21

EL grupo de Dallas encontró al sheriff sin problemas. Como en la mayoría de las ciudades cabeza de partido en Texas, Travis contaba con una plaza mayor enfrente de los tribunales, tras los cuales, en este caso, se situaba el despacho con su propia entrada.

Antes de acceder al edificio, habían hablado sobre cuál sería la mejor forma de dirigirse a él. Después de haber comprobado lo difícil que le había resultado a Torres comunicarse con él desde el coche, el equipo había decidido basarse en una estrategia que consistía en dejar que fuera el teniente Jenkins quien hablara. A Torres le entró la risa.

—No sé si las interferencias las ha producido el que sea mujer o el que sea latina.

Winston Parnell era un hombre de gran tamaño, de casi dos metros de estatura y de más de cien kilos de peso. A Zeke le bastaron unos minutos para darse cuenta de que la idea de que se trataba de un melón de pueblo quedaba bastante lejos de la realidad. El sheriff los recibió con la amabilidad propia de las ciudades pequeñas: les ofreció café y les indicó dónde se encontraban los baños. Mientras, aquellos ojos de mirada intensa se ocuparon en observar con atención. En un momento de silencio, se acercó a Zeke y le preguntó:

—¿Cree usted que va a haber pelea en Oriente Medio?

Ben pidió permiso para hacer uso de la mesa del sheriff y colocar el portátil que Peter Spenser les había prestado. Parnell observó atentamente mientras el detective de Dallas introducía los datos de la limusina de Cabrini y contrastaba la cobertura del GPS con un mapa topográfico del condado de Eldon. Ben señaló la ubicación del vehículo.

El sheriff se inclinó, sentado como estaba en su silla de madera, para poder ver el mapa en la pequeña pantalla.

—Veamos, esto es el lago Dillo y aquí está el río. Si lo seguimos hasta este pequeño afluente de aquí…, parece que el coche que buscan se encuentra en la propiedad de uno de nuestros nuevos vecinos: el señor Vincent Cable.

Zeke y Ben intercambiaron una mirada.

—¿Y qué puede contarnos sobre el señor Cable, sheriff? —preguntó Jenkins.

Parnell se frotó la mandíbula y se rascó la perilla.

—Bueno, llegó aquí hace dos años y medio más o menos. Compró una casa que se había construido uno de esos magnates de la informática —pronunció «mannates»— de la zona de Austin —el sheriff movió la mano para rascarse la nariz—. Había escuchado la historia hacía tiempo. Este tipo, Mathis, lo perdió todo en algún tipo de absorción empresarial y acabó vendiendo la casa tirada de precio. Una soleada mañana —continuó—, el señor Vincent Cable apareció con tres o cuatro tiarrones que me llamaron la atención. Les hice una visita de cortesía, por supuesto, y ya de paso anoté los números de matrícula de todos los coches que vi. Aunque no sirvió de nada: eran todos alquilados —la mirada del sheriff se endureció—. Muy amablemente y de forma muy natural, les dejé claro que en el condado de Eldon no nos van los jaleos de las grandes urbes. Aquí hay alguna plantación de marihuana. Nada serio. Sólo para consumo personal. La gente como Agatha Carson necesita la hierba para aliviar el dolor y las náuseas que le produce el cáncer.

Parnell entrecerró los ojos por un instante y Zeke creyó ver en ellos verdadera compasión. En cuanto el sheriff notó su mirada, abrió de nuevo los ojos.

—Pero aquí no pasamos una que tenga que ver con ese cristal venenoso de alcohol de quemar. Y se lo expliqué al señor Cable, que me respondió que se hacía cargo. —Parnell cogió su sombrero y le quitó unas pelusas inexistentes—. Les comenté que a lo mejor él y sus acompañantes preferían hacer la compra en algún otro lugar porque probablemente no encontrarían en las pequeñas tiendas de los alrededores los productos de consumo que buscaban —sonrió con una expresión nada divertida—. El señor Cable me comprendió enseguida y ni él ni su gente nos molestan en absoluto. Vienen y se van —se puso de pie y se encajó el sombrero—. La verdad es que hasta ahora hemos disfrutado de una buena relación. Aun así, mentiría si les dijera que sentiría que abandonara el condado.

Se produjo un momento de silencio, como un pequeño homenaje que ofrecieran unos experimentados agentes de la ley al reconocer a uno de los suyos. Entonces Jenkins carraspeó para aclararse la garganta y comentó en un tono respetuoso:

Sheriff, le agradeceríamos mucho que nos aconsejara sobre la mejor manera de acercarnos a la casa.

Parnell parpadeó encantado.

—Pues me alegro mucho de oír eso. Cuando la capitana Torres me llamó, no nos entendimos muy bien y pensé que ustedes querían que me mantuviera al margen.

Esta vez el silencio se hizo incómodo y fue el sheriff quien lo rompió:

—Bueno, yo creo que ya es hora de que les llevemos a visitar al señor Cable. ¿Qué les parece?

Zeke estaba esperando en la puerta con Ben. En cuanto escucharon las palabras del sheriff se dieron la vuelta y salieron de la habitación. «Sandy, ya voy. Espérame, cariño», pensó.

Sandy apretó los dientes cuando la vara de caña volvió a golpearle las nalgas.

—Mañana vas a estar llena de moratones, Alexandra. Tengo que reconocer que me gusta lo de azotar a una gordita.

Ella lo oía jadear, pero no era capaz de saber si el resuello era fruto del cansancio o de la excitación.

—Con lo mullida que tienes la espalda —continuó Cabrini—, no tengo que preocuparme por si te daño algún órgano. Lena es tan delgada y tan frágil… Nada que ver contigo, grandullona mía, preciosa amazona.

Sandy estaba de pie y descalza, inclinada sobre la parte de la camilla opuesta a la cabecera. Los pechos, el estómago y el lado izquierdo de la cara estaban aplastados contra el colchón de plástico, mientras que los brazos le quedaban extendidos por encima de la cabeza, atados por las muñecas a unas cadenas de sujeción.

En comparación con la vez en que había estado maniatada a la barra de la ducha, esta experiencia no tenía nada de excitante ni de estimulante. Sudaba por todo el cuerpo, así que la piel se le pegaba aún más a la superficie de plástico. Y aquel sudor olía a miedo.

Después de que Gordon y Turner la ataran a la camilla, Cabrini los había echado de la sala con la orden de que no lo molestaran. Él los llamaría cuando los necesitara, dijo.

Aunque Cabrini no quedaba dentro de su campo de visión, Sandy lo escuchaba moverse a su espalda por la habitación. Ahora silbaba de nuevo la melodía de Gilligan’s Island y a ella le resultaba imposible relacionar aquella estúpida canción con la terrible situación en que se encontraba. Las palabras de la letra le atravesaban la mente mientras él continuaba cantando: «Now sit right back and you’ll hear a tale…».

Cabrini golpeó el trasero desnudo de Sandy, que se tensó sorprendida, y luego se echó a reír a carcajadas.

—Eres un poco saltarina, Alexandra, ¿quieres más? —y se colocó para que lo viera—. Vas a ser un verdadero entretenimiento para mí. Nunca había tenido una sumisa gorda. Esas tetas enormes y ese culo blanco y ancho que tienes son una delicia. Esto va a ser divertido. ¿Te gustaría ser mi esclava doméstica? Podría dejarte encadenada aquí y venir a verte los fines de semana.

Sandy se dio cuenta, horrorizada, de que Cabrini tenía una erección y cerró los ojos para tratar de no mirarla.

Él volvió a situarse tras ella. El sonido silbante de la vara atravesando el aire volvió a escucharse antes de que Sandy sintiera el golpe en las nalgas. El dolor agudo que le infligió la hizo chillar, arquear la espalda y tensar los hombros.

—Abre los ojos —le ordenó él con un golpe—. No los cierres sin que yo te dé permiso. ¿Me has oído?

Sandy resopló, presa del estupor y de la rabila, e incapaz de creer que Cabrini estuviera azotándola de verdad. El siguiente silbido la llevó a abrir los ojos y a quejarse.

—No, por favor —gritó.

Demasiado tarde. La vara le golpeó de nuevo la piel. Sandy dio un grito ahogado y se aferró a las cadenas que la apresaban.

—Cuando hago una pregunta, quiero una respuesta inmediata. ¿Entiendes, Alexandra?

—Sí —susurró.

—¿Cómo? ¿Has dicho algo?

—Sí, lo he entendido —repitió ella más alto.

Cabrini volvió a situarse de modo que ella pudiera verlo.

—De ahora en adelante, vas a llamarme amo. ¿Entendido?

A Sandy se le encogió el estómago y se rebeló mentalmente. No pensaba llamarlo amo. Tendría que matarla porque no iba a hacerlo.

Cabrini sonrió, feliz.

—¡Ah! Ya veo que quieres ponerte tozuda. Me encantará hacerte cambiar de actitud.

Volvió a retirarse. Sin embargo, antes de que el sonido silbante de la vara pusiera a Sandy sobre aviso, alguien llamó a la puerta.

—Os he dicho que no me molestarais —gritó Cabrini.

—Lo llama por teléfono el señor Kingsley. Quiere repasar la lista que le ha enviado usted.

La mente de Sandy empezó a funcionar a mil revoluciones, puede que ésta fuera su oportunidad.

—¡Mierda! —protestó Cabrini—, dile que ahora voy.

Entonces acarició la nalga derecha de Sandy con ternura.

—Ahora vuelvo.

—Creo que me ha golpeado en el riñón —dijo ella—. Necesito hacer pis.

Cabrini dudó y por un momento Sandy creyó que iba a decirle otra vez que se aguantara. Sin embargo, gritó:

—Turner, ven aquí y lleva a Alexandra al baño.

—¿Puedo darme una ducha caliente para relajar los músculos? —se detuvo un instante—. Por favor, amo.

—Mira, por preguntarlo con tanta amabilidad, sí, sí puedes.

Turner entró en la habitación.

—Lleva a mi amazona al baño de invitados y enciérrala allí para que pueda orinar y darse una ducha —ordenó Cabrini.

—El mes pasado nos pidió usted que quitáramos la puerta de ese baño.

—Bueno, pues entonces enciérrala en el dormitorio de invitados. ¿Es que tengo que pensarlo yo todo? —preguntó. Luego abandonó la sala y se dirigió a la entrada de la casa.

Turner se acercó a la camilla.

—¿Qué tal vas, zorra?

—¿Por? ¿Es que te importa? —preguntó Sandy mientras él le liberaba la muñeca izquierda.

—Sólo por el golpe en las pelotas que me diste ayer. Me pasé la noche meando sangre. Y me gustaría darte yo mismo unos azotes —se inclinó hacia ella para soltarle el otro brazo—. Venga, vamos.

Sandy estaba completamente rígida. Lo único que la hacía moverse era la esperanza de escaparse de la guarida de aquel monstruo. Así que colocó las palmas de las manos sobre el plástico húmedo y se irguió.

Inmediatamente el dolor le recorrió la espalda y los hombros y emitió un largo y agónico rugido.

—Vale, estupendo, sí te ha hecho daño. Venga. —Turner la tomó del brazo y empezó a arrastrarla hacia la puerta.

—Espera, mi ropa —protestó ella.

—El jefe no ha dicho nada de dejar que cogieras tu ropa —Turner desvió la mirada de Sandy hacia la puerta y luego volvió a mirar a su víctima—, aunque, por supuesto, a lo mejor me haces cambiar de idea con una mamada.

—Antes prefiero morirme —respondió ella.

—Encanto, creo que no has pillado muy bien de qué va esto —Turner acercó la cara a la de ella—. ¿Qué crees que ha pensado Cabrini para ti para cuando haya acabado de jugar contigo? No será la primera vez que deja un cuerpo tirado en este bosque —se enderezó—. A lo mejor quieres volver a pensarte lo de ser amable conmigo. Puede que sea el último amigo que tengas. Y ahora, vamos.

Sus palabras hicieron que todo le diera vueltas a Sandy. Aunque ya sabía lo que ocurriría, escucharlo así de claramente resultaba insoportable.

Tenía las plantas de los pies resbaladizas por el sudor y perdió el equilibrio. Turner la sujetó al instante. La segunda vez que resbaló, le soltó el brazo y Sandy cayó sobre el duro suelo de pizarra.

—Un amigo te habría sostenido —le recordó.

Ella lo privó del placer de la respuesta, incluso cuando resbaló una tercera vez y él, de nuevo, dejó que se cayera. Sin hacerle caso, Sandy se levantó y permitió que volviera a tomarla del brazo.

Turner la guió hasta una habitación situada en el extremo opuesto al salón. Estaba escasamente amueblada: una cama, una mesilla, un armario y una silla de respaldo recto. Habían retirado la puerta del baño.

—Hay toallas ahí dentro para que te duches —le informó Turner antes de lanzarla al interior del baño—. Tienes quince minutos.

—Gracias —respondió ella en un tono neutro.

El matón cerró la puerta con llave, y ella corrió entonces hacia la ventana y echó un vistazo. Nada había cambiado desde la primera vez que se había planteado huir por una ventana. Nada, salvo el hecho de que ahora ella estaba desnuda, llena de moratones y dolorida. Escapar por esa ventana equivalía a protagonizar un suicidio virtual. La casa estaba ubicada a por lo menos ocho kilómetros de la carretera del desvío y ella estaba descalza. Incluso aunque lograra esconderse de los hombres de Cabrini, no podría atravesar kilómetros y kilómetros de bosque corriendo desnuda.

«Si pudiera encontrar algún sitio en la casa en el que ocultarme. Podría dejar abierta la ventana para que creyeran que me he escapado». Miró a su alrededor en la habitación, pero no vio ningún escondite, excepto el armario y debajo de la cama, los dos lugares donde la buscarían primero.

Volvió al baño y abrió el grifo de la ducha. Mientras dejaba correr el agua, rebuscó rápidamente en los armarios. Aparte de unas aspirinas que encontró y que se tragó con ganas, las estanterías estaban vacías. En otro armario sólo había seis toallas y rollos de papel higiénico. Ya iba a cerrar la puerta cuando vio algo. Se arrodilló y se fijó en el suelo del interior. «¡Santo Dios! ¡Es una trampilla!».

Como muchas de las casas en Texas, la de Cabrini había sido construida sobre un falso suelo elevado que dejaba un espacio vacío por debajo hasta el real. Sandy estaba frente a la trampilla de acceso a ese hueco, que solía medir entre cincuenta y setenta centímetros de alto. Levantó la portezuela de madera y echó un vistazo al agujero, que la recibió con una oleada húmeda y hedionda: oscuro, sucio, lleno de arañas, ratas y sus excrementos. «Así que, Alexandra, ¿qué prefieres, pasar el rato con las ratas de dos patas o con las de cuatro?». No había duda. Turner volvería en cualquier momento, de modo que, si iba a hacerlo, debía hacerlo ya.

Volvió a incorporarse con dificultad, fue hasta la habitación y abrió la ventana. Con sólo tres tirones, logró lanzar las cortinas por fuera del marco de la ventana al exterior. Luego colocó la silla de respaldo recto encajada bajo el pomo de la puerta para bloquearla. Aunque no aguantaría mucho, le daría algunos segundos más. Tiró de la sábana que cubría la cama, se envolvió con ella y se dirigió al cuarto de baño. La trampilla no era muy grande y las caderas de Sandy eran anchas. «Querer es poder —se dijo—. Alexandra Davis, mete el culo por ese agujero».

El hueco ofrecía un panorama espeluznante y el miedo de que algo la mordiera le hizo dudar. Si tuviera un palo o una escoba, podría comprobar con él que no había ningún bicho asqueroso cerca.

Alguien giró el pomo de la puerta. Ya no había tiempo. Sandy introdujo primero los pies hasta encajar el trasero y luego serpenteó hasta que se metió, por fin, de cintura para arriba.