23

ZEKE salió del coche y reptó hasta el parachoques trasero. Tal y como el sheriff había dicho, el lago quedaba justo delante. Observó la casa detenidamente desde detrás de la rueda. Parnell se encontraba en la puerta de entrada y llamaba delicadamente con los nudillos.

Zeke cogió el móvil y llamó a Torres, que respondió a la primera.

—Está en la puerta —susurró—, dadle un par de minutos.

—De acuerdo.

Colgó y marcó el número de Jenkins.

—Está en la puerta —repitió—. Torres entra dentro de dos minutos. Síganla ustedes cuando la oigan.

—Entendido —contestó el teniente.

El protocolo habitual requería que el agente llamara a la puerta y se presentara, si traía consigo una orden. En este caso, el ruido metálico de los arietes equivaldría a la llamada.

Parnell estaba tardando mucho y Zeke no alcanzaba a ver a quién se dirigía.

—Vamos, date prisa —susurró.

Por fin escuchó al sheriff decir:

—Ahora podrá disfrutar de la estancia. Hasta luego.

—Gracias por pasarse por aquí —replicó una voz masculina.

Parnell volvió hacia el coche patrulla, pero antes de que hubiera avanzado apenas diez metros, Zeke oyó el primer ruido de la incursión. El segundo se produjo tan seguido que pareció que se trataba del eco más que de otra entrada.

El sheriff se tiró al suelo y Zeke salió corriendo de detrás del coche patrulla en dirección a la casa. Esperaba que le dispararan desde la puerta de entrada, sin embargo, el tipo allí apostado levantó las manos y dio un paso al frente.

—No dispare, no dispare. No voy armado. Yo sólo soy el chófer.

Zeke lo agarró, lo hizo echarse en el suelo y estaba a punto de ponerle las esposas cuando el sheriff apareció tras él.

—Yo me ocupo de éste, usted vaya a por su chica.

Zeke se introdujo rápidamente en la casa. La vivienda, enorme, estaba decorada con numerosos y pesados muebles de piel en tonos oscuros. No había nadie ni en el cuarto de estar ni en la cocina. Escuchó voces y corrió al lugar de procedencia del ruido. En el vestíbulo se encontró con cuatro miembros del Equipo de Especiales que habían atrapado a dos tipos enormes a los que habían esposado ya.

—¿Dónde está Cabrini? —gritó Zeke a los agentes especiales.

Uno de ellos señaló al fondo de la sala y él corrió en la dirección indicada. Un grupo de policías conducía a Cabrini fuera de la habitación. Llevaba las manos esposadas y una expresión de rabia en la cara. Miró a Zeke y lo reconoció enseguida.

Él lo agarró por la camisa y se lo acercó.

—¿Dónde está? ¿Le has hecho daño?

El mafioso contrajo la cara en un gesto de sorna.

—Tu gorda putita está en mi sala de juegos. Es una lástima que hayas llegado ahora. En sólo diez minutos la habría tenido rogándome que le dejara chuparme la polla.

Antes de que nadie pudiera hacer nada, Zeke le asestó un puñetazo en la cara. Cuando iba a darle un segundo golpe, los miembros del equipo lo sujetaron.

—Vamos, tío. No pierdas el tiempo con esta mierda. Tu chica te necesita ahí dentro.

El jefe de Especiales lo separó de Cabrini y lo llevó a la entrada de la habitación.

En los años en que había trabajado como policía anticorrupción Zeke había visto muchas salas de sadomasoquismo y dominación, de modo que el tono gris del cuarto no lo sorprendió. Lo único que le importaba era ver a Sandy.

La encontró desnuda y atada a una especie de camilla médica. Gómez y otro de los policías estaban a su lado. Zeke saltó hacia ella.

Sandy tenía la expresión congelada, como si sufriera algún tipo de shock. Zeke se situó a la derecha de la camilla y se inclinó para que ella pudiera verlo.

—Sandy, soy yo, cielo. Ya estoy aquí. Ya acabó todo.

Ella levantó la cabeza para mirarlo y él supo que lo había reconocido.

—Zeke, ¿eres tú?

—Sí, cariño. Ya estoy aquí. Ahora mismo te soltamos. —Miró a Gómez—. ¡Maldita sea! ¿Dónde coño está la llave?

—Aquí está. Gómez le entregó un llavero y Zeke buscó a tientas la llave para abrir la esposa de su lado. Mientras tanto el otro agente le frotaba la muñeca izquierda a Sandy para que recuperara la circulación.

Ella gimió como un animal herido. Zeke sintió que se le rompía el corazón.

—Ya está, cielo. Ya ha terminado todo. Ese cabrón no volverá a tocarte nunca.

Abrió la esposa y la ayudó a incorporarse. Fue entonces cuando vio los latigazos. Había al menos una docena marcados en la espalda desde la nuca hasta la cintura.

—¡Hijo de puta! ¡Voy a matar a ese cabrón con mis propias manos!

Sandy se levantó y se tambaleó hacia delante. Zeke la sujetó con cuidado de no tocarle las señales de aquel rojo intenso que pronto se volvería morado y oscuro.

Uno de los agentes entró en la habitación con una manta ligera.

—Tenga, tápela con esto. La encontré en la habitación de al lado.

Zeke cubrió con la manta a Sandy, que empezó a temblar.

—Traiga la ambulancia hasta aquí —le pidió a Gómez.

—Ahora mismo. Iré también al minibar. Le vendrá bien un trago.

—Lena —susurró Sandy—, ¿está bien?

Fue entonces cuando Zeke se fijó en la sumisa, que estaba encadenada a la pared. Había dos policías liberándola de las ataduras. La chica sollozaba.

—Sí, está bien. Está llorando.

Sandy lo miró a la cara.

—Eres tú de verdad. Sabría que vendrías a buscarme.

Y entonces rompió a llorar angustiosamente. Las lágrimas se convirtieron en sollozos y éstos en tremendos gemidos. Zeke la abrazó con ternura sin rozarle las zonas doloridas de la espalda y los costados. Le besó la sien y la frente mientras la tranquilizaba con palabras suaves.

—Ya está. Ya verás cómo te pones bien. Nos iremos de aquí dentro de nada.

Zeke la condujo fuera de la habitación hacia la salida. Para cuando llegaron al salón, ya se habían llevado a Cabrini y a sus esbirros. Zeke llevó a Sandy hasta la otomana de cuero y trató de que Sandy se recostara en ella.

—No, ahí no pienso sentarme: es donde las coloca a ellas.

De repente Zeke recordó el ático de Cabrini y la otomana en la que ordenaba ponerse a sus sumisas.

—Venga, cielo, aquí no nos sentamos, vamos al comedor.

En menos de un minuto aparecieron los médicos de urgencias con una camilla. Cuando Zeke se puso de pie y se retiró para que examinaran a Sandy, ella se le agarró al brazo y le rogó:

—Por favor, no te vayas.

Él se quedó con ella y estuvieron con las manos entrelazadas mientras le tomaban la fiebre y la presión, y le observaban las pupilas.

—Está en estado de shock —diagnosticó uno de ellos—. Será mejor que nos la llevemos al hospital. —Miró a Zeke y propuso—: ¿Quiere usted acompañarla?

—Claro. Ya no vuelvo a perderla de vista.

Sandy se negó a que la llevaran en camilla y caminó hacia la ambulancia en lugar de apoyarse en la espalda. La pequeña procesión pasó junto a los policías y al Equipo de Especiales que esperaban fuera de la casa. Sandy no quiso subir en la ambulancia hasta ver a Lena en la otra camilla.

—Se pondrá bien, ¿verdad?

—Sí, cariño. Se pondrá bien —le aseguró Zeke mientras la forzaba a montar en la ambulancia.

Lo último que Zeke vio antes de que uno de los facultativos cerrara la puerta de golpe fue que obligaban a Cabrini a meterse en un coche patrulla que estaba esperándolo.

El hospital regional de Jerusalén actuó con aplomo ante la avalancha de policías y ayudantes de la fiscalía que llegaron además de las dos pacientes. El personal de enfermería se deshizo de todo el mundo excepto de Zeke, que se negó a abandonar a Sandy. El hecho de que ella no le soltara la mano también ayudó.

En el hospital trataron a Sandy y a Lena como si fueran clientes VIP y las colocaron en espacios contiguos. El personal de urgencias se apresuró a limpiarles las heridas y los moratones a ambas con suma delicadeza.

Lena había sido el chivo expiatorio del enfado de Cabrini. Sandy explicó que la chica había tratado de ayudarla a escapar y que él, irritado por el motín, la había azotado sin piedad.

Zeke se enfureció de nuevo al volver a ver las marcas en el cuerpo de Sandy. Se sentó junto a su cama y deseó poder ponerle las manos encima a aquel tipo.

Sandy pareció recuperarse con rapidez de la confusión en que Zeke la había encontrado. Quería hablar, contarle todo lo que había ocurrido. Y él, consciente de que tendría que declarar más adelante de todas formas, solicitó la presencia de una taquígrafa para que tomara nota del relato.

Escuchó asombrado la historia del lanzamiento de la cortina por la ventana y del escondite en el bajo suelo.

—¡Eres increíble! —felicitó.

La doctora que examinó a Sandy insistió en que Zeke abandonara la habitación durante el reconocimiento y él esperó con impaciencia a que acabaran. Cuando la doctora abrió la cortina para dejarlo entrar de nuevo, él le preguntó:

—¿Cómo está?

—Va a estar dolorida un par de días y luego le parecerá un arco iris que durará bastante más tiempo, pero está bien —la doctora sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro—. No deja de repetir que usted la ha salvado. Es usted su héroe.

Zeke no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas.

—No soy ningún héroe. Es ella quien merece todo el reconocimiento. —Se aclaró la garganta—. ¿Cuándo puedo llevármela a casa?

—¿De vuelta a Dallas? Hoy no. Aún tiene la espalda y las nalgas mal. No quiero que monte en coche todavía. Deje que pase aquí la noche y podrá llevársela mañana al mediodía —Zeke asintió—. Le he dado algo para aliviarle el dolor, de modo que puede que esté un poco ida el resto del día.

—Está bien, doctora. Gracias por su ayuda.

Estaba ya anocheciendo cuando trasladaron a Sandy a planta. Para entonces, los analgésicos ya la habían sumido en un profundo sueño.

Uno de los ayudantes del sheriff le entregó el bolso de Sandy a Zeke, que sacó la tarjeta del seguro médico y efectuó el registro correspondiente en el hospital.

Después se sentó junto a su cama y empezó a hacer llamadas. Se puso en contacto con Leah para contarle lo que había ocurrido. Le explicó que aunque la policía haría todo lo posible por proteger la privacidad de Sandy, la historia aparecería en primera plana de todos los periódicos. Al tratarse de una agresión sexual, los medios de comunicación no revelarían los nombres de Sandy y de Lena. Sin embargo, eso no los frenaría a la hora de tratar de entrevistar a todas las personas de su entorno. Él y Leah charlaron sobre si avisar a Victoria Davis. Leah prefería no hacerlo y Zeke estuvo de acuerdo en seguir su recomendación.

Zeke permanecía sentado en la oscuridad y miraba por la ventana cuando Sandy se despertó, alrededor de las ocho de la tarde.

—Zeke —lo llamó.

—Estoy aquí, cielo. —Se levantó y se acercó a ella—. ¿Cómo te encuentras?

—Algo atontada. ¿Te tumbas a mi lado, por favor? Quiero que estés donde pueda tocarte.

—Claro, cariño.

Zeke se quitó los zapatos y colgó la funda de la pistola en el armario, junto a su chaqueta. Al entrar en urgencias había tenido que depositar el arma por razones de seguridad.

Sandy se movió enseguida para hacerle sitio en la cama. Estaba tumbada sobre un costado para evitar poner peso sobre las heridas. Zeke se recostó enfrente de ella sobré el estrecho colchón.

—¿Sabes si Lena está bien? —preguntó Sandy.

—Sí, he ido a verla hacia las seis. Estaba completamente dormida.

—Me gustaría intentar ayudarla, Zeke. Se arriesgó mucho por mí.

—Como tú quieras, cielo. Haremos lo que tú quieras. —Zeke le retiró el pelo de delante de los ojos.

—¿Y Cabrini? ¿Dónde están él y los otros?

—Están calmándose en la cárcel del condado de Eldon —respondió—. El sheriff Parnell les está mostrando la hospitalidad que se despliega en esta región de Piney Woods —sonrió—. A ti te gustaría este Parnell. Es un viejo malhumorado, pero de una rectitud impecable. Te lo presentaré antes de que nos vayamos de aquí.

—¿Tendré que testificar contra Cabrini? —quiso saber, con la mirada expectante.

—Sí, cielo. Si quieres que pague por lo que os ha hecho a ti y a Lena, tendrás que hacerlo. De todos modos, no pienses ahora en eso. —Zeke le pasó el dedo por la nariz y le dio un golpecito en la punta—. Cuando llegue el momento, estaré contigo.

Sandy asintió.

—Quiero testificar. Quiero verle la cara cuando le diga a todo el mundo lo que pienso de él.

—Ésta es mi chica. Mi valiente y maravillosa chica. La policía no ha logrado conseguir suficientes pruebas como para encerrarlo y ahora vas a lograrlo tú sólita. —Zeke hizo un gesto de aprobación con la cabeza—. Ben se ha quedado impresionado cuando se ha enterado de cómo te escondiste en el bajo suelo.

—¡Puaj! —a Sandy le recorrió el cuerpo un escalofrío—. Todavía veo los ojos naranjas de esa rata clavados en mí.

—Sí, pues Ben quiere saber si tienes una hermana. Dice que podría sacarle partido a una chica con tus agallas.

—Sí, tengo una hermana, pero ya está cogida. Dile que tendrá que buscarse la chica él sólito.

—Dios, Sandy, es estupendo volver a verte sonreír. —Zeke le acarició la mejilla con dulzura—. Por un momento no he sabido cuándo o si volvería a verte así. He pasado tanto miedo…

Ella asintió.

—Yo también. Estaba aterrorizada, pero no dejé de repetirme «Zeke va a venir», «Zeke va a encontrarme». Y lo hiciste. —Se le llenaron los ojos de lágrimas y le puso la mano en el hombro.

Él sintió que sus propios ojos querían liberarse también.

—Llevaba años sin rezar, pero le he pedido a Dios que cuidara de ti hasta que yo llegara.

—Y lo ha hecho. Tendremos que ir a una iglesia para darle las gracias. —Sandy sonrió emocionada.

—Ésa no es la razón por la que tenemos que ir a una iglesia. —Zeke tuvo la sensación de que tenía la boca llena de algodón.

Sandy inclinó la cabeza.

—¿Por?

—Bueno, es que le hice una promesa a Dios. Le dije que si te mantenía a salvo, me encargaría de cuidar de ti el resto de mi vida.

Sandy abrió los ojos.

—¿Me estás pidiendo que me case contigo?

—Sí. Y tienes que decirme que sí, porque si no Dios puede lanzarme un rayo a la cabeza.

—¿Y me pides que me case contigo para evitarlo? —preguntó ella.

—Sandy, te estoy pidiendo que te cases conmigo porque no tengo ni idea de cómo voy a soportar vivir sin ti. —Zeke se inclinó y la besó con cuidado—. Te quiero.

En un jaleo de codos y sábanas, Sandy logró abrazarlo.

—Yo también te quiero. Te quiero muchísimo.

Se besaron con ternura durante largo rato hasta que un sonriente enfermero entró para comprobar las constantes de Sandy. Zeke salió de la cama de un salto y esperó mientras a ella le tomaban el pulso y comprobaban si tenía fiebre.

—Sólo hay una cosa, cariño.

—¿Qué?

—Vas a tener que llamar tú a tu madre. Leah me ha dicho que tengo que mantenerme tan lejos de ella como me sea posible.

La risa de felicidad de Sandy se escuchó hasta en el mostrador de enfermería.