Una fría tarde de noviembre de 1999, la rotonda de Charhai-i-Sadarat en Kabul estuvo iluminada durante horas por una hoguera chisporroteante. Las llamas daban a los rostros sucios y vivarachos de los niños reunidos a su alrededor un trémulo resplandor. Mientras los golfillos callejeros competían a ver quién se atrevía a acercarse más a las lenguas de fuego, los adultos pasaban a toda prisa y sólo miraban el espectáculo de reojo. Era mejor así; estaba claro para todos que no se trataba de una mera fogata encendida por los vigilantes de la calle para calentarse las manos, sino que estaba dedicada al servicio de Alá.
El vestido sin mangas de la reina Soraya se arrugó antes de reducirse a cenizas. Lo mismo pasó con sus brazos blancos y bien torneados y con su rostro de seria expresión. Junto con ella ardió su marido, el rey Amanula, con todas sus condecoraciones. La dinastía entera crepitaba en la fogata junto a unas chiquillas vestidas con trajes nacionales afganos, algunos muyahidin a caballo y unos campesinos de un mercado de Kandahar.
Este día de noviembre la policía religiosa procedía a requisar con celo la librería de Sultán Khan. Todos los libros con imágenes de seres vivos, humanos o animales, fueron arrebatados de las estanterías y echados al fuego. Páginas amarillentas, postales inocentes y sesudas obras de consulta fueron pasto de las llamas.
Alrededor de la hoguera se encontraban también los agentes de la policía religiosa con látigos, palos y fusiles Kaláshnikov en las manos. Estos hombres consideraban enemigos públicos a todos los amantes de las imágenes, los libros, las esculturas, la música, la danza, las películas y el pensamiento libre.
Este día solamente se interesaban en las imágenes. Hacían caso omiso de los textos herejes aunque los tuvieran delante de las narices, porque los agentes eran analfabetos y no sabían discernir entre la doctrina ortodoxa de los talibanes y lo herético, pero sí se percataban de la diferencia entre imágenes y letras, entre seres animados y objetos muertos.
Al final sólo quedó la ceniza, y ésta se la llevó el viento para mezclarla con la mugre y el polvo de las calles y las cloacas de Kabul. El librero había sido despojado de algunos de sus libros más preciados y, con un soldado talibán a cada lado, marchó rápidamente hasta el coche. Los soldados cerraron y sellaron la tienda, y Sultán fue encarcelado por actividades antiislámicas.
«Suerte que estos necios armados no miraron detrás de las estanterías», pensó el librero camino a la prisión. Gracias a un truco ingenioso, tenía guardados allí los libros más prohibidos, que sólo sacaba cuando alguien preguntaba específicamente por ellos, y únicamente si le tenía suficiente confianza al comprador.
Hacía tiempo que el librero aguardaba este golpe. Durante muchos años había vendido libros, imágenes y escritos ilegales. Los soldados habían ido a menudo a la tienda para amenazarle, llevarse algunos volúmenes y marcharse de nuevo. Sultán había recibido amenazas de los talibanes, y hasta había sido citado por el ministro de Cultura en un intento por parte de las autoridades de convertir al emprendedor librero y ponerlo al servicio del régimen.
Sultán Khan no se oponía a vender textos talibanes. Era un librepensador y opinaba que todas las voces se debían escuchar. Pero además del credo sombrío de los talibanes, quería vender libros de historia, obras científicas, textos teológicos del islam y, sobre todo, novelas y poesía.
El problema era que el régimen consideraba hereje cualquier debate; para los talibanes eran pecado las dudas, y juzgaban innecesario y hasta peligroso cualquier estudio que no fuera el del Corán. Cuando los talibanes se hicieron con el poder en Kabul en otoño de 1996, los expertos de los ministerios e instituciones estatales fueron reemplazados por ulemas. A partir de entonces, éstos lo gestionaron todo, desde el Banco Central hasta la universidad, con el objetivo de recrear la sociedad árabe en la que vivió el profeta Mahoma en el siglo VII. Incluso cuando los talibanes negociaban con empresas de petróleo extranjeras, esa actividad la llevaban a cabo ulemas sin el menor conocimiento sobre el tema.
Sultán tenía la sensación de que el país se estaba volviendo cada vez más lúgubre, miserable y cerrado. Las autoridades se resistían a cualquier modernización; no sólo no deseaban aplicar ideas modernas de progreso o de desarrollo económico, sino que no querían ni entenderlas, y rehuían las discusiones científicas que tenían lugar en Occidente o en el mundo islámico. Sus principios consistían sobre todo en unas pocas reglas sobre la obligación de vestirse o cubrirse de tal o cual manera, en el cumplimiento de las horas de oración por parte de los hombres y en que las mujeres estuvieran apartadas del resto de la sociedad. Los talibanes eran poco versados en la historia islámica o afgana, y tampoco les interesaba lo más mínimo.
Sultán Khan se encontró en el coche entre los ignorantes talibanes, disgustado por el hecho de que su país siempre estuviera en manos de soldados y de ulemas. Era creyente pero moderado. Rezaba a Alá cada mañana, pero no solía cumplir las otras cuatro llamadas a la oración, a no ser que la policía religiosa le arrastrara a la mezquita más cercana junto con otros hombres que habían prendido por la calle. Respetaba el ayuno del Ramadán de mala gana, evitando comer de sol a sol, al menos cuando los otros lo pudieran ver; además era fiel a sus dos esposas y educaba a sus hijos con mano de hierro para que fueran musulmanes devotos. No obstante, despreciaba a los talibanes, a los que tenía por ignorantes y fanáticos aldeanos religiosos. De hecho, los líderes provenían de las zonas más miserables y ultramontanas del país, donde se daba el mayor índice de analfabetismo.
Su detención era obra del Departamento de Promoción de la Virtud y de la Prevención del Vicio, más conocido como Ministerio de la Moralidad. Durante el interrogatorio en la comisaría, Sultán Khan se estuvo frotando la barba, que medía un puño tal como prescribían las autoridades. Su shalwar kamiz también cumplía la norma talibán: la túnica llegaba por debajo de las rodillas y los pantalones le cubrían los tobillos. Contestó con cierta altivez:
—Podéis quemar mis libros, podéis complicarme la vida y hasta quitármela, pero no conseguiréis borrar la historia de Afganistán.
Los libros representaban la razón de ser de Sultán; siempre había sido así desde que vio su primer libro en la escuela. Nació en una familia pobre y creció en los años cincuenta en la aldea de Deh Khudaidad. Sus padres eran analfabetos, pero ahorraron cuanto pudieron para pagar la educación de su primer hijo varón. La hermana mayor de Sultán nunca puso un pie en la escuela y jamás aprendió a leer y escribir; hoy día apenas sabe leer la hora. De todas maneras, su única posibilidad siempre había sido ser dada en casamiento.
Sultán, en cambio, iba a ser un hombre importante, aunque el primer obstáculo para ello fue la falta de calzado: el pequeño Sultán se negó a ir a la escuela porque no tenía zapatos. Su madre le despachó por la puerta:
—Vamos, hijo, vete —dijo dándole una palmadita en la cabeza.
Pronto Sultán se los pudo comprar; para conseguirlo trabajó sin descanso durante todos los años escolares. A primera hora de la mañana, antes de ir a clase, y por la tarde, hasta el anochecer, horneaba ladrillos para ganar dinero y ayudar así a su familia. Más tarde encontró empleo en una tienda, y les dijo a sus padres que el sueldo era la mitad de lo que en realidad era, lo que le permitió ahorrar la otra mitad para comprar libros.
Su carrera de librero empezó cuando aún era adolescente. Había iniciado sus estudios de ingeniería, pero no encontraba los libros de texto necesarios. De viaje en Teherán con su tío, tropezó por casualidad con todos los manuales que buscaba en uno de los bien provistos mercados de libros de la ciudad y compró cierta cantidad de volúmenes de varios títulos, que vendió a sus compañeros de clase por el doble de precio a su regreso a Kabul. Había nacido el librero y Sultán se había salvado.
Sólo ejerció de ingeniero en la obra de dos edificios en Kabul antes de que su obsesión por los libros le apartara del mundo de la construcción. Seducido por los mercados de libros de Teherán, el muchacho de pueblo deambulaba entre los libros de la metrópoli persa, encontrando títulos cuya existencia no se había podido ni imaginar. Compraba caja tras caja de poesía persa, libros de arte y de historia, y por razones comerciales también adquiría los éxitos de venta: libros de texto para ingenieros.
De vuelta en Kabul, Sultán abrió su primera librería: un pequeño tenderete ubicado en el centro de la ciudad, entre vendedores ambulantes de especias y tiendas de kebabs. Corrían los años setenta, cuando gobernaba el liberal y algo perezoso Zahir Shah y la sociedad vacilaba entre lo moderno y lo tradicional. El intento poco entusiasta de Shah de modernizar el país desencadenó en varias ocasiones fuertes críticas por parte de los religiosos, como cuando una decena de ulemas protestó contra las mujeres de la familia real que habían aparecido sin velo en público. Los ulemas fueron encarcelados.
Se abrieron nuevas universidades y centros docentes, y con ellos vinieron las manifestaciones estudiantiles, que fueron suprimidas con mano dura y con varios muertos. Aunque no se celebraban elecciones libres, surgió en esa época un sinfín de partidos y grupos políticos, desde la extrema izquierda hasta el fundamentalismo religioso. La lucha entre las distintas agrupaciones creó un clima de inestabilidad en el país, que se vio agravado por una economía que se había quedado estancada después de tres años de sequía y de una catastrófica hambruna en 1973. Con Zahir Shah en tratamiento médico en Italia, Daud, primo del rey, se hizo con el gobierno por medio de un golpe de Estado y abolió la monarquía.
El régimen del presidente Daud fue más opresivo que el de su primo. Pero la librería de Sultán Khan prosperaba: vendía libros y revistas publicados por los diferentes grupos políticos, desde los marxistas hasta los fundamentalistas. Vivía con sus padres en la aldea e iba y venía en bicicleta. Su único problema era la insistencia de su madre en que se casara. La mujer no paraba de proponer nuevas candidatas, que si esta prima, que si aquella chica vecina, pero Sultán todavía no deseaba fundar una familia; cortejaba a varias chicas y no sentía prisa en tomar una decisión. Quería estar libre para viajar. Hizo viajes de negocios a Teherán y Tashkent, y también a Moscú, donde tenía una amiga, Ludmila.
Unos meses antes de la invasión del país por la Unión Soviética en diciembre de 1979, Sultán dio su primer paso en falso. Nur Mohamed Taraki, un comunista ateo, dominaba Kabul. El presidente Daud y toda su familia, hasta el hijo menor, un bebé, habían sido asesinados durante el nuevo golpe de Estado. Las cárceles estaban más llenas que nunca y docenas de miles de opositores políticos habían sido arrestados, torturados y ejecutados.
Los comunistas, deseosos de asegurar su poder, trataron de eliminar los grupos islamistas. Los muyahidin —los guerreros santos— emprendieron entonces una lucha armada contra el régimen; lucha que más tarde evolucionó hasta convertirse en una guerra despiadada contra la Unión Soviética.
Los muyahidin representaban una multitud de ideologías y de tendencias. Las distintas agrupaciones publicaron textos en favor de la yihad —la guerra santa contra el régimen hereje— y de la islamización del país. El gobierno, por su parte, se endureció contra los que podían ser cómplices de los muyahidin y prohibió imprimir o distribuir sus textos. Sin embargo, Sultán vendía tanto las publicaciones de los muyahidin como las de los comunistas, ya que se sentía en la obligación de procurar todo lo que sus clientes buscaban. Además, tenía manía de coleccionista y no se podía resistir a comprar unos cuantos ejemplares de todos los títulos que le ofrecían para luego venderlos un poco más caros; eso sí, siempre escondía las obras más prohibidas debajo del mostrador.
No tardó en ser delatado. Un cliente había sido detenido en posesión de libros de su tienda, y en una razia, la policía encontró unos cuantos títulos prohibidos en la librería. Se encendió la primera hoguera de libros y Sultán fue sometido a severos interrogatorios y palizas antes de ser condenado a un año de prisión. Le destinaron a la sección de presos políticos, donde la posesión de bolígrafo, papel y libros estaba estrictamente prohibida. Pasó meses con la mirada clavada en la pared de enfrente, pero finalmente logró sobornar a un guardia con la comida que le mandaba su madre, y procuró así su lectura semanal. Entre los desnudos muros de piedra, creció el interés cultural y literario de Sultán, de modo que se enfrascó en la poesía persa y la dramática historia de su país. Al salir de la cárcel estaba aún más determinado a continuar difundiendo el conocimiento de la cultura y la historia afganas, y siguió vendiendo libros prohibidos —tanto de la guerrilla islamista como de la oposición comunista pro China—, pero eso sí, con más prudencia.
Las autoridades no dejaron de vigilarle, y cinco años más tarde fue detenido de nuevo. Otra vez entre rejas, tuvo ocasión de volver a meditar sobre la poesía persa. Ahora se le acusó de ser un pequeñoburgués —uno de los peores insultos en la terminología comunista— por ganarse la vida según el modelo capitalista.
En esta época, el régimen comunista en Afganistán —en medio de los suplicios de la guerra— se esforzaba por suprimir la sociedad tribal para sustituirla por un optimista comunismo. Las tentativas de colectivización de la agricultura eran muy dolorosas para la población; de hecho, muchos campesinos se negaron a ocupar las tierras de los propietarios que habían sido expropiadas, ya que el Corán prohibe sembrar en tierra robada. Las zonas rurales se sublevaron, el proyecto de una sociedad comunista sufrió un fracaso tremendo y poco a poco las autoridades fueron abandonando su plan: la guerra exigía todas sus energías. En el curso de una década esta guerra costó la vida a un millón y medio de afganos.
Cuando «el capitalista pequeñoburgués» volvió a salir de la cárcel, tenía treinta y cinco años. La guerra contra la Unión Soviética, que se había librado sobre todo en el campo, había dejado a Kabul casi intacto, y la gente se preocupaba por los problemas diarios. Esta vez la madre de Sultán logró convencerle de que se casara y le presentó a Sharifa, una mujer guapa y vivaracha, hija de un general. Se casaron y tuvieron tres hijos y una hija; una criatura cada dos años.
Cuando la Unión Soviética abandonó Afganistán en 1989, la gente esperaba que por fin llegara la paz. No tuvo en cuenta a los muyahidin, que se negaron a entregar las armas mientras el gobierno de Kabul siguiera contando con el apoyo de la Unión Soviética. En mayo de 1992, los muyahidin tomaron Kabul y la guerra civil estalló con toda la fuerza. El apartamento que la familia había comprado en Microyan —un bloque de viviendas soviéticas— se ubicaba justo en el frente. Los misiles abatían los muros, las balas hacían añicos los cristales y los tanques rodaban por el gran patio del edificio. Después de pasar la familia una semana echada en el suelo para resguardarse de los proyectiles, Sultán aprovechó unas horas de tregua en la lluvia de granadas para llevar a su mujer y a sus hijos a Pakistán.
Durante su estancia allí, la librería fue saqueada, al igual que la Biblioteca Nacional. Libros de gran valor fueron vendidos por monedas a coleccionistas o cambiados por tanques, balas y granadas. Cuando Sultán volvió de Pakistán para velar por su tienda, él también adquirió volúmenes robados de la Biblioteca Nacional a precio de ganga. Por unas docenas de dólares se hizo con ejemplares que tenían siglos de antigüedad; entre ellos, un manuscrito de quinientos años proveniente de Uzbekistán y por el cual el gobierno uzbeko más tarde le ofreció veinticinco mil dólares. Obtuvo igualmente un ejemplar de Shah Name, la obra más importante de su poeta favorito, Ferdusi, que había sido propiedad de Zahir Shah. A un precio irrisorio compró también varias obras valiosas, cuyos títulos los saqueadores fueron incapaces de descifrar.
Tras cuatro años de bombardeos, Kabul estaba en ruinas y había perdido cincuenta mil habitantes. El 27 de septiembre de 1996, los ciudadanos se despertaron en una ciudad donde los combates habían cesado. La noche anterior el ministro de Defensa, Ahmed Shah Masud, y sus tropas se habían batido en retirada por el valle de Panshir. Mientras duró la guerra civil, hasta mil misiles habían caído cada día sobre la capital afgana. Ahora reinaba un silencio sepulcral.
Delante del palacio presidencial, dos hombres colgaban de una señal de tráfico. El más grande, cubierto de sangre de pies a cabeza, había sido castrado, tenía los dedos quebrados, el tronco y el rostro magullados y una bala le había atravesado la frente. El otro simplemente había sido fusilado y ahorcado con los bolsillos llenos de billetes de afgani en señal de menosprecio. Se trataba del expresidente Mohamed Najibula y de su hermano. Najibula era un hombre odiado. Había sido jefe de la policía secreta cuando la invasión soviética de Afganistán, y se decía que durante su estadía en el poder había ordenado la ejecución de ochenta mil enemigos del pueblo. De 1986 a 1992 había estado al frente del país respaldado por los rusos. Al llegar los muyahidin liderados por Burnahuddin Rabani y Masud, Najibula permaneció en prisión domiciliaria en el edificio de la ONU.
Cuando los talibanes entraron en las zonas orientales de Kabul y el gobierno muyahidin decidió retirarse, Masud ofreció a su importante prisionero que escapara con él. Pero Najibula, temiendo por su vida fuera de la capital, optó por quedarse con los guardias de seguridad de la ONU. Se figuraba además que como era un pashtun iba a poder negociar con los talibanes pashtun. A la mañana siguiente todos los guardias habían desaparecido y las banderas blancas de los talibanes ondeaban en las mezquitas.
Incrédulos, los habitantes de Kabul se reunieron alrededor de la señal de tráfico de la plaza Ariana. Contemplaron a los ahorcados y luego volvieron a sus casas en silencio. La guerra había terminado, pero otra estaba a punto de estallar: la guerra contra los placeres del pueblo.
Los talibanes restablecieron el orden a la vez que dieron el golpe de gracia al arte y la cultura afganos. Quemaron los libros de Sultán y se presentaron en el Museo de Kabul armados de hachas y con su propio ministro de Cultura como testigo presencial. Cuando llegaron, en el museo no quedaba gran cosa. Todas las piezas trasladables habían sido saqueadas durante la guerra civil, y como consecuencia de ello habían desaparecido piezas de cerámica de la época en que Alejandro Magno conquistó el país, espadas tal vez usadas en batallas contra Gengis Kan y sus hordas de mongoles, miniaturas persas y monedas de oro. Hoy día la mayoría de estas piezas está desperdigada en casas de coleccionistas anónimos de todo el mundo, ya que fueron muy pocos los objetos que se lograron salvar antes de que el saqueo comenzara en serio.
Quedaban todavía unas enormes estatuas de los reyes y príncipes de Afganistán, así como budas milenarios y unos frescos. Animados por el mismo espíritu que los dominó durante su visita a la librería de Sultán, los soldados llevaron a cabo su misión. Ante los ojos anegados en lágrimas de los guardias del museo, los talibanes pulverizaron los restos de la colección. Lo destrozaron todo con sus hachas hasta que sólo quedaron los pedestales desnudos en medio de montones de polvo de mármol y de trozos de arcilla. Tardaron medio día en destruir los testimonios de una historia milenaria. Acabado el vandalismo, sólo quedaba en el museo una cita ornamentada del Corán sobre un pequeño mausoleo que el ministro de Cultura había juzgado preferible respetar.
El edificio había sido bombardeado durante la guerra civil por estar también en primera línea. Cuando los verdugos del arte abandonaron el lugar, los guardias del museo permanecieron entre los escombros. Recogieron laboriosamente los trozos de las obras que habían quedado desperdigados y los dejaron etiquetados en unas cajas. En algunos casos, todavía se veía lo que habían representado las piezas: la mano de una estatua, el bucle de pelo de otra. Las cajas fueron depositadas en los sótanos con la esperanza de que algún día alguien pudiera restaurar las estatuas.
Seis meses antes de la caída de los talibanes, los gigantescos budas de Bamiyán, que con sus casi dos mil años de antigüedad constituían el patrimonio cultural más importante de Afganistán, fueron también dinamitados. La explosión fue tan fuerte que no quedó nada, ni siquiera un fragmento que pudiera recogerse.
Durante este régimen, Sultán Khan asumió la responsabilidad de salvar lo que pudiera de la cultura afgana. Después de la quema de libros en la rotonda, obtuvo su libertad por medio de sobornos, y ese mismo día rompió el precinto de su librería. Lloró entre las ruinas de sus tesoros. Con un rotulador trazó grandes rayas negras encima de todas las ilustraciones que habían escapado a la furia destructora de los soldados. Era preferible eso a ver los libros quemados. Pero finalmente tuvo una mejor idea: pegó su tarjeta de visita encima de los retratos. De ese modo quedaron cubiertos por su propio sello; tal vez un día podría retirar las tarjetas y las imágenes podrían ser contempladas de nuevo.
Pero el régimen se volvió cada vez más despiadado. Con los años se hizo más hincapié en la línea puritana y en cumplir las normas del tiempo de Mahoma. Una vez más, Sultán fue convocado al Ministerio de Cultura.
—Ciertas personas van a ir a por ti y yo no te puedo proteger —le dijo el ministro.
En ese momento, en el verano de 2001, Sultán decidió dejar el país. Solicitó visados para Canadá para él, sus dos esposas y sus cuatro hijos. Todavía en Pakistán, sus mujeres e hijos rechazaron de plano la vida de refugiados que deberían llevar allí.
Tampoco Sultán podía renunciar a sus libros; poseía ahora tres librerías: una la llevaban sus hermanos menores, otra su hijo mayor y la tercera él mismo. Solamente una pequeña parte de los volúmenes estaba a la vista en las estanterías. La mayoría —casi diez mil ejemplares— se hallaba escondida en desvanes por toda la ciudad. Sultán no podía permitir que se perdiera su colección, fruto de treinta años de trabajo. No podía permitir que los talibanes u otros guerreros siguieran destruyendo el alma de Afganistán. Además, tenía un plan secreto, un sueño y un compromiso: cuando el gobierno de los talibanes fuera suplantado por uno de confianza, el librero donaría sus libros a la saqueada biblioteca pública que otrora había hecho gala de centenares de miles de títulos. O quizá abriría su propia biblioteca y ejercería él mismo de digno bibliotecario.
Debido a las amenazas de muerte, a Sultán Khan le fueron concedidos los visados para Canadá. Pero nunca se fue. Mientras sus mujeres preparaban el viaje y hacían las maletas, él encontraba todo tipo de excusas para posponerlo: que si estaba a la espera de unos libros, que si la librería corría peligro, que si un pariente acababa de morir… Siempre surgía algún impedimento.
Luego llegó el 11 de septiembre. Cuando las bombas volvieron a caer en Afganistán, Sultán se reunió con sus esposas en Pakistán y ordenó a Yunus —uno de sus hermanos menores solteros— que permaneciera en Kabul para velar por el negocio.
Cuando cayó el gobierno talibán dos meses después de los ataques terroristas en Estados Unidos, Sultán fue de los primeros en regresar a Kabul. Por fin podía llenar las estanterías con las obras que deseara. Podía vender a los extranjeros como objetos curiosos los libros de historia con las ilustraciones tachadas con rotulador y quitar las tarjetas de visita pegadas sobre los retratos de seres vivos. Quería volver a enseñar los brazos blancos de la reina Soraya y el pecho cubierto de doradas condecoraciones del rey Amanula.
Una mañana en su tienda y con una taza humeante de té en la mano, se dio cuenta de que Kabul resucitaba. Mientras hacía planes para realizar su sueño, le vino a la mente una cita de su poeta favorito Ferdusi: «Para lograr el éxito, a veces hay que ser lobo, a veces, cordero». Ya era hora de ser lobo.