IX. Una boda de tercera clase

Víspera del gran día. La habitación rebosa de gente, por todo el suelo hay cuerpos femeninos comiendo, bailando o charlando. Es la noche en que se tiñen con alheña las palmas de las manos y las plantas de los pies de los novios. Se les hace un dibujo color naranja que, según la creencia, brindará felicidad al matrimonio.

Los futuros esposos no están juntos. Los hombres celebran una fiesta y las mujeres otra. A solas, las mujeres despliegan una actividad frenética, casi inquietante. Se dan palmadas en el trasero y se pellizcan los pechos las unas a las otras, bailan entre ellas, los brazos se mueven como serpientes y las caderas como las de las bailarinas árabes del vientre. Como innatas seductoras, las chiquillas bailan y ondulan sus cuerpos, con la mirada desafiante y las cejas levantadas. Hasta las mujeres mayores se atreven a bailar, aunque en general abandonan antes de que la danza llegue a su punto álgido. De esa manera, demuestran que todavía lo pueden hacer, pero que simplemente no les da la gana llegar hasta el final.

Shakila está sentada sobre el único mueble de la habitación: un sofá que ha sido traído para la ocasión. Como le corresponde, sigue la escena de lejos sin bailar ni sonreír, porque su alegría ofendería a la madre que está abandonando, mientras que la tristeza contrariaría a su futura suegra. El rostro de la novia debe permanecer impasible, no debe mirar en derredor, sino mantener la mirada perdida en el vacío. Shakila cumple la misión con brillantez, como si toda su vida hubiera estado preparándose para esta noche. Erguida como una reina, conversa tranquilamente con quien esté sentada a su lado en el sofá, un honor que todas disfrutan por turnos. Sólo sus labios se mueven cuando contesta las preguntas de las invitadas.

Vestida de rojo y verde, negro y oro, Shakila parece estar envuelta en la bandera afgana para ser luego rociada de oro. Sus pechos sobresalen como dos cúspides; está claro que le va bien el sostén comprado a ojo. Debajo del vestido, su cintura está estrechamente atada y tiene el rostro untado con espesas capas de Perfact, los ojos realzados con khol y los labios pintados con su nuevo carmín. En una palabra, ha logrado el aspecto de novia perfecta, que es tener una apariencia tan artificial como la de una muñeca; de hecho, la palabra novia y la palabra muñeca son la misma en dari: arus.

Por la noche, una romería con panderetas, tambores y linternas pasa delante de la puerta principal. Son las mujeres de la casa de Wakil, sus futuras cuñadas, sobrinas y otras parientas. Cantan en la oscuridad total de la noche dando palmadas y bailando:

Hemos venido a buscar a esta joven en su casa para llevarla a la nuestra.

Novia, no bajes la cabeza ni derrames lágrimas amargas.

Es deseo de Alá, más bien dale las gracias a Alá.

Ay, Mahoma, mensajero de Alá, resuelve los problemas de la joven.

¡Hazle fáciles las cosas difíciles!

Las mujeres de la casa de Wakil bailan sensualmente agitando los chales y los pañuelos que cubren sus caras y sus cuerpos. La habitación está llena de vaho y exhala una dulce fragancia de sudor, y aunque las ventanas están abiertas de par en par y las cortinas ondean al viento, el viento fresco de la primavera no es suficiente para refrescar a las mujeres.

Sólo la llegada de fuentes rebosantes de pilau marca una pausa en la danza. Todas se sientan en el suelo donde antes bailaban; sólo las mayores lo hacen en los cojines arrimados a la pared. Leila —la hermana menor de Shakila— y sus primas más pequeñas traen la comida, cocinada en gruesas ollas en el patio de atrás. Se ponen en el suelo fuentes llenas de arroz, con grandes trozos de cordero, con berenjenas en salsa de yogur, con tallarines de espinacas y de ajo y con patatas en salsa de pimiento. Las mujeres se juntan en grupos alrededor de las fuentes, y con la mano derecha aprietan el arroz y se lo llevan a la boca. Comen la carne y la salsa con trozos de pan que arrancan de las hogazas, todo con la mano derecha. La izquierda es la mano impura y no se emplea. Ahora sólo se oyen los ruidos de la masticación. La comida se consume en silencio, silencio que las mujeres sólo rompen para invitarse mutuamente a servirse más. Es una muestra de buena educación dar los mejores trozos a la vecina.

Cuando todas están satisfechas, puede comenzar la ceremonia de la alheña. Es tarde y ya nadie baila, algunas se han dormido y otras están echadas o sentadas alrededor de Shakila, observando cómo la hermana de Wakil le unta la masa verde de musgo en las manos y los pies, cantando la canción de la alheña. Una vez las manos están untadas, Shakila tiene que cerrarlas y su futura cuñada rodea cada puño con tiras de tejido, para que se formen los dibujos. Luego los envuelve en trozos de tela para evitar que ensucien su ropa o las sábanas. La hermana de Wakil desviste a Shakila hasta dejarla en ropa interior —bragas largas de algodón blanco y una túnica— y la estira en una estera en medio del suelo con un cojín grande debajo de la cabeza. Luego la alimentan con carne, hígado asado y gajos de cebolla que ha preparado su hermana especialmente para Shakila, la que va a dejar a su familia.

Bibi Gul está contemplando a su hija desde su asiento siguiendo con los ojos cada bocado que las hermanas le dan de comer. La madre de la novia rompe a llorar y todas la acompañan mientras confían en que Shakila tendrá una buena vida.

Cuando ésta termina de comer, se arrellana junto a Bibi Gul en posición fetal y su madre la abraza. Shakila nunca ha dormido en otro cuarto que no fuera el de su madre. Hoy es la última noche que pasará en su regazo. La próxima dormirá en el dormitorio de su marido.

Unas horas más tarde la despiertan. Sus hermanas desatan los trozos de tela que cubren sus manos, quitan la alheña rascando y dejan a la vista los dibujos naranjas en las palmas y los pies. Shakila se limpia del rostro la pintura de muñeca de la noche anterior y, como de costumbre, toma un abundante desayuno. Come carne asada, pan, mermeladas y pudín, y bebe té.

A las nueve la novia está lista para ser maquillada, peinada y acicalada. Acompañada por Leila, Sonya y una prima, sube a un piso en Microyan. Es un salón de belleza que también existía en tiempo de los talibanes. Incluso en aquella época, las novias querían ponerse guapas aunque estuviera prohibido, y se aprovechaban de una de las normas del régimen: llegaban veladas al salón de belleza y salían de él de la misma forma, pero con una nueva cara bajo el velo.

La maquilladora dispone de un espejo, una silla y un estante con frascos y tubos que —a juzgar por el diseño y el estado— parecen datar de hace varios decenios. En las paredes ha colocado carteles con estrellas cinematográficas de Bollywood, la meca del cine hindú. Las bellezas escotadas dirigen sonrisas insinuantes a la novia circunspecta.

Poca gente diría que Shakila es guapa. Tiene grandes los poros de la piel, los párpados hinchados, la cara ancha y la mandíbula prominente. Pero tiene los dientes más bonitos y más blancos del mundo, el pelo brillante y la mirada traviesa, y ha sido la hija más solicitada de Bibi Gul.

—No sé por qué me gustas tanto —le había dicho Wakil durante la cena en casa de Mariam—. No eres ni siquiera guapa.

Lo había dicho con ternura, y Shakila se lo había tomado como un cumplido. Ahora sólo se esfuerza por ser lo bastante bella y su mirada juguetona se ha apagado. Una boda es un asunto sumamente serio.

Primero le enroscan la melena oscura con pequeños rulos de madera, después le depilan las cejas pobladas y unidas. Ésta es la señal definitiva de que está a punto de convertirse en una mujer casada: antes del matrimonio, las mujeres no se pueden depilar las cejas. Shakila chilla, la maquilladora depila. Las cejas se vuelven arcos bonitos y Shakila admira el resultado en el espejo; su mirada entera parece haberse elevado un poco.

—Si hubieras venido antes, también te hubiese decolorado el vello del labio superior —comenta la esteticista y le muestra un tubo misterioso y algo desconchado que indica «Cream bleach for unwanted hair».

La esteticista unta la cara entera de Shakila con Perfact y le cubre los párpados con una sombra pesada y brillante en rojo y oro. Luego realza los ojos con un gran lápiz de khol y selecciona un carmín de un rojo marrón.

—Haga lo que haga, no seré nunca tan guapa como tú —se lamenta Shakila a Sonya, pero su cuñada, más joven que ella, sólo sonríe y refunfuña algo ininteligible. En ese momento se está poniendo un vestido de tul de color azul claro.

Cuando Shakila ya está maquillada, le toca a Sonya ser embellecida, mientras las otras ayudan a la novia a ponerse el vestido. Leila le ha dejado una faja, una cinta larga y elástica que le acentuará el talle. El vestido de mañana es de un verde menta vivo y brillante, con puntillas sintéticas, volantes y bordes dorados. El vestido tiene que ser verde, el color del islam y de la suerte.

Una vez bien ajustado el vestido y los pies forzados a entrar en los zapatos de altos tacones, la esteticista le quita los rulos. Rizado, el pelo se mantiene en su sitio gracias a un broche bien apretado encima de la cabeza, mientras el flequillo —con la ayuda de grandes cantidades de laca— es esculpido en forma de ola a un lado de la cara. Después le colocan el velo de color verde menta y, finalmente —como adorno adicional—, le fijan en la cabellera una decena de pequeñas pegatinas, estrellas azul cielo con el borde dorado, y en cada mejilla, tres estrellas plateadas. Shakila empieza a parecerse a las actrices de Bollywood que cuelgan de la pared.

—¡Ay! ¡El paño, el paño! —grita Leila de repente—. ¡Ay!

—¡Oh, no! —exclama Sonya mirando a Shakila, que no reacciona.

Leila se levanta y sale precipitadamente de la habitación. Por suerte no está lejos de casa. ¿Cómo ha sido capaz de olvidar el paño, lo más importante de todo…?

Las demás permanecen quietas, sin dejarse perturbar por el pánico de Leila. Una vez que todas tienen pegatinas en el pelo y en las mejillas, se ponen las burkas. Shakila intenta colocarse la suya sin que le estropee el peinado, y por eso no la aprieta sobre la cabeza como de costumbre, sino que la deja reposar encima de su cabellera rizada sin tirar de ella. Por este motivo, la rejilla no queda en su sitio delante de los ojos, sino en lo alto de su cabeza. Sonya y una prima la tienen que guiar como a una ciega por la escalera; Shakila prefiere caerse antes que ser vista sin burka.

Y no se la quita hasta llegar al patio de su hermana Mariam, donde se celebrará la boda. Para entonces, su pelo ha perdido un poco de volumen. Wakil todavía no ha llegado, pero los invitados se echan encima de ella en cuanto entra. El patio bulle de gente que ya está comiendo pilau, kebabs y albóndigas de carne. Están invitados cientos de parientes, y un cocinero y su hijo han estado picando, cortando, preparando y cocinando desde el alba. Para el banquete de la boda se han comprado ciento cincuenta kilos de arroz, cincuenta y seis de cordero, catorce de ternera, cuarenta y dos de patatas, treinta de cebollas, cincuenta de espinacas, treinta y cinco de zanahorias, uno de ajos, ocho de pasas, dos de nueces diversas, treinta y dos litros de aceite, catorce kilos de azúcar, dos de harina, veinte de huevos, varias clases de especias, dos kilos de té verde, dos de té negro y diecisiete de caramelos.

Después de la comida, veinte hombres entran en la casa vecina donde se encuentra Wakil. Es hora de negociar los últimos detalles económicos y de precisar las obligaciones futuras. Wakil tiene que garantizar una suma de dinero en caso de divorciarse de Shakila sin una razón legítima, y tiene que prometer mantenerla con ropa, comida y vivienda. Es Sultán quien negocia en nombre de su hermana menor, y los hombres de las dos familias firman el contrato. Desde detrás de las cortinas en casa de Mariam, Shakila y sus hermanas los observan salir. Mientras los hombres negociaban, la novia se ha puesto el vestido blanco; ahora el velo de cortina soviética le cubre el rostro por completo. Está sentada, esperando que Wakil sea conducido a ella para luego salir juntos. El novio entra con cierta timidez y se saludan bajando debidamente los ojos. Luego salen juntos sin mirarse. Al detenerse, ambos deben pisar al otro, y el que lo hace primero será el jefe. Wakil gana, o Shakila le deja ganar, como se debe hacer: no queda bien arrogarse un poder al que no se tiene derecho.

Dos sillas están colocadas en el patio y los novios deben sentarse al unísono. De sentarse primero el novio, será dominado por la novia. Ninguno de los dos quiere sentarse, y al final Sultán se coloca detrás de ellos y poniéndoles una mano en cada hombro les ayuda a que tomen asiento en perfecta sincronización. Todos aplauden.

Feroza, la hermana mayor de Shakila, cubre a la pareja a medias con una manta y sostiene un espejo delante de sus caras. La tradición exige que este instante sea el primero en que sus miradas se crucen, y Wakil y Shakila fijan las miradas en el espejo como si nunca se hubieran visto. Feroza mantiene el Corán encima de sus cabezas, mientras un ulema los bendice. Con las cabezas gachas, los novios reciben las palabras de Alá.

A continuación se coloca una bandeja delante de ellos con un pudín hecho con migas de galletas, azúcar y aceite y condimentado con cardamomo. Provocando el aplauso de toda la concurrencia, se dan de comer y beber el uno al otro para mostrar que cada uno de ellos desea al otro una buena vida.

Pero no a todo el mundo le entusiasma brindar con limonada.

—En otras épocas, el brindis de la boda se hacía con champán —cuchichea una tía recordando tiempos más liberales—. Pero esos tiempos no volverán, supongo —añade suspirando.

La época de las medias de nailon, de los vestidos occidentales, de los brazos desnudos y, sobre todo, de la inexistencia de la burka no es más que un recuerdo lejano.

—Una boda de tercera clase —comenta entre susurros Mansur, el hijo mayor de Sultán—. Comida mala, ropa ordinaria, albóndigas y arroz, túnicas y chales. Cuando yo me case, alquilaré la sala de baile del hotel Intercontinental, todo el mundo tendrá que llevar ropa moderna y serviremos la mejor comida que exista. Comida de importación —señala antes de cambiar de idea—. No, de hecho, me casaré en el extranjero.

La fiesta de Shakila y Wakil se celebra en la casa de adobe de Mariam y en el patio donde nada crece. Los retratos de boda quedan enmarcados por la guerra: detrás de los novios, la pared está agujereada por el impacto de las balas y de las explosiones de las granadas. Con las miradas fijas, los novios posan para el fotógrafo, y la falta de sonrisas y el muro del fondo confieren una dimensión trágica a la escena.

Ahora es el momento de la tarta. Los novios cogen el cuchillo entre los dos y la cortan con aire de suma concentración. Se dan de comer con las bocas casi cerradas como si se resistieran a abrirlas completamente, y se ensucian de migas.

Luego hay música y baile. Para muchos convidados, es la primera boda después de la salida de los talibanes, y por tanto es la primera vez en mucho tiempo que se celebra con música y baile. El régimen talibán privó a la gente de la mitad del placer de las bodas cuando suprimió la música. Ahora todos se lanzan al baile, salvo los novios, que siguen en sus asientos como espectadores. Es media tarde, y por culpa del toque de queda, las bodas se celebran de día y no de noche como antes. Todos tienen que estar en sus casas a las diez.

En el crepúsculo, los novios dejan la fiesta en medio de un jaleo de bocinazos y gritos. En un vehículo adornado con flores y cintas se dirigen a la casa de Wakil; quienes encuentran sitio en algún coche se suman al cortejo. En el de Wakil y Shakila se amontonan ocho personas, y en otros hay incluso más gente. Dan una vuelta por las calles vacías de Kabul, que está celebrando el fin del Ramadán, el Id al Fitr. Los vehículos pasan las rotondas a cien por hora, compitiendo por encabezar el cortejo. La colisión de dos coches pone cierto freno al ambiente festivo, pero nadie ha sufrido daños graves, y con los faros rotos y los capós abollados, los vehículos continúan hacia la casa de Wakil. El fin de este trayecto representará una entrega simbólica: Shakila deja su familia para ser recogida por la de su marido.

Los parientes más cercanos entran con los novios en la casa de Wakil, donde sus hermanas han preparado té para todos. Éstas son las mujeres con las que Shakila va a compartir el patio, y aquí es donde se encontrarán alrededor de la fuente de agua, aquí donde lavarán la ropa y darán de comer a los pollos. Los mocosos miran con curiosidad a su nueva madre, se esconden en las faldas de sus tías, pero siguen contemplando con devoción a la novia de oro centelleante. La música ha quedado lejos y los gritos de júbilo se han ido apagando. Con dignidad, Shakila franquea el umbral de su nuevo hogar, que es espacioso y de techos altos. Como todas las casas de cualquier aldea, la de Wakil está construida de adobe y tiene anchas vigas en el techo. Las ventanas están cubiertas con plásticos; tampoco Wakil se atreve a creer que han acabado realmente las bombas y los misiles, y aplaza el momento de cambiarlas.

Todos se descalzan y pasean tranquilamente por la casa. Después de llevar todo el día los finos y altos zapatos blancos, ahora los pies de Shakila aparecen enrojecidos e hinchados. Los invitados aún presentes entran en el dormitorio, donde una enorme cama de matrimonio ocupa casi toda la habitación. Shakila contempla orgullosa la colcha y los cojines de color rubí, brillantes y lisos, así como las nuevas cortinas rojas que ella misma ha cosido. Mariam había ido el día anterior a preparar el cuarto y había colgado las cortinas, extendido el cubrecama y dispuesto la decoración de la boda. Shakila no había ido previamente a la casa que gobernará hasta el fin de sus días.

Durante toda la celebración de las nupcias, nadie ha visto a los novios intercambiar una sola sonrisa. Ahora, en su nueva casa, Shakila no se puede contener.

—Qué bonito está todo —felicita a su hermana.

Por primera vez en su vida tiene su propio dormitorio, y por primera vez dormirá en una cama. Se sienta al lado de Wakil sobre el suave cubrecama.

Falta todavía el último acto de la ceremonia. Una de las hermanas de Wakil ofrece un clavo grande y un martillo a Shakila, que sabe lo que se espera de ella. Se dirige a la puerta de la habitación y fija el clavo encima de ella. Cuando el clavo está completamente hundido, todos aplauden y la madre de la novia solloza. Shakila ha simbolizado con este acto que clava su destino a esta casa.

Al día siguiente antes del desayuno, la tía de Wakil va a casa de Bibi Gul. En la bolsa lleva el paño que Leila por poco se olvidó de traer, lo más importante de todo. La anciana lo saca con reverencia y se lo entrega a la madre de Shakila. Está manchado de sangre. Bibi Gul da las gracias y sonríe, pero llorando a lágrima viva. Pronuncia rápidamente una pequeña oración de agradecimiento. Todas las mujeres de la casa acuden en tromba, y Bibi Gul muestra el paño a todas; hasta las chiquillas de Mariam ven el paño sangrante.

Sin sangre, hubiera sido Shakila y no el paño quien habría sido mandada de vuelta a la familia.