El día está fresco todavía. El sol arroja sus primeros rayos sobre la montaña. En este paisaje polvoriento y de un color marrón tirando a gris, las pendientes escarpadas son de piedra pura, rocas que en cualquier momento pueden caer rodando en un desmoronamiento devastador, y de gravilla que cruje bajo los cascos de los caballos. Emergiendo de entre las piedras, los cardos rozan las piernas de los contrabandistas, los refugiados y los guerreros que huyen por el caos de senderos que se atraviesan y desaparecen detrás de piedras y montículos.
Es la ruta del contrabando entre Afganistán y Pakistán, donde se encuentra de todo, desde armas y opio hasta cigarrillos, pasando por cajas de Coca-Cola. Esos mismos senderos se han usado durante siglos, y por ellos pasaron furtivamente los talibanes y los guerreros árabes de Al Qaeda cuando comprendieron que el combate por Afganistán estaba perdido y retrocedieron a los territorios tribales de Pakistán. Volvieron a usarlos cuando regresaron para combatir a los soldados norteamericanos, esos impíos que han ocupado Tierra Santa musulmana. En las regiones fronterizas, las autoridades afganas y las pakistaníes no tienen el control que pertenece a las tribus pashtun a ambos lados de la frontera. Este vacío jurídico está incluso establecido en la legislación pakistaní: las autoridades pueden operar en los caminos asfaltados y hasta veinte metros a ambos lados. Más allá prevalece la ley de las tribus.
Esta mañana el librero Sultán Khan pasa delante de los guardias fronterizos. A menos de cien metros está la policía pakistaní; pero mientras las personas, los caballos y los burros cargados se mantengan a una distancia prudencial del camino, no hay nada que la guardia pueda hacer.
En cambio, si bien las autoridades no pueden controlar el torrente de viajeros, muchos de ellos son parados y «sometidos a un impuesto» por hombres armados que a menudo no son más que campesinos corrientes. Sultán ha tomado sus precauciones: antes de salir, Sonya le cosió el dinero en la manga de su camisa, sus enseres personales están en un sucio saco de azúcar y lleva puesto el shalwar kamiz más viejo.
Como para la mayoría de los afganos, la frontera pakistaní también está cerrada para Sultán. El hecho de que tenga en Pakistán una familia, una casa, un negocio y una hija escolarizada no cambia nada: no es bienvenido. Cediendo a la presión de la comunidad internacional, Pakistán ha cerrado la frontera para que los terroristas talibanes y sus partidarios no se escondan en el país. Inútil medida, ya que los terroristas y los guerrilleros no acostumbran a presentarse en los pasos fronterizos pasaporte en mano. Se sirven de los mismos senderos que utiliza Sultán cuando va en viaje de negocios, y miles de personas acceden cada día de esta forma de Afganistán a Pakistán.
Los caballos tienen dificultades para subir a la montaña. Alto y robusto, Sultán monta su caballo a pelo, y hasta con esa ropa vieja parece bien vestido, la barba recién recortada como siempre y el pequeño fez que le sienta de maravilla. Incluso cuando se agarra asustado a las riendas, tiene el aspecto de un hombre distinguido que ha venido a dar un paseo por las montañas para admirar el paisaje. Pero su asiento es inseguro; un paso falso, y caballo y hombre caerán por el precipicio. Por su parte, el animal anda con paso tranquilo por los conocidos senderos sin dejarse incomodar por el hombre que porta sobre el lomo. Sultán lleva el valioso saco de azúcar anudado fuertemente en la mano: en él tiene los libros de los que quiere hacer ediciones pirata y el borrador de lo que espera que sea el contrato más importante de su vida.
Alrededor de él caminan otros afganos que desean entrar en el país supuestamente vedado. Hay mujeres en burka, cabalgando a asentadillas, que van a visitar a sus parientes; estudiantes que vuelven a la Universidad de Peshawar tras celebrar el Id al Fitr, el fin del Ramadán, en el seno de su familia; quizá también algún que otro contrabandista u hombre de negocios. Sultán no pregunta. Piensa en su contrato, se concentra en las riendas y maldice a las autoridades pakistaníes. Primero un día en coche desde Kabul a la frontera, a continuación una noche en una inmunda fonda en la frontera, luego un día entero a caballo, a pie y en la plataforma de una furgoneta. Por el camino principal, en cambio, el trayecto de la frontera a Peshawar es de sólo una hora. A Sultán le resulta degradante verse obligado a entrar subrepticiamente y a ser tratado como un infrahumano. Considera que —después del apoyo económico, político y armamentístico que dieron los pakistaníes al régimen talibán— es hipócrita ejercer de súbito de lacayos de Estados Unidos y cerrar la frontera a los afganos.
Aparte de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, Pakistán era el único país que había reconocido oficialmente el régimen talibán. Las autoridades pakistaníes deseaban que los pashtun mantuvieran el control de Afganistán porque se trata de una etnia presente a ambos lados de la frontera y sobre la que Pakistán ejerce una gran influencia. Casi todos los talibanes eran pashtun, el grupo étnico más numeroso de Afganistán que representa el cuarenta por ciento de la población. Más al norte dominan los tayikos, y uno de cada cuatro afganos es tayik. La Alianza del Norte —que luchó acerbamente contra los talibanes y que recibió el apoyo de los norteamericanos después del 11 de septiembre— está formada sobre todo por gente de la tribu tayik, de la que desconfían los pakistaníes. Después de la caída del régimen talibán, los tayikos han obtenido mucho poder en el gobierno, por lo que muchos pakistaníes ahora se sienten rodeados por enemigos: la India al este y, Afganistán al oeste.
Aun así, el odio étnico entre los afganos es poco frecuente. Los conflictos surgen sobre todo de luchas por el poder entre diferentes señores de la guerra que propician las luchas intertribales. Los tayikos temen que los pashtun se hagan con demasiado poder y les exterminen en caso de otra guerra, y los pashtun temen a los tayikos por idénticas razones. En el nordeste del país la relación entre uzbekos y hazaras es bastante parecida. Por otro lado, numerosos conflictos se producen entre señores de la guerra pertenecientes a una misma etnia.
A Sultán le preocupa poco la sangre que corre por sus venas y por las de los demás. Con una madre pashtun y un padre tayik posee una buena mezcla, igual que muchos otros afganos. Desde un punto de vista administrativo es tayik, ya que la identidad étnica pasa por el padre. Habla la lengua de ambos grupos: el pashtun y el dari, el dialecto persa hablado por los tayikos. Según el parecer de Sultán, va siendo tiempo de que los afganos dejen atrás las guerras y se unan en un esfuerzo por reconstruir el país. Su sueño es que Afganistán recupere el terreno perdido con respecto a los países vecinos, pero la realidad es poco prometedora. Sultán se siente decepcionado por sus compatriotas: mientras él trabaja sin parar para hacer crecer su empresa, le aflige que los otros se gasten todos sus ahorros para irse a La Meca.
Unos días antes del viaje a Pakistán, mantuvo una conversación con su primo Wahid, dueño de una pequeña tienda de recambios para coches que a duras penas le es rentable. Wahid había pasado a verle a la librería y le contó que por fin había ahorrado lo suficiente para viajar a La Meca.
—¿Tú crees que te sirve de algo rezar? —le había preguntado Sultán desdeñoso—. El Corán nos manda trabajar duro y resolver nuestros propios problemas. Pero los afganos somos perezosos y preferimos pedir ayuda a Occidente o a Alá.
—Pero el Corán también dice que tenemos que alabar a Alá —había contestado Wahid.
—El profeta Mahoma lloraría si escuchara todos los gritos y todas las oraciones en su nombre. Golpear la cabeza contra el suelo no nos ayuda a recuperar el país. Lo único que sabemos hacer es invocar, rezar y guerrear; pero las oraciones no sirven de nada si la gente no trabaja. ¡No podemos esperar la gracia de Alá! —gritó Sultán, enardecido por su propio torrente de palabras—. ¡Estamos buscando a ciegas a un santón cuando lo que nos hace falta es ponernos en marcha!
Era consciente de haber insultado a su primo, pero para Sultán el trabajo era lo más importante. Intentaba inculcarles a sus hijos varones este principio básico. Acorde con su idea, los había sacado de la escuela para hacerlos trabajar en sus tiendas y para que le ayudaran a construir un imperio.
—Pero irse a La Meca es uno de los cinco pilares del islam —había objetado su primo—. Para ser un buen musulmán hay que reconocer a Alá, rezar, ayunar, dar limosna y viajar a La Meca.
—Tal vez todos nos iremos a La Meca —había dicho Sultán poniendo fin a la discusión—. Pero entonces tendremos que merecérnoslo, y debemos ir para dar las gracias, no para pedir.
«Wahid ya debe estar de camino a La Meca con la blanca vestimenta de peregrino», piensa Sultán bufando y secándose el sudor de la frente. El sol está en lo más alto. Por fin el sendero empieza a descender y en un camino de carros esperan varias camionetas: son los taxistas del Paso de Khyber, que se ganan bien la vida transportando a los oficialmente rechazados hasta el interior del país.
Antaño pasaba por aquí la Ruta de la Seda, el camino del comercio entre las grandes civilizaciones de otras épocas, China y Roma. La seda era transportada al oeste, mientras el oro, la plata y la lana viajaban hacia el este.
Durante miles de años, el Paso de Khyber ha sido cruzado por invasores. Los persas, los griegos, los mongoles, los afganos y los británicos se lanzaron a la conquista de la India y todas esas tropas tuvieron que pasar por este puerto. En el siglo XI antes de Cristo, Darío, el gran rey persa, ocupó amplias regiones de Afganistán y prosiguió su marcha por el Paso de Khyber hasta el río Indo. Doscientos años más tarde, los generales de Alejandro Magno llevaron sus tropas por el desfiladero, que en su sitio más estrecho no deja pasar más que un camello o dos caballos juntos. Gengis Kan destruyó partes de la Ruta de la Seda mientras otros viajeros más pacíficos como Marco Polo se limitaron a seguir las huellas de las caravanas rumbo al este.
Desde el tiempo de Darío hasta la conquista del desfiladero por los británicos en el siglo XIX, las tropas invasoras siempre encontraron fuerte resistencia por parte de las tribus pashtun en aquellos territorios. Después de la retirada de los británicos en 1947, estos grupos controlan hoy el puerto y toda la región hasta Peshawar. La tribu más poderosa es la de los afridis, temida por sus guerreros.
Las armas son todavía lo primero que uno encuentra después de haber pasado la frontera. A lo largo de la ruta principal del lado pakistaní, surgen a menudo las palabras «Khyber Rifles», grabadas en la roca o pintadas en sucios carteles. Khyber Rifles es una marca de rifles, pero también es el nombre de la milicia étnica que vela por la seguridad del territorio. Esta milicia tiene que proteger grandes intereses. La aldea justo al otro lado de la frontera es conocida por su bazar de contrabando, donde el hachís y las armas se venden a buen precio. Aquí nadie pide licencia de armas; no obstante, si alguien armado se interna más en territorio pakistaní, corre el riesgo de una larga pena de cárcel.
Entre las casas de barro se yerguen grandes palacios resplandecientes financiados con dinero negro. Pequeñas ciudadelas de piedra y tradicionales casas pashtun rodeadas por altos muros de barro se extienden por la falda de la montaña. De tanto en tanto rompen el paisaje unos muros de hormigón, los llamados dientes de dragón, que los británicos construyeron por temor a una invasión de carros blindados alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Ha habido varios casos de secuestros de extranjeros en estas zonas étnicas difíciles de vigilar, y las autoridades pakistaníes han tomado fuertes precauciones. Ni siquiera en la carretera principal de Peshawar, donde patrullan las tropas pakistaníes, los extranjeros pueden ir sin un guardia; y éste vigila con su arma cargada hasta llegar a Peshawar. Sin los documentos en regla y un guardia armado, los extranjeros tampoco son autorizados a dejar Peshawar en dirección a la frontera afgana.
Después de dos horas en las furgonetas por caminos estrechos, con la montaña a un lado y el precipicio al otro, Sultán prosigue viaje unas cuantas horas más a caballo antes de llegar finalmente a los llanos desde donde puede divisar Peshawar. Coge un taxi para llegar a la ciudad, a la calle 103 del barrio Hayatabad.
Ha empezado a oscurecer cuando Sharifa escucha los golpes en la puerta. Por fin viene Sultán. Ella baja corriendo por las escaleras y abre la puerta: ahí está, fatigado y sucio. Sultán le pasa el saco de azúcar y ella lo coge.
—¿Qué tal el viaje?
—La naturaleza espléndida, una magnífica puesta de sol.
Mientras él se lava, ella prepara la cena y pone cubiertos sobre el mantel extendido en el suelo entre blandos cojines. Sultán sale del baño limpio y vestido con ropa recién planchada y mira con cierto disgusto la vajilla que Sharifa ha sacado.
—No me gustan los platos de cristal. Tienen un aspecto ordinario, como si los hubieras comprado en un bazar de ínfima categoría.
Sharifa los recoge y vuelve con platos de porcelana.
—Los prefiero así, la comida sabe mejor.
Sultán cuenta las últimas novedades de Kabul, y Sharifa las de Hayatabad. Hace meses que no se han visto, hablan de los hijos y los parientes, y hacen planes para los próximos días. Cada vez que Sultán viene a Pakistán está obligado a hacer visitas de cortesía a los parientes que todavía no han vuelto del exilio. Primero a los que han perdido a algún miembro de su familia desde su último viaje y luego a los parientes más cercanos, para luego seguir con el resto del clan dependiendo del tiempo disponible que le quede. Sultán se queja de tener que visitar a todas las hermanas, los cuñados, los suegros de las hermanas, los primos y las primas de Sharifa. Resulta imposible mantener secreta su llegada; todo el mundo está al tanto de todo lo que sucede en esta pequeña ciudad y, por otra parte, estas visitas de cortesía son lo último que le queda a Sharifa de su matrimonio. Ahora lo único que le puede exigir a Sultán es que sea amable con sus parientes y la trate como a su esposa en presencia de ellos.
Después de haber planificado todas las visitas, le toca a Sharifa contar las últimas novedades del piso de abajo: las fechorías de Salika.
—¿Sabes lo que es una puta? —exclama Sultán, estirado como un emperador romano—. ¡Eso es lo que es ella!
Sharifa protesta: Salika ni siquiera ha estado a solas con el chico.
—¡Es una cuestión de mentalidad, una cuestión de mentalidad! —responde Sultán—. Puede que todavía no se haya prostituido, pero lo hará con gran facilidad en el futuro. Ahora ha elegido a un inútil que nunca encontrará un trabajo decente. ¿De dónde sacará el dinero para las joyas y la ropa bonita que pretende? Cuando una olla destapada hierve, todo tipo de basura puede caer en ella: mugre, barro, polvo, insectos, hojas muertas. Así es como ha vivido la familia de Salika, sin tapa. El padre está ausente, e incluso cuando vivía con su familia nunca estaba en casa. Ahora lleva tres años refugiado en Bélgica y no ha sido capaz de arreglar los papeles para que su familia le siga —resopla Sultán—. Es un perdedor él también. Y en cuanto a Salika, desde que aprendió a caminar ha estado buscando un chico con quien casarse. Por casualidad ha acabado con este chico inútil y pobre. Pero primero lo intentó con nuestro Mansur, ¿te acuerdas? —pregunta a su mujer.
Ni el librero se sabe resistir a la tentación del cotilleo.
—Su madre participaba en el juego —recuerda Sharifa—. Preguntaba sin cesar si no era hora de que él se casara. Yo siempre le contestaba que todavía era demasiado joven, que primero debía estudiar. Lo último que yo quería para Mansur era una mujer pretenciosa e inepta como Salika. Cuando tu hermano Yunus vino a Peshawar, la madre le hacía la misma pregunta, pero él no quería por nada del mundo a una chica como ésa.
Debaten a fondo el error de Salika hasta que el tema no da más de sí. Luego les llega el turno a los parientes.
—¿Cómo va tu prima? —pregunta Sultán y rompe a reír.
Una prima de Sharifa se había pasado la vida cuidando a sus padres. A la muerte de ellos ya tenía cuarenta y cinco años, pero los hermanos la casaron con un viudo que precisaba una madre para sus hijos. A Sultán le divierte la historia.
—Cambió completamente con el matrimonio. Por fin se hizo mujer —vuelve a burlarse Sultán—. Pero como ella no había tenido hijos y antes de casarse ya no tenía la regla, ahora le debe dar sin parar al asunto, lo cual quiere decir: ¡sin descanso, todas las noches! —dice riéndose.
—Es posible —se aventura a decir Sharifa—. ¿Te acuerdas de lo flaca y seca que estaba antes de la boda? Ahora ha cambiado por completo; seguramente está mojada todo el rato —comenta entre risitas.
Sharifa pone la mano delante de la boca y se ríe entre dientes de sus propias afirmaciones osadas. La pareja parece haber reencontrado la intimidad, ambos estirados sobre las alfombras al lado de las sobras de la comida.
—¿Tú te acuerdas de tu tía, la que espiaste por el ojo de la cerradura? Acabó encorvada de tanto que le gustaba a su marido hacerlo por detrás —se ríe Sultán.
Una historia lleva a otra. Como dos críos, Sultán y Sharifa se divierten al evocar la animada vida sexual de sus parientes.
En la superficie, Afganistán es asexual. Las mujeres se esconden tras las burkas, y debajo de la burka la ropa es grande y amplia. Llevan pantalones largos debajo de las faldas y, hasta detrás de los muros de las casas, los escotes son raros. Los hombres y las mujeres que no son parientes no deben estar en la misma habitación, no deben hablarse ni comer juntos. En el campo, hasta en las bodas los dos sexos bailan y celebran aparte.
No obstante, hay una verdadera efervescencia debajo de la superficie. Pese al riesgo de pena de muerte, los afganos también tienen amantes, y en las ciudades hay prostitutas a quienes visitan los adolescentes y los hombres a la espera del matrimonio.
La sexualidad tiene su lugar en los mitos y los relatos. A Sultán le encantan las historias que escribió el poeta Rumi hace ochocientos años en su obra Masnavi. El poeta usa la sexualidad como una ilustración de los peligros que implica imitar ciegamente a los otros, y Sultán cuenta una anécdota de la obra a Sharifa:
—Una viuda tenía un asno que apreciaba mucho. El animal la llevaba por todos lados y siempre la obedecía; y ella siempre lo trataba bien y le daba buena comida. Pero al burro le empezó a flaquear la salud, se fatigaba más rápido y le faltaba el apetito. La viuda se preguntó qué le pasaba, y una noche fue a ver si dormía. En el establo encontró a su criada estirada en el heno debajo del asno. Cada noche, la escena se repetía y despertó la curiosidad de la viuda, que se dijo que ella también quería probar. Mandó a la criada fuera unos días y se estiró en el heno debajo del burro. Al volver a casa la sirvienta, encontró a la viuda muerta. Notó para su espanto que su ama, a diferencia de ella, no había colocado una calabaza sobre el miembro del asno para acortarlo antes de entregarse al animal. Con la punta del miembro bastaba y sobraba.
Después de reírse, Sultán se levanta de los cojines, se ajusta la túnica y va a leer el correo electrónico. Universidades norteamericanas le piden revistas de los años setenta, investigadores le piden manuscritos antiguos y la imprenta de Lahore le manda el presupuesto de la impresión de sus postales después de la subida del precio del papel. Las postales representan la principal fuente de ingresos de Sultán: vende tres por un dólar cuando le cuesta lo mismo imprimir sesenta. Todo le está saliendo bien ahora que se han ido los talibanes y él puede vender lo que quiere.
Sultán pasa el día siguiente leyendo el correo, visitando librerías, yendo a la oficina de correo a enviar y recoger paquetes y haciendo las consabidas visitas de cortesía. Primero, una visita para dar el pésame a una prima cuyo marido ha fallecido de un cáncer; luego una visita más agradable a un primo que es repartidor de pizzas en Alemania y está de visita. El primo, Said, había sido ingeniero aeronáutico en Ariana Air, la compañía aérea que había sido el orgullo de Afganistán. Ahora contempla la posibilidad de volver con su familia al país y solicitar su antiguo puesto. Sin embargo, antes quiere ahorrar más dinero porque cobra mucho más repartiendo pizzas en Alemania que siendo ingeniero aeronáutico en Afganistán. Además sigue sin encontrar una solución al problema que se le presentará en cuanto regrese: en Peshawar le espera su mujer y sus hijos, mientras que él vive en Alemania con una segunda esposa. Si vuelve a Kabul, todos tendrán que convivir. A Said no le gusta nada la idea. Su primera esposa hasta ahora ha podido cerrar los ojos a la segunda, ya que no ha tenido que verla nunca y él le manda regularmente el dinero prometido. Pero ¿qué pasará si todos tienen que vivir juntos?
Los días en Peshawar son agotadores para Sultán. Un pariente ha sido desalojado de la casa que tenía alquilada, otro pide ayuda para empezar un negocio y hay otro que pretende que le dé un préstamo. Sultán rara vez da dinero a los parientes. Como él ha triunfado, solicitan a menudo su ayuda durante las visitas de cortesía; pero en general él se niega a hacer esa clase de favores. Estima que la gente holgazanea y debe aprender a arreglárselas; al menos deben demostrar que son capaces de hacerlo antes de recibir dinero prestado y, según Sultán, hay pocos que cumplen esos requisitos.
Cuando la pareja está de visita, Sharifa se ocupa de mantener viva la conversación. Cuenta historias que provocan risas y sonrisas mientras Sultán normalmente se limita a escuchar y hace de vez en cuando un comentario sobre la moral laboral de la gente o sobre sus propios negocios. No obstante, cuando él anuncia con una sola palabra que es hora de irse, los dos vuelven a casa con Shabnam detrás de ellos. Caminan en silencio por las calles llenas de hollín de Hayatabad, esquivan la basura y se llenan los pulmones con el aire malsano de los callejones.
Una tarde, Sharifa se arregla más de lo normal para ir a visitar a unos parientes lejanos. Normalmente no figuran en la lista de visitas aunque viven a sólo dos manzanas de distancia. Sharifa camina con paso ligero calzada con sus babuchas, mientras que Sultán y Shabnam la siguen más lentos y cogidos de la mano.
La acogida es calurosa. Los anfitriones sirven frutas secas, caramelos y té. Anfitriones y visitantes empiezan la charla con frases de cortesía y las últimas noticias. Los niños escuchan a sus padres; Shabnam abre pistachos y se aburre. Falta una de las niñas, Belkisa, de trece años, que tiene una buena razón para esconderse, ya que es la protagonista de esta noche.
Sharifa ha ido antes de visita por esa misma causa; esta vez Sultán la acompaña, aunque sea de mala gana, porque debe mostrar que la petición de mano va en serio. Vienen en nombre de Yunus. El hermano menor de Sultán se enamoró de Belkisa hace ya un par de años cuando estaba refugiado en Pakistán y Belkisa era sólo una niña. Yunus le ha rogado a Sharifa que pida en su nombre la mano de la chica; él nunca ha intercambiado una sola palabra con ella.
La respuesta que obtuvo Sharifa siempre ha sido la misma: es demasiado joven. En cambio, los padres estarían dispuestos a dejarle a Shirin, la hija de veinte años. Pero Yunus no la quería; no era ni de lejos tan bella como su hermana y además la encontraba demasiado ansiosa por casarse. Cuando él iba de visita, ella revoloteaba todo el tiempo alrededor de él. En una ocasión, él la había cogido de la mano cuando los otros no miraban. El hecho de que ella se lo permitiera era mala señal, según Yunus; significaba que no era una chica honrada.
Los padres insistían en que la elegida fuera la hija mayor porque Yunus era un buen partido. Cuando Shirin recibió otras ofertas, fueron a ver a Sultán para ofrecérsela por última vez a Yunus. Pero éste no la quería; tenía los ojos puestos en Belkisa y su intención no dejaba lugar a dudas.
Pese a la persistente negativa, Sharifa volvía una y otra vez a pedir la mano de Belkisa. No era de ningún modo una falta de respeto; al contrario, se trataba de una forma de mostrar la seriedad de la petición. Una vieja costumbre requiere que la madre del pretendiente vaya tan a menudo a la casa de la elegida que las suelas de sus zapatos le queden tan finas como la piel del ajo. Como Bibi Gul, la madre de Yunus, estaba en Kabul, la cuñada Sharifa se había hecho cargo del asunto. Alababa a Yunus, elogiaba su inglés fluido, contaba que trabajaba con Sultán en la librería, aseguraba que nunca le iba a faltar nada a su hija. Pero Yunus tenía casi treinta años.
—Demasiado viejo para Belkisa —opinaban los padres.
La madre de Belkisa estaba interesada en otro chico joven de la familia Khan: Mansur, el hijo de dieciséis años de Sultán.
—Si nos ofreces a Mansur, aceptamos al instante.
Ahora era Sharifa quien no estaba interesada. Mansur tenía muy pocos años más que la chica y era demasiado joven para casarse: tenía que estudiar y ver mundo. Además, nunca se había dignado a mirar a Belkisa.
—Tampoco es verdad que ella tenga sólo trece años —comentó Sharifa a sus amigas más tarde—. Estoy segura de que al menos tiene quince.
Belkisa hace acto de presencia en la sala para que Sultán también pueda verla. Es alta y delgada y, de hecho, parece tener más de trece años. Lleva un vestido de terciopelo azul oscuro y, cohibida, toma asiento al lado de su madre. Belkisa es consciente de la razón de la visita y se siente incómoda.
—Llora porque no quiere —comentan sus dos hermanas a Sultán y Sharifa, y Belkisa baja la mirada.
Sharifa sólo se ríe. Es buena señal que la novia no quiera; eso muestra que tiene el corazón puro.
Al cabo de unos minutos, Belkisa se pone en pie y se retira. Su madre la excusa diciendo que tiene una prueba de matemáticas al día siguiente; y de hecho no es obligatorio que la elegida esté presente durante el regateo. Al principio las partes sondean el terreno, después abordan las cuestiones económicas: cuánto se les pagará a los padres, cuánto costará la fiesta, la ropa y las flores. Todos los gastos corren por cuenta de la familia del novio. La presencia de Sultán da mayor seriedad al intercambio, porque es él quien tiene el dinero.
Al final de la visita en la que nada se ha decidido, la familia Khan sale con paso tranquilo a la fresca noche de marzo. Las calles están silenciosas.
—No me gusta esta familia —declara Sultán—. Son unos interesados.
Sus prejuicios se dirigen sobre todo contra la madre de Belkisa. Es la segunda mujer del padre. Como su primera esposa no tuvo ningún hijo, él volvió a casarse y su nueva esposa fue tan antipática y desagradable con la primera que ésta acabó por desistir del matrimonio y mudarse a casa de su hermano. Circulan escandalosas historias de la madre de Belkisa, que tiene fama de interesada, celosa y poco generosa. Su hija mayor se casó con un pariente de Sultán, y éste contó que la madre había sido una verdadera pesadilla el día de la boda, quejándose sin cesar de que no había suficiente comida y de que la casa no estaba lo bastante decorada.
—De tal palo, tal astilla. Como la madre, así es la hija —afirma Sultán.
Y añade de mala gana que si Yunus realmente quiere a esa chica, ellos tendrán que hacer lo que puedan.
—Por desgracia estoy seguro de que aceptarán al final. Nuestra familia es demasiado buena como para rechazarla.
Habiendo cumplido con las obligaciones familiares, Sultán puede por fin ocuparse del objetivo de su viaje a Pakistán: imprimir libros. En la segunda etapa de la estadía, parte una mañana a primera hora para Lahore, la ciudad de las imprentas, los encuadernadores y los editores.
En una pequeña maleta mete seis libros, una agenda y un cambio de ropa. Como siempre durante sus viajes, lleva el dinero cosido en la manga de la camisa. El día promete ser caluroso. La estación de autobuses de Peshawar es un hormiguero de viajeros y las compañías de autocares compiten gritando lo más alto posible: ¡Islamabad! ¡Karachi! ¡Lahore! Al lado de cada vehículo hay un hombre vociferando. Los autocares no tienen un horario fijo, sino que salen cuando están llenos. Antes de la salida, suben a los vehículos vendedores de frutos secos, pipas, galletas, patatas fritas, periódicos y revistas. Los mendigos se limitan a tender la mano hacia las ventanillas abiertas.
Sultán finge no verlos. Sigue el consejo del profeta Mahoma con respecto a las limosnas interpretándolo de la siguiente manera: primero, uno debe ocuparse de sí mismo, luego de la familia cercana, después de los vecinos y, finalmente, del indigente desconocido. En Kabul ocurre que de tanto en tanto le deja unos afganis a un mendigo para librarse de él; pero los mendigos pakistaníes están demasiado al final de la lista. Pakistán tiene que hacerse cargo de sus propios pobres.
Está apretado entre otros pasajeros en el asiento trasero del vehículo, con la maleta debajo de sus piernas. En ella se encuentra el proyecto más grande de su vida. Quiere imprimir los nuevos libros escolares de Afganistán. El país apenas tendrá material de enseñanza en primavera cuando abran de nuevo los colegios. Lo que publicaron los gobiernos muyahidin y talibanes es inservible, los niños aprendieron el alfabeto de la siguiente manera: «Y como en yihad, nuestro objetivo en este mundo; I como en Israel, nuestro enemigo; K como en Kaláshnikov, ganaremos; M como en muyahidin, nuestros héroes; S como…». Los niños varones —porque los talibanes no hacían libros para las niñas— no aprendieron a contar con manzanas y pasteles, sino con balas y Kaláshnikov. Los ejercicios eran así: «El pequeño Omar tiene un Kaláshnikov con tres cargadores. En cada cargador hay veinte balas. Gasta dos tercios de las balas matando a sesenta infieles. ¿Cuántos infieles mata por bala?».
Los libros de la época comunista tampoco sirven, con sus cálculos basados en la repartición de tierra y en ideas igualitarias. Con banderas rojas y risueños campesinos de un koljos, pretendieron reclutar a los niños para el comunismo.
Sultán quiere volver a los libros de la época de Zahir Shah, el rey que gobernó durante cuarenta años relativamente pacíficos hasta su caída en 1973. Ha logrado encontrar viejas obras que quiere volver a imprimir: cuentos para las clases de persa, libros de matemáticas donde uno más uno suman dos, y libros de historia exentos de cualquier contenido ideológico, salvo un poco de nacionalismo inocente.
La Unesco pagará los nuevos libros escolares. Siendo uno de los editores más importantes de Kabul, Sultán ya se ha reunido con sus representantes y les presentará una oferta después del viaje a Lahore. En un papelito que tiene en el bolsillo del chaleco ha escrito apresuradamente los números de páginas y formatos de ciento trece libros. El presupuesto es de dos millones de dólares. En Lahore Sultán averiguará qué imprentas le pueden ofrecer los precios más competitivos. Luego volverá a Kabul para batallar por el contrato de oro. Satisfecho, medita sobre el porcentaje que va a poder deducir de los dos millones y decide no ser demasiado ambicioso. Mientras campos y llanos pasan al lado del camino construido como principal vía entre Kabul y Calcuta, piensa que si obtiene este contrato tendrá años de trabajo asegurado entre reimpresiones y nuevos libros de texto.
Cuanto más se acercan a Lahore, más calor hace. Sultán suda, lleva puesto un chaleco de basto paño de la meseta afgana. Se pasa una mano por la cabeza donde ya sólo le quedan escasos pelos y se seca el rostro con un pañuelo.
Aparte del papelito con la información de los ciento trece libros escolares, lleva consigo los libros que quiere imprimir por su propia cuenta. La venta de lectura en inglés florece desde la llegada al país de periodistas extranjeros, empleados de las organizaciones humanitarias y diplomáticos extranjeros. Sultán no importa libros de editoriales extranjeras, sino que los imprime él mismo.
Pakistán es el paraíso de las ediciones pirata. No existe ningún control y prácticamente tampoco existe respeto alguno por los derechos de autor y el copyright. Sultán paga un dólar por imprimir un libro que luego vende por veinte o treinta dólares, y ha impreso varias tiradas del best seller Los talibán, de Ahmed Rashid. El libro favorito de los periodistas extranjeros es My hidden war (Mi guerra oculta), testimonio de un soldado ruso sobre la catastrófica ocupación de Afganistán entre 1979 y 1989. La realidad para los soldados de esa época era completamente distinta de la que viven las fuerzas internacionales de paz cuando patrullan por Kabul y de vez en cuando paran en la librería de Sultán para comprar postales o antiguos libros de guerra.
El vehículo llega a la estación de autobuses de Lahore que rebosa de gente. El calor se abate sobre el librero. Lahore, la ciudad cultural y artística de Pakistán, es bulliciosa, contaminada y desconcertante. En medio de un llano sin defensas naturales, ha sido conquistada, destruida y reconstruida repetidas veces; pero entre conquista y destrucción, los gobernantes invitaban a los más importantes poetas y escritores a sus palacios, convirtiendo así a la ciudad en un centro artístico y libresco, si bien los palacios donde se hospedaban los artistas y escritores eran arrasados una y otra vez.
A Sultán le encantan los mercados de libros de Lahore: aquí ha conseguido varias gangas. Su corazón rara vez se ablanda cuando encuentra un volumen valioso en un mercado polvoriento y puede comprarlo por una bicoca. Con sus ocho o nueve mil títulos, Sultán se considera el dueño de la colección más grande del mundo sobre Afganistán. Se interesa por todo: libros de historia, mitos y poesía antiguos, novelas y biografías, análisis políticos recientes, así como enciclopedias y obras de consulta. Su rostro se ilumina cuando ve un libro que no tiene o cuya existencia ignoraba.
Sin embargo, hoy no tiene tiempo para pasear por los mercados. Se levanta al alba, se pone ropa limpia, se arregla la barba y se encasqueta el fez. Tiene por delante una misión sagrada: imprimir los nuevos libros de texto escolar para los niños afganos. Se dirige a su imprenta habitual, donde encuentra a Talha. Este hombre joven es un impresor de tercera generación, pero sólo manifiesta un interés moderado en el proyecto de Sultán: es simplemente demasiado grande para él. Ofrece a Sultán un vaso de té con leche espesa y hace un gesto de preocupación.
—Puedo hacer una parte, pero ¡ciento trece títulos son demasiados! Tardaríamos un año en imprimirlos.
Sultán los necesita en un plazo de dos meses. Al sonido de las máquinas que resuenan a través de las finas paredes del pequeño despacho, intenta convencer a Talha de dejar a un lado todos sus otros encargos.
—Imposible —responde el impresor.
Aunque Sultán es un cliente importante e imprimir libros escolares para los niños afganos es una misión santa, Talha tiene otros encargos que cumplir. De cualquier modo, confecciona un presupuesto y calcula que los libros se podrían imprimir por cuatro céntimos el ejemplar. El precio depende de la calidad del papel, de la tirada, del color y de la encuadernación. Talha calcula por cada calidad y cada formato y los apunta en una larga lista. La mirada de Sultán es penetrante. Hace un cálculo mental en rupias, dólares, días y semanas. Ha exagerado un poco la brevedad del plazo de entrega para que Talha acelere el ritmo y posponga los libros de los otros clientes.
—Dos meses, acuérdate —dice—. Si no cumples con el plazo, me arruinarás el negocio, ¿entiendes?
Habiendo terminado las primeras negociaciones, tratan los nuevos libros de la librería de Sultán. De nuevo discuten precios, tiradas y fechas. Las obras que el librero lleva consigo se imprimen directamente a partir del original. Se desencuadernan las páginas y los impresores las colocan sobre grandes planchas metálicas para ser copiadas. Cuando imprimen tarjetas postales o cubiertas en colores, echan una solución de cinc sobre las planchas antes de exponerlas a la luz para que el sol desarrolle los colores, y si una página es multicolor, las planchas tienen que ser sacadas una por una. Finalmente, la plancha pasa a una impresora y todo el proceso se lleva a cabo en viejas máquinas semiautomáticas. Un obrero alimenta la máquina con papel, otro está en cuclillas al otro lado y separa los folios cuando salen. En el fondo se oye la radio que transmite un partido de cricket entre Pakistán y Sri Lanka. En la pared están colgadas las imágenes de siempre de La Meca y en el techo se mece una lámpara llena de moscas muertas. Corrientes amarillas de ácido corren por el suelo para salir por el desagüe.
Terminada la ronda de inspección, Talha y Sultán se sientan en el suelo para considerar las cubiertas de los libros. El librero ha escogido motivos de sus tarjetas postales y unas muestras de adornada caligrafía que le parecen bonitas con las que componen las cubiertas. En cinco minutos han hecho seis.
En un rincón están unos hombres sentados bebiendo té. Son editores e impresores pakistaníes que operan en el mismo mercado negro que Sultán. Tras los saludos de rigor, empiezan a hablar de los últimos acontecimientos en Afganistán, donde Hamid Karzai hace equilibrios entre los diferentes señores de la guerra mientras grupos de combatientes de Al Qaeda se despliegan por el este del país. Fuerzas especiales norteamericanas han acudido en socorro de los afganos y hacen volar cuevas con dinamita junto a la frontera de Pakistán. Uno de los hombres que se encuentra sentado sobre la alfombra lamenta que los talibanes hayan sido expulsados de Afganistán.
—También aquí en Pakistán necesitaríamos talibanes en el poder para que hicieran una buena depuración.
—Eso lo dices tú porque no los has sufrido en carne propia. Pakistán se arruinaría si llegaran al poder los talibanes, puedes estar seguro —espeta Sultán—. Imagínate: desaparecerían todos los carteles publicitarios, y sólo en esta calle hay varios miles. Todos los libros ilustrados serían quemados, lo mismo que todos los archivos cinematográficos o musicales del país, y los instrumentos de música serían destruidos. Ya no podrías escuchar música, ni podrías bailar. Cerrarían todos los cibercafés, las pantallas se quedarían en blanco, las televisiones serían incautadas y la radio sólo emitiría programas religiosos. Las niñas serían sacadas del colegio, las mujeres perderían sus puestos de trabajo. ¿Qué sería entonces de Pakistán? El país perdería cientos de miles de empleos y se hundiría en una depresión profunda. ¿Y qué pasaría entonces con toda esa gente que se quedaría sin trabajo cuando Pakistán dejara de ser un país moderno? ¿Se harían guerreros quizá? —pregunta Sultán vehementemente.
El otro hombre se encoge de hombros.
—Bueno, tal vez no todos los talibanes entonces, sólo algunos de ellos.
Talha había apoyado a los talibanes reproduciendo sus panfletos. Durante un par de años se encargó también de imprimir algunos de sus libros escolares sobre el islam. Después de un tiempo les ayudó a montar su propia imprenta en Kabul y consiguió una máquina de segunda mano de Italia que les vendió a bajo precio. Además les procuraba papel y equipamientos técnicos. Al igual que la mayoría de los pakistaníes, a Talha le tranquilizaba que el país vecino estuviera gobernado por los pashtun.
—No tienes escrúpulos, serías capaz de imprimirle libros al diablo —le pincha con buen humor Sultán ahora que ha podido expresar con rabia su desprecio por los talibanes.
El impresor se retuerce un poco, pero no cede.
—Los talibanes no se oponen a nuestra cultura. Respetan el Corán, al Profeta y nuestras tradiciones. Nunca he imprimido algo que fuera contra el islam.
—¿Como qué? —le pregunta Sultán riéndose.
Talha piensa.
—Los versos satánicos, por ejemplo, o cualquier otra cosa de Salman Rushdie. ¡Que Alá conduzca a alguien hasta su escondite!
La evocación de Los versos satánicos —libro que ninguno de los hombres ha leído— es agua para su molino.
—Debería haber sido asesinado. Pero siempre se escapa en el último momento. Todos los que imprimen sus libros o le ayudan deberían ser asesinados también —sentencia Talha—. Yo no imprimiría sus textos ni por todo el oro del mundo. Se ha mofado del islam.
—Nos ha herido e insultado, nos ha apuñalado con cuchillos afilados. Seguramente al final darán con él —continúa uno de los hombres.
Sultán se muestra de acuerdo:
—Intentó destruir nuestra alma; hay que pararle antes de que logre reclutar a más gente. Ni siquiera los comunistas trataron de perjudicarnos tanto; ellos se comportaron con cierto respeto y no ensuciaron nuestra religión. ¡Y luego viene tal marranada de uno que se llama musulmán!
Todos guardan silencio, como si no lograran salir de las tinieblas en que les ha metido el traidor Rushdie.
—Seguramente darán con él al final, inshalá —«si Alá quiere», concluye Talha.
Los días siguientes, Sultán visita todas las imprentas posibles de Lahore, situadas en patios, sótanos y callejones. Para asegurar la gran entrega tiene que repartir el trabajo entre diez imprentas. Explica el proyecto, solicita ofertas, toma notas y hace sus cálculos. Cuando la proposición es interesante, parpadea un poco más y su labio superior se mueve un poco. Humedece los labios con la lengua y calcula en un instante la ganancia. Al cabo de dos semanas ha colocado todos los libros de texto escolar. Promete mantener informadas a las imprentas.
Por fin puede volver a Kabul. Esta vez no hace falta sufrir el viaje a caballo para pasar la frontera. Es sólo para entrar a Pakistán donde los afganos tienen problemas; en la otra dirección no hay ningún control de pasaportes y el librero puede irse del país libremente.
Sultán pasa por los senderos sinuosos de Jalalabad a Kabul en un viejo autobús. A un lado del camino, grandes peñascos amenazan con caer rodando desde las alturas, y en un lugar ve dos autocares volcados y un camión que se ha salido del camino. Se llevan varios cadáveres, entre ellos los de dos niños. Sultán reza por sus almas y por sí mismo.
No es sólo la frecuencia de accidentes y de desmoronamientos lo que hace peligroso este camino. También es conocido por ser uno de los más ilegales de Afganistán. Aquí, periodistas extranjeros, funcionarios de organizaciones humanitarias y civiles afganos han pagado con sus vidas los encuentros con los bandidos. Justo después de la caída del régimen talibán, cuatro periodistas fueron asesinados con un tiro en la nuca después de ser torturados. Su chófer sobrevivió porque hizo profesión de fe islámica. Poco después, detuvieron un autocar lleno de afganos y a todos los que se habían rasurado la barba se les cortó las orejas y la nariz. Los bandidos demostraron de esta forma qué régimen preferían para el país.
Sultán reza una oración en el lugar donde los periodistas fueron exterminados. Como medida de seguridad, ha conservado la barba y se ha puesto la indumentaria tradicional; sólo el turbante ha dejado paso a un pequeño y redondo fez.
Se aproximan a Kabul. «Sonya estará enfadada», piensa sonriente. Le había prometido volver en una semana. Antes había intentado explicarle que no iba a poder pasar por Peshawar y Lahore en una semana, pero ella no había querido entenderlo.
—No voy a beber la leche entonces —había amenazado.
Sultán sonríe. Le hace ilusión volver a ver a Sonya. A ella no le gusta la leche, pero como todavía da el pecho a Latifa, él la obliga a beber un vaso cada mañana. Ese vaso de leche se ha vuelto el medio de presión de Sonya.
Ella le echa terriblemente de menos cuando está fuera. Los otros miembros de la familia son menos amables cuando su marido está ausente. Ella pierde entonces su posición de reina de la casa y se convierte simplemente en una chica joven que de casualidad ha acabado en aquel hogar. Otros toman el poder y hacen lo que les da la gana en ausencia de Sultán. La llaman «la pueblerina» y la califican como «más boba que un asno», pero sin ir más lejos para que ella luego no se queje a Sultán. Nadie quiere enemistarse con él.
El librero también echa de menos a Sonya, como nunca echó en falta a Sharifa. A veces piensa que es demasiado joven para él, que es como una niña, que él debe velar por ella, obligarla a beber la leche, sorprenderla con pequeños regalos.
Reflexiona sobre la diferencia entre sus dos esposas. Cuando está con Sharifa, es ella quien se ocupa de todo, quien se acuerda de sus citas, quien organiza y dispone. Sharifa siempre piensa primero en Sultán, en lo que él necesita o desea. Sonya hace lo que él le pide de buena gana, pero raramente toma la iniciativa. Hay una cosa que Sultán no logra aceptar en su relación con ella: su completa divergencia de ritmos. Sultán se levanta cada mañana sobre las cinco para el fayr, única hora de oración que cumple a rajatabla. Mientras Sharifa siempre se levantaba con él para hervir el agua y prepararle el té y la ropa limpia, a Sonya es imposible despertarla y hacerla salir de la cama, como si fuera una niña.
A veces Sultán se dice a sí mismo que es demasiado viejo para ella, que él no es el marido apropiado; pero siempre acaba concluyendo que ella no hubiera podido encontrar un marido mejor que él. Sonya no hubiese tenido el nivel de vida que tiene de haberse casado con uno de su misma edad, ya que éste hubiera sido pobre, porque todos los chicos jóvenes de su aldea eran pobres. «Todavía nos quedan diez o veinte años buenos», piensa Sultán contento. Se siente afortunado y feliz. Sonríe y da un pequeño respingo. Se acerca a Microyan y a la deliciosa niña y mujer.