a pertenecer a otra familia. Totalmente. La hija no puede visitar a su familia cuando quiere, sino sólo cuando su marido se lo permite, y su familia no puede ir de visita a la nueva casa de su hija sin ser invitada previamente.

En un apartamento del bloque 37 en Microyan, una madre llora a su hija, que sigue viva y se encuentra a sólo una hora de camino. Da lo mismo si su hija vive en Deh Khudaidad, un pueblo a las afueras de Kabul, o en un país extranjero a miles de kilómetros al otro lado del mar; mientras no esté a su lado sobre colchón bebiendo té y comiendo almendras garrapiñadas, la madre se siente igualmente triste.

Bibi Gul casca otra almendra y esconde el resto debajo del colchón para que Leila no las descubra. Su hija menor es la que cuida que no se muera comiendo. Como una enfermera en una clínica de adelgazamiento, le prohibe tocar el azúcar y la grasa, y le quita la comida de las manos cuando intenta comer algo que no debe. Cuando tiene tiempo, cocina platos especiales sin grasa para su madre, pero Bibi Gul vierte la grasa de los platos de los otros sobre su propia comida cuando Leila no la ve. Le encanta el sabor a aceite, a grasa caliente de cordero y a pakoras fritas, le gusta chupar la médula de los huesos al final de la comida. La comida es su refugio, y pese a los esfuerzos de Leila, Bibi Gul no pierde peso; al contrario, su volumen cada vez es mayor. Si no se sacia en la cena, se levanta de noche para lamer los tazones y raspar las ollas. Esconde pequeñas provisiones por todos lados, en viejos cofres, debajo de algunas alfombras, detrás de una caja. En el bolso guarda toffees de Pakistán. Son de la peor y más barata calidad, de color extraño, harinosos y granulosos, sosos, y algunos hasta rancios; pero son toffees al fin y al cabo, con su dibujo de vacas lecheras en el paquete, y nadie la oye cuando se los come.

En cambio, hay que cascar las almendras sin hacer ruido. Bibi Gul está sola en la habitación lamentando su suerte. Sentada en la estera, se mece y mira al vacío con las almendras escondidas en la mano. Pronto no le quedarán más hijas en la casa. Shakila ya se fue; Bulbula está a punto de hacerlo. El día que desaparezca Leila, Bibi Gul no sabrá qué hacer y no tendrá quien la cuide.

—Ningún hombre tendrá a Leila antes de mi muerte.

Muchos han pedido su mano, pero Bibi Gul siempre los ha rechazado. Porque nadie jamás la cuidará como ella.

Bibi Gul, por su parte, ya no mueve un dedo. Sentada en el cojín, bebe té y piensa; su labor está hecha. Cuando una mujer tiene hijas adultas, se convierte en una especie de dirigente del hogar que da consejos y concierta los matrimonios, una vigilante moral de la familia, lo que quiere decir sobre todo la moralidad de las hijas. Vigila que no salgan solas, que se velen debidamente, que no se encuentren con hombres que no sean de la familia, que sean obedientes y educadas; para Bibi Gul la educación es la mayor virtud. Después de Sultán, es ella quien tiene más poder en la familia.

De nuevo sus pensamientos se van a Shakila, que se encuentra ahora detrás de altos muros de arcilla. Se la imagina subiendo pesados cubos de agua del pozo del patio, con gallinas y diez críos huérfanos de madre cogidos a sus faldas. Bibi Gul teme haber cometido un error: ¿y si él no es amable? Además, la casa parece tan vacía sin la presencia de Shakila.

De hecho, el pequeño apartamento no ha quedado exactamente vacío sin la hija. En vez de doce personas, ahora viven once en las cuatro habitaciones. En una duermen Sultán, Sonya y su hija de un año. En otra, Yunus y Mansur, el hermano y el hijo mayor de Sultán, respectivamente. En la tercera, todos los demás: Bibi Gul, sus dos hijas solteras, Bulbula y Leila; los dos hijos menores de Sultán, Eqbal y Aimal, y el primo de éstos, otro nieto de Bibi Gul, Fazil, hijo de Mariam.

La cuarta habitación sirve de almacén de libros y tarjetas postales y de trastero para la ropa de invierno en verano y la ropa de verano en invierno. La ropa de la familia se guarda en grandes cajas, porque ninguna de las habitaciones tiene armario, y cada día se pierde un tiempo infinito en buscar lo que se necesita. De pie o sentadas al lado de las cajas, las mujeres de la familia examinan prendas o zapatos, un bolso torcido o un estuche roto, una cinta, unas tijeras o un mantel. El objeto en cuestión es utilizado o sólo examinado antes de ser devuelto a la caja, pero rara vez algo se tira, con lo que el número de cajas sigue aumentando. Cada día el almacén es reorganizado un poco, porque hace falta mover todo cada vez que alguien busca algo en el fondo de alguna de las cajas.

Aparte de las cajas con la ropa y los trastos, cada miembro de la familia tiene un cofre cerrado con llave. Las mujeres llevan la llave sujeta al vestido. El cofre es su único lugar privado, y cada día se las ve inclinadas sobre los cofres, sentadas en el suelo. Cogen una joya, la miran, tal vez se la ponen, luego la vuelven a guardar, se untan con una crema de cuya existencia se habían olvidado o huelen un perfume que alguien alguna vez les regaló. Quizá miran la foto de un primo y sueñan un poco, o hacen como Bibi Gul y sacan unos toffees o una galleta escondida.

Sultán posee una biblioteca cerrada con candado. Tiene puertas de vidrio por las que se ven las cubiertas, y en el interior hay colecciones de poesía de Hafez y de Rumi, relatos de viajes centenarios y atlas desgastados por el uso. Sultán oculta el dinero en sitios secretos entre las páginas, ya que en Afganistán el sistema bancario no es de fiar. La biblioteca contiene sus obras más preciosas, libros con dedicatorias y otros que él espera algún día tener tiempo para leer. Pero Sultán pasa el día entero en la tienda, sale de casa antes de las ocho por la mañana y no vuelve hasta las ocho de la tarde. Entonces sólo le queda tiempo para jugar un poco con la pequeña Latifa, cenar y tomas algunas decisiones si ha ocurrido algo en la familia en su ausencia. En general, no es el caso, porque la vida de las mujeres caseras es tranquila, y a Sultán le resultaría indigno resolver las rencillas que pudieran haber sucedido entre ellas.

En la parte inferior de la vitrina, Sonya guarda sus pertenencias. Unos bonitos chales, un poco de dinero y juguetes regalados a Latifa, con los que no le permite jugar por considerarlos demasiado valiosos; entre ellos se encuentra una imitación de la muñeca Barbie que Latifa recibió en su primer cumpleaños y que domina en lo alto del mueble, envuelta todavía en su plástico arrugado.

Esa vitrina es el único mueble del piso; la familia no tiene televisión ni radio. Las piezas están amuebladas únicamente con los colchones finos y los grandes cojines duros arrimados a las paredes. Los colchones sirven para dormir por la noche y para sentarse durante el día, mientras que los cojines hacen de almohadas o de respaldos. Para las comidas se extiende un hule en el suelo, alrededor del cual todos se sientan con las piernas cruzadas y comen con los dedos. Después el hule se lava y se vuelve a enrollar.

El suelo es de cemento y está cubierto por grandes alfombras. Las paredes están agrietadas y las puertas torcidas, muchas de ellas no cierran y, por tanto, están siempre entreabiertas. Entre algunas de las habitaciones cuelga solamente una sábana y los agujeros en las ventanas están tapados con viejas toallas.

En la cocina hay un fregadero, un fogón de gas y un hornillo en el suelo. En los marcos de las ventanas se encuentran las verduras y las sobras del día anterior. Los estantes son protegidos con cortinas para mantener la vajilla libre del polvo y de la emanación de gas, pero por mucho que intentan mantener todo limpio, siempre se ve una capa de grasa mezclada con el sempiterno polvo arenisco de Kabul.

El lavabo y el retrete forman una pequeña pieza, separada de la cocina por un tabique y con un tragaluz abierto en lo alto, que no es mucho más que un hueco en el suelo y un grifo. En un rincón hay un horno de leña donde se puede calentar el agua junto a un gran depósito que se llena cuando hay agua corriente. Encima de la cisterna hay un pequeño estante con un frasco de champú, jabón siempre renegrido, cepillos de dientes y un tubo chino de pasta de dientes lleno de una masa granulada con un sabor químico indefinible.

—En otro tiempo éste era un piso elegante —recuerda Sultán—. Teníamos agua, electricidad, cuadros en las paredes, de todo.

Pero la casa fue saqueada y quemada durante la guerra civil, y cuando la familia volvió, estaba completamente devastada y tuvieron que recomponerla lo mejor que pudieron. La parte más vieja de Microyan, donde vive la familia Khan, se encontraba en la primera línea de fuego entre las fuerzas del comandante muyahid Masud y los hombres del abominado Gulbuddin Hekmatyar. Masud ocupaba grandes zonas de Kabul, mientras las tropas de Hekmatyar se desplegaban en una colina en las afueras de la ciudad. Combatían con misiles, y muchos de ellos cayeron en Microyan. En otra colina estaba el uzbeko Abdul Rashid Dostum, y en otra más, el fundamentalista Abdul Rasul Sayyaf. Sus misiles caían en otros barrios. Las líneas se desplazaban de una calle a otra. Hacía cuatro años que luchaban cuando los talibanes llegaron a Kabul y los señores de la guerra huyeron.

Seis años después del fin de los combates, Microyan es todavía un paisaje de guerra, con los edificios perforados por el impacto de balas y granadas. Hojas de plástico sustituyen los vidrios de las ventanas, los techos de los apartamentos tienen grietas y, al estallar, los misiles incendiaron los pisos superiores, que acabaron convirtiéndose en agujeros abiertos.

Microyan fue la escena de algunas de las batallas más violentas de la guerra civil, y la mayoría de los habitantes lo abandonó.

Nadie ha limpiado la colina Maranyan, en las afueras de Microyan, donde se hicieron fuertes las tropas de Hekmatyar, y por ello —a sólo quince minutos de la casa de los Khan— ahí siguen las rampas de misiles, los vehículos acorazados y los tanques bombardeados y desperdigados. En otros tiempos era un lugar muy concurrido por excursionistas, que pasaban allí el día. Es en ese lugar donde está enterrado Nadir Shah, padre de Zahir Shah y víctima de un atentado en 1933. Hoy día sólo quedan las ruinas de la cámara funeraria; la cúpula está agujereada por los impactos y los pilares, agrietados. Justo al lado, el palacio más modesto de su reina está en un estado aún peor; parece un esqueleto sobre un saliente por encima de la ciudad. La lápida se encuentra hecha añicos, pero alguien ha intentado juntar los trozos para permitir leer la cita del Corán que tenía inscrita. La colina entera está minada, pero entre los cartuchos de misiles y los desechos metálicos, y junto a una hilera de piedras redondas, crecen caléndulas naranjas como testimonio de tiempos de paz; lo único en la colina de Maranyan que ha sobrevivido a la guerra civil, la sequía y el régimen talibán.

A la distancia, visto desde la colina, Microyan parece cualquier población de la ex Unión Soviética; los edificios son, efectivamente, un regalo de los rusos. Durante los años cincuenta y sesenta llegaron ingenieros soviéticos a Afganistán para construir lo que se llamó los bloques Jruschov, con los que también llenaron la Unión Soviética, y que eran exactamente los mismos en Kabul, en Kaliningrado y en Kiev. Inmuebles de cinco plantas con apartamentos de dos, tres y cuatro habitaciones.

Al acercarse uno se da cuenta de que el aspecto lamentable no es fruto del clásico deterioro soviético, sino de la guerra; hasta los bancos de cemento delante de las puertas de entrada están rotos y yacen como vehículos accidentados a lo largo de los caminos de tierra en su día asfaltados.

En Rusia estos bancos están ocupados por babushkas, ancianas con bastón, bigote y pañuelo en la cabeza que observan todo lo que pasa alrededor de los bloques. En Microyan sólo los varones viejos siguen sentados delante de los edificios, charlando y moviendo los rosarios entre los dedos. Se sientan a la escasa sombra de los pocos árboles que quedan, mientras las mujeres pasan apresuradas con las bolsas de la compra debajo de la burka, pues ellas no acostumbran a pararse y charlar con un vecino. En Microyan, las mujeres se visitan en los apartamentos si quieren hablar, y cuidan de que no las vea ningún hombre que no sea de la propia familia.

Si bien la zona está construida con el espíritu igualitario soviético, la igualdad no existe ni dentro ni fuera de las casas. Y si bien la idea detrás de los bloques era crear apartamentos sin distinción de clase en una sociedad sin clases, Microyan fue percibido como viviendas idóneas para la clase media, aunque es cierto que el término «clase media» no significa mucho en un país donde la mayoría de los habitantes lo ha perdido todo y donde la situación social ha empeorado en general. Aun así, cuando los bloques se construyeron, era una señal de prestigio dejar las casas de adobe de los pueblos de los alrededores de Kabul por estos apartamentos con agua corriente. Llegaron ingenieros y profesores, pequeños comerciantes y transportistas.

Durante los últimos diez años, la envidiada agua corriente no ha sido más que una broma. En la planta baja hay agua fría corriente durante unas horas cada mañana, y luego nada; a veces el agua llega al primer piso, pero la poca presión hace imposible que alcance alguna vez las plantas superiores. Se han cavado pozos delante de los edificios, y cada día una retahíla de niños sube y baja las escaleras con cubos de agua, botellas y ollas.

Otro orgullo de Microyan solía ser la electricidad. Ahora la oscuridad reina durante gran parte del tiempo: a causa de la sequía, la corriente está racionada a cuatro horas —de las seis de la tarde a las diez de la noche— cada dos días. Cuando un barrio tiene electricidad, el vecino está sumido en la oscuridad; o sencillamente todos están sin luz. No queda más remedio entonces que sacar las lámparas de queroseno y quedar en la penumbra soportando las emanaciones, que producen escozor en los ojos y hacen lagrimear.

En uno de los edificios más antiguos, al borde del río de Kabul, vive la familia Khan. Allí es donde está sentada Bibi Gul sumida en tétricos pensamientos, lejos del pueblo donde creció y encerrada en un desierto de piedras agrietadas. Bibi Gul no ha sido feliz desde que murió su marido, un hombre trabajador y muy religioso, duro pero justo, según sus descendientes.

Después de su muerte, Sultán le sucedió en el trono. Sus palabras han cobrado fuerza de ley, y quien no le obedece es castigado, en principio verbalmente y en casos graves físicamente. Y Sultán no se contenta con reinar en su hogar, sino que también intenta regir la vida de los hermanos que se han ido de casa. Su hermano dos años menor que él le besa la mano cuando se ven, y se debe guardar bien de contradecir a Sultán o, peor aún, encender un cigarrillo en su presencia. Hay que respetar al mayor en todo.

Cuando ni palabras ni golpes funcionan con alguien, se aplica otro castigo: el del rechazo. Sultán ya no habla con Farid, otro hermano menor, ni habla de él desde que se negó a trabajar en su librería y abrió la suya propia y un taller de encuadernación. Sultán ya no le considera su hermano y tampoco permite que los demás parientes tengan trato con él o mencionen su nombre.

También Farid vive en uno de los apartamentos bombardeados en Microyan, a tan sólo unos minutos de distancia. A menudo, pero a espaldas de Sultán —cuando está en la librería—, Bibi Gul y sus otros hijos e hijas van a ver a Farid y a su familia. Antes de casarse, Shakila aceptó la invitación de Farid que todos los parientes —acorde con la tradición— hacen a una chica para despedirse de ella antes de su boda. Shakila desobedeció la prohibición de Sultán y pasó una tarde entera con Farid tras decirle a Sultán que estaría con una tía. En las fiestas para toda la familia, no obstante, a Sultán se le invita y a Farid no. Ninguno de los parientes desea provocar la enemistad de Sultán; sería algo muy desagradable y de nada serviría. Pero es a Farid a quien quieren.

Ya nadie se acuerda de lo que pasó realmente entre Sultán y Farid; sólo se recuerda que un buen día Farid abandonó enfadado la casa de Sultán, y que éste le gritó que los lazos entre ellos quedaban rotos para siempre. Bibi Gul ruega a sus dos hijos que se reconcilien, pero ambos simplemente se encogen de hombros, Sultán porque dice que siempre le corresponde al más joven disculparse, Farid porque opina que Sultán tiene la culpa.

Bibi Gul ha parido trece hijos. Tenía catorce años cuando nació su primera hija, Feroza, y al fin su vida adquirió sentido. Sus primeros años de esposa niña los había pasado llorando, pero ahora era diferente. Como hija mayor, Feroza no pudo estudiar. La familia era pobre y ella tenía que llevar el agua a casa, barrer y cuidar de sus hermanos pequeños. A los quince años fue dada en matrimonio a un hombre de cuarenta: se trataba de un hombre rico, y Bibi Gul pensaba que la riqueza traería la felicidad. Feroza era una chica guapa y obtuvieron por ella una suma considerable, veinte mil afganis.

Los siguientes dos hijos de Bibi Gul murieron cuando todavía eran unos niños. Afganistán tiene un altísimo índice de mortalidad infantil; una cuarta parte de los niños muere antes de cumplir los cinco años. Mueren de sarampión, paperas y resfriados, pero sobre todo de diarrea, porque muchos padres, al ver que expelen todo cuanto comen, piensan que pueden secar la enfermedad dejando de alimentar a los niños afectados. Es un malentendido que se ha cobrado la vida de miles de niños, pero Bibi Gul ya no se acuerda de qué murieron sus dos hijos.

—Simplemente fallecieron.

Luego vino Sultán, querido y respetado, y este niño que sobrevivió hizo por fin mejorar considerablemente la posición de Bibi Gul en su familia política. Mientras el valor de una novia está en su himen, el de una esposa está en el número de hijos que procree. Sultán —como hijo mayor— tenía derecho a lo mejor, aunque la familia siguiera siendo pobre. El dinero que recibieron por Feroza pagó gran parte de los estudios de Sultán. Desde pequeño, tuvo un papel decisivo en la vida familiar, ya que su padre le confiaba tareas de responsabilidad. A los siete años empezó a compaginar los estudios con el trabajo.

Unos años después de Sultán nació Farid, un niño arisco, constantemente metido en peleas y que siempre volvía a casa con la ropa hecha pedazos y la nariz sangrando. Cuando creció, bebía y fumaba —a espaldas de los padres, por supuesto—, pero era la amabilidad misma cuando no estaba enfadado. Bibi le encontró una mujer y ahora está casado y tiene dos hijas y un hijo. No obstante, tiene la entrada prohibida en el edificio 37 de Microyan. A Bibi Gul le rompe el corazón la enemistad entre sus dos hijos mayores.

—¿Por qué no pueden entrar en razón? —suspira.

Después de Farid vino Shakila, la hija alegre, valiente y fuerte. Bibi Gul vierte una lágrima al pensar en su hija transportando pesados cubos de agua.

El siguiente fue Nesar Ahmad. Al pensar en él, Bibi Gul llora todavía más. Nesar Ahmad era un chico tranquilo y simpático, y un alumno aplicado. Iba al instituto en Kabul y quería estudiar para ingeniero igual que Sultán; pero un buen día no volvió. Sus compañeros de clase les informaron que la policía militar había ido y se había llevado a los chicos más fuertes para reclutarlos forzosamente en el ejército. Ocurrió durante la ocupación soviética, cuando las tropas gubernamentales fueron organizadas como divisiones de infantería por la Unión Soviética y se las envió a la primera línea de fuego contra los muyahidin. Estos últimos eran mejores soldados y grandes conocedores del terreno, y se fortificaron en las montañas a la espera del paso de los rusos y de los afganos traidores. En una emboscada desapareció Nesar Ahmad. Bibi Gul cree que sigue vivo. Tal vez esté preso, tal vez haya perdido la memoria, tal vez esté bien y sea feliz en algún sitio. Cada día reza a Alá para que vuelva a casa.

Después de Nesar Ahmad llegó Bulbula, la hija que enfermó de pena por la encarcelación de su padre y que se pasa los días mirando al vacío.

Mariam, que nació unos años más tarde, es, sin embargo, muy espabilada. Niña habilidosa y animada y alumna estudiosa, se convirtió en una hermosa mujer que pronto tuvo multitud de pretendientes. A los dieciocho años fue dada en matrimonio a un chico del mismo pueblo que tenía una tienda y que Bibi Gul consideraba un buen partido. Mariam se fue a vivir con la familia de él, con su cuñado y su suegra. Allí había mucho que hacer, porque la suegra tenía las manos inutilizadas por habérselas quemado en un horno de pan, y algunos dedos le habían desaparecido del todo, mientras que otros se habían soldado entre sí. Pese a todo, los dos medios pulgares que le quedan le permiten comer sola y llevar a cabo tareas simples, cuidar de los críos y transportar algunas cosas manteniéndolas cerca del cuerpo. Mariam fue feliz en su nuevo hogar. Hasta el estallido de la guerra civil. Cuando una de las primas de Mariam se casó en Jalalabad, la familia corrió el riesgo de viajar hasta allí pese a los caminos inseguros, mientras el marido de Mariam, Karimullah, se quedó en Kabul a cuidar de la tienda. Una mañana, cuando fue a abrirla, se encontró en medio de fuego cruzado, recibió una bala en el corazón y murió en el acto. Mariam lo lloró tres años. Finalmente, Bibi Gul decidió, con el consentimiento de la madre de Karimullah, darla en matrimonio a Hazim, hermano del difunto. Mariam acabó con una nueva familia a la que cuidar y se esforzó en consideración al nuevo marido y a los niños. Ahora espera su quinto hijo, y el hijo mayor de su primer matrimonio, Fazil, ya está trabajando, llevando cajas y vendiendo libros en la librería de Sultán. También vive en casa de Sultán para aliviarle el trabajo a Mariam.

Después de Mariam, Bibi Gul parió a Yunus, su hijo favorito. A Yunus lo mima, le compra pequeños regalos y le pregunta si necesita algo; y es él quien suele acabar con la cabeza en su regazo, después de la cena, cuando la familia se adormece sentada o echada en las esteras del apartamento. Yunus es el único de quien su madre sabe la fecha exacta de su nacimiento, porque ocurrió el mismo día del golpe de Estado que acabó con el régimen de Zahir Shah, el 17 de julio de 1973.

Del nacimiento de los otros hijos no se sabe ni el día ni el año. En los documentos de Sultán, el año de nacimiento varía entre 1947 y 1955. Cuando Sultán suma su primera infancia, sus años escolares, la primera guerra y la segunda y la tercera, llega a la conclusión de que tiene cincuenta y tantos. Los otros calculan su edad de la misma forma. Y como nadie sabe nada a ciencia cierta, se puede tener la edad que a uno le apetezca. Shakila, por ejemplo, puede afirmar que tiene treinta años aunque aparenta cinco o seis más.

Después de Yunus vino Basir, que hoy día vive en Canadá, donde su madre le concertó un matrimonio. Bibi Gul vierte otra lágrima porque no sabe nada de él desde que se casó y se fue hace dos años. Lo peor que le puede pasar a Bibi Gul es estar lejos de sus hijos; son lo único que tiene en la vida, descontando las almendras garrapiñadas que guarda en el fondo del cofre.

El último hijo es el causante de que Bibi Gul no pare de comer. Unos días después del parto tuvo que dejarlo a una parienta sin hijos, por mucho que la leche goteaba y Bibi Gul lloraba. La parienta llevaba quince años buscando quedarse embarazada, rezando a Alá, desesperada y probando toda suerte de medicinas y consejos, y finalmente le había pedido un hijo a Bibi Gul, quien esperaba su décimo hijo. Porque una mujer adquiere valor como madre, sobre todo de hijos varones. De entrada, Bibi Gul se había negado.

—No puedo regalar a mi propia carne.

Pero la parienta continuó rogando, lloriqueando y amenazando.

—Sé misericordiosa, tú ya tienes mucha prole y yo no tengo ni un solo hijo. Dame siquiera uno sólo —imploró llorando—. No puedo vivir sin hijos.

Al final, Bibi Gul cedió y le prometió su hijo nonato. Cuando el bebé nació, se quedó con él veinte días dándole el pecho, haciéndole caricias y llorando por tener que regalarlo. Bibi Gul se había hecho una mujer importante a través de sus hijos. Cuantos más, mejor; sin ellos no tenía nada. Pero a los veinte días tuvo que dejar el bebé en manos de su parienta, y aunque le manaba la leche, no podía amamantarlo más. El niño no debía tener ningún lazo con su madre, pues a partir de ese instante ella no sería más que una parienta lejana. Bibi Gul sabe que su hijo está bien, pero sigue afligida por haberlo perdido. Cuando se encuentra con él, tiene que hacer como si no fuera su hijo, según prometió al regalarlo.

La hija menor de Bibi Gul es Leila. Diligente y trabajadora, hace la mayoría de las tareas de la casa. Esta mujer soltera de diecinueve años, al ser la última hija de la familia, está por debajo de todos. Cuando Bibi Gul tenía su edad, ya había parido a cuatro hijos, dos que murieron y dos que sobrevivieron. Pero en este preciso momento todo esto está lejos de sus pensamientos; ahora le preocupa que el té se haya enfriado y que ella haya cogido frío. Esconde las almendras debajo del colchón y quiere que alguien le traiga su chal de lana.

—¡Leila! —grita.

Leila levanta la cabeza de entre las ollas.