El festín ha terminado. El suelo está lleno de huesos de cordero y de pollo. Hay grumos de arroz pegados al mantel junto con manchas rojas de salsa de chiles, charcos blancos de yogur líquido y trozos dispersos de pan y de cortezas de naranja, que parecen los últimos restos del banquete.
En unos cojines arrimados a la pared están sentados tres hombres y una mujer. En el rincón cerca de la puerta están de cuclillas dos mujeres que no han participado en el banquete, y bajo sus chales miran fijamente pero evitando cualquier contacto visual. Las cuatro personas sentadas cerca de la pared saborean lentamente su té, meditabundas y con aspecto de estar agotadas. Han acordado lo esencial y las decisiones han sido tomadas. Wakil se queda con Shakila, y Rasul con Bulbula. Sólo falta establecer el precio de las novias y las fechas.
Alrededor del té y de unas almendras garrapiñadas valoran a Shakila en cien dólares, mientras Bulbula resulta gratis. Wakil tiene el dinero listo; saca un billete del bolsillo y se lo tiende a Sultán, que lo recibe con aire arrogante y sin mostrar mayor interés. El precio obtenido no es nada del otro mundo. Rasul, por su lado, se siente aliviado: le hubiera costado años ahorrar el dinero suficiente para la boda y la dote de la novia. Sultán sólo se siente satisfecho a medias por sus hermanas. Por haber sido exigentes, se han perdido varios buenos pretendientes y también muchos años. Quince años antes hubieran podido tener maridos jóvenes y ricos.
—Habéis sido demasiado exigentes.
Pero no fue Sultán, sino su madre Bibi Gul, quien ha decidido la suerte de ambas. Ahora está contenta y se balancea sentada con las piernas cruzadas en el suelo. La lámpara de gas baña su rostro con una luminosidad apacible, las manos descansan pesadas en el regazo y sonríe complacida. Ya no parece prestar atención a la conversación. Bibi Gul fue dada en matrimonio a los once años a un hombre veinte años mayor como parte de un contrato de matrimonio entre dos familias. Sus padres habían pedido la mano de una de las hijas de los vecinos para su hermano; y esta familia había puesto como condición quedarse con Bibi Gul para su hijo mayor que la había visto en el patio.
Tras un matrimonio de muchos años, tres guerras, cinco golpes de Estado y trece partos, la viuda ha renunciado finalmente a sus dos penúltimas hijas. Se las ha guardado mucho tiempo; ambas pasan de los treinta y carecen por ello de mucho valor en el mercado matrimonial. Sus maridos ya son veteranos: el que sale esta noche como prometido de Shakila es un viudo de cincuenta años, padre de diez niños. El novio de Bulbula también es viudo, pero sin hijos.
Si bien muchos opinan que Bibi Gul ha actuado mal con sus hijas, ella ha tenido sus razones para quedárselas tanto tiempo. Considera a Bulbula poco dotada y bastante inútil, y lo dice abiertamente y sin la menor vergüenza delante de su hija. Bulbula tiene una mano paralizada y cojea de un pie.
—No va a poder ocuparse de una familia numerosa —estima su madre.
A los seis años, Bulbula cayó enferma de repente. Se recuperó luego, pero siguió teniendo problemas al moverse. Su hermano afirma que es la polio, el médico no está seguro y Bibi Gul piensa que es la pena. Está convencida de que Bulbula cogió la enfermedad a causa de la tristeza de ver a su padre en la cárcel: el padre fue detenido y acusado de haber robado en el almacén donde trabajaba. Bibi Gul sostuvo su inocencia y él salió de la cárcel después de unos meses, pero Bulbula nunca sanó del todo.
—Ella cumplió la condena de su padre —dice la madre.
Bulbula no asistió a la escuela porque —según sus padres— el padecimiento le había afectado también a la cabeza, de modo que no pensaba claro. La niña pasó la infancia a la vera de su madre, y si bien el mal la libró de las tareas de la casa, era como si también hubiera sido el responsable de que ella no tuviera vida. Nadie quería relacionarse con Bulbula, nadie jugaba con ella, nunca nadie le pidió ayuda.
Pocos saben de qué hablar con Bulbula. Esta mujer de treinta años ha asumido un extraño aire de inercia, y parece como si se arrastrara por la vida o como si estuviera saliendo de este modo de ella. Tiene grandes ojos vacíos y la boca casi siempre entreabierta, con el labio inferior colgante como si estuviera a punto de dormirse. En el mejor caso escucha la conversación de los demás, pero ni eso lo hace con un mínimo de entusiasmo. Bibi Gul ya se había resignado a que Bulbula pasara el resto de su vida vagando por la casa y durmiendo a su lado; pero pasó algo que le hizo cambiar de idea.
Un día Bibi Gul se puso la burka, se llevó a Bulbula y paró un taxi para ir a ver a su hermana en el pueblo. Normalmente iba caminando, pero en los últimos años había engordado tanto que sentía molestias en las rodillas y no se veía con fuerzas suficientes para andar los pocos kilómetros que la separaban de la aldea. El hambre que había pasado en la infancia, la pobreza y las fatigas de sus años de joven esposa la habían llevado a desarrollar una obsesión con la comida: no podía parar de comer hasta vaciar todas las fuentes.
El taxista que fue a llevar a esta enorme burka y a su hija era un primo lejano, el apacible Rasul, que había perdido a su mujer en un parto unos años antes.
—¿Ya encontraste una nueva esposa? —le preguntó Bibi Gul.
—No.
—¡Qué lástima! Inshalá («si Alá quiere»), encontrarás una pronto —comentó Bibi Gul antes de contarle las últimas novedades de su propia familia, de sus hijos, sus hijas y sus nietos.
Rasul pilló la indirecta y, unas semanas más tarde, su hermana vino a pedir la mano de Bulbula. «Con él sí que puede», pensó Bibi Gul, que aceptó en el acto, una reacción del todo inusual. Dar una hija tan fácilmente significa que no vale nada y que la familia se alegra de librarse de ella. La espera y la indecisión aumentan el valor de la chica; la familia del varón tiene que ir varias veces a la casa de la muchacha y suplicar, convencer y traer regalos. En el caso de Bulbula, los trámites fueron los mínimos y no se hicieron los regalos acostumbrados.
Mientras Bulbula mira al vacío —como si la conversación no la concerniera—, su hermana Shakila escucha atenta. Las dos son el polo opuesto. Shakila es vivaracha y bulliciosa, el centro de atención de la familia. Llena de ganas de vivir, se ha vuelto guapa y regordeta acorde con el ideal femenino afgano.
En los últimos quince años numerosos pretendientes han acudido a pedir su mano. Le sucede desde que era una adolescente esbelta hasta ahora que permanece sentada y desenvuelta detrás de la estufa, escuchando sin decir palabra cómo su madre y su hermano regatean. Shakila ha puesto condiciones sine qua non a los pretendientes. Cuando venían las madres de éstos a ver a Bibi Gul, ella no preguntaba —como de costumbre— si eran ricos.
—¿Permitirán ustedes que ella siga sus estudios? —era la primera y obligada pregunta.
La respuesta siempre era negativa y entonces el matrimonio quedaba descartado. Shakila quería estudiar y aprender, pero ningún pretendiente veía la ventaja en tener una mujer con estudios e ideas propias. Además, ellos mismos eran a menudo analfabetos. Shakila terminó sus estudios y se hizo profesora de matemáticas y biología. Cuando nuevas madres acudían a su casa para pedir la mano de la atractiva Shakila para sus hijos, Bibi Gul preguntaba:
—¿Permitirán ustedes que ella siga trabajando?
No, eso no. Y Shakila siguió soltera.
Obtuvo su primer puesto de profesora en los tiempos en que la guerra contra la Unión Soviética causaba estragos. Todas las mañanas caminaba a pasitos cortos —con tacones altos y faldas que llegaban a las rodillas, al estilo de los años ochenta— hasta el poblado de Deh Khudaidad. Ahí no llegaban ni balas ni granadas, pero estalló en Shakila un enamoramiento.
Por desgracia, Mahmud ya estaba casado, en un matrimonio concertado e infeliz. Tenía unos años más que Shakila y era padre de tres hijos. Disimulaban sus sentimientos y se encontraban en sitios donde nadie les veía, o se llamaban y se decían palabras dulces. Nunca se vieron fuera del colegio. Durante uno de sus encuentros clandestinos hicieron planes para estar uno al lado del otro: Mahmud tomaría a Shakila como segunda esposa.
Pero Mahmud no podía ir él mismo a los padres de Shakila para pedir su mano. Tenía que pedir a su madre o a su hermana que lo hicieran en su nombre.
—No lo harán jamás.
—Y mis padres no aceptarán —suspiró Shakila.
Mahmud creía que sólo Shakila podría convencer a su madre de hacer una visita a la familia Khan para pedirla en matrimonio. Propuso que ella pretendiera estar loca y desesperada, amenazando con suicidarse si no podía casarse con Mahmud. Debía arrojarse a los pies de sus padres y afirmar que el amor la corroía; entonces sus padres aceptarían el matrimonio. Para salvar sus vidas.
Pero Shakila no tenía el valor de ponerse a chillar y Mahmud no osaba rogar a las mujeres de su familia para que fueran a ver a la de su amada. No podía, por supuesto, hablar de Shakila a su esposa, y Shakila intentaba en vano hablar con su madre, quien pensaba que su hija bromeaba o prefería creerlo así cuando Shakila decía que quería casarse con un compañero de trabajo, padre de tres hijos.
Durante cuatro años, Mahmud y Shakila continuaron viéndose y soñando en la escuela del pueblo hasta que él fue ascendido y tuvo que cambiar de escuela. No podía rehusar la promoción. A partir de entonces, sólo tuvieron contacto telefónico. Shakila se sintió inmensamente desdichada y echaba de menos a su amante, pero no lo dejaba notar. Era una vergüenza estar enamorada de alguien inaccesible e imposible.
Entonces estalló la guerra civil, la escuela cerró y Shakila se refugió en Pakistán. Al cabo de cuatro años de guerra llegaron los talibanes, y si bien los misiles cesaron de caer y la paz volvió a Kabul, la escuela donde ella había trabajado no volvió a abrir. Las escuelas de mujeres permanecieron cerradas. En un abrir y cerrar de ojos, Shakila perdió toda posibilidad de encontrar otro trabajo, tal como les sucedió a todas las mujeres de Kabul. Desaparecieron así dos tercios de los maestros y profesores de la ciudad, y varias escuelas de varones también cerraron porque el profesorado era femenino. No había suficientes hombres cualificados para mantenerlas abiertas.
Los años pasaron. Las pequeñas señales de vida de Mahmud desaparecieron del todo cuando las líneas telefónicas quedaron cortadas durante la guerra civil. Shakila se quedó en casa con las otras mujeres. No podía trabajar, no podía salir sola, tenía que ponerse el velo. Hacía tiempo que la vida había perdido todo interés para ella, y cuando cumplió treinta años, los pretendientes dejaron de venir.
Un día, cuando llevaba casi cinco años en la prisión domiciliaria ideada por los talibanes, la hermana de Wakil —un pariente lejano— vino a pedirle su mano a Bibi Gul.
—Su mujer falleció repentinamente y los críos necesitan una madre. Es bondadoso y tiene un poco de dinero. Nunca ha sido soldado y jamás ha hecho algo ilegal, es honrado y tiene buena salud —contó la hermana, y añadió en voz baja—: Su mujer se volvió loca de repente y murió. Deliraba y no reconocía a ninguno de nosotros. Fue terrible para los niños…
Urgía encontrar una mujer para este padre de diez hijos. De momento, los mayores se ocupaban de los más pequeños, pero la casa estaba hecha un desastre. Bibi Gul contestó que se lo pensaría; luego se informó sobre el hombre en cuestión consultando a amigos y parientes. Llegó a la conclusión de que era un individuo trabajador y honrado. Además, no había tiempo que perder si Shakila quería tener sus propios hijos.
—Tenía grabado en la frente que ya debía irse de esta casa —decía Bibi Gul a todo el que quería escucharla.
Como de todos modos los talibanes no autorizaban a las mujeres a trabajar, esta vez no preguntó si la nueva familia dejaría hacerlo a Shakila, pero pidió que Wakil fuera a su casa en persona. Normalmente, un matrimonio es fruto del acuerdo entre los padres, pero como el novio rondaba los cincuenta, Bibi Gul quería verle. Wakil era camionero, y como esos días estaba haciendo largos trayectos, volvió a mandar a su hermana, luego al hermano, y de nuevo a la hermana, pues nunca encontraba tiempo para ir él en persona. El noviazgo se alargaba.
Entonces llegó el 11 de septiembre y Sultán mandó otra vez a sus hermanas y sus hijos a Pakistán, al amparo del bombardeo que se esperaba. Fue entonces cuando Wakil hizo acto de presencia.
—Hablaremos cuando las cosas vuelvan a la normalidad —declaró Sultán.
Cuando dos meses más tarde los talibanes huyeron de Kabul, Wakil se presentó en la casa otra vez. Las escuelas seguían cerradas y a Bibi Gul no se le ocurrió preguntarle si permitiría trabajar a Shakila.
Desde el rincón detrás de la estufa, Shakila escucha cómo su destino y la fecha de su boda se deciden. Las cuatro personas sentadas en los cojines toman todas las decisiones sin que las dos parejas de recién prometidos hayan intercambiado una sola mirada todavía. Wakil mira a Shakila furtivamente, pero ella tiene la mirada fija en el vacío todo el rato.
—Soy muy feliz por haberla encontrado —comenta Wakil a Sultán con los ojos puestos en su prometida.
Se acerca la hora del toque de queda y los dos hombres se despiden y desaparecen apresurados en la oscuridad. Quedan detrás dos mujeres con las miradas vacías que han sido dadas en matrimonio: ni siquiera miraron a los hombres cuando éstos se despidieron. Ahora Bulbula se levanta con dificultad y suspira. Su hora no ha llegado todavía; pueden pasar muchos años antes de que Rasul consiga ahorrar el dinero que necesita para la boda. Parece que a Bulbula le da igual; se limita a echar más leña en la estufa antes de salir de la habitación arrastrando los pies para ir a fregar la vajilla y realizar sus otras tareas. Nadie la importuna con preguntas, simplemente está ahí, como siempre.
Shakila se ruboriza cuando sus hermanas se le echan encima.
—¡Será dentro de tres semanas! Tienes que darte prisa.
—No me da tiempo —se lamenta, aunque la tela para su vestido de novia ya está elegida y sólo hay que entregarla al sastre.
Pero falta todo el ajuar, la ropa de cama y la vajilla. Wakil es viudo y ya lo tiene todo, pero de todas formas la novia debe aportar algo nuevo.
A diferencia de Bibi Gul, Shakila sólo está un poco satisfecha.
—Es pequeño, y a mí me gustan altos —dice a sus hermanas, y hace un gesto de desagrado—. Es calvo…, y podría ser un poco más joven. ¿Y si acaba siendo un tirano? ¿Y si no es bueno conmigo? ¿Y si no me deja salir?
Sus hermanas se quedan pensativas y reflexionan sobre estas posibilidades.
—Imaginad que no me deja veros, imaginad que me pega.
Shakila y sus hermanas ven ese matrimonio de forma cada vez más sombría hasta que Bibi Gul las hace callar.
—Él será un buen marido, Shakila —afirma.
Dos días después de la firma del contrato, una hermana de Shakila organiza una recepción en honor de los novios. Mariam tiene veintinueve años y está casada por segunda vez; su primer marido murió en la guerra civil. Ahora se halla a la espera de su quinto niño.
Lo ha dispuesto todo en un largo mantel extendido en el suelo. En un extremo están sentados Shakila y Wakil. Por fin están sin Sultán y sin Bibi Gul. En presencia de los mayores de la familia, los novios tienen que evitar cualquier contacto, pero ahora, rodeados por hermanos menores, charlan en voz baja sin prestar atención a los otros, que picados por la curiosidad intentan oír jirones de la conversación.
El tono no es particularmente cariñoso. La mayoría del tiempo, Shakila habla mirando hacia delante, ya que la costumbre exige no tener ningún contacto visual con el prometido antes de la boda. Él, en cambio, la mira sin cesar.
—Te he echado de menos. No sé si podré esperar estos quince días para que seas mía —dice él.
Shakila se ruboriza, pero sigue sin mirarlo.
—No he pegado ojo en toda la noche. Pensaba en ti.
Shakila no reacciona.
—¿Tú en qué piensas?
Shakila sigue comiendo.
—Imagínate, cuando nos hayamos casado y yo vuelva a casa, tú estarás esperándome con la cena preparada. Siempre te encontraré esperándome en casa —sueña Wakil—. Nunca volveré a estar solo.
Shakila calla. Luego por fin encuentra el valor necesario para preguntarle si podrá seguir trabajando después de casarse. Wakil le da su consentimiento, pero ella no se fía. Puede cambiar de opinión en cuanto se celebre la boda. Él le garantiza, sin embargo, que si la hace feliz trabajar, lo puede hacer. Aparte de ocuparse de los niños y de la casa.
Wakil se quita el gorro, el pacole marrón de los seguidores de Ahmed Shah Masud, el dirigente asesinado de la Alianza del Norte.
—Ahora te veo feo —comenta Shakila con descaro—. No tienes pelo.
Ahora le toca a Wakil sentirse molesto. No replica a la ofensa de su futura esposa, sino que lleva la conversación a territorios más seguros. Shakila ha pasado el día en los bazares de Kabul comprando el ajuar de la boda y los regalos para todos los parientes, tanto los de ella como los de él. Es Wakil quien los va a repartir como un gesto hacia la familia que le entrega su hija. Él paga y ella hace las compras. Vajillas, cubiertos, sábanas, toallas y las telas para las túnicas de Wakil y de Rasul. Shakila le dice a su futuro esposo que le ha prometido al novio de Bulbula que podría elegir el color de su túnica, y Wakil le pregunta de qué colores son las telas.
—Una marrón y otra azul.
—¿Y cuál es la mía?
—No lo sé. Rasul tiene que elegir primero.
—¡Qué! —exclama Wakil—. ¿Y por qué? Yo debo elegir primero. ¡Soy tu marido!
—De acuerdo —contesta Shakila—. Elegirás primero. Pero ambas son bonitas —añade sin mirarlo.
Wakil enciende un cigarrillo.
—Me molesta el humo —dice Shakila—. No me gusta la gente que fuma. Por tanto, si tú fumas, tú tampoco me gustas.
Ha elevado la voz de forma que todos escuchan el insulto.
—Será difícil dejarlo ahora que he empezado —protesta Wakil desconcertado.
—Huele mal —insiste Shakila.
—Tienes que ser cortés —dice Wakil. Ella guarda silencio—. Y tienes que ponerte el velo; es obligación de toda mujer. Haz lo que quieras, pero si no te pones la burka, me sentiré triste. ¿Y no querrás verme triste? —pregunta retóricamente y con un tono de voz casi amenazante.
—Pero si Kabul cambia y las mujeres comienzan a llevar ropa moderna, yo también lo haré.
—Tú no puedes llevar ropa moderna. ¿No querrás verme triste?
Shakila no contesta. Wakil saca unas fotos carné de su cartera y las estudia largamente antes de darle una a Shakila.
—Toma, es para ti, guárdala cerca de tu corazón.
Shakila la recibe impasible.
Wakil debe irse, se acerca la hora del toque de queda. Le pregunta a Shakila cuánto dinero necesita para el resto de las compras y ella contesta. Él cuenta el dinero, le da unos billetes y guarda el resto en la cartera.
—¿Basta con esto?
Ella dice que sí con la cabeza y se despiden. Cuando Wakil se retira, Shakila se estira sobre los cojines rojos. Suspira aliviada y pica unos trozos de cordero. Ha superado la prueba: tiene que aparentar frialdad y rechazarle hasta la boda; es una muestra de cortesía hacia la familia que va a abandonar.
—¿Te ha gustado? —pregunta Mariam.
—Bueno…
—¿Estás enamorada?
—¡Mmm!
—¿Eso qué significa?
—Significa «mmm». Ni lo estoy ni lo dejo de estar. Obviamente podría haber sido más joven y más guapo —explica Shakila frunciendo la nariz.
Tiene el aspecto de una niña decepcionada; una niña que ha recibido una muñeca de trapo en vez de la deseada muñeca que incluso podía hablar.
—Ahora estoy simplemente triste, me arrepiento y me duele tener que dejar a mi familia. ¿Y si no me deja venir a veros? ¿Y si no me deja trabajar ahora que puedo? ¿Y si me encierra?
Chirría en el suelo la lámpara de petróleo y de nuevo asaltan a las hermanas pensamientos sombríos. Más vale tenerlos de antemano.